Mala noche de Javier Avi
—¿Ya la has leído? —preguntó Elvira a Enrique, en tono
confidencial.
Enrique la miró con una sonrisa, dejó de preparar las
bebidas sobre la encimera y se giró hacia ella.
—Está muy bien escrita, Elvi, pero no puedo programártela.
—¿Y eso?
—La sala es nueva, necesita público, y comedias es lo que
piden. Si queremos que esto funcione vamos a programar comedia comercial, ya
sabes que una sala nueva de teatro tarda en arrancar, son muchos gastos.
—¿Comedia comercial? —preguntó ella con media sonrisa sin
entenderlo demasiado.
—Elvira, tu obra es densa, es plomiza, a ver, entiéndeme,
es buena, ¡es-muy-buena!, no digo que no. Y, sí, el existencialismo está bien,
pero, coño, Elvi, ¡se me quedarían todos dormidos!, no encaja con lo que la
gente demanda últimamente.
—Ah, ¿no?, y ¿qué demanda?, ¿comedia ligera? —dijo con
cierta rabia contenida, después cogió medio limón que había en la encimera y se
lo llevó a la nariz—. El teatro no es un lugar para divertirse.
—Dile al Lorca que llevas dentro que deje de dar el
coñazo, que hay que comer del teatro. Toma —le dio un mojito recién preparado—,
y cuando termines una comedia comercial, pásamela y la sala será tuya. Pero
hasta entonces olvídate de ofrecerme personajes suicidas y sinsentidos vitales,
¿vale?
—¡Chicos, Ernesto acaba de llegar! —gritó Beatriz abriendo
la puerta de la cocina.
Rebobinemos. Tres días antes, Joan se había marchado de
Madrid, era su semana de soltero y dejaba a Elvira de rodríguez. Se querían con
locura pero, para qué engañarse, las semanas en las que viajaban por su cuenta
eran gloria bendita para ambos. Los años pesaban, así que para Elvira las
noches locas madrileñas dejaban paso a charlas y debates literarios en casas de
unos y otros. Esa misma mañana, sin ir más lejos, Elvira se plantó en casa discutiendo,
sobre Unamuno, con Darío y Beatriz, a quienes había conocido nada más llegar a
Madrid, 9 años atrás, y coincidir en su primer máster. Después, los dos dejaron
la ciudad e intentaron hacerse un hueco en el teatro expresionista, uno en
Buenos Aires y la otra en Berlín. Tras 4 años como camarera en la capital
alemana, Beatriz volvió a Madrid y su
padre la metió en su empresa como administrativa; Darío no tuvo mejor suerte,
un par de obras estrenadas y 7 años como profesor de teatro gestual al otra
lado del charco le bastaron para decidir volver, haría cosa de 2 años, y
continuar como docente en una pequeña escuela de artes escénicas. Con el
regreso de Darío a Madrid, volvieron a retomar contacto los tres. Su amor por
el teatro y su convencimiento de que querer no es poder, los mantenía muy
unidos.
—Entonces… —recopiló Elvira con Tía Tula en la mano—, incluiríais esta —y zarandeó la novela en el
aire— y Niebla, y de teatro: El otro, ¿no?
—A ver, yo de teatro metería La difunta, El otro no,
creo que si tus estudiantes no han oído hablar de Unamuno, meterles un obrón
así, los va a descolocar —puntualizó Beatriz desde el sofá.
—Bueno, Elvi, no te comas la cabeza, esta noche
pregúntale en la fiesta a Enrique, que es un máquina en Unamuno.
—¿Qué fiesta? —preguntó sorprendida.
Beatriz miró con reproche a Darío y terminó explicándolo.
—Nada, que he organizado una cenita en casa, para los de
siempre: nosotros, Enrique, Sofía…
—Ah, muy bien, claro, además tengo negocios que hablar con Enrique, genial, pero no me habías dicho
nada, mujer.
—Elvi —dijo finalmente Beatriz—, es que la cena la hago
porque Ernesto está en Madrid, y va a venir, claro.
—¿Qué Ernesto? —preguntó con los ojos como dos boyas.
—Ernesto. Ernesto Garmendia —contestó Darío.
Rebobinemos. Hace 9 años, en aquel primer máster, Ernesto
Garmendia era parte fundamental del grupo. Era un cuarteto muy bien avenido:
Darío, Bea, Elvi y Ernesto. De hecho, y sin entrar en demasiados detalles, Elvira
y Ernesto mantuvieron una relación de poco más de 6 meses, tan pasional como
dañina. Estrenaron una obra juntos en Madrid y compartieron muchas ideas, ideas
que, sin tener del todo claro su autoría, Ernesto terminó llevándose a México,
donde vive desde hace 8 años, y donde se ha hecho un nombre como dramaturgo y
director de escena.
—Yo ahora voy —dijo Elvira a Beatriz mientras pegaba un
buen trago a su mojito.
Enrique salió de la cocina y ella allí se quedó mirando
al infinito y preguntándose por qué todo le salía tan rematadamente mal.
Al pasar a la enorme terraza que Bea tenía en su
diminuto piso de Chueca, encontró a todos felicitando a Ernesto. Sonaba Blackberry Smoke de fondo, el ambiente era festivo. Darío, al percatarse, se
acercó a Elvira que entraba con cautela y sujetando el mojito con las dos manos
no se fuera a caer y era su única arma para esa noche.
—Tranquila, ¿vale? —le susurró Darío al oído—, Ernesto
acaba de anunciar que ha firmado un contrato con Seix Barral, tres novelas en 6
años. —Y repitió—: Tranquila, ¿vale?
—Vale… —contestó, y se sentó en una enorme maceta.
Parecía una niña sin amigas en el recreo.
—¡Pitufa! —Frente a ella se había plantado Ernesto con
los brazos abiertos—. ¡Joder, loca mía! ¡Lo menos hace 8 años que no nos
vemos!, ¿no?
Elvira se levantó de la maceta, dejó el mojito en el
suelo y lo abrazó. Se sintió incómoda porque él la apretaba demasiado, no había
tanto cariño que demostrar, es más, no había cariño, por su parte ninguno,
desde luego. Detestaba aquel chico y se dio cuenta con el primer beso que le
dio en la comisura de los labios. Elvira sintió asco. Con disimulo, se limpió
la humedad con la yema de los dedos y sonrió con esfuerzo.
—Pitu, estás igual, igual, igual… —dijo observándola de
arriba a abajo, algo que también la incomodó.
—Kiehl’s —respondió
ella—. Enhorabuena por Seix Barral —dijo con muchísimo esfuerzo para aparentar naturalidad
en su tono.
—Gracias, loca mía, impensable, ¿eh?, pero todo es
posible, solo hay que querer. Y ¿tú? Sigues dando clases, ¿no?
Nunca una afirmación le había sonado tan hiriente.
—Sí, sigo dando
clases.
—Bueno, si te gusta, ¿verdad? Al final consiste en hacer
lo que a uno le gusta y punto.
—El Pozo fue
idea mía —dijo Elvira de repente, mirándolo sin atisbo de rabia, su tono era
neutro y cansado.
—¿Cómo? —Ernesto parecía confundido. Se rio, y miró a su
alrededor, todos parecían estar a otra cosa—. No te entiendo, Elvira.
—La obra: El Pozo,
con la que ganaste el Premio Nacional de Jóvenes Dramaturgos, era mía. —Su tono
seguía siendo el mismo, plano, aséptico.
—Elvira, no sé a
qué viene esto, pero El Pozo la
escribí yo antes de irme a México.
—La escribiste tú, pero la idea fue mía, incluso la
estructura de los 5 actos fue cosa mía, y tú y yo lo sabemos.
—Elvira, no culpes a los demás de lo que no pudiste
hacer.
—No te culpo, Ernesto, ya no culpo a nadie.
Elvira cogió el mojito del suelo y lo dejó sobre la mesa
del salón, luego se acercó a Beatriz, “me marcho”, le dijo.
—¿Ya? —preguntó ella. Elvira asintió—. Bueno, como
quieras, ¿a que no ha ido tan mal? Tuvisteis vuestras cosas, pero Ernesto es un
tío íntegro y además te adora.
Elvira no añadió nada, la abrazó y salió de la casa. Bajando
por las escaleras se paró en el segundo piso, intentó respirar fuerte pero no
pudo y lo intentó una segunda vez, asustada se agarró a la barandilla y se
agachó, volvió a coger aire y por fin, al soltarlo, le salió un grito
silencioso. Empezó a llorar y se arrodilló en el suelo y lloró y lloró y lloró
y lloró porque el tiempo se le acababa y las ganas de luchar también. La enfermedad avanzaba y la
ceguera completa llegaría pronto y ahora ya se sentía preparada, porque esa
noche había descubierto aliviada que, por fin, tendría la excusa perfecta por
no haber llegado nunca a lo que siempre quiso ser. Y mientras tanto seguiría
dando clases.
1 comentario:
Dile a Elvira que mande a tomar por culo a todas las personas que la han jodido en la vida, que han sido injustas y nada leales con ella. Y que se engrandezca en su "enfermedad", para ella y por ella. ¿A que los majo? Mira que fuerza tengo, ¿eh?, por lo menos para pelear por las personas a las que quiero (porque se lo merecen, ya sabes tú, dos, tres, no muchas más).
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