
—Ni hao… —dije tímidamente intentando llamar su atención.
Quizá el primer año hubiera salido corriendo pero ya llevaba tres viviendo en China, y estaba más que acostumbrada a que los chinos entraran en mi apartamento sin pedir permiso y, sin mediar palabra, se pusieran a arreglar o cambiar algo de la casa.
—Ey! Ni hao, ni hao!! Wo lái xiu ye hua qi.
—Hao —dije entrando en la cocina buscando el calorcito del radiador.
El señor en cuestión era parte del personal de mantenimiento del edificio. El equipo lo formaban tres, la verdad es que eran muy, muy parecidos pero éste era el más joven y delgadito. Los tres llevaban pantalones de pinza negros, chaqueta y mocasines, y portaban un destornillador. Sí, nada más que un destornillador, así, en la mano, como el pica hielos de Sharon Stone pero en destornillador. No sé cómo se las arreglaban pero con él hacían todo el trabajo, fuera lo que fuese: chin chun chin y… ¡lámpara arreglada!, ¡tubería fijada!, ¡Internet conectado!, ¡baldosa pegada!, ¡ventanas tapiadas! Sí, esto último no es una exageración, cierto como la vida misma. Un día bajé a recepción quejándome del frío que entraba por los balcones. Tenía dos, uno en la habitación y otro en el salón. Prometieron hacer algo al respecto. Dicho y hecho. Al día siguiente llegó uno de los tres chinos con su traje, sus mocasines y su destornillador en la mano y me pidió que saliera por unas horas porque igual me molestaba el ruido. Uy, qué amable y considerado. Así que despreocupada me fui a tomar un largo café a una de esas cafeterías japonesas tan lujosas. Al volver me encontré con una masa de ladrillos tapando ambas puertas de los balcones. Fui a recepción encolerizada, pero ellos me tranquilizaron asegurándome que aquella obra de arte estaba sin terminar, todavía faltaba pintar pero antes debía secarse. Vaya, ¿gracias?
—Ey! Ni hao, ni hao!! Wo lái xiu ye hua qi.
—Hao —dije entrando en la cocina buscando el calorcito del radiador.
El señor en cuestión era parte del personal de mantenimiento del edificio. El equipo lo formaban tres, la verdad es que eran muy, muy parecidos pero éste era el más joven y delgadito. Los tres llevaban pantalones de pinza negros, chaqueta y mocasines, y portaban un destornillador. Sí, nada más que un destornillador, así, en la mano, como el pica hielos de Sharon Stone pero en destornillador. No sé cómo se las arreglaban pero con él hacían todo el trabajo, fuera lo que fuese: chin chun chin y… ¡lámpara arreglada!, ¡tubería fijada!, ¡Internet conectado!, ¡baldosa pegada!, ¡ventanas tapiadas! Sí, esto último no es una exageración, cierto como la vida misma. Un día bajé a recepción quejándome del frío que entraba por los balcones. Tenía dos, uno en la habitación y otro en el salón. Prometieron hacer algo al respecto. Dicho y hecho. Al día siguiente llegó uno de los tres chinos con su traje, sus mocasines y su destornillador en la mano y me pidió que saliera por unas horas porque igual me molestaba el ruido. Uy, qué amable y considerado. Así que despreocupada me fui a tomar un largo café a una de esas cafeterías japonesas tan lujosas. Al volver me encontré con una masa de ladrillos tapando ambas puertas de los balcones. Fui a recepción encolerizada, pero ellos me tranquilizaron asegurándome que aquella obra de arte estaba sin terminar, todavía faltaba pintar pero antes debía secarse. Vaya, ¿gracias?
Sentí como el joven de mantenimiento se desviaba de su trabajo para mirarme atónito las piernas. Nuevamente digo que si fuera mi primer año en China pensaría que aquel hombre era un auténtico pervertido pero al ser el tercero podía asegurar que el pobre estaba perplejo ante tantos pelos. Y es que las chinas eran esos angelitos sin vello que tanto envidiábamos las occidentales.
—Pelos —le dije mientras yo misma me los miraba—. Antes me depilaba por lo menos una vez al mes, pero… desde que estoy en China sólo cuando viene mi novio.
El hombre me miraba sonriente sin entender una sola palabra pero parecía agradecido de que quisiera mantener conversación. Mientras me oía volvió a meter mano en el conducto de gas ayudado de su destornillador.
—Pues sí, es francés, mi novio, digo, es francés, faguórén, ¿eh? —y se lo volví a repetir más alto y despacio—, fran-cés, fa guó rén, ¿sí?
—Hao, hao —me contestó sonriéndome divertido.
—Pues ya ve qué situación ¿no? Yo aquí Zhongguó y él allá, en Lyón. No es fácil, no. Pero lo que siempre digo, ¡oye!, ¡que puede ser mucho peor!
—¿Elvira...?
—Uy, loca, ¿cómo has entrado?
Frente a la puerta de la cocina estaba Feng Min mirándome alucinada. Feng Min también era profesora de español en la Universidad de Dalian, pero nunca pude tratarla como a una colega sino como a una hermana.
—La puerta estaba abierta, ¿qué haces con este señor? —me dijo.
—¡Ah! Es el de mantenimiento, ha venido a arreglar el gas, estábamos hablando.
—¡¿Hablando?! ¡¿En español?! —alargó la mano para invitarme a salir de la cocina y cambió su preocupante tono por uno muy cariñoso—. Ay, pobrecita, creo que pasas demasiado tiempo sola, ¿verdad?
Cogida de la mano me llevó hasta el salón y como a una niña pequeña me sentó en el sillón, me miraba preocupada.
—Feng Min, no estoy loca.
Ella ladeó la cabeza con duda.
—No, loca no, pero tan sola… ¿verdad? —me dijo cogiéndome las dos manos entre las suyas.
—Pues sí, y más si mi única amiga deja de hablarme durante una semana.
Por pequeños desacuerdos metodológicos en la enseñanza, habíamos dejado de hablarnos durante siete largos días.
—¡Oh!, ¿yo?, ¡¿yooo?! —empezó el teatro: se llevo las manos al pecho y abrió sus dos ojitos como platos, mientras gesticulaba con la boca sin terminar de decidirse por pronunciar ninguna palabra. Era como estar viendo a un personaje de la ópera de Pekín—. ¡Tú eres la que no me habla! —terminó por decir.
La miré con expresión tranquila y sonriendo. Cuando interpretaba al personaje de ofendida sabía que se sentía culpable y de algún modo quería solucionar aquello sin caer en cursis frases de perdón. Así que tomé un atajo.
—Bien, pues yo ya te hablo.
—Ah… y yo… —me dijo un tanto sorprendida.
—Vale.
—Hao.
—¿Y?
—¿Y qué?
—Has venido a mi casa para…
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Sí, sí, sí, sí! —Feng Min parecía excitadísima de repente, cambió de registro por completo y empezó a comportarse tan risueña como siempre—. Es que... ¡No sabes, no sabes, no sabes, no sabes! ¿no?
—Pues no… ni la menor idea.
—Te lo voy a decir ¿vale? —se retiró su larga melena negra hacia atrás y me miró llena de ilusión—. ¡Li Ni se casa!
Las dos de un golpe nos pusimos de pie, y empezamos a gritar dando saltitos como tontas cogidas de las manos por todo el salón. Después nos entró la risa y nos agachamos de cuclillas sujetándonos sendas barrigas para no estallar.
El hombre de mantenimiento entró en la sala y mirándonos, como si fuéramos dos setas crecidas en la moqueta, dijo algo.
—¿Qué ha dicho? —pregunté cogiendo un poquito de aire.
Feng Min me hizo un gesto de despreocupación con la mano y empezó a reírse.
—Bah… nada, que duermas con las ventanas abiertas porque todavía se escapa un poquito de gas.
Me desplomé panza arriba en el suelo completamente muerta de risa. China, mi querida China.
—Pelos —le dije mientras yo misma me los miraba—. Antes me depilaba por lo menos una vez al mes, pero… desde que estoy en China sólo cuando viene mi novio.
El hombre me miraba sonriente sin entender una sola palabra pero parecía agradecido de que quisiera mantener conversación. Mientras me oía volvió a meter mano en el conducto de gas ayudado de su destornillador.
—Pues sí, es francés, mi novio, digo, es francés, faguórén, ¿eh? —y se lo volví a repetir más alto y despacio—, fran-cés, fa guó rén, ¿sí?
—Hao, hao —me contestó sonriéndome divertido.
—Pues ya ve qué situación ¿no? Yo aquí Zhongguó y él allá, en Lyón. No es fácil, no. Pero lo que siempre digo, ¡oye!, ¡que puede ser mucho peor!
—¿Elvira...?
—Uy, loca, ¿cómo has entrado?
Frente a la puerta de la cocina estaba Feng Min mirándome alucinada. Feng Min también era profesora de español en la Universidad de Dalian, pero nunca pude tratarla como a una colega sino como a una hermana.
—La puerta estaba abierta, ¿qué haces con este señor? —me dijo.
—¡Ah! Es el de mantenimiento, ha venido a arreglar el gas, estábamos hablando.
—¡¿Hablando?! ¡¿En español?! —alargó la mano para invitarme a salir de la cocina y cambió su preocupante tono por uno muy cariñoso—. Ay, pobrecita, creo que pasas demasiado tiempo sola, ¿verdad?
Cogida de la mano me llevó hasta el salón y como a una niña pequeña me sentó en el sillón, me miraba preocupada.
—Feng Min, no estoy loca.
Ella ladeó la cabeza con duda.
—No, loca no, pero tan sola… ¿verdad? —me dijo cogiéndome las dos manos entre las suyas.
—Pues sí, y más si mi única amiga deja de hablarme durante una semana.
Por pequeños desacuerdos metodológicos en la enseñanza, habíamos dejado de hablarnos durante siete largos días.
—¡Oh!, ¿yo?, ¡¿yooo?! —empezó el teatro: se llevo las manos al pecho y abrió sus dos ojitos como platos, mientras gesticulaba con la boca sin terminar de decidirse por pronunciar ninguna palabra. Era como estar viendo a un personaje de la ópera de Pekín—. ¡Tú eres la que no me habla! —terminó por decir.
La miré con expresión tranquila y sonriendo. Cuando interpretaba al personaje de ofendida sabía que se sentía culpable y de algún modo quería solucionar aquello sin caer en cursis frases de perdón. Así que tomé un atajo.
—Bien, pues yo ya te hablo.
—Ah… y yo… —me dijo un tanto sorprendida.
—Vale.
—Hao.
—¿Y?
—¿Y qué?
—Has venido a mi casa para…
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Sí, sí, sí, sí! —Feng Min parecía excitadísima de repente, cambió de registro por completo y empezó a comportarse tan risueña como siempre—. Es que... ¡No sabes, no sabes, no sabes, no sabes! ¿no?
—Pues no… ni la menor idea.
—Te lo voy a decir ¿vale? —se retiró su larga melena negra hacia atrás y me miró llena de ilusión—. ¡Li Ni se casa!
Las dos de un golpe nos pusimos de pie, y empezamos a gritar dando saltitos como tontas cogidas de las manos por todo el salón. Después nos entró la risa y nos agachamos de cuclillas sujetándonos sendas barrigas para no estallar.
El hombre de mantenimiento entró en la sala y mirándonos, como si fuéramos dos setas crecidas en la moqueta, dijo algo.
—¿Qué ha dicho? —pregunté cogiendo un poquito de aire.
Feng Min me hizo un gesto de despreocupación con la mano y empezó a reírse.
—Bah… nada, que duermas con las ventanas abiertas porque todavía se escapa un poquito de gas.
Me desplomé panza arriba en el suelo completamente muerta de risa. China, mi querida China.