Fuck you, Glaucoma de Javier Avi |
—Hay que operar, Elvira —dijo mi oftalmólogo, un martes, sin
despegar la vista de su ordenador. Me explicó cosas, que se me acababan las
opciones, que intentaría implantarme una nueva válvula, que sería difícil, que
habría que pensar en el vaciado de ojo, que existían prótesis, que poco más se
podía hacer, que si lo entendía.
—Sí, lo entiendo —dije
con serenidad mientras me clavaba las uñas en el pulgar hasta hacerme sangre.
Ese mismo viernes por la tarde, en una comparecencia en
directo, el presidente del Gobierno decretaba el estado de alarma por el
coronavirus. El país se paralizaba. Tres horas más tarde, el oftalmólogo, algo
nervioso, me llamaba a casa para explicarme que me operaría esa semana, había
conseguido meterme en la lista de operaciones de urgencia, ya que las
operaciones comunes y las pruebas médicas se habían anulado en todo el país
hasta nuevo aviso. Sin embargo, el martes, el hospital me cerraba las puertas, cancelaba mi
intervención. Mañana me operan, expliqué desesperada al conserje. Aquí no se
opera ni dios, vamos a empezar a caer como moscas por el puto virus chino, ¡y a
un metro de distancia, señora!, gritó él. Tras muchas llamadas y una angustia
cosida al estómago, el miércoles estaba en quirófano. Una enfermera inmovilizó
mi cabeza con correas a la mesa de operaciones y, al percatarse, me pidió que
no llorara, que todo saldría bien. Cuatro horas más tarde, Joan me sujetaba la
frente mientras vomitaba la anestesia en una palangana. Habemus ojo, susurró en mi oído. Quise sonreír pero una nueva
arcada me lo impidió. Tenía ojo. Tenía algo más de tiempo. Algo más. El viernes,
con su ayuda, contesté a mensajes, no respondí a ninguna llamada, no quería
hablar con nadie. El sábado, me levanté pronto y el día se me hizo eterno
sentada en el sofá mirando al frente, cuando Joan se despertó me propuso
escribir algo, él lo haría por mí, le dije que no, que me dejara sola un rato
más. El domingo, a las ocho de la tarde, bailábamos abrazados en la cocina Fade to black de Metallica, mientras la
gente aplaudía en los balcones.
—¿Nos aplauden a nosotros, Joan? —pregunté.
—Sí, cariño, nos aplauden a nosotros. —Y con una sonrisa, que no pude ver pero sí intuir, me besó.
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