Agnes Cecile |
—¿Qué hago, Elvi?
El único que quedaba por preguntarme eso era Enrique y
ahí estaba.
Muchos son los que cuestionan la relación que tengo
con Enrique. Bueno, cuando digo muchos, me refiero principalmente a Almudena,
que le conoce desde hace muy poco y ha visto los desprecios mutuos que nos
dedicamos. No lo entiende.
Admiro muchísimo a Enrique y eso lo anestesia todo. Creo
que tiene un talento muy superior a cualquier dramaturgo vivo español (excepto
Mayorga, por supuesto), pero la mala suerte y, sobre todo, su difícil carácter
no le han hecho triunfar. Nos gusta juntarnos y despellejar a ese Conejero que
ocupa la cartelera de los mejores teatros de Madrid, con unos textos que
pretenden emular a los de Lorca pero que no dejan de ser simplones y
previsibles, hechos a fuerza de una lírica de Ikea, como dice Enrique:
prefabricada, de difícil entendimiento pero que la termina comprando todo el
mundo. Pero ahí está, ahí está el Conejero y Enrique aquí. Enrique aquí,
cerrando un pequeño teatro, cargado de deudas y con un par de obras en un cajón
que nunca verán la luz. Así que cuando Enrique me dice que busque una soga y
una viga, no me importa. No me importa, lo sigo queriendo, porque su lírica no
está hecha con tornillos Schrauben.
Es cierto que hubo un tiempo en el que nos distanciamos,
pusimos la excusa de que Darío se había ido a Argentina y Bea a Berlín, dejamos
que fueran ellos el motivo de no llamarnos en años, pero los dos sabemos que lo
que me molestó es que no se posicionara claramente en el conflicto con Ernesto.
Ernesto Garmendia. De acuerdo, Ernesto era amigo suyo, sí, pero fue a mí a la que
robó una obra de teatro y con la que ganaría un año más tarde el Premio
Nacional de Jóvenes Dramaturgos. No dijo nada, Enrique no dijo nada y a mí me
dolió. Supongo que con los años él también se ha sentido traicionado por
Ernesto, supongo. Poca, por no decir ninguna, ayuda le ha ofrecido en los
últimos meses para que su teatro saliera a flote a pesar de la cantidad de
contactos que tiene en este mundillo.
Así que no hablamos de Ernesto, ninguno de los dos lo
menciona jamás. Ambos sabemos algo que al otro le molesta pero no lo dice.
Ambos conocemos la frustración que carga el otro y la respetemos en silencio.
Por eso nos gusta quedar y hablar, e insultarnos e incluso desearnos la muerte,
a condición de que sigamos muy vivos para deseárnosla siempre.
Esa tarde Enrique me pidió que lo acompañara al teatro, a
ver el ensayo general de una obra de la compañía de un amigo. Al salir:
—Sin comentarios, ¿no? —dije.
—Sí, sin comentarios.
Y los dos nos reímos. Lo agarré del brazo y emprendimos
camino a Lavapiés, necesitábamos un par de cervezas para digerir lo que
acabábamos de ver. Al pararnos en uno de los semáforos que cruza Atocha se
giró, me sonrió y dijo:
—Dicen que tienes un par de ojeadores detrás.
—Ah, ¿sí? ¿Eso dicen? —pregunté.
—Sí, eso dicen. Vale, Bea me lo ha contado.
Me reí. El semáforo se puso en verde. Los peatones que
teníamos a nuestro lado cruzaron, pero nosotros no nos movimos.
—¿Un par de ojeadores? No, eso no es verdad —contesté
mirando al frente.
—¿No lo es?
—No, no lo es. Tengo a tres —dije girando la cabeza hacia
él y sonriendo con malicia.
—¡Serás hija de la gran puta! —exclamó poniendo los
brazos en jarra, era su postura favorita—. ¿Tres?
Yo asentí y de carrerilla le recité el nombre de las tres
agencias literarias que estaban interesadas en mis textos. Enrique se llevó las
manos a la cabeza.
—¿Pero sabes lo que significa eso, Elvi?
—Nada. No significa nada.
—Significará, ya verás, significará.
Y me abrazó con uno de esos abrazos que sientes sinceros y
agradeces de verdad.
Al llegar al bar nos sentamos en la barra.
—Yassir, dos cañas para empezar porque hoy invita aquí la
amiga.
Levanté las cejas y puse cara de conformista.
Yassir nos trajo las cañas. Brindamos y bebimos, luego él
dejó el vaso de nuevo en la barra y me cogió por las rodillas.
—Elvi, me ha llamado Claudio.
Claudio Caselles. Claudio fue uno de nuestros profesores
en el máster en el que todos nos conocimos. Un hombre peculiar que pronto hizo
buenas migas con Enrique, tan buenas que terminaron liándose, supuestamente fue
un secreto pero nosotros cuatro (Darío, Bea, Ernesto y yo) lo sabíamos, y sí,
nos sorprendió y mucho, y no porque fuera nuestro profesor ni porque le llevara
23 años ni porque estuviera casado, sino porque lo estaba con una mujer. La historia
me pareció tan rocambolesca desde el principio que nunca quise saber demasiado.
Escuchaba el eco de Bea que con el tiempo me contó que estuvieron juntos algo
más de dos años. Claudio siguió casado con su mujer hasta que tuvo otro affaire
con otro estudiante bastante menos discreto que Enrique y fue todo un escándalo
en la universidad. Así que para evitar el escarnio público, se mudó a Francia y
desde hacía 6 años daba clases en la Universidad de Poitiers. De su mujer nadie
sabe nada.
No dije nada. Dejé mi caña sobre la barra también y me
dispuse a escuchar.
—Hace tres años que dirige el grupo teatral
universitario. Hacen cosas, lleva un par de montajes muy premiados a nivel
nacional. —Me miró, sabía que quería comprobar si aquello me estaba
impresionando o no, no lo hacía—. Es bueno, Elvi. Claudio siempre fue
bueno.
—Sí, lo es. —Sí, lo era, pero qué quería.
—Quiere que vaya a Poitiers, quiere montar mis obras.
—Bien, envíaselas.
—No, cuenta conmigo para la dirección, quiere que esté
allí. ¿Qué hago, Elvi?
Y ahí estaba la pregunta.
Volví a coger la caña y pegué un sorbo. Lo miré.
—Enrique, sabes por qué quiere que vayas, lo sabes. Bien,
pues si estás conforme vete, pero que te quede muy claro que lo de tus obras es
una excusa. No las va a montar, no te quiere para eso.
Enrique bajó la cabeza, resopló. Tardó en contestar.
—¿Por qué eres así? Tan sucia.
Dejé la caña en la barra otra vez. Parpadeé con lentitud.
—Enrique…
—Eres una puta envidiosa que no soporta que los demás
salgamos adelante.
—Está bien. Yassir, ¿me cobras, por favor?
Me agarró del brazo y se acercó a mi oído.
—Te jode no ser la única a la que valoren sus textos. Te
jode que hoy no hablemos solo de ti y de tus putos ojeadores de mierda. No
soportas que te quiten luz, amargada.
Me zafé con rabia.
—Son dos euros, amiga.
Abrí el bolso y de la cartera saqué una moneda de dos
euros.
—Toma, gracias. —La cogió y se fue al final de la barra.
Me giré y miré a Enrique—. ¿Por qué no te pegas un tiro en la frente?
—Lo haré después de verte colgada de una viga.
Me coloqué el bolso al hombro y salí del bar.
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