11 feb 2020

Beatriz

Beatriz de Javier Avi

—¡¿Que no hay qué?!
A Elvi le iba a dar un infarto y yo me estaba descojonando de risa.
—Ya le dijimos a su marido, cuando alquiló la casa, que no había cobertura, señora.
—¡¿Qué marido?!
Es que a Elvira se le iban a saltar los ojos.
—A su marido, señora —repitió la dueña de la casa señalando a Enrique.
—¡Eso no es mi marido!
Ay, que me moría, yo ya estaba rota de la risa. Miré a Darío que me hizo una señal para salir de la casa.
—Joder, es que menuda la gracia de Enrique de traernos aquí —dijo Darío ya estando fuera. Yo es que no podía ni contestarle, estaba en pleno ataque de risa oyendo los gritos de Elvira—. Tía, Bea, qué puta eres.
—Es que me descojono con ella, le va a dar un ataque de ansiedad como no le pongan internet.
Elvira salió de la casa con el móvil en alto, iba de un lado a otro.
—¡Que no hay cobertura, tía, que no hay cobertura, tíaaaaa! Y que la señora esta no tiene wifi porque dice que es una casa para reconectarse con la naturaleza, me cago en la naturaleza, me cago en Enrique, ¡¡me quiero moriiiiiiÎÎÎÎrrrRRRR!!
A ver, la cosa era que Enrique después de la cena chunga en mi casa nos invitó a comer en la suya y nos propuso un proyecto. Nos dijo que estábamos muertos, acabados, que éramos unos putos fracasados. Vale, eso ya lo había dicho yo en mi casa, creo que no hacía falta ir a la suya para que nos lo repitiera, pero aun así lo volvió a decir y aun así lo escuchamos de nuevo y asentimos. Parecíamos unos putos tarados diciendo que sí a todo después de tomarnos las pastillas de las siete. Así que nos propuso encerrarnos, durante un fin de semana, en una casa de campo en la Sierra madrileña para crear nuestro proyecto. Joder, la cosa así, diciendo “proyecto” no sonaba nada mal, por lo que nos engatusó a todos. Lo que no nos imaginábamos era que lo de “encerrarnos” iba a ser literal.
—¡Yo me voy, Bea! —me gritó Elvi.
Le agarré del brazo para decirle algo, pero la miré y me volvió a entrar la risa, así que ella también se rio y entramos en nuestro bucle de la risa imparable. Yo es que con esta chica me parto. La conocí hace mogollón de años haciendo un máster y desde el principio fue así, vernos y mearnos. Y la tía tiene muchos problemas con la gente y yo lo entiendo. A ver, Elvi no es fácil, de risas es guay pero, joder, llévale la contraria, te cruje. Empieza con sus miradas y luego, ¡boom!, te suelta una de sus crueldades. Lo peor de todo es que da en la diana, porque a ella le flipa la gente y la analiza desde un lado aparentemente inofensivo pero, claro, luego si quiere hundirte lo hace con tan solo dos palabras. Elvira tiene amigos o enemigos, no conozco a nadie que diga: “¿Elvira?, no sé, no la conozco mucho”, ¡ja!, te digo yo que no. ¿Yo? Yo la amo. Al poco de conocernos, le dije un lunes al llegar a clase: “Tía, menudo fin de semana, terminé destrozada, el sábado me tiré a 4”. Y ella me preguntó súper seria: “Pero ¿a los 4 a la vez o de uno en uno?”. Buah, mira, la quise con mi vida entera, dije, a esta niña me la quedo yo para siempre y hasta hoy. La adoro. A ver, nuestra relación no solo es hablar de polvos que sí, lo hablamos y tenemos nuestras listas de mejor folladores y de los peores y es la hostia, pero también hablamos de nuestras movidas. Yo sé lo de sus ojos, lo de la enfermedad esa chunga que tiene y joder… A ver, no lo habla abiertamente, siempre que le preguntas te dice: “Muy bien, muy bien”, y tú dices: “Ah, vale”. Pero, bufff, cuando bebe más de la cuenta se viene abajo y te habla del miedo. Tiene miedo, mucho miedo. ¡Coño!, le digo yo, pero ¿cómo no vas a tener miedo si, en poco tiempo, te vas a quedar ciega y lo único que sabes hacer es leer y escribir?, y entonces ella me dice que soy una amiga de mierda y lloramos juntas, porque creo que tiene razón. Luego me dice que lo bueno de quedarse ciega es que no volverá a ver mi cara de sandwichera, sí, ella dice: sandwichera. Entonces yo le pregunto: “Vale, ¿qué es cara de sandwichera, tonta del culo?”, porque yo amo a Elvira pero eso no quita para saber perfectamente que es tonta del culo.  Y dice: “¿Pues qué va a ser?”, ¡no tiene ni idea!, y entonces, claro, nos descojonamos de risa otra vez. Sí, es una putada, se va a quedar ciega pero, joder, es que es tonta del culo y no puedo parar de reírme con ella y sus movidas. También nos reímos de las mías, ¿eh? Elvi es un puto desastre con la fechas pero hace tres semanas me dijo, en mi terraza, así como que no quiere la cosa: “Hace dos años ya, ¿no?”. Sabía  de qué me hablaba así que le contesté: “Sí, la próxima semana hará dos años que el gilipollas se mató con la moto”, y luego nos empezamos a reír y a gritar gilipollas tan alto y tan fuerte que a mí se me saltaron las lágrimas de impotencia, supongo, o de dolor, no lo sé… ¡GILIPOLLAS, GILIPOLLAS! Y ella me abrazó y yo le dije: “Puta ciega de mierda, sabes dar en la diana”.
—Chicos, Blanca se va ya. Me ha explicado cómo funciona la chimenea y la caldera del agua, está todo listo para empezar a trabajar —dijo Enrique desde lo alto de las escaleras.
La señora de la casa se despedía con la mano. Entró en su coche y se fue. Nos quedamos solos e incomunicados, empezaba lo bueno.

Por la tarde, desde el ventanal del salón, Darío y yo mirábamos a Enrique y a Elvira discutir en el jardín. Sé que se quieren pero se llevan a matar. Son demasiado parecidos, eso es lo que les pasa. El proyecto lo iban a diseñar ellos porque se consideran así mismos las cabezas pensantes, Darío y yo las putas marionetas parlantes de sus textos. Nunca vi más feliz a mi padre que ofreciéndome el puesto de administrativa en su empresa, supongo que así pensaría que me olvidaría de ser actriz, y así lo he hecho. En realidad nunca me sentí como tal, a ver, hacía mis cosas, grabé tres anuncios y cuatro cortos, pero lo mío era el teatro. Me fui a Alemania enamorada de Brecht: No hay nada como la guerra. Cuentan que acaba con los más débiles, pero estos también revientan cuando hay paz. Y, en cambio, la guerra nos da de comer a los que resistimos. Me fui a Alemania soñando que triunfaría en los escenarios y que me follaría a un montón de alemanes y, al final, terminé 5 años sirviendo cervezas y me tuve que echar dos novios para que los polvos semanales me salieran a cuenta. La guerra nos da de comer a los que resistimos, yo no resistí, le iban a dar mucho por culo a Berlín, pero yo no podía más, mi padre ya lo sabía. No me dijo nada cuando lo llamé, pero él ya sabía 5 años atrás que fracasaría y no me dijo nada ni antes ni después. Me alquiló el piso en Madrid y me dio trabajo. En casa, le he oído decir a sus amigos que soy especialista en teatro vanguardista alemán, yo lo miro y sonrío, él evita hacerlo y es cuando me doy cuenta de que le doy vergüenza, soy su única hija y no sabe ni qué decir de mí a sus amigos. Podría decirle: Sé echar buenos polvos, papá, todos los tíos me lo dicen, que follar conmigo es una puta locura. Pero no, claro que no se lo digo y yo también siento vergüenza, y me bebo la copa y me despido de todos, les digo 4 freses en alemán a lo Marlene Dietrich para que vean que mi padre invirtió bien su dinero y ellos aplauden y mi padre sigue sin mirarme y yo salgo y me aprieto el abrigo en el ascensor. Necesito salir, le digo a Elvira por teléfono, vale, me contesta ella, y salimos y bebemos y termino con uno o con otro y ella me besa y me dice que se va a casa, se va a casa con Joan y yo la odio, la odio porque se va a casa con Joan y hace dos años que yo no puedo volver a casa con Pablo.

—¿Me pasas las patatas? —pidió Enrique a Darío.
Estábamos cenando. Había preparado carne empanada con patatas y ensalada.
—Claro, toma. Bueno, y ¿tenemos proyecto o no tenemos proyecto?
—No lo tenemos y nunca lo tendremos —Elvira.
—¿Por qué eres tan jodidamente cansina? —Enrique—. ¿Por qué vas por la vida con tu puto pesimismo crónico amargando a los demás? ¿Por qué no te cuelgas de una puta vez y nos dejas en paz?
Se hizo un silencio denso y molesto. Elvira no levantó la vista de su plato, pero sí dejó con cuidado los cubiertos a un lado.
—Vale… ¿Alguien más quiere patatas? —Darío.
“Está atada a la cama del hospital con correas”, me dijo Elvira. Yo acababa de salir de trabajar, del garito en Kreuzberg, sería la una de la mañana o algo más, estaba llegando andando a mi casa y sujetaba el móvil con mi hombro mientras me liaba un cigarrillo. Yo la escuché, claro que la escuché pero qué puedes responder a eso, qué mierda le dices a tu amiga cuando sabes que a su madre le espera una de las peores muertes. “Hoy ha vuelto a venir al bar el medio turco de ojos verdes”, le dije. “¿Sí?”, me preguntó ella. “Sí”, le respondí. “Ya, ¿es guapo?”, “Sí, mucho”, “Ya, tíratelo”, “Sí, lo haré”, y yo me reí y ella empezó a llorar y me pidió que no colgara el teléfono. Tiré el cigarrillo y me apoyé en la pared del supermercado al final de la Bergmannstraße y la oí llorar durante más de 20 o 30 minutos, y luego, silencio, colgó sin decir nada y yo guardé el móvil en el bolso y comencé a caminar de nuevo hasta llegar a mi casa.

—Pensaba que era la única despierta —dije.
—No, ya ves, llevo desde las 5 de la mañana dando vueltas por la casa —respondió Darío.
—Difícil dormir después del show de anoche, ¿no? No sé cómo lo hacemos pero en las cenas siempre la liamos.
Darío se rio.
—La próxima vez escondemos los cuchillos porque, un día, estos dos van a matarse sin miramientos. ¿Te hago un café?, ¿quieres? —me preguntó.
—Sí, por favor —contesté fijándome en su barba, era cortita, de unos cuatro o cinco días—. Es pelirroja.
—¿Qué?
—Tu barbita es pelirroja.
—Ah, sí, no sé por qué pero me sale pelirroja. ¿A qué hora crees que regresaremos a Madrid?
Siempre pensé que Darío era gay. De esos tíos que lo son pero no lo dicen porque creen que a nadie le interesa tu orientación sexual. Así que yo me supuse que, bien, vale, muy mono, pero es gay. Es gay. Nunca me mira. Es gay. Salimos juntos, bebemos y nunca repara en mí, es gay. No lo dice, pero es gay, sí. “Os presento a Marta, mi chica”, vale, no es gay. Es mono, es hetero, tiene novia y es fiel, joder. Joder. La tal Marta le dejó al poco de un año, yo me alegré, ella era chunga, de esas tías raras. Pero no rara como Elvi que sabes que en cualquier momento te puede descuartizar mientras escucha El ocaso de los dioses de Wagner, sino rara de las tías que repiten las dos últimas palabras de tu frase y luego se te quedan mirando sin añadir nada más. De las raras que dudas entre si será asperger o simplemente revela cierta carencia afectiva. Rara. Así que cuando le dejó, me alegré. Darío no tanto y se fue a Argentina en busca del Teatro del Movimiento, lo mismo que yo a Berlín buscando el Teatro Épico. Cada uno en una parte del mundo buscando y buscando sin encontrar nada más que mucha decepción con la que llenar la maleta de vuelta. Siempre me gustó, sí, él siempre me gustó.
—¿Bea?
—¿Qué?
—Que si sabes a qué hora regresaremos a Madrid.

—¡Jodeeeer! ¡Joder, joder, joder!
Los gritos eran de Elvira que nos acababa de encontrar follando a Darío y a mí en la encimera de la cocina. Darío se subió los pantalones, yo me bajé la camiseta larga y salí corriendo detrás de Elvira.
—¡Tía, espera! —dije alcanzándola en el hall.
—¡Coño, Bea, esto es demasié! En una casa de más de 400 m2, ¿me vas a decir que no había habitaciones libres?
—Bueno, ya sabes que esto viene así, de repente.
—¿De repente?
—De repente.
—Perdona, Elvi, ¿te hago un café?, ¿quieres? —Darío.
—¡Vale! —gritó Enrique bajando las escaleras—. En 10 minutos todo el mundo desayunando. Tenemos proyecto.
Los tres lo miramos.
—¿Qué proyecto? —preguntó Elvira subiendo el primer escalón.
Enrique la miró desde 4 escalones más arriba.
—Un proyecto —contestó.
—Entonces, Enrique, ¿te hago un café?, ¿quieres?

A las siete de la tarde estaba entrando en mi diminuto apartamento de Madrid. Me descalcé y me lancé al sofá. Miré la foto que tenía enfrente, en la estantería de los libros, sobre el escritorio, en la que salía abrazada a Pablo. La repetimos siete veces, yo quería que saliera natural. “Natural ya no es si vamos por la cuarta”, me dijo. “No me entiendes”, le decía yo, “natural, la quiero natural”. “Cariño, es mejor que te vayas a casa”, me dijo mi padre, dos meses después, cuando por sorpresa apareció en el departamento de cuentas de su empresa. Me sujetó por los hombros y me dijo: “Es mejor que te vayas a casa, yo te acompaño, cielo”. Los padres de Pablo lo llamaron a él, no a mí, lo llamaron a él, quizá me veían demasiado insensata para entender una situación así, para entender que la moto de Pablo se había encajado bajo un camión, para entender que su hijo había muerto por insensato, por esa insensatez que, más que seguro, la había aprendido de mí, de la chica loca e insensata con la que salía. Llamaron a mi padre porque entendieron que parte de la culpa era mía. Yo lo entendía todo. Claro que lo entendía. Entendí que para comprender algo así había que desentender la vida entera y volverla a entender desde el más absoluto vacío. Ocho días más tarde llamé a Elvira y comencé a llorar, le pedí que no me colgara, lloré durante más de 30 minutos y después le dije que ahora la entendía, ella dijo: “Vale”, y colgó.
Me levanté y cogí la foto. La miré y sonreí.
—Tenemos un proyecto, Pablo. Tengo un proyecto.
Abrí el primer cajón de mi escritorio y la metí allí.

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