6 feb 2020

En ocasiones veo muertos

Hamster dreams de José Luis Olivares

—¡Pero no me empujes! —grité a Almudena que, detrás de mí, me iba direccionando hacia su cuarto de baño.
—¡No grites…! Ahí está… —dijo ella desde la puerta.
—¿Dónde?
—Detrás de la mampara de la ducha y no me hagas entrar, Elvi, que me da cosa…
—¿Pero estás segura de que está muerto?
—¡Sí, joder… súper segura… no respiraaaaa…!
—¿Y por qué me has llamado a mí?
—Porque no sabía a quién llamar y ¡a ti te gustan los muertos...!
—¡A mí no me gustan los muertos!, lo que me gustan son los suicidas.
—¡Bueno, pues él se ha suicidado, eso está claro…! ¡Míralo…!
A las 06.20 de la mañana me levantaba muerta de sueño. Entre una cosa y otra me había acostado cerca de la una y por más café que me tomara no terminaba de espabilarme, pero quería ir a la biblioteca, llevaba 4 días diseccionando una obra de teatro de Jacinto Benavente que me tenía bastante obsesionada, uno de sus personajes era un claro suicida de espíritu y lo iba a demostrar. Metí los libros en la mochila y al prepararme otro café me sonó el móvil. Era Almudena. Me quedé mirando su nombre algo sorprendida en la pantalla, desde el incidente con su novio en la casa de Bea no habíamos vuelto a hablar. Me sentía mal, tenía que haberla llamado, pero lo de disculparme y luego hacer como que no pasaba nada, cuando en realidad odiaba a su novio, me pesaba mucho. Así que actué como actuaba siempre, enterrando la cabeza en el “bueno, que pasen los días y ya si eso que las cosas por sí solas se vayan arreglando”.
—¿Almu? —pregunté desplazando el telefonito verde de la pantalla.
—Elvira, necesito que vengas a mi casa, espera un poco a que Abel se haya ido al cole.
Miré el enorme reloj de la cocina: 06.50. Le dije que vale sin preguntar nada. Por eso mis amigas solamente me llamaban cuando tenían problemas porque nunca cuestionaba nada, bueno, en realidad, desde hacía años, nunca hacía preguntas por la vida de nadie, me importaba muy poco, por eso cuando tenían buenas noticias preferían no decírmelo, porque tampoco hacía preguntas, decían que se sentían ignoradas.
—¡Elvi, estoy embarazada!
—¿Sí?, ¡qué guay! Oye, ¿me pides un café que voy al baño?
A las 07.45 llegaba a la casa de Almudena. A las 07.47 me explicó que el cadáver estaba en el baño y a las 07.53, retirando la mampara de la ducha, ladeé la cabeza para cerciorarme si aquello había sido un suicidio o no.
—Bueno, ¿y…?
—A ver —contesté poniéndome de cuclillas para ver mejor la jaula—, muerto está pero no creo que se haya suicidado.
El hámster tenía la cabeza atorada entre dos barrotes de la jaula. Con el dedo índice hice presión hacia dentro sobre su cabecita para liberarlo, lo desatasqué y el animal cayó desplomado hacía atrás, de nuevo en la jaula.
—Pero, ¡no lo toqueeeessss…!
—¿Por qué? ¿Y por qué susurras?
—¡Porque está muerto…!
—¡Almu, pues con más razón no se va a molestar por nuestro tono de voz!
—Eres un monstruo de mujer… —Y llorando se fue a la cocina.
Resoplé. No tenía ni idea de qué hacer. No sabía gestionar los dramas, no, no sabía. Hacía 3 semanas, recién aterrizada en Madrid, quedé con una amiga y me dijo que su hermano se estaba muriendo de cáncer de pulmón, estadio 4, y yo dije: “Vaya, estadio 4, sí, realmente se está muriendo”, no me ha vuelto a llamar. No lo hago con intención, solamente creo que veo la vida sin el filtro esperanzador por el que parece que todos la ven.
Cogí la jaula y la llevé a la cocina, la dejé sobre la encimera. Allí vi a Almudena sonarse los mocos con una servilleta de papel dándome la espalda.
—Estás así por lo de Carlos, ¿no? —dije.
—No, estoy así, por todo, porque no te imaginas la capacidad que tienes de hacer sentir mal a la gente.
—Bien, pues dicho esto, yo me voy a la biblioteca a seguir investigando sobre suicidas. —Cogí la mochila que colgaba de una de las sillas de la cocina y me la puse.
—Pero… ¡No te puedes ir! Tienes que deshacerte de eso —dijo señalando la jaula— antes de que venga Abel del cole.
Molesta, muy molesta, me quité la mochila en silencio y la volví a dejar en la silla. Después abrí uno de los cajones y cogí una cuchara sopera, levanté la puerta de la jaula, metí la cuchara, monté al hámster en ella y la saqué. Se la mostré a Almudena y le pregunté con enfado:
—Bien, ¿qué quieres que haga con él?
—Pues enterrarlo…
—¡¡¿Dónde?!! ¡No vives en un chalet en la Moraleja!
—Yo lo intento, Elvira, no te imaginas cómo lo intento cada día, pero siento que me bloqueo, que no tengo la capacidad para solucionar esas pequeñas cosas que se supone que debería hacer casi sin pensar. —Empezó a llorar de nuevo—. Desde que tuve a Abel me siento atrapada… Me engaño a mí misma diciendo que dejo de hacer ciertas cosas por él, para que no se sienta mal o para que no acuse mi ausencia, y en realidad no las hago porque tengo miedo a hacerlas o, sinceramente, porque no sé ni cómo hacerlas… Yo… siento que valgo poco, muy poco, y lo siento cada día que pasa. Tengo 43 años, un hijo de 11 y no sé hacer casi nada bien en esta vida. Y por eso necesito a César o a Carlos, porque ellos cubren esa parte que me falta, ellos rellenan mi incapacidad, ellos pueden ofrecer a Abel lo que yo no y me siento satisfecha porque creo que hago bien las cosas por fin, creo que es una buena decisión estar con ellos, pero luego llegas tú con tu falta absoluta de miedo a la vida y te ríes de todo, te ríes de ellos y te ríes de mí y no te imaginas lo mal que me lo haces pasar, es que ni te lo imaginas...
—Almudena…
Se me saltaron las lágrimas y la abracé, la abracé con todas mis fuerzas con una sola mano porque en la otra tenía la cuchara con el hámster, pero era suficiente para oprimirla contra mí. La quería tanto y me sentía tan mal. Deseaba decirle que la admiraba con pasión. La conocía desde hacía 10 años y sabía las virguerías que había hecho para sacar a su hijo adelante después de que José los dejara, y desapareciera, cuando Abel apenas tenía dos añitos. ¿Cómo una mujer tan fuerte podía pensar que necesitaba de un hombre para que le aportara la estabilidad que creía que le faltaba?, ¿cómo? Me sentí parte responsable de su inseguridad, “siento ser un asco de amiga, lo siento muchísimo”, le dije pegada a su oído. Y chof. Al escucharlo las dos miramos al suelo, el hámster se me había caído de la cuchara.
—¡Elvira!
—Ya lo recojo, ya lo recojo, no te preocupes, Almu, yo me encargo.
Finalmente lo metí en la caja vacía del último teléfono móvil que Almudena se había comprado. Lo coloqué ahí como si fuera su ataúd y antes de ponerle la tapa encima le dije adiós con la mano.
—¿Y qué vas a hacer con él?
—Enterrarlo —contesté—. Tú no te preocupes, yo me encargo, de verdad. Dile a Abel que se ha escapado y ya.
Lo metí en la mochila, abracé a mi amiga como nunca antes lo había hecho y salí de su casa. Eran las 08.30, así que primero pensé en ir a la biblioteca, aprovecharía toda la mañana estudiando a mis suicidas y luego al medio día me acercaría al parque y le daría santa sepultura al roedor. Sin embargo, lo que no me podía imaginar es que la cosa se me fuera a complicar tanto.
Al llegar a la biblioteca central escogí un buen sitio, cerca del ventanal delantero y que su lámpara individual funcionara sin problema, por eso la encendí y apagué varias veces.
—Funciona… —dije en voz alta aunque en bajito para justificarme por si alguien me había visto hacer lo que había hecho, que no pensara que tenía algún tipo de TOC aunque en realidad lo tuviera.
Después saqué la cajita con el hámster y la puse sobre la mesa, la dejaría ahí hasta sacar todos los libros de mi mochila, luego la metería otra vez. Los libros los fui colocando uno por uno sobre la mesa, también mi estuche, mi cuaderno, mis fichas bibliográficas, mi móvil con su cargador y mi Tablet. Al cabo de unos minutos llegó un chico joven que ocupó la mesa de al lado, me miró y me hizo un gesto como de estar acaparando su espacio con tantos utensilios, así que pedí perdón y empecé a agrupar mis cosas, él quiso ayudarme con tan mala suerte que al darme la cajita para que la colocara al otro lado de la mesa se le resbaló y cayó al suelo. La caja se abrió y el hámster rodó inerte por el suelo como una bolita de pelo. Me apresuré a recogerlo sin darle demasiada importancia.
—Está dormidito —dije al chico que me miraba atónito primero y luego a mis libros, que los que no tenían títulos sobre el suicidio lo hacían sobre trastornos mentales.
Sonreí y metí la caja en la mochila. Como pude me concentré en el personaje de mi querido Jacinto Benavente durante toda la mañana.
Cinco horas después salí de la biblioteca. Al cruzar dos calles me topé con una clínica veterinaria, no lo pensé. Entré y expliqué la situación. La mujer que atendía al público se rio un par de veces aunque no sé muy bien por qué, pero la historia le estaba divirtiendo bastante, quizá di más detalles de los necesarios. Me dijo que no me preocupara que ellos se encargarían. Todo me pareció genial hasta que me comunicó el coste de la incineración del animalillo, casi me caigo de culo. En fin, creo que se lo debía a Almudena, así que pagué y me marché de allí ya sin la cajita.
Un rato después, llamé a mi amiga y le conté que todo estaba solucionado, que no se preocupara por nada. Quise ser más Shakesperiana así que le expliqué que en realidad lo había enterrado en el parque de El Retiro, en el laberinto de la Rosaleda y Almudena dijo: “Oooh, qué bonito detalle, Elvi, seguro que allí está encantado”, y yo, poniéndome el filtro esperanzador ese con el que todos ven la vida, contesté: “Sí, seguro que sí”.


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