17 ene 2020

El profesor y la muerte

Teacher of drawing de Vasily Perov


—¿Estoy muerto? —preguntó el viejo.
—No, Agustín, no lo estás —respondió Elvira mirándolo desde la butaca de al lado.
—Si lo estuviera tampoco me lo dirías, te conozco.
—Es posible —dijo y se rio.
La casa de Agustín Pardos estaba en pleno centro de Madrid. Era antigua. Enorme. Desordenada. Elvira decía que destartalada. Lo decía porque le gustaba criticar a su viejo profesor pero, en verdad, envidiaba su forma de vida, su caos.
—¿Cuándo llegaste?
—El sábado —respondió Elvira.
—¿Cómo es aquello?
—Igual que esto.
—¿Sucio?
—Destartalado.
—¿Cómo un país con 1.400 millones de habitantes puede ser destartalado?
Elvira volvió a reírse. Se levantó de la butaca, se acercó a la de su profesor y le retiró el periódico que tenía sobre las piernas.
—¿Te vas  a quedar a cenar, preciosa? —preguntó Dolores entrando en el salón. La mujer cuidaba de Agustín Pardos desde que sufrió el ictus hacía dos años.
—No, gracias, Dolores, me marcho enseguida.
—Bien, como quieras. —Y salió.
Elvira la vio irse, dobló el periódico y lo dejó sobre la mesita de café.
—Me arrepiento —dijo el profesor.
—¿De qué? —preguntó ella acercándose a la ventana.
—De no haber llevado tu tesis. Me arrepiento.
Elvira miró a través de aquella ventana del sexto piso. Vio la calle. Vio a una pareja esperando el semáforo. No estaban cogidos de la mano. Quizá eran solo amigos, o quizá eran amantes y fingían no serlo, quizá eran hermanos, quizá él era su profesor, quizá ella admiraba su casa destartalada.
—Sí, yo también —dijo dándose la vuelta y sentándose de nuevo en la butaca—. Hubieras disfrutado con el tema.
—Tu tema es una sandez, los personajes suicidas no interesan a nadie. A mí no me interesan. Sin embargo habríamos pasado más tiempo juntos y de eso me arrepiento. Me arrepiento. Tengo 78 años y voy a morirme.
—Yo también voy a morirme, Agustín.
—Sí, tú también. De hecho no sé cómo estás tan segura de no estarlo ya.
—No lo estoy.
—¡Ves! Me arrepiento. Debería haber pasado más tiempo contigo, con una muerta como tú.
Elvira sonrió y el viejo apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca. Cerró los ojos.
—No te mueras ahora, Agustín.
—No voy a hacerlo, no te daré ese gusto —dijo. Abrió de nuevo los ojos y la vio reírse, le gustaba verla reír, lo hacía mucho, para todo lo que detestaba la vida, se reía a cada momento—. A veces hasta pareces feliz.
—A veces lo soy.
—Mentira —dijo y se pasó torpemente la mano sobre la cabeza. Después con la vista al frente continuó—: Sabes que no lo digo en serio, ¿verdad? No me lo parece. Tu tema de tesis. No me parece una sandez. No lo es. No lo es y me arrepiento. Me arrepiento —La miró, ella evitó hacerlo. Se hizo un silencio largo—. Quédate a cenar y charlamos un rato más.
—Está bien, voy a avisar a Dolores.
 Elvira salió del salón. Al entrar, 10 minutos más tarde, encontró a su profesor nuevamente con los ojos cerrados y con la cabeza apoyada en el respaldo. Se acercó a él, pero este no se movió. Lo llamó por su nombre, seguía sin reaccionar. Quieta se llevó la mano al pecho. Luego se inclinó sobre él, le rozó con su mejilla la frente.
—¿Estoy muerto?
Ella se enderezó conteniendo un suspiro.
—No, Agustín, no lo estás.
—¿Y tú?
—Yo tampoco —contestó sentándose de nuevo en la butaca de al lado.


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