Fotograma de 'Nosferatu' de Murnau de 1922 |
Deseo la muerte de mi padre cada día, cada día, cada día,
cada día… ¿en qué me convierte eso?
—En un monstruo —me contestó Gael en agosto de hace 9
años, sentado en un banco de El Retiro mientras se comía un helado.
En agosto de 2020 desayunaba una tosta con tomate y
aceite en una cafetería de Chueca con Alba.
—Ni te imaginas lo agotada que estoy, Elvi, ni te lo
imaginas…
Alba daba vueltas a su café con la cucharilla, llevaba haciéndolo
dos o tres minutos, el soniquete del metal con la cerámica no parecía
molestarla, a mí sí. La paré con la mano.
—Un día se acabará —dije.
—¿Cuándo? —preguntó desquitándose bruscamente de mi mano—.
¿Eh?, dime, ¿cuándo?
Conocí a Alba hará cosa de 6 años, cuando hacía una
sustitución de 3 meses en una universidad privada a las afueras de Madrid. El
ambiente esnob y pijo que allí se respiraba era surrealista tanto por parte de
los alumnos, la mayoría extranjeros, como por los profesores. Alba y yo éramos las
únicas docentes que llegábamos hasta el enorme campus en transporte público y
aquello nos unió. Los trayectos en bus eran de casi hora y media y aprovechábamos
para criticar, entre risas, la universidad pero también, y sobre todo, para
hablar de nuestras cosas. Hicimos muy buenas migas, tanto fue así que, aun habiendo
terminado la sustitución, seguimos quedando con cierta asiduidad hasta hoy.
—No lo sé —contesté.
—Ese es el problema, Elvira, que nadie lo sabe. Nadie. —Un
niño de la mesa de al lado tiró un tenedor al suelo, Alba lo miró con reproche—.
Que el que mi madre me tuviera con 45 años no fue mi problema, ¿me entiendes?
Que el que la mujer quisiera cumplir su deseo de convertirse en madre a toda
costa no fue mi problema. Pero aquí estoy, limpiándole el culo desde hace dos
años, aquí estoy. Claro que sí, a esa mujer brillante que jamás se imaginó que
perdería completamente la cabeza a los 84 años, ¡jamás! Eso les pasa a otros,
¿entiendes? ¿Mi madre? ¡Lúcida hasta los 100! ¿Cómo una profesora de Literatura
Comparada iba a perderla? Tendrás madre hasta hartarte, me decía. ¿Sí? ¿A los
39 me harté? Bueno, qué digo a los 39, a los 35 ya empecé a notar que las cosas
que decía no eran coherentes, pero te hace gracia, ¿sabes? Al final lo tomas
como anécdotas, ¡mi madre es un caso!, te dices a ti misma. —Pegó un sorbo de
café y continuó—. ¿No te acuerdas cuando
trabajábamos en la universidad y me llamó su vecina para decirme que mi madre
estaba tirando el papel higiénico por el patio gritando que estaba nevando? ¿Te
acuerdas? —Asentí—. Y las dos muertas de la risa, ¡mi madre es un caso!, ¡mi
madre es un caso!
Me reí. Recordé aquel momento perfectamente. Retiré el
plato de la tosta, apoyé los codos sobre la mesa y reposé la barbilla en mis
manos. No dije nada, solo la miré.
—Todo fue de mal en peor y, sí, a mis 39 la bañé por
primera vez y creo sinceramente que no me correspondía hacerlo, o no por
demencia. Que se hubiera caído, vale. Que tuviera un cáncer y la quimio la dejara
sin fuerzas para hacerlo sola, vale. Pero, ¿por demencia?, ¿en serio? ¡Eooooo!
¡Hola! Tengo 39 años, una mujer joven, que decide ser soltera y sin hijos para
disfrutar de una larga independencia, porque me corresponde por edad. Me
corresponde, Elvi. ¡Me corresponde, coño! —Dio un golpe en la mesa que hizo que
me sobresaltara—. Ahora tengo 41 y llevo dos años viviendo con ella, con una
vida hipotecada. ¿Y sabes por qué?, porque mi madre quiso cumplir un deseo, y…
Mira, Elvira, mira… los hijos no son deseos, ¿sabes?, no lo son. Deseos son los
que escribes en la lista de Amazon. Esos son los deseos, ¡esos son los putos
deseos!
Alargué la mano y le agarré la muñeca.
—Alba…
—Perdona, perdóname, es que estoy sobrepasada. Lo siento…
¿Tienes un kleenex?
Inmediatamente busqué en mi bolso. Saqué el pequeño
paquete de pañuelos de papel y se lo ofrecí.
—Nadie sabe cuánto va a durar esto —dijo mientras se
sonaba la nariz—. ¿Un año? ¿Dos? ¿Cuatro? ¿Diez? Elvira, ella no está mal,
solamente ha perdido la cabeza. No sabe quién soy, no sabe quién es ella, no
sabe quiénes son sus cuidadoras, no sabe que tiene que comer, no sabe que tiene
caca en el pañal, no sabe nada, es un bebé otra vez. Es un bebé de 86 años. ¿En
eso nos vamos a convertir, Elvira? Después de todo una vida vamos a terminar
cagándonos encima y repitiendo 50 veces al día ‘tápame los pies, que tengo
frío, Ricardo’. ¡Vete a saber tú quién coño es Ricardo!
No quise pero me reí, ella también.
—Es lo que somos, Elvi, un cerebro que tiene los días
contados y como nos falle se acabó nuestra dignidad. Por lo menos ni tú ni yo
torturaremos a nuestros hijos a que lo vean. Deberemos encontrar a ese tal Ricardo
para que nos tape los pies y nos limpie el culo. —Rompimos a reír. Bebió algo
más de café y con serenidad dejó la taza en la mesa—. Cada día al despertarme,
me quedo unos segundos inmóvil en la cama, deseándolo. Sí, como ella cuando
tenía 45 años y se creía una mujer rompedora por quedarse embarazada estando soltera
y siendo tan mayor. Mi madre siempre a contracorriente, qué mujer, ¿verdad?, qué mujer... Pues yo también, Elvi,
me despierto y lo deseo en silencio, desde la cama, mirando a la pared. Lo
deseo, lo deseo y lo vuelvo a desear con fuerza. Y luego me levanto y lo
primero que hago es ir a su habitación y comprobar si sigue respirando. Y
sigue, claro que sigue respirando y el mundo se me cae encima, Elvi… se me cae
encima, porque no lo soporto más. Porque no es mi responsabilidad haber sido su deseo... Porque... porque qué cosas, ¿eh?, su deseo fue darme la vida y ahora el mío es
quitársela, ¿en qué me convierte eso?, ¿eh?, dime, ¿en un monstruo?
Estiré la mano sobre la mesa, le acaricié la suya.
—No llores, Alba, no llores, porque todos somos
monstruos, y ellos lo fueron primero.
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