Fotografía de Ed Van Der Elsken |
Me levanté con la sensación de que aquel día iba a ser
tranquilo, quizá demasiado. Estaba de vacaciones. Sí, mencionar vacaciones
mientras vives en un país en estado de alarma por el cual llevas 6 semanas sin
poder salir de casa, resulta cuanto menos paradójico. Pero lo estaba, estaba de
vacaciones. Es decir, mis desesperantes clases de Fonética online quedaban canceladas durante 10 días y tan solo aquello me
daba la vida. Dedicaría la jornada a leer. Leería y disfrutaría del confinamiento
como solo los misántropos sabemos hacer.
Mientras me preparaba el café, Beatriz me llamó 3 veces.
Miré el móvil en las tres ocasiones pero no contesté. Cogí mi café y fui al
salón para elegir la lectura entre mi montaña de libros todavía no leídos
porque, es cierto, tengo un ligero problema con el tsundoku. Seleccioné a Kawabata. Beatriz me volvió a llamar. Esta
vez contesté, si no me iba a dar la tabarra todo el día.
—¿Has visto el corto de Enrique? —preguntó.
No supe muy bien qué contestar, sabía que aquello me iba
a traer problemas.
—Sí —dije finalmente—. Me lo mandó el domingo.
—Bien, ¿y?
Enrique había elaborado un corto cinematográfico de 7
minutos. La propuesta salía de una productora que apoyaría económicamente a los
tres más originales. La idea cobraba singularidad puesto que todas las
películas habían sido realizadas durante el confinamiento, es decir, tanto los
actores como el director estaban cada uno en su casa. En el corto de Enrique aparecían
tres actrices y ninguna era Beatriz, así que sabía perfectamente a qué se
refería.
—No sé a qué te refieres, Bea. —Si es que al final el premio
a mejor interpretación me lo iba a llevar yo.
—Me refiero a que ¿por qué me ningunea siempre de esta
manera sabiendo que soy actriz?
—Hombre, Bea, actriz, actriz, ya no eres…
—Soy tan actriz como tú escritora, ¡así que no me toques los
cojones que aquí hay puñaladas para todas!
—Sí, sí que eres actriz, sí. —Y pegué un sorbo a mi café
lamentándome de haber contestado a su llamada. Adiós a mi día tranquilo.
—Llámalo y pídele explicaciones.
—No le pienso llamar, Bea. Si tienes un problema con él, lo llamas tú.
—Tú tienes más confianza con él. Llámalo. Me lo debes.
—¡No te debo nada! ¡Estás loca! ¡No voy a llamarlo!
—Hola, Enrique, ¿qué tal? —Yo, 10 minutos después—. Nada,
que estoy aquí dándole vueltas a tu corto… Sí, sí, eso es, ¿no?, qué difícil montarlo
cada uno en su casa… Claro, Claro… Un trabajazo el de las actrices, sí… Ya…
Oye, la del cuchillo es… Ajá, es verdad, Marina Santisteban… Sí, que trabajó en
la obra de Ismael Cerzo, es verdad… ¡Claro, claro! Es que al verla, me recordó
mucho a Beatriz, ¿no? Y claro, me he dicho: qué raro que Bea no quisiera
participar… ¿Eh?, no, no, no, no, no he hablado con ella… De verdad, Enrique,
que no me ha pedido que te llame, ¿no me conoces o qué? —Pegué otro sorbo a mi
café, esta vez lamentándome de que no fuera cerveza—. Sí, su físico la
condiciona mucho… Ya, demasiado exuberante… Sensual, sí, mucho… Bueno, ella es actriz,
al final es una cuestión de interpretar el personaje, ¿no?... Ya, que no sabe…
Hombre, yo creo que si está bien dirigida puede hacer cualquier papel… Claro,
claro, en este caso estando cada uno en su casa, difícil dirigirla, sí, tienes
razón… —Y no sé qué más me dijo porque ya me bloqueé pensando en cómo se lo iba a
contar a Beatriz.
Esperé su llamada leyendo el libro de Kawabata sin poder
pasar, en realidad, de la primera línea.
30 minutos después:
—A ver, Bea, en realidad, ya sabes cómo van estas cosas.
La idea del corto fue de Marina Santisteban, la que sale al final con el
cuchillo, que ya sabes que ha trabajado mucho con Cerzo, ¿no? Bueno y, claro,
ya tenía todo el elenco montado. Solamente le pidió a Enrique que le escribiera
el texto y que las dirigiera, pero poco pudo decidir él, porque si no, ya me ha
dicho que hubiera contado contigo de cabeza. —And the Oscar goes to… ¡Elvira Rebollo!
Tardó en contestar y yo me puse muy nerviosa.
—Está bien —dijo al fin—, escríbeme un texto. Escríbeme
un texto para mí sola.
Puse los ojos en blanco. Eso me pasaba por intentar ser
buena amiga.
—No, Bea, yo no puedo escribirte un texto. —Vamos a ser
sinceros, a Enrique no le faltaba razón, Beatriz era una actriz muy estereotipada,
ella misma explotaba su perfil de mujer fatal y no parecía querer trabajar
otros registros.
—Pues puedo interpretar uno de tus textos oscuros, esos
sobre el suicidio, puedo hacerlo.
—No, no puedes.
Entendió mi tono tajante, por no decir soberbio. Colgó
con un “está bien”. Después me sentía mal, pero tampoco la llamé de nuevo.
Pensé que ya se le pasaría igual que a mí. Sí, ya se nos pasaría. Cogí de nuevo
a Kawabata y me hundí en el sofá.
El resto de la mañana pasó tranquila, más o menos. La
profesora Wang me llamó para informarme de con quién estaría en la mesa de
tribunal de las tesis pero no mencionó el programa de asignaturas del próximo
semestre, y a mí era lo que me preocupaba realmente. Así que me inquieté pero
sin más. Preparé la comida con Joan, comimos, tomamos nuestro largo café de
sobremesa, él se fue a dormir la siesta y yo caí de nuevo en el sofá.
Cuando iba por la página 72, mi móvil vibró. Estaba
convencida de que sería Bea, pero no, fue Vero. Descolgué enseguida, querría
hablar de las mesas de tribunal.
—Loca de mi vida, ¿sabes quién me ha llamado hace 3
horas?
—Elvi…
—La profesora Wang. ¿Crees que
es un acercamiento?
—No sé. Elvira…
—A ver, yo creo que sí, pero no ha dicho nada de quitarme
a los grupos bajos para el próximo curso. Y, Vero, te lo digo muy en serio, esas
clases atentan contra mi salud, ¡mental y física!
—Elvira, su mujer se ha enterado.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
—¿Qué?
—La mujer de Antonio. Se ha enterado.
¡Cierren escotilla! ¡Inmersión, inmersión! ¡Accionen
bombas de estabilización! ¡Timones listos para el descenso! ¡Aumenten presión!
¡Presión al MÁXIMO!
—Huye —dije.
—¿Cómo? ¿Quieres que me esconda bajo el mar?
—Algo así, sí. —Mi submarino ya estaría a más de mil
metros de profundidad—. Desaparece, Vero.
—Es que no entiendo cómo Antonio ha dejado que pase algo
así. Su mujer vio en su móvil una foto nuestra en Londres, abrazados frente a
la puerta de Daunt Books. Antonio no
supo qué contarle. Al final le explicó que yo era una amiga suya de hace años,
y que nos habíamos encontrado de casualidad, que no le había comentado nada antes porque no
le dio ninguna importancia. Ella debió ponerse muy nerviosa y discutieron
bastante… —Yo tenía los ojos como platos escuchando todo aquello—. Dice que después
de explicárselo varias veces y calmarla, se lo creyó.
—Vale, Vero —dije y tomé aire—. Su mujer no se lo ha
creído, porque eso no hay quien se lo crea. Su mujer sabe perfectamente quién y
cómo es su marido por eso le miró el móvil.
—Hablaron de mí, Elvi. Tuvieron una conversación sobre mí.
Me hace sentir tanta vergüenza… tanta, tanta vergüenza. Yo he intentado llevar
esto con mucho respeto, sé que suena raro decirlo. ¿Qué respeto vas a tener si
te tiras al marido de otra? pero, de verdad, nunca quise saber nada de su mujer
ni de sus hijas, siempre quise mantener los dos mundos muy separados, yo… Elvi,
he sido respetuosa, yo, yo… Tuvieron una discusión sobre mí, yo… Esto… He sido
muy, muy respetuosa. Él ha sido tan torpe, muy torpe… Siento muchísima
vergüenza.
Ese tal Antonio no es que hubiera sido torpe es que había
sido un completo inútil, además de un imbécil redomado.
—Se acabó, Verónica. Bloquéalo como contacto en WhatsApp, Wechat, Gmail, y en todas las
redes sociales. Bloquéalo y no vuelvas a ponerte en contacto con él jamás. Vuestra
relación ha dejado de ser algo divertido para convertirse en un problema. Él ha
demostrado que tiene muy pocas luces, no obstante nunca hay que subestimar la ira de una esposa engañada, así que desaparece. Déjale a él solito que recomponga a su
familia perfecta.
—Siento tanta vergüenza, Elvira… Tanta, tanta vergüenza
de mí misma…
Tragué saliva, no sabía qué decir. Agaché la cabeza y
mirando al suelo esperé a que ella añadiera algo, pero no lo hizo. Colgó así,
en silencio.
Me recosté de nuevo en el sofá. Estaba descompuesta. Miré
el techo escalonado de la buhardilla por lo menos durante una hora sin saber
cómo reaccionar. Después tomé el libro y continué leyendo en la página 73. Dos
horas más tarde, terminé el libro. Lo acaricié y lo dejé a un lado. Cogí mi
móvil y grabé un audio de WhatsApp:
—Bea, estaba pensando que quizá podría escribirte un
texto. Puedo escribir un monólogo intimista, ¿te gustaría? Algo sobre la
humillación, sobre cómo los demás consiguen con muy poco que nos avergoncemos
de lo que somos… (Silencio prolongado. Me agarré del cuello, me entraron ganas
de llorar.) Perdóname, Bea, por favor.
Un minuto después me mandó un mensaje escrito:
De momento escríbeme ese
monólogo y ya veremos si te perdono.
Sonreí y besé la pantalla del móvil.
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