Kioto. Foto: Elvira Rebollo
La universidad ya me había comprado los billetes de
regreso a España para el año nuevo chino, así que ya solo quedaba organizar las
vacaciones de invierno. Llamé a Joan. No sería difícil. Últimamente estábamos
mucho mejor. Qué digo mejor, estábamos realmente bien, como antes, casi. Es
cierto que habíamos pasado un comienzo de semestre muy distanciados, no había
sido fácil mi marcha, pero ahora ya no había ningún problema entre nosotros,
ninguno.
—¡Es que no te soporto, Elvira! —dijo Joan después de 40
minutos discutiendo sobre a dónde irnos de vacaciones.
—Pues no sé qué tiene de malo Svalbard —dije convencida.
—¿Los osos polares? ¿Los aludes? ¿Los -25º?
—¡Pues me voy sola!
Oí suspirar a Joan. No dijo nada. Tomó aire, lo hizo con
fuerza por la nariz. Siguió sin decir nada. Después, bastante después, empezó a
hablar muy lentamente.
—Bien, vete a Svalbard tú sola, luego vete a China,
también, tú sola, y luego regresa a Madrid, pero regresa tú sola.
Ups. Sí, quizá lo de irme sola de vacaciones no era tan
buena idea. Tenía el don de estropearlo siempre con Joan, me superaba día a
día. Necesitaba un rescate y rápido, así que dije aquella palabra convencida de
que surtiría efecto:
—Tokomoko.
No me equivoqué. Fue
inmediato. Tokomoko, y Joan me reventó el
tímpano con su carcajada.
Hacía 3 años habíamos decidido viajar a Japón. Recorrerlo
de norte a sur. La única manera de que nos saliera económico fue hacerlo de
albergue en albergue y de hotel-cápsula en hotel-cápsula. Divertido, sí, pero
para una pareja, la falta de intimidad se hacía difícil. Así que para los
últimos 4 días en Kanazawa, alquilamos una habitación en una casa convencional.
Era una casa realmente grande en una zona rural, con jardín interior y estanque
japonés. Tenía dos plantas, y habría aproximadamente unas 10 ó 12 habitaciones
en total. La nuestra era muy amplia. Con dos camas tatamis, dos mesitas bajas
de té y una pared de cristal que daba al estanque interior. Yo estaba
emocionada, todo era tan bonito... Me abalancé sobre Joan y empecé a comérmelo
a besos. Llevaba todo el viaje muerta de la risa, y no hay nada que me excite
más que un hombre que me haga reír, y Joan durante aquel viaje estuvo sembrado.
Qué manera de hacerme reír, qué manera de volver a ser como dos niños desatados
en un parque de atracciones, qué manera de disfrutar con todo y a cada rato.
Cuando ya había conseguido desnudarle de cintura para
arriba, tocaron a la puerta. Joan se colocó de nuevo el jersey y esperamos a
que entrara. Era el gerente de la casa. Nos traía agua caliente para el té y
nos explicó cómo funcionaba el baño tradicional termal de aquella zona
montañosa. Así que cuando se marchó, determinamos ir a probarlo primero y
después continuar con lo nuestro. Al
entrar en el baño de mujeres, lo encontré vacío. Era una sala bastante
espaciosa de azulejos azules en el suelo y pared. Junto a la puerta, tres
taburetes de madera donde dejar las toallas. Frente a los taburetes, dos
hileras de duchas, cuatro a cada lado, y debajo de cada una de ellas otro
taburete pero de plástico. Al fondo una gran bañera, de poca profundidad, también
de azulejos y con capacidad para 5 ó 6 adultos. Después de inspeccionarlo todo,
dejé mi toalla en uno de los primeros taburetes y elegí una de las duchas del
medio. Al terminar, me metí en la bañera, el agua estaba caliente, en un primer
momento la sentía ardiendo, pero poco a poco me fui acostumbrando. A un lado
había toallas apiladas, así que cogí una, la doble y formé una especie de
almohada, la dejé sobre el bordillo y apoyé la cabeza, estaba en la gloria.
Cerré los ojos y me arrastré por los recientes recuerdos de aquel viaje: el
silencioso bullicio de Tokio, la marea de jóvenes otakus de Osaka, los kimonos andantes
de Kioto, los dos segundos que tardó en cruzar un tren Shinkansen la estación de
Hiroshima y reírnos con ganas cuando Joan dijo alucinado: “¿Eso ha sido un
tren?”. Recordé los restaurantes pequeños en los que compartíamos la única mesa
que disponía con desconocidos, y las librerías y papelerías gigantescas por las
que nos perdíamos. Recordé subiéndome a su cama-cápsula, y a él echándome a patadas, recordé quedarme colgada muriéndome de la risa. Recordé cómo fingíamos
que no eran nuestras las bambas que destrozaron la secadora del albergue de
Nagoya. “Creo que son de unos italianos”, decía yo sin atisbo de vergüenza
alguna. Recordé cómo Joan a las 3 de la mañana tuvo que bajar a la cocina a
rescatarlas del cubo de la basura porque no teníamos otras.
La puerta del baño se abrió y regresé a Kanazawa. Una
mujer muy mayor acababa de entrar. Se duchó y después se metió en la bañera.
Comenzó a hablarme. Sí, en japonés. Enseguida le hice un gesto de no entenderla
pero no pareció importarle. Ella hablaba y hablaba. Movía las manos con
delicadeza sobre el agua. Yo ladeaba la cabeza, fingiendo captar algo de lo que
decía, pensé que quizá era demasiado mayor para comprender con claridad la
realidad que la rodeaba, siempre solía pensar eso, nunca que estaban locas. Así
que yo giraba de un lado a otro la cabeza y la sonreía. Pero ella, en un
momento dado, cesó su discurso y extendió su mano hacia mí, me señalaba. No
dije nada. Repitió lo mismo tres veces. La miré fijamente y supuse que me
habría preguntado algo y que esperaba respuesta. Conque la sonreí con sinceridad
y le dije:
—Tokomoko.
—¿Tokomoko? ¿Le
has dicho tokomoko? —me preguntó Joan
muerto de la risa ya en la habitación cuando se lo contaba.
—¿Qué querías que hiciera?, la pobre mujer esperaba una
respuesta, y tokomoko fue lo primero que se me vino a la cabeza y sonaba
bastante a japonés, ¿no?
—¡Estás fatal, amor!
Me abrazó con fuerza y empezó a comerme el cuello. Oh,
sí, ya por fin, después de 20 días, podíamos continuar con lo nuestro. Pero me equivoqué, el cinturón de su kimono se enganchó
con el mío, espera, déjame a mí, ya lo suelto yo, no, quita, ¡ya está! Oh, sí,
ya por fin, nos dejamos caer en el tatami, espera, espera, que me clavo el
coxis en el suelo, ponte la manta debajo, sí, la manta, trae la manta, ¡ay,
mierda de tatami! Oh, sí, ya por fin estábamos cómodos, oh, Joan, oh, Joaaaan, no
grites, amor, no grites, ¡Joaaaan! Nos van a echar. Bruto, pero no me tapes la
boca que me ahogo. A Joan le entró la risa. ¡No, la risa ahora no!, estaba
enfadada. Pues no me mires, amor. ¿¿¿Cómo no te voy a mirar??? ¡Pero no te
pongas a discutir ahora, tía! Ja, ja, ja, ja, ja y ja, ja, ja, ja, ja. ¡Elvi,
para! ¡Mírame, Joan! Ja, ja, ja, ja. Y Joan me miró y: ¡tokomoko! Y ja, ja, ja,
ja, ¡que te den, amor!, ¡que te den a ti! Y ja, ja, ja, ja, ja…
No logramos hacer el amor, fue imposible pero las risas
de aquella noche las recuerdo como épicas.
—Tokomoko… —dijo de nuevo Joan al otro lado del teléfono.
—Tokomoko —dije yo.
—¿Y si repetimos Japón?
—Me encantaría.
—Bien, vale, pues Japón, decidido.
—De acuerdo.
—Y, Elvi…, si quieres, el próximo año podemos mirar lo de
Svalbard.
No dije nada, solo sonreí apretándome el móvil contra la
oreja como una adolescente enamorada.
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