7 dic 2019

Juegos ciegos


Stop Glaucoma de Javier Avi

No sé cómo ocurrió, la verdad. Pasó todo muy rápido. Me vi en el suelo de la cocina de mi apartamento de China, como si algo hubiera reventado mi cabeza. Me llevé las manos a la nariz, sangraba a borbotones. Me asusté, intenté ponerme de rodillas pero estaba algo mareada, así que seguí tumbada, ladeé la cabeza y vi el pequeño escaloncito que separaba la cocina del salón, aquello debía de haber sido. Me había tropezado con el escalón y me había comido la encimera. Cómo había podido olvidar el escalón. Ser ciega de un ojo y mantener poco más del 70% del otro, te hacía memorizar todos los espacios. Contaba las escaleras y señalizaba mentalmente todas las puertas de los edificios, aulas y despachos con puntos referenciales. Hacía meses que no me caía, ni siquiera me tropezaba, pero cómo se me podía haber olvidado el escalón de mi propia cocina. Estaba cansada, muy cansada, debía de ser eso, cuando estoy agotada me cuesta pensar, memorizar, incluso recordar.
—¡Verooooooooo…! —grité a media asta—. Vero, estoy aquíííííí…
Pedir auxilio a tu vecina era absurdo sobre todo cuando ella te había dicho que el fin de semana lo pasaría en la ciudad. Así que me puse de rodillas y levantando el brazo tanteé la encimera buscando un trapo, me lo puse en la nariz y grité de dolor.
—Me la he roto… me la he roto…
Vi el suelo lleno de sangre y mi pijama también, y empecé a llorar como una niña porque realmente no sabía qué hacer. Iba a morir.
Tanteé nuevamente la encimera y alcancé mi móvil. Con tan solo cogerlo lo llené de sangre. Busqué rápidamente su contacto y marqué llamada. Contestó dormido.
—Joan, voy a morir…
—¿Elvi? —se asustó. Pude sentir que se incorporaba. Carraspeó—. Elvira, ¿dónde estás?, ¿qué pasa?
—Me estoy muriendo, Joan…
Silencio.
—Elvira, ¿te estas muriendo de muriendo o muriendo de no-puedo-con-la-absurda-existencia-de-mis-días-viva-Schopenhauer?
—Lo primero, muriendo de muriendo, de que me quedan segundos de vida…
Joan se rio. Lo oí que caminaba, supongo que hacia la cocina, iría a encenderse un cigarro.
—¿Vas a fumar en un momento así? —pregunté colocándome el trapo nuevamente en la nariz.
—Sí, voy a fumar y me voy a tomar un café para pasar tranquilamente los últimos segundos contigo. ¿Qué te ha pasado?
—Que no he recordado el escalón de la cocina. —Y me puse a llorar de nuevo.
—¿Y te has tropezado?, ¿te has caído al suelo?
—Me he reventado la nariz contra la encimera.
—¡Diosssss! ¡Joder! ¡Hostiassss! ¡Buaaah, Elvira!, ¡pero, joder, joder, joder!
—Ya te he dicho que me quedaban segundos de vida…
—Cariño… Mi amor… —Y por fin empezó a ser cariñoso—. Mi amor… a ver… si sangras no eches la cabeza hacia atrás, ¿vale? —Yo asentía como si él pudiera verme—. Ahora intenta tocarte la nariz, si con solo rozarla te duele, vete corriendo al hospital, si la puedes tocar es que no es tan grave, ¿vale?
Lo cierto es que tenía el trapo presionando la nariz con fuerza desde hacía rato y el dolor era soportable, así que rota, lo que se dice rota, no parecía estar, pero no se lo iba a decir a Joan, me gustaba que fuera cariñoso y últimamente no lo estaba siendo, fingir un poquito no iba a hacer mal a nadie.
—Me duele…
—Ya, cariño, te tiene que doler, pero la cosa está en saber la intensidad.
Puse los ojos en blanco, qué más daría la intensidad, ¡me dolía y punto!, debía decirme cosas bonitas a tropel y ya.
—Mucho… —dije con voz melosa—, además imagina cómo siento, me he tropezado por ser ciega de un ojo, si es que no veo, no veo, Joan...
Oí a Joan aspirar con fuerza esa calada pero no dijo nada.
Estábamos hechos un nudo en el sofá de nuestra casa de Madrid. Sábado noche, maratón de Netflix. De repente, Joan paraba la película y proponía hacer un descanso, picar algo en la cocina. Vale. Todo siempre parecía tranquilo hasta que él lo recordaba:
—¡Queda un Calippo!
Los dos nos levantábamos cómo animales del sofá y salíamos disparados. Y como veía que yo iba a perder sí o sí, metía un grito a mitad de camino y empezaba a imponer reglas.
—¡No, no, no! ¡No vale! —decía yo—. Repetimos. A ver, salimos desde aquí —y marcaba una línea invisible con mi pie en el suelo—. Tú ponte detrás de la línea y yo delante.
—¿Por qué tú delante?
—Porque mis piernas son más cortas, necesito algo de ventaja. Es así, en atletismo también se hace con lo de la curva.
—¿Qué curva?
—La curva, que no me lo invento  yo, ¿eh?, es así, pregúntaselo a cualquiera.
Joan se llevaba las manos a la cara y se reía completamente alucinado. Después daba el pistoletazo de salida y corríamos lo poco que se puede correr en una casa de 50 m2, pero poníamos todo nuestro empeño, hasta llegar a la puerta de la cocina que nos atrancábamos los dos en ella intentando entrar a la vez. Entonces yo le bajaba los pantalones del pijama, él se reía, yo me reía más, él caía al suelo, yo aprovechaba y entraba en la cocina. Él semidesnudo se arrastraba por el suelo hasta llegar al frigo, yo gritaba nerviosa, me levantaba la camiseta y le enseñaba las tetas, había que distraerlo, él se volvía a reír como un loco y yo aprovechaba para abrir la puerta del frigo, pensaba que sería mío el helado pero Joan, cogiéndome de la pierna, me empujaba y finalmente él siempre se hacía con el trofeo: el último Calippo de lima-limón.
Pero como yo tengo mal perder, empezaba mi plan B. Dejaba que él cogiera el helado y me lo restregara por la cara, luego yo me acariciaba el pie y cojeaba hasta el salón.
—¿Te duele? —me decía.
—¿Eh?, ah, un poco, es que cuando me has agarrado de la pierna luego no he visto el rodapié, porque como no veo bien… ya sabes…
—Ay, mi niña, pobre, déjame ver…
Y en ese momento, ¡zas!, le robaba el Calippo y me alzaba con él sobre el sofá preguntando a gritos quién era la más mejor del mundo mundial.
—¡Tonto, te gané! —le decía.
De nuevo en la cocina de China esperaba su respuesta al otro lado del móvil.
—Ya —dijo por fin—, es que, mi niña, tienes que andar con cuidado. —Sonreí—. Y ya puedes ponerte mucho hielo, espero que no te quede marca porque menudo fastidio para el 8 de febrero. Para las fotos, ya sabes, y eso que no somos de fotos pero alguna nos sacaremos.
—¿Qué fotos? —pregunté quitándome el trapo de la nariz.
—Las de la boda. Ya te dije, ¿no?, que como parecías convencida, había reservado día en el ayuntamiento de Madrid para casarnos. ¿No te acuerdas, amor?, te lo dije la última vez que hablamos.
—¿Qué…? ¿Eh? Yo…, ¿eh?
Nerviosa, muy nerviosa, nerviosísima me puse de pie. Dejé el trapo sobre la encimera y abrí el grifo, me limpié la cara. El agua estaba helada pero no me importaba, necesitaba eso en ese momento. Necesitaba algo en ese momento.
—A ver, Elvi, cariño, no te pongas nerviosa que te conozco. Ya lo hemos hablado.
—¿Cuándo…?
—Mi amor, ya está hablado. Tranquila, ¿vale? Vamos, firmamos, nos sacamos una foto y nos volvemos a casa como marido y mujer. Fácil. Sin historias.
—¿Eh? —Me estaba volviendo a marear.
—Mi vida, lo único que necesito es tu partida de nacimiento, si no quieres hablar con tu padre, pídesela a tu hermano, que me la mande escaneada, es suficiente.
—¿Eh? —Me dejé caer de nuevo al suelo. Allí sentada parecía una muñeca rota.
—La verdad es que tengo ganas, ¿tú no?
—¿Eh?
—Sí, cariño, además por tu ceguera es mejor estar casados, hay que casarse, nena, por lo que pueda pasar.
—¿Eh?
—Sufro por tus ojos, es mejor, mi amor, de verdad.
—Pero… pero si yo veo muy, muy, muy bien.
—¡Zas! ¡Te gané, cieguita de mis amores! —Se reía como un loco. 
Me llevé las manos a la cara en un gesto de vencida, mi nariz crujió, yo gemí y asumí todo ese dolor como parte de un merecido castigo.

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