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Foto: Elvira Rebollo |
Estaba recostada en la
tumbona, frente a una pequeña piscina de diseño que daba a las faldas de toda
la sierra malagueña. Llevaba leyendo casi una hora, no podía pedir más. Joan y
yo habíamos alquilado una casita en medio de la nada y todo estaba siendo
perfecto, idílico, placentero, imperturbable…
―¡Joaaaaaaaaan!
―¿Qué? ―dijo asomando la
cabeza desde la barandilla de la terraza del segundo piso.
―¡Tenemos un problema!
―Tenéis un problema ―dijo
Beatriz mostrándome un top de tiras, de los que nunca sé cómo se ponen.
Lo volvió a dejar en la estantería al ver mi mueca―. Estamos pasando por una
pandemia. Nos han aislado durante meses, has estado en China bajo unas condiciones
lamentables en cuarentena, y aun así os vais a alquilar una casa en mitad de la
montaña sin vida humana a 30 km a la redonda. Perdona, de esta faldita ¿tienes
la talla M? ―La dependienta le contestó que iría a ver, Bea suspiró y revisó la
falda poco convencida―. Con unas sandalias de tacón alto puede quedar bien,
¿no?
―No nos gusta la gente ―contesté.
Beatriz me pidió que le sostuviera el bolso para probarse una chaqueta de punto
sin mangas.
―¿Te gusta?
―Me aburro.
―Te aguantas. Me lo debes.
Ya sé que eres comunista, minimalista, anti consumista y una misántropa de
mierda, pero me lo debes. Te recuerdo que tu amiguita se tiró al amor de mi
vida en mi propia casa.
―Pensaba que el amor de tu
vida era Markus.
Beatriz me miró con rabia.
―Aquí la tiene ―dijo la
dependienta ofreciéndole la falda talla M.
Bea la cogió molesta por
todavía no saber qué contestarme, ni le dio las gracias.
―No sé por qué siempre
defiendes a Almudena.
―Porque es bonita.
Lanzó la falda hecha una bola
a la estantería y levantando la voz me pidió que saliéramos de la tienda porque
parecían no gastar en aire acondicionado.
Me encantaba verla caminar
por la Gran Vía madrileña, desprendía toda la seguridad que una persona podía
llevar sobre sus hombros. Su casi metro setenta desfilaba con una elegancia sutil
de una mujer delicada y firme a la vez. La admiraba, había sabido sacudirse las
secuelas del cáncer y recuperar su vieja personalidad desbordante, era
asombrosa. Al pararse frente al semáforo se giró para buscarme.
―Entre ese nuevo corte de
pelo y ese peto tan horroroso, pareces un espantapájaros. Anda, vamos, que ya está
en verde ―dijo.
Cruzamos la carretera y nos
sentamos en una terracita de la Plaza Luna.
―Te pongas como te pongas no
pienso perdonar a Almudena.
―Ya lo has hecho.
Beatriz se llevó el botellín
de cerveza a la boca y sonrió mirándome fijamente.
―Me das mucho asco, Elvi. Tienes
ese toque de profesora condescendiente que da mucha rabia. Siempre lo sabes
todo, ¿no?
―Todo.
―Me gustaría saber qué harías
si me follara a Joan.
―Nada. Soy comunista, lo
comparto todo.
Beatriz se rio y bebió un
largo trago de cerveza.
―Joan y tú sois una pareja
de psicópatas bien avenida. Y, repito, tenéis un problema. Daría lo que fuera por
entender qué vais a hacer en esa casa en mitad de la montaña los dos solos.
Estoy convencida de que queréis deshaceros de un cuerpo. No me extrañaría que lo
hubierais matado durante el confinamiento, y a lo largo de todo este tiempo lo
tuvierais en vuestro congelador, quizá un vecino molesto o el
repartidor de Amazon o el de Glovo, ¿se demoró en traeros la comida?, ¿ya
estaba fría?, ¿no quiso devolverte el dinero?, ¿lo atizaste con la plancha o
simplemente lo empujaste escaleras abajo?
Sonreí y pedí al camarero
otros dos botellines.
Joan bajó a la piscina y se
acercó a la tumbona.
―¿Qué hacemos con él? ―pregunté.
Joan se colocó al otro lado
para verlo mejor. Se acuclilló junto a él y lo observó de cerca durante un par
de minutos.
―A este hay que enterrarlo,
el anterior lo tiramos entre las piedras del barranco y me supo mal, se lo
comerán los carroñeros, es triste.
―¿Te encargas tú?
―Sí, no te preocupes.
Lo sonreí, verdaderamente hacíamos
un buen equipo.
―Tomás, ¿qué vamos a hacer
contigo? ―recriminé al gato que me miró sin apartarse ni un centímetro del
pájaro muerto.
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