9 nov 2024

El parador (I)

 

Psycho de Francesco Francavilla

Siempre tuve claro que lo de tener hijos no era para mí. El planeta jamás necesitó de la existencia de mis vástagos y eso lo supe ver. Somos muchos, alguien tenía que dejar de parir y me presenté voluntaria. Además, concebí la vida como un paseo sin responsabilidades, entiéndase, las básicas sí, pero ninguna añadidura extra que hipotecara mi tiempo libre. Porque quien verdaderamente es consciente de que lo dispone, lo disfruta perdiéndolo. El malgaste temporal es el cuarto pecado capital para aquellos que desoyeron el aviso terrenal de aforo completo. Cuidad de vuestros hijos, infelices, y justificad la desdicha que os acosa incansablemente con la farsa de la plenitud humana. Sed rebaño de un torrente ciego y sentíos parte indispensable de una sociedad trilera. Que yo, libre y angosta, me retozaré siendo…

—¿Te refieres a los dos?  —pregunté por teléfono.

—Sí, a los dos —contestó Almudena—. Son chavales majos, tienen sus cosas, pero no te van a dar guerra en todo el fin de semana, te lo prometo. Elvi… por favor… Dime que te los llevas.

Había decidido no tener hijos, sin embargo, me había sido imposible no enamorarme de mi mejor amiga, quien como madre soltera, delegaba en mí a su querubín de quince añitos de vez en cuando.

Almudena debía llevar a su madre, con una demencia senil bastante preocupante, a Valladolid a casa de su hermano. El estado de la madre provocó que los tres hermanos se pusieran de acuerdo para repartírsela cuatro meses al año, como el San Pancracio que rotaba en el vecindario de mis padres cuando era pequeña.

Era sábado por la mañana y estaba con Abel y su amigo, en la estación de Chamartín esperando a nuestro tren para ir a un parador de la provincia de Salamanca. Almudena le había regalado a su hijo una estancia en este parador por tener fama de estar encantado y de escucharse los llantos de una mujer en sus pasillos. Abel llevaba tiempo siguiendo podcast y programas de misterio y había decidido documentar la experiencia de Salamanca con su amigo.

—Mateo te llamas, ¿verdad? —dije. El chico asintió y se dio media vuelta—. Bueno, pues nos lo vamos a pasar muy bien los tres. —Abel también me dio la esplada y yo fijé la vista en el panel de salidas rogando ser engullida por un gusano temporal para estar ya de vuelta.

En el tren los chicos se sentaron juntos. Parecían dos cucarachas con capucha. Habían reclinado los asientos y repanchingados miraban las pantallas de sus móviles con auriculares. Yo, como buena señora de casi cincuenta años, había ocupado el asiento de delante, había sacado el libro y el botellín de agua del bolso, el cual lo había colocado bajo el asiento delantero, y con los brazos cruzados inspeccionaba que nadie subiera una maleta de gran peso en la parte superior.

—Perdone, perdone —avisé a un hombre de poco más de treinta años—, considero que esa maleta es demasiado grande, así que para que no haya incidentes mejor déjela al final del pasillo, en el área de maletas.

El hombre me miró, pero no dijo nada, alzó la maleta y la colocó en el compartimento de arriba. Su acompañante le preguntó por mí, por lo que le había dicho.

—Nada, una loca… —contestó.

¿Loca yo, caballero? Apreté los labios y emití un suspiro lo suficientemente alto para que lo oyera. Quería incomodarlo, no lo conseguí, otra cucaracha que se puso sus auriculares. Pegué un traguito de agua y, después de estirarme cuatro veces el jersey por la parte de delante, volví a cruzar los brazos en busca de mi siguiente víctima.

El tren arrancó y del bolso saqué un paquete de Sugus.

—¿Un Sugus, chicos? —pregunté dándome la vuelta. Metí el paquete entre el hueco de los dos asientos. Abel se quitó un auricular.

—Paso de esa mierda —dijo.

—Genial. ¿Un Sugus, Mateo? —El chico levantó los hombros y miró a su amigo—. Coge si quieres —insistí. Alargó el brazo y metió la mano en la bolsa de plástico, sacó un puñado. Luego abrió la palma y me los enseñó.

—Cojo estos, ¿vale?

—Claro, los que tú quieras.

Abel lo miró y le robó un par de ellos de la mano. Me reí y me di la vuelta.

Tras un viaje tranquilo y antes de que hubiera podido empezar la pagina 103 de la novela, la megafonía del vagón anunció nuestro destino.

—¡Chicos! —exclamé poniéndome de pie—. Nos bajamos aquí. Coged las mochilas, ¡vamos!

Una vez en el andén miré a derecha y a izquierda y me di cuenta de lo poco que conocía mi país.

—¿Estás segura de que es aquí? —preguntó Abel, creo que con la misma inquietud que la mía porque aquella estación, por llamarla de alguna manera, estaba en medio de la más absoluta nada.

—Tu madre eso me dijo… —Leí de nuevo el cartel con el nombre del pueblo salmantino que colgaba del tejado de aquel apeadero y fingí tenerlo todo controlado—. Aquí es, aquí es. ¿Tenéis todas vuestras cosas?

Decidí tirar hacia la izquierda, como siempre hago, y justo en el andén de enfrente apreció una mujer bastante mayor con una niña de la mano. La saludé y le pregunté por el parador. Me dijo que sí, que era allí, que a seis kilómetros por carretera lo encontraríamos. Los chicos protestaron sin disimulo. Le pregunté si el camino resultaría peligroso, pero enseguida lo negó, dijo que apenas había tráfico. Salimos de la estación y tomamos la carretera. Comenzamos la marcha en fila de a uno por el estrecho arcén.

—¿Así seis putos kilómetros, Elvira? —Abel desde la posición del medio.

—¿Se te ocurre algo mejor? —yo desde la primera posición.

—¿Por qué no hemos venido en coche? —Mateo, el tercero.

—¿Por qué es ciega? —el segundo.

—¿Quién? —el tercero.

—Esta —el segundo señalando a la primera.

—¡No soy ciega! —yo—. Solo me falta un ojo y medio.

—¡Pues ciega! —el segundo otra vez.

—¿En plan ves sombras o en plan ves borroso y negro? Lo digo porque igual otro debería ir el primero —el tercero.

—Mateo, en plan hazme un favor y cómete un Sugus. —yo.  Abel se rio y pidió que paráramos.

Bebimos un poco de agua y tras conectar el GPS de su móvil, Abel tomó la primera posición, yo la segunda y Mateo seguía en la tercera. Este último, desconfiado, me preguntó si la enfermedad que me estaba dejando ciega era contagiosa, Abel volvió a reírse y lo llamó puto gañan. Le expliqué que no, que era hereditaria, que podía tocarte o no, como la lotería.

—Entiendo —dijo—. Yo tengo pie griego, lo he heredado de mi madre. ¡Ah y mira!, ¡mira! —exclamó y me hizo dar la vuelta y me mostró un lunar en la sien—. Este es de mi padre. Heredado también. Estamos jodidos, Elvira, con nuestros genes.

Intenté no reírme y asentí con la mayor empatía que pude encontrar en ese momento. Lo cierto es que, tras aquel acercamiento debido a nuestro defectuoso ADN, me contó las estrategias que tenían programadas para pillar a la mujer llorona de los pasillos del parador. Según lo iba explicando, Abel le puntualizaba con seriedad algún detalle desde la primera posición, se había erigido como cabecilla del grupo, riéndose a ratos con cierta condescendencia, como si estuviera en un estrato superior, más maduro y responsable. Y en ese momento, recordé las palabras de mi amiga “son chavales majos”, lo son, sí.

Tras casi una hora caminando por asfalto, encontramos un cartel que nos indicaba la desviación para llegar al parador. El camino se convirtió en gravilla y arena y continuamos durante unos veinte minutos más hasta encontrarnos frente a un viejo edificio de piedra de más de doscientos años.

—Bueno, chicos, pues aquí están vuestros fantasmas —dije.

Ellos ocultaron la sonrisa tras sus capuchas y entramos al parador.


(Continuará…)

 

6 oct 2024

Bucolismo en un biplaza

 

Dos viejos comiendo sopa de Francisco de Goya (Museo del Prado, Madrid)

—Podría haber venido Joan, ¿no? Digo yo que también será su casa.

—Beatriz, tienes un biplaza, ¿lo habrías metido en el maletero?

—Mira, Elvi, no vas a conseguir que me sienta culpable por tener un nuevo BMW. ¿Por qué todos los comunistas sois así? ¡Jodeos por vivir en la inmundicia, no es nuestro problema! ¿Tú no eres feliz con la chatarra de tu amiguita Almudena?, os la presta a todos, ¿no?, esa antigualla verde metalizada que ni sé cómo no está en el Museo Arqueológico, ¡cualquier día os matáis en ella! Sois unos inconscientes, pero, claro, en eso radica ser roja, ¿verdad?: en ser una inútil, no facturar y, culpando al sistema capitalista, decir que lo tuyo es mío y lo mío ya veremos, ¡lo mío ya veremos!

—Beatriz, este coche te lo acaba de comprar tu padre.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Nada, no quiero decir nada. —Suspiro y sigo mirando a la carretera.

—Si lo que tienes es envidia, chica, le digo que te compre otro a ti.

Me mira con sorna y nos reímos. Tener de vuelta a Beatriz en mi vida es volver a contemplar la vida desde otra perspectiva y eso me divierte. Lo cierto es que la había echado mucho de menos. La personalidad de Bea encendía cada momento que comparto con ella. Sí, es cierto, tengo envidia, no precisamente de su caprichoso BMW Z4 sino de su fuerza y seguridad en sí misma. Podía convencerte del mayor disparate jamás contado solo por cómo lo estaba exponiendo, te llevaba a su terreno con tal zalamería que nunca nadie le negaría nada. Y por ese motivo le había pedido que me acompañara. En la búsqueda de nuestra casita de campo, Joan y yo habíamos visto una en la Sierra del Segura. En realidad, se trataba de una casona derruida y un establo en medio de la nada, sin embargo, la podíamos pagar y ya veríamos cómo sacarla adelante. Aun así, queríamos bajar el precio, cuanto más pudiéramos reservar para la reforma, mejor. Y nadie como Beatriz para negociar una venta y salir ganando.

Llegamos y Bea sale del coche con coquetería poniéndose las gafas de sol y sonriendo al hombre de la inmobiliaria que espera frente al terreno. A mí me cuesta algo más, enseguida me doy cuenta de que desencajarme de aquel deportivo no iba a ser cosa fácil. Primero me agarro con una mano al techo, pero así, mis cortas piernas no alcanzan a tocar el suelo, así que las vuelvo a meter; esta vez me sujeto a ambos lados de la puerta, en cruz, y con impulso saco las piernas y de puntillas toco el suelo, sintiendo tierra firme voy arrastrando el culo hasta ponerme al filo del asiento, pego un salto y salgo con un gritito.

—Es discapacitada —señala Beatriz al hombre quien no deja de mirarme perplejo.

El hombre nos muestra la casa. La miro desde fuera y decepcionada digo:

—No tiene porche.

—¿Porche?, no tiene paredes... —añade Beatriz.

—Señoras, estamos ante una finca rústica con casi diez mil metros cuadrados de terreno. Podrán poner los porches que deseen una vez sea suya.

—A mí no me mire, la que quiere estas cuatro piedras es la tullida.

Sonrío al señor y él, acercándose, empieza a dibujar en el aire el plano de una supuesta casa de tres plantas conectada con el establo a través de un pasillo exterior de cristal.

—¿Lo ve? —me pregunta.

—Lo veo, lo veo —y vuelvo a sonreír con la misma condescendencia que antes.

Beatriz entra en conversación y con verdadero encanto le hace ver al gestor que semejante reforma triplicaría el gasto que había previsto, él parece entenderla, no obstante, le asegura que el terreno en sí ya vale el precio fijado. Me alejo de la discusión y camino sin rumbo, sigo un sendero que parece haber sido marcado por pisadas de ganado. A unos trescientos metros veo una casita. Me acerco, está a medio vallar, bastante descuidada, diría que abandonada. El ladrido de un perro me asusta y me alejo unos pasos, pero al ver un juguetón Border Collie, me acerco de nuevo. Hola, le digo, ¿vives aquí?

—¿Esperas que te conteste? ¡Es un perro!

Levanto la cabeza y en la entrada de la casa hay una vieja sentada en lo que parece una silla roñosa de playa.

—¡Hola! —saludo gritando—. ¡Pensaba que la casa estaba abandonada!

—Estoy medio ciega no sorda, deja de gritarme de esa manera.

—¡¡Lo siento!!

—Y dale… Anda, entra antes de que me sangren los tímpanos.

Abro una destartalada puerta de madera con alambre y entro en su terreno. Junto al perro, atravieso un pequeño jardín lleno de maleza.

—Hola —digo al llegar a la entrada.

—Hombre, sabes hablar en un tono normal.

—¿Vive usted aquí sola?

—¿Te parece que mi perro no es suficiente compañía?

—No, no, claro, o sea sí, sí, un perro lo es todo. Yo tengo un gato.

—Odio los gatos.

—Vale.

—¿Qué haces aquí?

—Usted me ha dicho que entrara porque estaba gritando demasiado.

—Esta conversación va a ser larga… Que qué haces aquí, en medio de la nada.

—Ah, he venido a ver la finca de arriba, igual la compro.

—¿La finca de los Gallardo? ¿Por qué?

—Mi chico y yo queremos dejar la ciudad, hay muchas cosas que ya no entendemos de ese estilo de vida.

—Ya. ¿Y creéis que vais a entender el estilo de vida del campo?

Levanto los hombros.

—No lo sé, pero parece un mejor lugar para vivir, más bonito.

La vieja suelta una fuerte carcajada.

—¿Más bonito?

—No quiero decir la apariencia, sino me refiero a bonito en esencia, todo aquí es más puro.

—¿Puro? ¿Quieres que te cuente algo puro? —Vuelvo a levantar lo hombros y la vieja comienza—: Mi marido murió hace cuatro años, aquí, en esta casa. Se levantó mareado, que no quería café, me dijo. Bueno, pues tómate aunque sea un poco de zumo, te hará bien. Se desplomó en la cocina. Los Gallardo habían dejado la finca hacía casi 20 años y los Benjumeda se habían ido a pasar la pandemia a casa de su hijo mayor. Me quedé sola y aislada, sin poder conducir por esta ceguera que tengo. Los servicios de emergencia, con la que estaba cayendo, aparecieron diecisiete días después. Diecisiete días conviviendo con mi marido muerto. Dime, guapa, ¿te parece bonito?

Beatriz me ve aparecer a lo lejos.

—¡¿Dónde te habías metido?! ¡¿Sabes que hay animales salvajes por aquí?!

Me acerco y contesto que lo siento, que estaba por ahí, que se me fue el tiempo. Beatriz me agarra por el brazo y al oído me susurra que ha conseguido bajar veinte mil euros del precio.

—No la quiero —le digo.

—¿Cómo que no la quieres? ¿Estás loca? No vas a encontrar nada mejor. ¿Por qué no la quieres?

—Porque no tiene porche. Vámonos.

 

 

14 sept 2024

Domingo bidireccional

 

Joan Crawford, 1927

Era domingo por la tarde y Enrique había invitado a casa a sus tres amigos ‘Teatreros’, según su grupo de WhatsApp, para celebrar su despedida de soltero. Se conocieron hace catorce años en un Máster en Estudios Teatrales del que todos creían que saldrían triunfando en las artes escénicas. Para algunos fue así al principio, pero todos, ahora, tenían sus propios trabajos alejados del espectáculo, aunque seguían incurriendo en el mundo del teatro sin éxito alguno.

En ningún momento se barajó la idea de salir de fiesta, ni siquiera de alquilar una casita en la sierra madrileña para un fin de semana. Se sentían cuarentones maniáticos y compartir habitación o baño no le ilusionaba en absoluto. Enrique les propuso una tarde en su casa con cerveza y patatas de la Esteban y a los teatreros les pareció perfecto.

Darío estaba en pleno alegato contra la actriz Carmen Machi, cuando de manera enérgica Beatriz lo mandó callar.

Lo siento, Darío, es solamente que me estoy dando cuenta de que…  —Hizo una pausa y se retiró su larga melena al lado derecho. Se repasó los labios con la lengua y siguió—: ¿Qué hace Almudena aquí?

—¿Y a ti qué más te da? —preguntó Elvira alzando la barbilla.

—A mí me da exactamente igual, pero si se dijo que iba a ser una reunión de los teatreros, pues…

—Oye, no, no, por favor, si queréis yo me voy —dijo Almudena intentando ponerse en pie, pero Elvira la agarró de la muñeca y la volvió a sentar a su lado de un tirón.

—Tú de aquí no te mueves. Si a Bea le molesta que hayas venido que se vaya ella.

Enrique pidió calma y aseguró que nadie se iría a ningún sitio e inmediatamente después añadió:

—Y sí, bueno, Machi en cine tiene un pase, sin embargo, en teatro no vale nada.

Beatriz se levantó, se sacudió con ímpetu los anchos pantalones y con paso decidido fue a la cocina. Al entrar se apoyó en la mesa y cruzó los brazos. Enana asquerosa, murmuró. Dio una vuelta a la mesa y terminó apoyando los codos en la encimera enterrando los dedos en el pelo. Elvira entró y Beatriz sobresaltada se irguió. Al percatarse, Elvira se justificó:

—Quieren más cervezas. —De la nevera sacó un pack de seis y se las mostró.

—No sé cómo lo haces —dijo Bea.

—Cómo hago el qué.

—Fingir que no ha pasado nada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó y dejó las cervezas en la mesa, empezaban a pesarle, empezaba a pesarle el domingo entero.

—Sabes muy bien qué ha pasado. Llevas un año sin hablarme y ahora de repente llegas aquí con tu amiguita del alma, a la que utilizas como parapeto, y a la carga otra vez. A por Beatriz. Así funcionas. Primero castigas con el silencio y cuando la presa vuelve a confiar en ti, ¡zas!, a la jaula y vuelta a empezar.

Elvira sacó su móvil del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Lo dejó sobre la mesa y lo señaló.

—Ese trasto tiene exactamente once años, de hecho, ya no existe su fabricante. Es un BQ, míralo, cógelo, no me importa, cógelo. —Beatriz lo miró sin moverse—. Es un ladrillo, solo tengo descargadas 12 aplicaciones porque no me caben más. Suficiente para mí: mensajes, llamadas, internet y fotos.

—Muy bien, precioso, ¿qué quieres?, ¿una medallita por anti consumista? ¿Hay que aplaudirte? ¿Nos tenemos que postrar ante tu personalidad incorruptible? No sé, dime qué quieres que haga con el discursito que te has marcado.

—Lo que te quiero explicar es que mi móvil me es suficiente porque es bidireccional. Puedo hacer llamadas y mandar mensajes, pero también los recibo. Muy práctico, ¿verdad? —Elvira lo recogió de la mesa, abrió la aplicación de WhatsApp y con el dedo parecía buscar algo concreto—. Nuestra última conversación es del fatídico 13 de octubre de 2023, dos mensajes. El mío, leo: “Loca, dice Almu que llega tarde. Hacemos tiempo en Malpica con un vinillo? En el metro ya, llego en 15 mins.”. Respuesta tuya, leo: “Ok, saliendo de casa, en 25’, sorry, pago yo, no enfadarse.” Y ya, nada más. Ni por mi parte, ni por la tuya. Nada más. Bidireccional. Yo no te he escrito en un año, cierto, pero tú tampoco. No obstante, no-obs-tan-te, por alguna extraña razón, tú has decidido coronarte como la víctima. Pues ya me explicarás, porque estoy un poco harta de que por ser la rara, la insociable, la huraña, la especialita..., se me carguen culpas que no tengo. Así que la pregunta te la hago yo a ti: ¿Por qué no me has escrito en un año?

Beatriz salió de la cocina sin responder. Elvira cogió las seis cervezas y también regresó al salón. Allí, Enrique mirando primero a una y luego a la otra les preguntó si todo iba bien. A lo que respondieron que sí con sendas sonrisas.

El tema Machi no daba más de sí, así que derivaron el debate al clan Larrañaga-Merlo y su omnipresencia en la producción privada teatral de la capital. Uno decía que por lo que había que luchar era por los teatros públicos, otro preguntó que por qué lo llamaba “públicos” si las obras eran programadas por deditocracia,  otra que si las patatas se habían acabado, otro que las salas teatrales pequeñas se ahogaban en impuestos, otro que el gazpacho de la Esteban no era tan bueno como las patatas, otra que por qué no se representaba el teatro de Unamuno, otra que estaba pensando en pasar las navidades en Túnez, otro que porque Unamuno no sabía escribir teatro, otra que quien quisiera más cerveza que levantara la mano, otro que si la boda al estar tan llena de franceses habría que llevar mascarilla, otra que no tenía claro si Tabarka o Hammamet, otra que esas cuatro cervezas eran las últimas, otro que si se callaban un poco podría recitar a Cossa, otra que hacía tres meses que no follaba, otra que reconocía que su tesis de Unamuno era una mierda, otro que si lo de no follar era porque no quería o no podía, otra que si Nayua Rinri era así o se lo hacía, otro que si no había más cerveza habría que abrir el vino, otra que solo un culín, otro que era Najwa Nimri, la otra que qué, el otro que si quieres vino, la otra que si se lo hace o es así, otra pues lo que sea pero con Luis Merlo te partes, otra que cuando se ríe tose, otra que también, que también qué, que cuando como sandia me ahogo.

Era casi medianoche y Elvira le servía otro culín a Almudena que no podía dejar el vaso quieto. Enrique desparramado en el sofá se reía frente a Darío quien interpretaba unas líneas de La Nona. Y Beatriz escribía un mensaje de WhatsApp.

—¡Almu, me vibra el culo! —gritó Elvira y las dos se rieron como idiotas. Elvira sacó su móvil del bolsillo trasero y leyó el mensaje en voz alta con cierta dificultad—: “Cómprate otro móvil, tacaña de mierda.” —Elvira se giró hacia Beatriz y sonriendo le mostró el móvil triunfante—: ¡Bidireccional!

—Bidireccional —repitió Bea, y estiró el brazo para que también le sirviera más vino a ella.

 

25 ago 2024

Veranos muertos


Mujer y playa de Carmen Mansilla

Elvira lo miraba desde la puerta. El viejo profesor estaba en su butaca con la cabeza torcida, la sien le tocaba casi el hombro. Babeaba como un niño. El brazo izquierdo también lo tenía encogido, la mano parecía un muñón.

—Pasa, pasa, preciosa, no te quedes ahí —dijo Dolores, después siguió limpiándole al viejo la saliva que le caía por la barbilla.

Elvira se acercó y se sentó en la butaca de al lado, como de costumbre.

—No sabía que estaba tan mal.

Dolores asintió afligida. Le explicó que el segundo ictus le había afectado a la movilidad del lado izquierdo, pero que no se había quedado tonto, eso no, que no se preocupara, que entendía todo, todo, todo.

—¿A qué sí, señor Agustín? ¡Claro que sí! Y por eso hoy nos hemos puesto tan guapo, ¿verdad? Porque venía Elvira, ¿eh? Qué preciosa está, ¿eh? Como usted, que si no fuera por esa babilla, ¡cochinote! Pero yo se la limpio, así, así, ve qué bien…

Elvira la agarró del brazo y le pidió que parara. La miró un instante y con contenida agitación le dijo que se fuera, que ella se ocuparía. Dolores salió del salón algo molesta y Elvira arrimó un pequeño taburete de piel y lo colocó frente a la butaca del profesor. Lo observó primero, le costaba reconocerlo. Después le cogió la mano, la que estaba retorcida y le estiró los dedos con delicadeza. Se los acercó a su mejilla y lo sonrió.

—Hola, Agustín.

El viejo con esfuerzo giró la cabeza y abrió la boca.

—Hola, querida —pronunció con dificultad—. ¿Decepcionada?

—¿Por verte todavía vivo?

—Soy un saco de carne tullida.

Elvira le besó la mano y agachó la cabeza. Le dijo que quería haber ido a verlo al hospital pero que había estado fuera de Madrid, que el verano parecía tener muchos días pero que después se queda en nada, le dijo que había llamado a Dolores varias veces, que esperaba que le hubiera dado los besos que le había estado mandando.

—¿Te los dio?

El viejo la miró y ella lloró, lloró agarrada a él toda la tarde.


27 jul 2024

Más tiempo que vida

 

La silla de Gauguin de Vicent van Gogh

Jérôme me abrió la puerta. Me dio un beso en la mejilla y me preguntó cómo estaba, no lo hizo como un simple saludo, sino que aguardó a que respondiera sin dejar de mirarme. Lo sonreí y le dije que bien. Era la primera vez que estaba en aquel apartamento, Enrique y él lo acababan de alquilar en un barrio del sur de Madrid. Es muy bonito, dije.

—Nesesitábamos dos piesas. Y en el sentrgo… pouah!, c’est impossible!

Asentí con implicación, sabía muy bien a qué se refería, y repetí lo bonito que era. Entramos en la cocina, Enrique preparaba café.

—¿Qué pasa, amiga? —Puso los brazos en jarra y esperó mi respuesta que no terminó de llegar—. Vale, vamos al salón y me cuentas.

Me senté en un peculiar sillón naranja chillón y Enrique frente a mí, en el sofá de ante verde. Jérôme nos dijo que nos traería los cafés enseguida y se cercioró de que yo lo tomara con leche sin lactosa. Lo vi marchar y le dije a Enrique lo atento que me parecía su chico.

—Ahora va a resultar que te gustan los franceses. —Me reí. Él se encendió un cigarrillo, apoyó los codos sobre las rodillas y espetó—: Empieza, ¿qué te dijeron esos cabrones?

 

La novela la envié haría cosa de cuatro meses. Me parecía una editorial especial. La formaba un trío de editores jóvenes (argentino, chileno y español), que apostaban principalmente por autores poco o nada conocidos que pudieran aportar algo sugerente al mercado literario chino. Sí, lo llamativo de esta empresa, y lo que me hizo enviarles mi texto, era que publicaban en China. A mi parecer todo tenía sentido. Editorial pequeña e independiente que editaba novelas de autores hispanohablantes con temática china. Perfecto. Mi lienzo se ajustaba a su marco.

No tardaron en contestarme, me pidieron tiempo para valorar la novela, se pondrían en contacto en unos meses. Cinco semanas después me escribieron un email pidiéndome el teléfono, querían tener una reunión conmigo en línea. Por WhatsApp concretamos el día y la hora. Hubo complicaciones por el desfase horario, ¿tus once o las mías?, entonces, imposible, allí, si no me equivoco, serán las cuatro y media, ¿hora española?, sí, no, las cinco y media, ¿seguro? Tras un largo baile de horas y fechas, se fijó la reunión dos días después a las siete de la tarde hora española.

Llegaron los dos días después y las siete de la tarde. Sin noticias en el frente. Esperé diez minutos de cortesía y envié un mensaje por WhatsApp para informar que ya estaba disponible. Silencio. Envié otro treinta minutos después, algo más inquisitiva. Silencio. Una hora más tarde, les volví a escribir para confirmar que la reunión quedaba cancelada. Un minuto después, uno de ellos me escribió asegurándome que tenía anotado que la reunión era a las siete de la tarde hora argentina. Leí el mensaje barajando tres opciones: 1. El tipo era lento o directamente gilipollas, porque era de cajón que nunca habría aceptado una reunión a medianoche (hora española). 2. El tipo manejaba la estrategia casposa de creerse el fuerte y por lo tanto debía hacer esperar al débil. 3. El tipo era un desorganizado, lo había olvidado, y estaba dotado de la incapacidad de pedir disculpas.

Enseñé el mensaje a Joan. Se tocó la nariz, huele mal, me dijo. Me piden diez minutos, dicen que me llaman ahora. Joan levantó los hombros, si ya había esperado una hora qué importaban unos minutos más. No fueron diez, fueron treinta y cinco. Contesté la llamada con furia contenida. Lo dejé hablar, me explicó no sé qué de su catálogo editorial, de sus próximos títulos para el 2025, me recalcó que ya estaban todos seleccionados, pero que había un hueco para mi novela. Sin embargo, al ser a última hora llevaría unos costes superiores y que, sin problema, podría pasarme el presupuesto para que lo aceptara.

—¿Me estás hablando de autoedición? —pregunté mientras mis orificios nasales ardían.

—Ya tenemos el 2025 completo, asimismo tu novela encaja con lo que buscamos, pero es imposible que nos hagamos cargo de su proceso de edición.

—Tajantemente no. No puedo estar más en contra de la autoedición. Si yo escribo, y os gusta, vosotros pagáis. Punto.

—En ese caso me temo que tendrás que moverla tú sola.

Y el tipo gilipollas, casposo e incapacitado colgó.

 

Enrique se echó hacia atrás y dio una larga calada al cigarro. Cruzó las piernas, extendió uno de los brazos sobre el respaldo del sofá y fijó la vista al frente. Después de un largo silencio, habló:

—Bueno, estafadores. El mundo editorial está lleno de ellos, no es nuevo. Editores intelectualoides que dicen abrazar el mundo cultural alternativo mientras por debajo de la mesa facturan como verdaderos trileros. —Me miró—. Elvira, tú novela no es ninguna maravilla, pero te aseguro que es muy superior a toda la morraña que se está vendiendo últimamente. Muy superior. Tus sesenta páginas son buenas y publicables. Hay que esperar.

—Ya he esperado tres años.

—Pues esperaremos otros tres y otros tres y otros tres… Porque hay más tiempo que vida, camarada. —Dio otra larga calada al cigarro y soltó el humo con trazo lento. Miró a la puerta—: ¡Bebé!, ¿y esos cafés?