El dragón caído de Sofía Serra
Dejé el vaso de café sobre la mesita del salón y me senté
en el sofá, justo en el borde. Escuchaba a Tom por teléfono. Tranquilo,
pausado, como él era. Intentábamos hablar cada 5 o 6 semanas, a veces no era
posible pero nunca dejábamos que pasaran más de dos meses. Las conversaciones
siempre empezaban igual, me resumía la crónica de la situación en la que estaba
con detalle y sin sentimentalismo. Llevaba 4 años viviendo en un país en
conflicto, y casi 2 de ellos sin salir de allí. Primeramente fue como ayuda humanitaria,
gestionaba los recursos que llegaban de Alemania en un campamento de
desplazados, pero la cosa se fue complicando y ahora sinceramente no sé cuál
era su labor exactamente. Cambiaba con frecuencia de zona, por seguridad, me
decía.
Lo escuchaba con los ojos cerrados mientras me rascaba la
frente. Intentaba concentrarme en sus palabras pero algo no iba bien, su
discurso no estaba siendo demasiado coherente y me estaba costando mucho
entenderlo.
—Tom —dije—, ¿qué pasa?
—Nada.
—¿Qué te pasa, Tom?
Se hizo un silencio largo y denso.
—Estoy muy cansado, Elvira…
Me llevé la mano al pecho y después a la boca para que no
me oyera llorar. Me la tapé con fuerza y apreté los ojos, el gigante se acababa
de desplomar.
Conocí a Tom en Singapur, hace 11 años. En un bar de Arab Street, alguien me lo presentó.
—De Dresde —me dijo.
—¿Qué? —dije yo, la música estaba muy alta y además
tampoco me interesaba mucho. Rubio, ojos azules y medía casi 1’90,
decididamente no era mi tipo para nada, en cambio había fichado a un indio
monísimo al otro lado de la barra que, en cuanto el blancurrio me dejara
de hablar, le diría algo.
—Soy de Dresde —repitió en inglés.
—¡Coño!, ¿de Dresde? —grité en español—. Es la ciudad
favorita de mi madre, se conoce todos sus museos, es muy pesada, ¿por qué no te
la llevas y la dejas allí?
Él sonrió. Pronto aprendí que Tom no se reía nunca.
Empezó a hablarme en español, un español casi perfecto. Me contó que había
vivido 2 años en Paraguay y 3 en Bolivia. Era ingeniero y trabajaba para dos
ONG. Estaba en Singapur en un curso de formación de 6 meses. Lo cierto es que
me olvidé del indio y aquella misma noche terminé compartiendo cama con el
gigante blancurrio. Lo nuestro duró muy poco, 3 o 4 semanas, no lo sé. La falta
absoluta de pasión me aburría y fascinaba a partes iguales. Tom expresaba
verbalmente lo que sentía, pero de una manera completamente aséptica. A veces
me decía que estaba molesto conmigo y me explicaba con tranquilidad por qué,
cuáles habían sido las situaciones en las que le había hecho enfadar. Yo lo
escuchaba embobada, me parecía fascinante que alguien dijera estar enfadado
contigo sin gritarte ni poner malas caras. Otras veces, después de escucharme
contar mil anécdotas de mis alumnos, me miraba serio y me decía que nunca había
conocido a una chica tan divertida, yo parpadeaba muy rápido porque pensaba que
me estaba tomando el pelo. Al igual que después de hacer el amor; él lo hacía
en silencio, casi ni se le oía gemir, sin embargo al terminar me acariciaba el
pelo y me decía: “Contigo es increíble”, ¿¿¿en serio???
Pero el momento en que supe que Tom no era como ningún
otro fue cuando le conté que había conocido al pakistaní, el hombre que puso
del revés mi vida.
Cenábamos en su casa. Yo estaba tensa, miraba mi plato,
luego miraba a Tom que comía sin decir nada, y luego volvía a mirar mi plato.
Estaba tan nerviosa que se me oía tragar la saliva.
—Se llama Abid —dije por fin.
Levantó la cabeza de sus espaguetis y no me preguntó: ¿quién coño es Abid?, ¿te estás follando a un Abid?, ¿qué mierda dices? No, Tom
me preguntó:
—¿Hace tiempo que te gusta?
—No, lo conocí la semana pasada pero sé que me gusta
demasiado para no continuar viéndonos nosotros.
—¿No podemos volver a quedar? ¿Eso quieres decir?
—Sí, no es posible. —Tenía las manos sobre los muslos y
empecé a pellizcármelos, lo solía hacer cuando me sentía culpable.
Tom dejó los cubiertos en el plato y extendió las manos
sobre la mesa. Me miró serio y dijo:
—He empezado a conocerte y he empezado a quererte y me
gustaría seguir haciéndolo. —Al oírlo dejé de pellizcarme los muslos para
agarrarme las manos con fuerza—. Quiero seguir viéndote, quedar para cenar y
hablar, pasar tiempo juntos. No hablo de sexo, hablo de ser amigos, hablo de no
perderte.
Se me saltaron las lágrimas al escucharlo, no sé muy bien
por qué. Tom me dio una servilleta de papel.
—Gracias. De acuerdo.
—¿De acuerdo? Bien, alles
klar!
—Alles klar!
—repetí sin saber qué significaba. Tom sonrió.
Y fiel a sus palabras hemos mantenido desde entonces una
excelente amistad basada en el sentimiento verbal. El contacto siempre ha sido
por email y luego WhatsApp y,
dependiendo de la época, ha sido muy fluido o tan solo un par de mensajes al año.
Cuando regresé a Madrid para vivir, hacíamos por vernos una vez al año por lo
menos. Y cuando nos reencontrábamos, él me expresaba con esa seriedad y
aparente frialdad cuánto me echaba de menos y lo mucho que me quería, pero a mí
siempre me costaba devolverle las palabras, no era capaz, nunca lo había sido.
—Tom —dije ajustándome el móvil a la oreja después de
secarme las lágrimas—, escúchame, no es tu batalla, ya has hecho demasiado, sal
de allí, regresa a Alemania.
—No puedo, tomé una decisión.
—Tom, no importa, no te culpes, no importa. Ya has hecho
demasiado. No te sientas atrapado, puedes cambiar tu decisión, es posible y no
va a pasar nada. Sal de allí.
—No, tomé una decisión.
Suspiré.
—No puedes salvar el mundo. No puedes responsabilizarte
de lo que está ocurriendo. Piensa que es una guerra infinita, no va a terminar
nunca, Tom, por favor…
—Terminará. Un día terminará.
—¿Y después qué? ¿Qué queda después de la guerra?
—La reconstrucción.
—Oh, señor… —Cerré los ojos un instante y me retiré el
pelo hacia atrás con lentitud—. Todo esto te está matando, Tom, ¿es que no lo
ves? Y es tu vida, tu única vida. Piensa en ti, Tom, por favor, sé egoísta, sal
de allí, por favor, por favor…
—Tomé la decisión menos mala, y es la de quedarme y
seguir ayudando. No podría regresar sabiendo lo que está ocurriendo aquí, no
podría vivir así, moriría igualmente.
Me hizo llorar de nuevo.
—Tom —dije con media voz—, pienso en ti cada día, cada
día… Te pienso, te imagino…
—Yo también, ayer soñé contigo, fue bonito. Me gusta
soñar contigo.
Nos quedamos en silencio, nos gustaba, lo disfrutábamos.
—Tom, te quiero mucho.
Lo oí llorar.
—Te quiero mucho, Elvira —dijo bastante después.
Me apreté el estómago.
—Alles klar…
—Ja, alles klar…
A J.
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