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Fotografía: Elvira Rebollo |
—Elvisa, esta es tu habitación —dijo la mujer abriendo la
puerta—. ¿Te gusta? Mira, ahí puedes dejar la maleta. Ahora lo ves todo oscuro
pero mañana te darás cuenta de la claridad. En este lado de la montaña pega el
sol casi todo el día. Aunque hayan anunciado lluvias, seguro
que nos dan una tregua, disfrutarás del paisaje, ya lo verás. —Se alisó la papada y me miró sonriente—.
Elvisa, qué bonito nombre.
—Elvira —dije—. Con erre.
—¿Y eso?
—Por la abuela de mi madre.
—Vaya, pobre, qué mala suerte.
Y recordándome que la cena era a las nueve, cerró la
puerta. Me senté en la cama y me froté la frente con la yema de dos dedos. Cerré
los ojos y respiré con fuerza.
A las nueve y diez, desde uno de los extremos del porche,
mandaba un audio a Joan para decirle que ya había llegado y que la casa era bastante
mejor de lo que esperaba pero que no paraba de llover. Quise decirle que lo quería,
que lo quería con locura porque era consciente de la paciencia que estaba
teniendo conmigo, pero solo atiné a pronunciar que no se olvidara de poner una
lavadora con las toallas blancas.
—Ya estamos cenando, Elvisa —dijo la mujer asomando la
cabeza por el portalón de entrada.
—Elvira.
—Lo sé.
Confusa metí el móvil en el bolsillo de atrás de mi vaquero
y entré en la casa.
—Ahí, siéntate ahí, junto a Sonsoles.
El comedor era una pequeña estancia con una larga mesa
para diez comensales. Obediente me sentí junto a una mujer de mediana edad,
menuda, de pelo grasiento recogido en un moño alto y con gesto serio. A mi
otro lado no había nadie pero enfrente: una joven pareja, o eso parecía, de poco
más de 30 años.
—Hola —dije al sentarme.
—Bueno, este fin de semana solo ocupáis vosotros cuatro
la casa, con la lluvia ha habido tres cancelaciones. Elvisa, ¿te gusta la
purrusalda?
—Sí. —En verdad no. Odiaba los hilillos del puerro entre
los dientes—. Me encanta.
Los jóvenes hablaron de la nueva pandemia que se nos
venía encima con la caída de Evergrande. Afirmaban que tener congestionada a
China iba a repercutir en una grave pulmonía para el resto del mundo. Parecían
entenderse bien. Él aseveraba lo que decía ella y ella dejaba espacio al final
de cada frase para que él las pudiera terminar. Los miraba con pereza. Tras
arrastrar los trozos de puerro alrededor del plato, me excusé diciendo que
salía un ratito fuera. Me apoyé en la barandilla de madera y contemplé una
negra lejanía que no parecía ni existir.
—Son demasiado jóvenes —dijo Sonsoles acercándose. Se
paró junto a mí y me preguntó qué observaba entre tanta oscuridad.
—Mi vida —dije, se rio y me ofreció un cigarro—. No fumo.
—Al mirarla me di cuenta de que estaba acribillada por las arrugas y su
expresión quizá no era seria sino cansada. Se llevó un pitillo a la boca—. ¿Y
tú, por qué has venido?
—Te podría decir que para tomar aire fresco lejos de la
ciudad, cargar pilas y todas esas tonterías que dices cuando no quieres contar
la verdad. —Nos miramos y tras un incómodo silencio me preguntó—:
¿Tienes hijos?
—No, por favor —dije con desaire.
—¿No te gustan los niños?
—Vivos no.
—Bueno, supongo que no hay nada que sirva para mucho una
vez muerto.
—Los maridos —contesté.
Soltó una tremenda carcajada y después llamó a la mujer.
Al asomarse por el portalón le pidió si podía sacar los cafés al porche.
—Claro, queridas, pero no cojáis frío. Os bajaré unas
mantas también.
La vimos desaparecer y retornamos nuestras miradas hacia
lo negro.
—Yo tengo dos, ¿sabes? —dijo.
—¿Maridos?
Giró la cabeza y sonrió.
—De 17 y 15 años. Viven con su padre. La custodia fue mía pero ellos prefirieron irse con él, ¿y qué puedes decir a dos adolescentes? Los
veo muy de vez en cuando. —Se sentó en una de las sillas de plástico, se ajustó
el jersey al cuerpo y guardó el cigarrillo porque ni siquiera lo había
encendido—. Cada vez que les toca conmigo tienen planes con los amigos o eso
dicen. Eso dicen. Eso es lo que dicen y yo, pues… no digo nada, ¿qué voy a
decir? Y así llevo tres años. —Me senté a su lado con las piernas estiradas
alisándome los vaqueros, como si semejante tela pudiera arrugarse—. Así que sí,
estoy aquí para tomar aire fresco lejos de la ciudad, ¿no?
—Y para cargar pilas.
—Y para cargar pilas, sí.
—Los cafés, queridas. —La mujer dejó sobre la mesita de
plástico una bandeja con dos cafés solos, una jarrita de leche y un azucarero de
porcelana con forma de calabaza—. Las mantas os las traigo ahora mismo. —Entró
de nuevo en la casa y salió al de un minuto cargada con dos colchas de colores.
Sonsoles se levantó para ayudarla—. Gracias, preciosa. No cojáis frío,
disfrutad de la noche y recordad que el desayuno es a las siete y media.
Sus anchas caderas y su enorme desparpajo cruzaron el
portalón desapareciendo dentro de la casa. Sonsoles me ofreció una colcha.
—¿Y tú? —preguntó.
—¿Yo?
—¿A cuántos maridos has matado?
—Me hubiera gustado matar a varios, pero nunca me casé
con ellos.
Sonsoles echó un poco de azúcar a su café y lo removió
con energía. Bebió un sorbito y lo dejó otra vez sobre la mesa.
—¿Te echo azúcar al tuyo?
Crucé las piernas y pensé en si Joan pondría la lavadora o
no. Recosté la cabeza sobre el duro respaldo de la silla y dije:
—He empezado un trabajo que detesto. Llevo tres años con una
investigación que no tiene fin y que ahora comparto con una francesa que me está
quemando los nervios. Y mi chico parece, desde hace semanas, estar rumiando
algo que no quiero oír. No quiero… Así que sí, yo también estoy aquí para tomar
aire fresco lejos de la ciudad, ¿no?
—Entiendo, entonces mejor sin azúcar.
(Continuará…)