11 dic 2019

Tokomoko

Kioto. Foto: Elvira Rebollo

La universidad ya me había comprado los billetes de regreso a España para el año nuevo chino, así que ya solo quedaba organizar las vacaciones de invierno. Llamé a Joan. No sería difícil. Últimamente estábamos mucho mejor. Qué digo mejor, estábamos realmente bien, como antes, casi. Es cierto que habíamos pasado un comienzo de semestre muy distanciados, no había sido fácil mi marcha, pero ahora ya no había ningún problema entre nosotros, ninguno.
—¡Es que no te soporto, Elvira! —dijo Joan después de 40 minutos discutiendo sobre a dónde irnos de vacaciones.
—Pues no sé qué tiene de malo Svalbard —dije convencida.
—¿Los osos polares? ¿Los aludes? ¿Los -25º?
—¡Pues me voy sola!
Oí suspirar a Joan. No dijo nada. Tomó aire, lo hizo con fuerza por la nariz. Siguió sin decir nada. Después, bastante después, empezó a hablar muy lentamente.
—Bien, vete a Svalbard tú sola, luego vete a China, también, tú sola, y luego regresa a Madrid, pero regresa tú sola.
Ups. Sí, quizá lo de irme sola de vacaciones no era tan buena idea. Tenía el don de estropearlo siempre con Joan, me superaba día a día. Necesitaba un rescate y rápido, así que dije aquella palabra convencida de que surtiría efecto:
—Tokomoko.
No me equivoqué. Fue inmediato. Tokomoko, y Joan me reventó el tímpano con su carcajada.

Hacía 3 años habíamos decidido viajar a Japón. Recorrerlo de norte a sur. La única manera de que nos saliera económico fue hacerlo de albergue en albergue y de hotel-cápsula en hotel-cápsula. Divertido, sí, pero para una pareja, la falta de intimidad se hacía difícil. Así que para los últimos 4 días en Kanazawa, alquilamos una habitación en una casa convencional. Era una casa realmente grande en una zona rural, con jardín interior y estanque japonés. Tenía dos plantas, y habría aproximadamente unas 10 ó 12 habitaciones en total. La nuestra era muy amplia. Con dos camas tatamis, dos mesitas bajas de té y una pared de cristal que daba al estanque interior. Yo estaba emocionada, todo era tan bonito... Me abalancé sobre Joan y empecé a comérmelo a besos. Llevaba todo el viaje muerta de la risa, y no hay nada que me excite más que un hombre que me haga reír, y Joan durante aquel viaje estuvo sembrado. Qué manera de hacerme reír, qué manera de volver a ser como dos niños desatados en un parque de atracciones, qué manera de disfrutar con todo y a cada rato.
Cuando ya había conseguido desnudarle de cintura para arriba, tocaron a la puerta. Joan se colocó de nuevo el jersey y esperamos a que entrara. Era el gerente de la casa. Nos traía agua caliente para el té y nos explicó cómo funcionaba el baño tradicional termal de aquella zona montañosa. Así que cuando se marchó, determinamos ir a probarlo primero y después continuar con lo nuestro. Al entrar en el baño de mujeres, lo encontré vacío. Era una sala bastante espaciosa de azulejos azules en el suelo y pared. Junto a la puerta, tres taburetes de madera donde dejar las toallas. Frente a los taburetes, dos hileras de duchas, cuatro a cada lado, y debajo de cada una de ellas otro taburete pero de plástico. Al fondo una gran bañera, de poca profundidad, también de azulejos y con capacidad para 5 ó 6 adultos. Después de inspeccionarlo todo, dejé mi toalla en uno de los primeros taburetes y elegí una de las duchas del medio. Al terminar, me metí en la bañera, el agua estaba caliente, en un primer momento la sentía ardiendo, pero poco a poco me fui acostumbrando. A un lado había toallas apiladas, así que cogí una, la doble y formé una especie de almohada, la dejé sobre el bordillo y apoyé la cabeza, estaba en la gloria. Cerré los ojos y me arrastré por los recientes recuerdos de aquel viaje: el silencioso bullicio de Tokio, la marea de jóvenes otakus de Osaka, los kimonos andantes de Kioto, los dos segundos que tardó en cruzar un tren Shinkansen la estación de Hiroshima y reírnos con ganas cuando Joan dijo alucinado: “¿Eso ha sido un tren?”. Recordé los restaurantes pequeños en los que compartíamos la única mesa que disponía con desconocidos, y las librerías y papelerías gigantescas por las que nos perdíamos. Recordé subiéndome a su cama-cápsula, y a él echándome a patadas, recordé quedarme colgada muriéndome de la risa. Recordé cómo fingíamos que no eran nuestras las bambas que destrozaron la secadora del albergue de Nagoya. “Creo que son de unos italianos”, decía yo sin atisbo de vergüenza alguna. Recordé cómo Joan a las 3 de la mañana tuvo que bajar a la cocina a rescatarlas del cubo de la basura porque no teníamos otras.
La puerta del baño se abrió y regresé a Kanazawa. Una mujer muy mayor acababa de entrar. Se duchó y después se metió en la bañera. Comenzó a hablarme. Sí, en japonés. Enseguida le hice un gesto de no entenderla pero no pareció importarle. Ella hablaba y hablaba. Movía las manos con delicadeza sobre el agua. Yo ladeaba la cabeza, fingiendo captar algo de lo que decía, pensé que quizá era demasiado mayor para comprender con claridad la realidad que la rodeaba, siempre solía pensar eso, nunca que estaban locas. Así que yo giraba de un lado a otro la cabeza y la sonreía. Pero ella, en un momento dado, cesó su discurso y extendió su mano hacia mí, me señalaba. No dije nada. Repitió lo mismo tres veces. La miré fijamente y supuse que me habría preguntado algo y que esperaba respuesta. Conque la sonreí con sinceridad y le dije:
—Tokomoko.
—¿Tokomoko? ¿Le has dicho tokomoko? —me preguntó Joan muerto de la risa ya en la habitación cuando se lo contaba.
—¿Qué querías que hiciera?, la pobre mujer esperaba una respuesta, y tokomoko fue lo primero que se me vino a la cabeza y sonaba bastante a japonés, ¿no?
—¡Estás fatal, amor!
Me abrazó con fuerza y empezó a comerme el cuello. Oh, sí, ya por fin, después de 20 días, podíamos continuar con lo nuestro. Pero me equivoqué, el cinturón de su kimono se enganchó con el mío, espera, déjame a mí, ya lo suelto yo, no, quita, ¡ya está! Oh, sí, ya por fin, nos dejamos caer en el tatami, espera, espera, que me clavo el coxis en el suelo, ponte la manta debajo, sí, la manta, trae la manta, ¡ay, mierda de tatami! Oh, sí, ya por fin estábamos cómodos, oh, Joan, oh, Joaaaan, no grites, amor, no grites, ¡Joaaaan! Nos van a echar. Bruto, pero no me tapes la boca que me ahogo. A Joan le entró la risa. ¡No, la risa ahora no!, estaba enfadada. Pues no me mires, amor. ¿¿¿Cómo no te voy a mirar??? ¡Pero no te pongas a discutir ahora, tía! Ja, ja, ja, ja, ja y ja, ja, ja, ja, ja. ¡Elvi, para! ¡Mírame, Joan! Ja, ja, ja, ja. Y Joan me miró y: ¡tokomoko! Y ja, ja, ja, ja, ¡que te den, amor!, ¡que te den a ti! Y ja, ja, ja, ja, ja…
No logramos hacer el amor, fue imposible pero las risas de aquella noche las recuerdo como épicas.

—Tokomoko… —dijo de nuevo Joan al otro lado del teléfono.
—Tokomoko —dije yo.
—¿Y si repetimos Japón?
—Me encantaría.
—Bien, vale, pues Japón, decidido.
—De acuerdo.
—Y, Elvi…, si quieres, el próximo año podemos mirar lo de Svalbard.
No dije nada, solo sonreí apretándome el móvil contra la oreja como una adolescente enamorada.


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