20 jul 2021

Culpemos al vino

Keystone-France


Yo no quise haber ido. Me convencieron. No fue mi culpa.

—¿Tres libros? ¿Te has traído tres libros? —preguntó Enrique.

—¿Qué quieres? —contestó Elvira sacando los libros de la maletita que había dejado sobre la cama.

—Joder, Elvi, se supone que se trata de pasar un finde con tus amigos, no de leer todo el puto día.

—No es mi culpa si no tenéis conversación.

—¡Almudena, dile algo! —me increpó Enrique.

—¿Yo? —contesté sentada en la cama de enfrente. Levanté los hombros y solo pude sonreírlo. Lo cierto es que nunca he entendido su relación. Parecen detestarse pero se buscaban a cada rato, son un pozo de frustración sentimental. Son raros.

Elvira tomó uno de los libros y salió de la habitación.

—¿Pero a dónde cojones vas? —gritó Enrique.

—¡A leer! —voceó Elvira ya desde el pasillo.

—¡Vete a la mierda, egoísta!

—¡Vete tú, idiota!

—¡Me alegro de que hayas vuelto, gilipollas!

—¡Y yo de estar aquí, imbécil!

Enrique se quedó mirando a la puerta con una tenue sonrisa que borró de inmediato al girarse y decirme:

—Tu amiga es insoportable.

Salió y me quedé sola deshaciendo mi mochila. Y pienso ahora que ahí empezó todo y que la culpa la tuvo Elvira por haberme dejado sola. Si se hubiera quedado conmigo, si juntas hubiéramos organizado nuestras cosas en la habitación, nada de aquello habría ocurrido, pero ella siempre atiende primero a sus circunstancias y luego, si eso, lo demás. La culpo porque necesito culparla. Necesito responsabilizar a otros de hacer las cosas tan mal siempre.

Beatriz nos había propuesto pasar un par de días en la casa que sus padres tienen en la Sierra. La excusa era celebrar el regreso de Elvira a Madrid. Enrique, Darío, Bea, Elvi y yo íbamos a pasar un tranquilo fin de semana entre amigos. En realidad, entre los amigos de Elvira y eso hizo pensármelo más de dos veces. Sin embargo, Beatriz insistió, te vendrá bien separarte unos días de tu hijo, aprovecha que tu madre está en Madrid, date un respiro, te lo debes, me decía. ¿Me lo debo? Supongo que si Bea supiera la verdad de lo ocurrido la primera noche y lo hablado en la segunda jamás me hubiera animado a unirme a ellos como una más del grupo.

—¿Te ayudo? —dijo Darío desde la puerta.

Le dije que no y lo invité a entrar con la mano. Se sentó en la cama de Elvira, junto a su maletita.

—Siento lo de Eva —dije sacando los bikinis de la mochila.

—Supongo que era una relación con fecha de caducidad. Demasiado joven para un vejestorio como yo —Sonreí. Darío siempre me hacía sentir bien, era una persona que huía de los conflictos y sabía pintar los problemas con mucho sentido del humor—. ¿Y Samuel?

—¿Quién?

—Samuel, tu hijo.

—¡Abel! —me reí—. Me he dado un descanso, mi madre pasa unos días en Madrid, lo he dejado a su cargo.

—¿Una adolescencia difícil?

—Un poquito, sí… —dije conteniendo algo de la respiración.

—Con el tiempo se dará cuenta de lo bonita que eres.

Se levantó y me abrazó con fuerza. Me encogí al sentir su miembro bajo el traje de baño, me alteré como una estúpida veinteañera y me zafé fingiendo demasiado calor. Cuando salió de la habitación me senté en el suelo buscando alivio en las frías baldosas.

Al cabo de un rato, ya templada, me puse el bikini y bajé a la piscina.

—Tienes una casa preciosa —dije, Bea estaba sobre la hamaca amarrada a la celosía de piedra que limitaba una bonita zona chill out.

—No es mía, es de mis padres. Yo no tengo nada. ¿Elvira?

—No lo sé, por ahí perdida leyendo.

—Cada día es más rara —dijo y se incorporó con una sonrisa que no sabría cómo definir. Miró a los lados y luego en tono confidencial me dijo—: Vuelvo a tener relación con Markus —y se rio a carcajadas—. No se lo digas a Elvira, por favor. Lo último que quiero es uno de sus sermones. Cree siempre estar en posesión de la verdad absoluta, me cansa, me aburre. La quiero, joder, pero sabes lo que digo, ¿verdad? —Sí, claro que lo sabía, me tenía machacada con Carlos—. Markus no hizo bien las cosas, lo sé, no soy tonta, pero hay algo en esta vida que se llama perdonar y Elvira no sabe lo que es, en serio, llévate bien con ella porque si no estás acabada, es infinitamente rencorosa. Y nunca entendería lo de Markus, aunque sea fácil de comprender. Mira, amo Alemania, amo-Alemania, Almu, pero es un país triste lleno de gente triste haciendo cosas tristes con el único objetivo de jubilarse para mudarse a España y empezar a gozar de la vida. No hay más misterio. Y es lo que le pasa a Markus.

—Ya, yo pensaba que Markus había vuelto con su ex, su ex alemana y por eso te mandó de vuelta, de vuelta a España a los 10 días, ¿no? —Me estaba dando cuenta de que el resumen no sonaba del todo bien y que quizá no era tan buena idea haberlo sintetizado tanto—. Pero bueno, o sea, con muchos detalles de por medio.

—Exacto, Almu, con muchos detalles como que Markus me quiere. Esa es la historia. Y como me quiere y me quiere mucho va a volver a Madrid en septiembre. Viviremos juntos, está decidido.

—Vaya, cuántos detalles.

Habíamos terminado la cena hacía lo menos un par de horas pero seguíamos alrededor de la mesa. Elvi había dispuesto un mapamundi. El salero era China, un trozo de pan Taiwan, su servilleta Estados Unidos y una pepita de sandía Hong Kong. Repetía una y otra vez que la culpa de todo la tenía el capitalismo y el uso indebido del concepto comunista en manos de China, acusaba vehementemente al país de abocarnos a una guerra sin precedentes antes de una década. Solo Enrique la escuchaba con pasión, llegando a añadir una botella vacía de vino por encima del salero afirmando ser Rusia y un tenedor a la derecha como Japón y cuestionando los preceptos de Trotsky que tanto defendía Elvira.

—¿Y Alemania? —preguntó Bea dejando sobre la mesa el móvil con el que había estado chateando todo la noche entre risitas.

—¿Alemania? —repitió Enrique con sorpresa.

—Sí, Alemania es la cuarta potencia económica —insistió Bea.

—Alemania, en estos momentos, está revisando su sistema de alcantarillado —contestó.

Elvira estalló en una carcajada y es que si algo unía a aquellas dos bestias era su sádico humor negro.

—¿Te bañas? —escuché. Me di la vuelta y vi a Darío quitándose la camiseta—. Vamos, vente, nada mejor como un baño por la noche —insistió.

—Yo… No sé, es muy tarde —dije.

—¿Tarde?, me temo que la noche será larga, pocas ganas tienen estos de dejar de discutir.

Eché un vistazo a la mesa y Bea se había puesto de pie defendiendo no solo la economía alemana, sino también la fuerza del órgano masculino en erección, mientras que Elvira, esquivando penes germanos, se desgañitaba intentado difundir algo del trotskismo y Enrique, mandándolas callar a ambas, abría una cuarta botella de vino al  grito de “la revolución es guerra, ¡hostias!”.

No lo pongo como excusa pero yo también había bebido. Sabía lo que estaba haciendo pero había bebido, 4 o 5 copas de vino, es mucho. El agua estaba templada. Hacía calor. Estaba lejos de Abel, me sentía independiente. No tener a mi hijo cerca me dio libertad. No me había imaginado mi vida así a los 20, no la tenía definida de ninguna manera, pero siempre pensé que la libertad sería imposible perderla, cómo iba a imaginar que un hijo me apresaría en cuarentena durante 13 años. Son 13 ya los años. No lo pongo como excusa pero yo también había bebido.

—Elvira… —dije inclinada junto a su cama—. ¿Duermes? —Elvira abrió los ojos y acomodó rumiando una pesada lengua que parecía haber estado pegada al paladar durante horas—. Elvi, necesito que hablemos.

Elvira me miró, apoyó una mano sobre la almohada y se incorporó con dificultad.

—Si me vas a decir que China sí es comunista te puedes ir a la mierda —y se dejó caer sobre la almohada como peso muerto.

La miré con desesperación. Estaba sola, otra vez me había dejado sola. Primero ella y sus circunstancias y luego, si eso, lo demás. Es egoísta. La culpo porque necesito culpar a alguien. Me metí en la cama e intenté dormir algo.

Al día siguiente removía el azúcar del café sentada en una tumbona con la vista fija en la piscina. Lo oí llegar, supe que era él por sus andares, arrastra uno de los pies. No me giré, no quise. Mantuve la mirada en el agua.

—Almu —dijo. Se sentó en la tumbona de al lado y me acarició el muslo—. ¿Has dormido algo?

—Algo sí…

Se arrodillo junto a mí y me bajó el tirante de la camiseta. Con la nariz me acariciaba el cuello y el hombro. Lo besé conteniendo la pasión en aquel vaso de café, lo así con ambas manos intentando dirigir un control desbocado de una atracción que parecía haber estado contenida durante siglos.

—Darío, esto no puede ser por muchas razones… —dije sin sentirlo.

—Sí puede ser porque ya lo es, Almu, ya lo es, ya lo es… —Metió la mano por dentro de mi pantaloncito del pijama y nos dejamos llevar otra vez.

Por la tarde, Elvira metía sus cosas en la maleta, la observaba desde mi cama.

—Última vez que me engañáis para pasar un finde entre amigos, sois un coñazo, menuda pérdida de tiempo.

—Elvira —interrumpí.

—Enrique es un dolor de muelas, Darío missing, tú vagando de un lado a otro como alma en pena y Bea neurótica perdida, aclamando a Markus cada dos por tres, ¿sabes que van a volver? —me preguntó señalándome con una camiseta arrugada en la mano—, después llorará, ¡ese chico la está tomando el pelo!, y ella ni se da cuenta, no la culpo, ¿eh?, no la culpo para nada, somos así: cuarentonas en cuesta abajo. Suplicamos por un gramito de ilusión. Infelices.

—Elvira… —me puse en pie y empecé a vomitar lo que ocurrió con Darío la noche anterior en la piscina, en su habitación, en el cuarto de baño y lo de esta mañana sobre las tumbonas. Elvira se sentó en la cama—. Es más que sexo, Elvi, es… Nosotros… Yo… Yo también quiero mi gramito de ilusión. Elvira, Abel me oprime. Yo lo intento pero necesito respirar, necesito liberarme de un rol que no me corresponde, lo intento una y otra vez pero Abel me ha quitado hasta las ganas de vivir, mi día a día se ha convertido en un cúmulo de acciones rutinarias que ni sé por qué las hago. Abel ha transformado opciones en castigos.

Elvira cerró la maleta con lentitud, agachó la cabeza y se retiró el pelo con las dos manos.

—No hagas eso, Almu —dijo alzando la vista—, no culpes a Abel de tus frustraciones, dale un respiro. Llevas condenándolo más de dos años. Céntrate, céntrate. Es difícil, lo sé, es difícil pero no lo culpes a él. Por mí como si te follas al santísimo Papa, pero deja de culpar a Abel si después te arrepientes. Abel es un niño que demasiado tiene con gestionar quién y qué es su padre. —Me senté junto a ella. Me agarró de la mano y me dijo muy bajito—. Almu, Abel no es él, no es él, deja de culparlo por todo.

—¿Y a quién culpo? ¿A ti?

—Si quieres...

Nos quedamos un ratito en silencio mirando al frente.

—Me siento tan perdida, Elvi.

—Pues ya somos dos y si contamos a Beatriz, tres. —Se llevó mi mano al pecho y respiró con fuerza.

—¿Se lo contarás tú a Bea?

—¿Y qué quieres que le diga? —me preguntó con una sonrisa condescendiente.

—Que yo también había bebido. No lo pongo como excusa, pero yo también había bebido. Yo también.

Yo no quise haber ido. Me convencieron. No fue mi culpa.

  

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