Mistaken Identity de Ken Wong |
—Y tú, ¿estás vivo o muerto?
Preguntó Agustín Pardos a Abel.
—¿Yo?
El niño con cierto nerviosismo miró a Elvira que se reía
apoyada en la enorme biblioteca que el profesor tenía en el salón de su casa.
Había pedido permiso a su amiga Almudena para presentar a su hijo, de 11 años, a Pardos.
Últimamente el niño tenía ciertas inquietudes filosóficas y creyó que conocerlo
le haría bien.
—Claro, tú, porque yo ya sé que esa señorita —dijo
señalando a Elvira— lleva muerta mucho tiempo.
—Yo estoy vivo.
—Ya. ¿Y cómo estás tan seguro?
Abel volvió a mirar a Elvira que seguía la conversación
divertida.
—Porque respiro.
—Ah, porque respiras. Interesante. ¡Deja de respirar!
—¿Qué?
—¡Vamos, chico, deja de respirar!
Elvira, con una sonrisa, le hizo el gesto de que obedeciera,
así que el niño cogió aire y dejó de respirar. El viejo miró el reloj de pared
que tenía enfrente y comenzó a contar los segundos:
—… cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once,
doce…
Y el niño soltó el aire como si saliera de golpe de
debajo del agua.
—Bien, chico, mi enhorabuena, has estado doce segundos
muerto.
El viejo y el niño se miraron.
—¿Puedo beber agua? —preguntó entonces Abel desconcertado.
—¿No prefieres un whisky
seco?
—No, prefiero agua.
Elvira se rio.
—Anda, ve a la cocina y pídeselo a Dolores.
Elvira le abrió la puerta del salón y, mostrándole el
largo y oscuro pasillo, le señaló que si torcía a la izquierda encontraría la
cocina en la segunda puerta, la de vidrieras. El niño salió.
—Y tú, ¿no me vas a dar un beso?
—Te he dado dos al llegar, Agustín —contestó cerrando de
nuevo la puerta del salón.
—Dosificas tus besos como quien dosifica su aire en un
momento de pánico.
Elvira sonrió y volvió a plantarse frente a la
biblioteca.
—¿Te importa que me lleve un par de libros?
—¿Cuántos me debes?
—Prometo devolvértelos todos antes de regresar a China.
—Hablo de los besos, ¿cuántos me debes?
Se dio la vuelta y vio a su viejo profesor mirando al
suelo. Se acercó a su butaca y, apoyándose en uno de los anchos reposabrazos,
lo besó en la mejilla.
—Me llevo estos dos, ¿vale? —dijo mostrándole los libros.
—No sabía que los muertos leyeran.
Ella sonrió y de un saltito se puso en pie.
—No estoy muerta, Agustín, no lo estoy.
—Lo estás. Seca de vida.
La puerta del salón se abrió. Abel entró con su vaso de
agua. Los dos adultos lo miraron cómo se acercaba a la butaca que estaba junto
a la de Agustín. Antes de sentarse dejó el vaso en la mesita de café.
—Ya lo sé, profe —dijo.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó él.
—Ya sé porque estoy vivo.
—Ah, bien, dime, ¿por qué?
—Porque estoy todavía lleno de agua.
—Todavía. Bien, chico, vamos por buen camino —dijo mirando a
Elvira que se apretaba los libros contra el pecho—. Entonces, Elvira, ¿quieres un vaso de agua tú también?
Ella lo miró seria.
—No, yo prefiero un whisky
seco.
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