Salgo del teatro cansado. Son la 1’15 de la mañana. Tomo Gran Vía. Me rasco las manos. Las tengo secas. Cuatro duchas diarias van a terminar con mi epidermis. ¿Y este lunar en el pulgar?, antes no lo tenía, ¿no? ¿Y en la otra? No, sólo tengo los dos en el dorso de la mano. Mañana pido cita para el dermatólogo y de paso unos análisis que los últimos ya fueron hace 4 meses. Que me miren la espalda también. Porque con 39 años no es normal tener este dolor. Si es la ciática de mi padre, me joden la vida.
―Luis, ¿qué me cuentas? ―digo al teléfono―. Que va, acabo de salir… Sí, hoy doble función... Pues destrozado, pero parece que ha ido bien y lleno otra vez… ¿Ah, sí?, no me jodas, no tenía ni idea, cuánto lo siento, ¿os lo dijeron ayer?... Joder, qué cabrones, lo siento, Luis, macho, de verdad… Ya, ya. No, nosotros parece que firmamos por la tercera temporada así que, bueno, contentos… ¿Ahora, dices? Pues, no lo sé… Sí, en Gran Vía. ¿Vosotros?... Ya, en Carbones ―Si me hubiera dicho cualquier otro bar, iba de cabeza, porque ahora mismo mato por una copa, pero Carbones, tanto actor concentrado en tan poco espacio lo vuelven a uno paranoico―. Pues ya me da pena, pero voy directo a casa, que ando jodido de la espalda y mañana toca doblete otra vez... Sí, eso, eso... ¡Venga, Luis!
Guardo el móvil en el bolsillo del abrigo. Me paro a la altura de Callao, y desde allí miro a un Madrid de viernes noche. No cabe un alfiler. Yo no me voy a casa, necesito una copa. Cojo el móvil y doy un repaso a la lista de contactos, habrá alguien me acoja a las 2 de la mañana, digo yo. Veo su nombre y no lo dudo. Lo llamo. Me cuenta que vaya a su casa, que ha montado una fiesta improvisada con cuatro amigos. Me conozco sus improvisaciones y sus cuatro amigos, aun así no me lo pienso dos veces, necesito esa copa. Me enciendo un cigarro y con calma atravieso Callao, bajo Preciados, cruzo Sol y entrando en Carretas me enciendo el segundo. Espero cinco minutos a que me abran el portal. Nada. Me imagino la que se estará liando allí arriba y, por un momento, tengo pereza de subir, no sé si estoy para estas movidas. Qué hostias. Vuelvo a tocar presionando el dedo un buen rato. Sin preguntar nada, me abren. En el descansillo Gael me espera con los brazos abiertos:
―¡Ernestito, vida mía!
―¿Qué pasa, chaval? ―y lo abrazo.
Hacía lo menos 6 meses que no coincidíamos, pero daba igual, el tío seguía siendo tan esplendido como si ayer mismo nos hubiéramos tomado unos tragos.
Entramos. Lo menos hay 30 personas en el salón. Respiro hondo. No estoy muy seguro de si aquello es lo que estoy buscando. Pregunto a Gael por su hermano David, me habían dicho que se estaba divorciando, quería verlo. Pocas juergas nos corrimos David y yo, siendo chavales, en Albacete. Gael me dice que debe estar arriba, en la habitación, lo había visto subir acompañado no hacía mucho. Me cuenta que está viviendo su segunda adolescencia. Me río, aunque no tengo muchas ganas. Me pregunta cómo llevo lo de mi hermana. No me apetece darle muchas explicaciones, no allí. Le digo simplemente que sigo con antidepresivos y poco a poco. Gael me abraza y dice que me entiende y, aunque yo sé que no, se lo agradezco. Le pido un trago. Me señala la cocina. Entro solo y sobre la mesa me encuentro a dos maromos comiéndose la boca.
―Lo siento… sólo quiero prepararme un cubata y me voy… ―digo con las manos en alto.
―Tranquilo, ojazos, te puedes unir, si quieres…
―Soy hetero… soy hetero… ―puntualizo con los brazos todavía más en alto.
―A nosotros no nos importa…
―¡Buenas, jovenassooooo…!
En la cocina acaba de entrar una chica de metro y medio con una bolsa de Lay’s en la mano, y una pegadísima camiseta de Betty Boop que, por sus tetas, a la Betty nunca le había visto los ojos tan saltones.
―A que lo hago bien ―me dice.
―¿Qué…? ―pregunto mirándole a los ojos… de Betty.
―El acento, el acento mexicano, como el anuncio de las patatas, el de la poli sexy. ¡Buenas, jovenassoooo…!
―Oh… sí, sí… muy bien, muy… muy bien, ¿eres actriz?
―No, soy profe. ¡Ey, Sacha, déjame las gafas, déjamelas, porfi! ―le pide a uno de los tíos sobre la mesa. Él se las deja. Son unas Ray Ban de aviador. La chica se las coloca y―: Buenas, jovenassoooo…
―¡Bravo, Elvi!
―¡Bravo, cielo, lo bordas!
Los dos tíos la aplauden con verdadera devoción, ya los quisiera yo como público para el teatro.
―¿Sí?, se lo voy a hacer a Gael. ¡Gaeeeeeeeeeel! ―Y la chica sale de la cocina, con las gafas y sus cuatro ojos.
Los maromos me vuelven a mirar.
―Lo siento, chicos, sigo siendo hetero… ―Y no pensaba hacerlo pero, sí, levanto las manos.
Busco un hueco en el sofá del salón y me siento con mi cubata.
―Ey, tú eres el tío de…
A mi lado se está sentando una veinteañera, que me ha reconocido por mi papel en la serie de televisión. Son muchos los años que llevo haciendo teatro, pero nadie me pone cara por ello. La chica me cuenta que también es actriz. Está estudiando en la escuela de interpretación de Cristina Rota. Me rodea con los brazos y me pide que le cuente algo sobre mis compañeros de reparto y, en especial, sobre el director. Sin ser demasiado brusco, le aparto los brazos y le digo que se haga valer. Se levanta indignada y se mete en el baño de la mano de dos amigas.
Me inclino hacia adelante, y pego un trago largo a la copa.
―¡Buenas, jovenassooo…! ―Levanto la cabeza y veo a la Betty Boop de tres dimensiones―. ¡Uy! Perdona, que a ti ya te lo he dicho, ¿no?
―Sí, en la cocina.
―Pues ¿quién me falta? ―dice al aire. Se baja las gafas de aviador y hace un barrido con la mirada a todo el salón. Con gesto de decepción se sienta junto a mí―. Vaya, pues ya se lo dije a todo el mundo.
―¿Y ahora? ―pregunto.
Me mira apretando los labios y frunciendo el ceño. Me hace gracia.
―Pues me voy a mi casa, ¿no…?
Me río. Menudo personaje. Le digo que yo también, pero que me espere a que termine la copa. Nos presentamos. Se llama Elvira. Al decirle que soy actor, me dice que mi cara no le suena, le digo que a mí la suya tampoco y se ríe. Tiene una carcajada contagiosa. Me cuenta que conoció a Gael en una cita a ciegas, que no superó vivir entre renos en West Virginia, que odia a los que dictan lo que hay que leer, que cree que un italiano ganará Gran Hermano, que sueña con volver a Singapur, que su madre la saca de quicio pero que sabe tanto de teatro que seguro que mi cara sí le suena, que come sin sal, que es sorda de un oído pero que le queda el otro, que tuvo que dejar a su psicoanalista porque era mudo, y que la cerveza nunca la toma fría, porque si no, no sabe a nada.
Hace tiempo que he terminado la copa, pero no es aburrido escucharla, así que no digo nada.
―¿Y tú? ―pregunta.
―Yo nada ―dejo el vaso vacío sobre la mesita del centro y le digo que la acompaño a coger un taxi en Sol.
Llegamos a Sol. Me dice que espera coincidir en otra fiesta de Gael, que lo ha pasado muy bien y me desea mucha mierda para mi doblete. No deja de sonreír. No digo nada. Se gira para tomar el taxi. Cojo aire y la agarro del brazo.
―Yo nada, Elvira. Porque mi vida se acabó hace 8 meses. Me gustas, tía, y quiero que nos vayamos a tomar el último trago, y después comerte la boca y terminar en tu casa follando como perros, pero ni sé el tiempo que no se me empalma. Necesito dos pastillas para dormir y cuatro más para arrancar el día. Me paso la semana entre médicos, porque creo que tengo cáncer en todas las partes de mi cuerpo. Y... y no puedo invitarte a mi piso, porque es una puta cuadra, donde el alcohol ha dejado de entrar porque nunca me parecía suficiente ―respiro―. Lo único que tengo es café, tía, no puedo ofrecerte nada más que café, puto café...
―A mí, Ernesto... me encanta el café.
La veo llorar y me derrumbo con ella.
4 comentarios:
Me ha gustado. Por cierto, eso que comentas de sufrir algo de hipocondría después de perder a alguien cercano es bastante común, yo ya conozco a tres o cuatro personas a las que les ha pasado.
Y estaba rico el café??
Hola Elvi! me he quedado algo triste por veros algo desamparados, a ambos dos que se dice, y con muchas ganas de saber a qué sabía el café de Ernesto. Zorionak porque cada vez escribes mejor y un abrazo muy fuerte, Glori
Me ha encantado.
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