Stop Glaucoma de Javier Avi
No sé cómo ocurrió, la verdad. Pasó todo muy rápido. Me
vi en el suelo de la cocina de mi apartamento de China, como si algo hubiera
reventado mi cabeza. Me llevé las manos a la nariz, sangraba a borbotones. Me
asusté, intenté ponerme de rodillas pero estaba algo mareada, así que seguí
tumbada, ladeé la cabeza y vi el pequeño escaloncito que separaba la cocina del
salón, aquello debía de haber sido. Me había tropezado con el escalón y me
había comido la encimera. Cómo había podido olvidar el escalón. Ser ciega de un
ojo y mantener poco más del 70% del otro, te hacía memorizar todos los
espacios. Contaba las escaleras y señalizaba mentalmente todas las puertas de
los edificios, aulas y despachos con puntos referenciales. Hacía meses que no
me caía, ni siquiera me tropezaba, pero cómo se me podía haber olvidado el escalón
de mi propia cocina. Estaba cansada, muy cansada, debía de ser eso, cuando estoy
agotada me cuesta pensar, memorizar, incluso recordar.
—¡Verooooooooo…! —grité a media asta—. Vero, estoy
aquíííííí…
Pedir auxilio a tu vecina era absurdo sobre todo cuando
ella te había dicho que el fin de semana lo pasaría en la ciudad. Así que me
puse de rodillas y levantando el brazo tanteé la encimera buscando un trapo, me
lo puse en la nariz y grité de dolor.
—Me la he roto… me la he roto…
Vi el suelo lleno de sangre y mi pijama también, y empecé
a llorar como una niña porque realmente no sabía qué hacer. Iba a morir.
Tanteé nuevamente la encimera y alcancé mi móvil. Con tan
solo cogerlo lo llené de sangre. Busqué rápidamente su contacto y marqué
llamada. Contestó dormido.
—Joan, voy a morir…
—¿Elvi? —se asustó. Pude sentir que se incorporaba.
Carraspeó—. Elvira, ¿dónde estás?, ¿qué pasa?
—Me estoy muriendo, Joan…
Silencio.
—Elvira, ¿te estas muriendo de muriendo o muriendo de
no-puedo-con-la-absurda-existencia-de-mis-días-viva-Schopenhauer?
—Lo primero, muriendo de muriendo, de que me quedan
segundos de vida…
Joan se rio. Lo oí que caminaba, supongo que hacia la
cocina, iría a encenderse un cigarro.
—¿Vas a fumar en un momento así? —pregunté colocándome el
trapo nuevamente en la nariz.
—Sí, voy a fumar y me voy a tomar un café para pasar
tranquilamente los últimos segundos contigo. ¿Qué te ha pasado?
—Que no he recordado el escalón de la cocina. —Y me puse a
llorar de nuevo.
—¿Y te has tropezado?, ¿te has caído al suelo?
—Me he reventado la nariz contra la encimera.
—¡Diosssss! ¡Joder! ¡Hostiassss! ¡Buaaah, Elvira!, ¡pero,
joder, joder, joder!
—Ya te he dicho que me quedaban segundos de vida…
—Cariño… Mi amor… —Y por fin empezó a ser cariñoso—. Mi
amor… a ver… si sangras no eches la cabeza hacia atrás, ¿vale? —Yo asentía como
si él pudiera verme—. Ahora intenta tocarte la nariz, si con solo rozarla te
duele, vete corriendo al hospital, si la puedes tocar es que no es tan grave,
¿vale?
Lo cierto es que tenía el trapo presionando la nariz con
fuerza desde hacía rato y el dolor era soportable, así que rota, lo que se dice
rota, no parecía estar, pero no se lo iba a decir a Joan, me gustaba que fuera
cariñoso y últimamente no lo estaba siendo, fingir un poquito no iba a hacer
mal a nadie.
—Me duele…
—Ya, cariño, te tiene que doler, pero la cosa está en
saber la intensidad.
Puse los ojos en blanco, qué más daría la intensidad, ¡me
dolía y punto!, debía decirme cosas bonitas a tropel y ya.
—Mucho… —dije con voz melosa—, además imagina cómo
siento, me he tropezado por ser ciega de un ojo, si es que no veo, no veo, Joan...
Oí a Joan aspirar con fuerza esa calada pero no dijo nada.
Estábamos hechos un nudo en el sofá de nuestra casa de
Madrid. Sábado noche, maratón de Netflix.
De repente, Joan paraba la película y proponía hacer un descanso, picar algo en
la cocina. Vale. Todo siempre parecía tranquilo hasta que él lo recordaba:
—¡Queda un Calippo!
Los dos nos levantábamos cómo animales del sofá y salíamos
disparados. Y como veía que yo iba a perder sí o sí, metía un grito a mitad de
camino y empezaba a imponer reglas.
—¡No, no, no! ¡No vale! —decía yo—. Repetimos. A ver,
salimos desde aquí —y marcaba una línea invisible con mi pie en el suelo—. Tú
ponte detrás de la línea y yo delante.
—¿Por qué tú delante?
—Porque mis piernas son más cortas, necesito algo de
ventaja. Es así, en atletismo también se hace con lo de la curva.
—¿Qué curva?
—La curva, que no me lo invento yo, ¿eh?, es así, pregúntaselo a cualquiera.
Joan se llevaba las manos a la cara y se reía
completamente alucinado. Después daba el pistoletazo de salida y corríamos lo
poco que se puede correr en una casa de 50 m2, pero poníamos todo nuestro empeño,
hasta llegar a la puerta de la cocina que nos atrancábamos los dos en ella
intentando entrar a la vez. Entonces yo le bajaba los pantalones del pijama, él
se reía, yo me reía más, él caía al suelo, yo aprovechaba y entraba en la
cocina. Él semidesnudo se arrastraba por el suelo hasta llegar al frigo, yo
gritaba nerviosa, me levantaba la camiseta y le enseñaba las tetas, había que
distraerlo, él se volvía a reír como un loco y yo aprovechaba para abrir la
puerta del frigo, pensaba que sería mío el helado pero Joan, cogiéndome de la
pierna, me empujaba y finalmente él siempre se hacía con el trofeo: el último Calippo de lima-limón.
Pero como yo tengo mal perder, empezaba mi plan B. Dejaba
que él cogiera el helado y me lo restregara por la cara, luego yo me acariciaba
el pie y cojeaba hasta el salón.
—¿Te duele? —me decía.
—¿Eh?, ah, un poco, es que cuando me has agarrado de la
pierna luego no he visto el rodapié, porque como no veo bien… ya sabes…
—Ay, mi niña, pobre, déjame ver…
Y en ese momento, ¡zas!, le robaba el Calippo y me alzaba con él sobre el sofá
preguntando a gritos quién era la más mejor del mundo mundial.
—¡Tonto, te gané! —le decía.
De nuevo en la cocina de China esperaba su respuesta al
otro lado del móvil.
—Ya —dijo por fin—, es que, mi niña, tienes que andar con
cuidado. —Sonreí—. Y ya puedes ponerte mucho hielo, espero que no te quede marca
porque menudo fastidio para el 8 de febrero. Para las fotos, ya sabes, y eso
que no somos de fotos pero alguna nos sacaremos.
—¿Qué fotos? —pregunté quitándome el trapo de la nariz.
—Las de la boda. Ya te dije, ¿no?, que como parecías
convencida, había reservado día en el ayuntamiento de Madrid para casarnos. ¿No te acuerdas,
amor?, te lo dije la última vez que hablamos.
—¿Qué…? ¿Eh? Yo…, ¿eh?
Nerviosa, muy nerviosa, nerviosísima me puse de pie. Dejé
el trapo sobre la encimera y abrí el grifo, me limpié la cara. El agua estaba
helada pero no me importaba, necesitaba eso en ese momento. Necesitaba algo en ese momento.
—A ver, Elvi, cariño, no te pongas nerviosa que te
conozco. Ya lo hemos hablado.
—¿Cuándo…?
—Mi amor, ya está hablado. Tranquila, ¿vale? Vamos,
firmamos, nos sacamos una foto y nos volvemos a casa como marido y mujer. Fácil. Sin historias.
—¿Eh? —Me estaba volviendo a marear.
—Mi vida, lo único que necesito es tu partida de
nacimiento, si no quieres hablar con tu padre, pídesela a tu hermano, que me la
mande escaneada, es suficiente.
—¿Eh? —Me dejé caer de nuevo al suelo. Allí sentada
parecía una muñeca rota.
—La verdad es que tengo ganas, ¿tú no?
—¿Eh?
—Sí, cariño, además por tu ceguera es mejor estar
casados, hay que casarse, nena, por lo que pueda pasar.
—¿Eh?
—Sufro por tus ojos, es mejor, mi amor, de verdad.
—Pero… pero si yo veo muy, muy, muy bien.
—¡Zas! ¡Te gané, cieguita de mis amores! —Se reía como un loco.
Me llevé las manos a la cara en un gesto de vencida, mi nariz
crujió, yo gemí y asumí todo ese dolor como parte de un merecido castigo.
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