1 oct 2021

La otra

 

Desconocido

Nada más verla, en medio del descomunal hall de la Biblioteca Nacional, me supuse que era ella. Llevaba unos holgados pantalones blancos de lino y una vaporosa blusa azulada a juego de sus finas bailarinas. No era demasiado alta pero sí delgada, bastante, y con un bonito flequillo desfilado que capitaneaba una lisa melena castaña por debajo de los hombros. Parecía estar viendo a la Françoise Hardy de los años 60. Levantó la mano, supongo que sonreía, se le achicaron los ojos, pero con la mascarilla no estoy segura.

—Elvira, oh, Elvira, oh, oh…  —dijo cogiéndome una mano entre las dos suyas—. No sabes cuántas ganas tenía de conocerte. Agustín Pardos me ha hablado maravillas de ti.

—Está muy mayor —dije con una incómoda sonrisa. Y es que nunca sabía reaccionar ante ese tipo de situaciones. En primer lugar, su elegancia me aplastaba como una prensa en un desguace y, en segundo lugar, recibía los halagos como patatas calientes en la boca, rico pero duele; es lo que pasa cuando tu madre solo te ha estado llamando retrasada mental durante años.

Terminamos los trámites para acceder al interior de la biblioteca. Marcaron nuestros dispositivos electrónicos con una pegatina y un código y nos ofrecieron una cinta de la que colgaba una tarjeta de plástico identificativa. Las dos nos la colocamos en el cuello y cruzamos las puertas de cristal que daban al viejo pasillo de suelos de madera.  Crujían a cada paso, a ella no parecía importarle pero yo me ruborizaba con cada chasquido, quería ser invisible. Habían sido muchas las veces que había recorrido ese pasillo pero era la primera que lo hacía con un claro sentimiento de impostora.

—¡Disculpen! —exclamó una mujer de mediana edad que sostenía con los dos brazos una pila de revistas, nos estaba viendo subir las escaleras—. Eso es acceso restringido.

—Investigación —dijo ella mostrando su identificación del cuello.

—Investigación —repetí yo creyéndome Willows de CSI. Lo dicho, impostora.

Llegamos, dos pisos más arriba, a la Sala Larra. Y ella, marcando el paso como lo había hecho hasta ese momento, se sentó en una larga mesa del centro de la estancia.

—Antes de pasar a la hemeroteca, podemos charlar un poquito, ¿verdad? —Su acento era imperceptible. Echó un vistazo a su alrededor—. Y como no hay nadie por aquí, no creo que pase nada por quitarnos las mascarillas.

Se quitó la suya, una FFP2 azul oscura, la dobló con cuidado y la metió en un sobre de papel que dejó sobre la mesa. Sentí vergüenza al meter la mía, una quirúrgica blanca, hecha un gurruño en mi tote-bag. Sonreí.

—Podemos trabajar juntas. Agustín Pardos me ha hablado de tu interés en el proyecto de la Universidad de Toulouse. ¿Conoces Toulouse?

—Solo he estado una vez.

—Pero viviste en Francia, n’est-ce pas?

Me agarré del cuello con delicadeza disimulando una incontrolable agresividad pasiva.

—Sí.

Où?

—Lyon —contesté sonriendo de nuevo. Impostora.

—Oh, Lyon, Lyon, qué hermosa, ¡qué hermosa!

—Sí. Hermosa.  —Sonrisa.

El karma. Quien al cielo escupe…

—Toulouse tiene otra belleza, más natural.

—Natural. —Sonrisa.

—Y no es porque trabaje allí pero creo que la Universidad de Toulouse en Estudios Hispánicos aporta una diversidad difícil de encontrar en otras universidades, no sé si decir, más convencionales. ¿Entiendes a lo que me refiero? —Asentí con la cabeza—. Ahora, Elvira, nuestras líneas de investigación se cruzan y sería imperdonable dejar pasar esta oportunidad. Tratar el suicidio en literatura, bueno, en cualquier ámbito, sigue teniendo gruesas líneas de censura, apenas hay publicaciones, no es fácil, pero juntas, en un mismo proyecto… ¿Estás de acuerdo?

Madame Lemoine, yo…

—Oh, Elvira, s'il te plaît! Geraldine, Geraldine.

—Geraldine —dije nerviosa mientras me apartaba un pelo imaginario del medio de la cara—. Sé que Agustín solo quiere ayudarme y es cierto que estuve a punto de mudarme a Toulouse hace algo más de un año al conocer ese proyecto, eran otras circunstancias: la pandemia, la cercanía, algunas desavenencias con China… Pero ahora mismo, mi objetivo está en Madrid hasta finales del año próximo. Aun así podemos trabajar a distancia, por mi parte estaría encantada.

Se echó hacia atrás ajustándose la blusa a los hombros. Se repasó el labio inferior con la punta de la lengua y después dijo ladeando la cabeza:

—Tarde o temprano tendrás que instalarte en Toulouse. —Coloqué los dedos en el borde de la mesa, como si fuera a tocar un piano y apreté con fuerza—. Cuando termines tu periodo de investigación deberás dar clases, ¿entiendes esto?

Cuando termine mi periodo de investigación, me compraré una casa en medio de la sierra extremeña y viviré junto a Joan. Cuando termine mi periodo de investigación, es posible que esté completamente ciega. Por ello, cuando termine mi periodo de investigación, dedicaré los días, lejos de cualquier atisbo de vida humana, a intentar entender una existencia en obligada oscuridad y gestionaré mi odio a la humanidad empezando por Francia. Pero hasta entonces, Geraldine, trabajaremos juntas los tres meses que has venido a colaborar con mi universidad en Madrid, hasta entonces fingiré interés en tus proyectos y hasta entonces, Geraldine, seré impostora de mi propia vida.

—Claro, entiendo —dije. Sonrisa—. Ahora es mejor que entremos en la hemeroteca si queremos aprovechar la mañana. —Me puse en pie y sin ya vergüenza saqué la mascarilla de mi bolso, como si de un kleenex usado se tratase, y me la coloqué.

Por la tarde, bajaba la cuesta de Mesón de Paredes, en Lavapiés, hasta llegar al portal de Enrique. Subí el pequeño peldaño y presioné el portero automático.

—¿Sí? —preguntó su voz.

—Enrique, soy yo —contesté e inmediatamente después oí un clic. Volví a tocar, oí de nuevo el clic y silencio—. Enrique, voy al café de enfrente, te espero, baja, por favor. —Clic.

Pedí un café solo y me senté junto a la ventana. Saqué del bolso la última novela de Franz Werfel que había comprado. Acaricié la portada y la dejé sobre la mesa. Vertí un sobrecito de azúcar en el café y removí largo rato.

—¿Está libre?

—¿Qué?

—Esta, ¿está libre? —Una chica de poco más de 20 años sujetaba el respaldo de una de mis sillas.

—Sí, esa sí. La otra no.

Acerqué la silla que quedaba y puse mi bolso encima. Abrí el libro y empecé a leer. Al cabo de un rato sentí el bolso depositarse sobre la mesa. Giré la cabeza y vi a Enrique sentándose en la silla con las piernas abiertas y los codos apoyados sobre las rodillas.

—Hola —dije.

—No voy a pedirte perdón —dijo con la vista baja—, no me hubiera importado matarte.

—Hola —volví a decir. Levantó la cabeza y me miró—. ¿Quieres un café, camarada?


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