4 jul 2025

Viejo, sordo y ciego

 

Viaggio alla fine de la notte  de Carmen Mansilla

Pegaba un sorbito de café con la mirada baja, fingía ser complaciente, era lo menos que podía hacer por él, a fin de cuentas, era el marido de mi amigo Enrique.

Me agradeció por octava vez haberlo invitado al Museo del Prado. Dejé la taza en el platito y lo sonreí.

—No, dáselas al Gobierno, que me concede la entrada gratuita… y de paso también al que me lleve del brazo. Maravillas del sistema: si eres ciega, puedes pasarte la vida yendo a ver cuadros gratis. Creo que lo hacen porque saben que no los desgastamos.

Évidemment. Con vosotrrgos no hasen gasto de mantenimiento.

Al final iba a resultar que el francés tenía sentido del humor. Me explicó que el martes debía visitar el Reina Sofía y el jueves y el viernes el Thyssen. Prometió compensarme, decía ser consciente del dineral que se estaba ahorrando en las entradas y de mi tiempo dedicado.

—No te preocupes, me encantan las cafeterías de los museos. —Levanté la tacita y mostré una artificiosa sonrisa—. Cuando termines tu TFM ya me invitarás a una buena cena, ¿no?

Au final, seremos buenos amis.

—Tampoco te pases, ¡ni amís ni amós! Seremos eternamente conocidos y ya.

—Ah, mais non! ¡Nous somos familia! Yo soy el esposo de tu hegmano, de tu mejog amigo.

Sonreí vanidosa.

—¿Eso dice Enrique?

Quoi?

Que soy su mejor amiga. —Me retiré el flequillo hacia un lado y después, con delicadeza, apoyé el codo sobre la mesa con la mano bajo la barbilla.

Me llamó infantil. Sí, claro que era infantil. Últimamente iba tirando amigas del tren deseándoles una buena caída; las que me quedaban se podían contar con los dedos de una mano y me sobraban cuatro. Así que, sí, elevar un camarada a la categoría de mejor amigo me daba la vida.

—¿Cómo está? —Debía preocuparme, eso hacen las mejores amigas.

Jérôme apretó los labios y supe que quizá debía ponerme seria.

—Bueno, tú sabes, él es así como él es. Habla poco de eso.

No añadió mucho más, me dejó intranquila. Así que, antes de despedirnos, le propuse que el martes, en vez de vernos en la entrada del museo, le iría a recoger a casa y que, con la excusa, me tomaría un café con Enrique. Le pedí que no le dijera nada, que pareciera todo improvisado.

Seis días más tardes Jérôme me abría la puerta de su casa.

Oh, Elviga, oh, oh, mais, oh, ¿cómo es posible? Mais, yo he pensado que nos encontrrrgamos en el museo, mais, ah, quelle surprise!!!, ¡Bebé, Elviga está aquí! Mon doudou, me escuchas?

Con la mirada le recriminé su terrible actuación. Entré al salón. En el precioso sofá de ante verde estaba Enrique con Vicente despeluchado en el regazo.

—Hola, camarada —dije.

—Hola, amiga.

Me senté a su lado y acaricié al perro.

—¿Cuántos años dices que tiene? ¿Setenta? —pregunté.

—Once.

—¿No había perro más viejo para adoptar?

Sí, había dos de trece y uno de catorce, pero Vicente es sordo y ciego de un ojo. Vamos, irresistible.

Enrique siempre ha sido complicado, seco, con ese encanto de persona que parece que te tolera por obligación. Pero luego va y rescata un fósil peludo…  Supongo que el cambio climático le afecta a cada uno de diferente manera.

Alargué la mano y acaricié el lomito de Vicente, dije que lo veía mucho mejor que la última vez; hacía tres meses tenía calvas, ahora el pelaje parecía algo más uniforme. Lo arrastré hacia mí y lo abracé, era pequeño y escuálido, lo que provocaba quererlo sin condición. Lo besé en la cabeza y le rasqué detrás de las orejas mientras lo llamaba “feo-feo-refeo-requetefeo” con voz de niña. Miré a Enrique y afirmé:

—Te estará ayudando mucho estás semanas. Tenerlo se te hará más fácil.

—¿A qué has venido, Elvira?

¡C’est qui que quiega café que se levantas el mano! —gritó Jérôme desde la puerta del salón.

—¿Tu marido nunca va a aprender español? —dije y levanté la mano—. Con leche sin lactosa, porfi.

Oui, bien sûr, je sais. Bebé, Elviga y yo ya somos súper amis.

—Me alegro, cariño, eso es todo un logro.

—¡No es cierto! ¡Jamás seré amiga de un francés!

—Tarde, ma chérie… —y regresó a la cocina tarareando Count on me de Bruno Mars.

Me reí, Jérôme tenía algo como Vicente, había que quererlo.

—Entiendo que te casaras con él no solo por ser un yogurín de treinta y tres años.

Enrique cogió de la mesita de café el tabaco de liar. Se hizo un cigarro, lo encendió y, sujetando el cenicero con la otra mano, saboreó la primera calada y exhaló el humo con calma. Aquella manera de sostener el cenicero me recordó a mi tío Dámaso, pensaba en él como en un viejo fumador, pero tendría la misma edad que Enrique ahora, cerca de los cincuenta. La perspectiva del tiempo te rejuvenece o avejenta a su antojo.

Cruzó las piernas y volvió a preguntarme que qué quería. En nuestra amistad no cabían los formalismos.

—Saber cómo estás.

Estoy bien. Tú andas bastante peor, tu ojo izquierdo empieza a fallar y ya no te quedan más flotadores, te hundes, Elvira.

Apreté a Vicente contra mi regazo, sentirlo me recordaba que Enrique no era un carroñero. No dije nada y mirando al frente esperé los cafés. Al poco, Jérôme llegó portándolos sobre una bandejita de cristal naranja. Los repartió y se sentó en el suelo, al otro lado de la mesita, frente a nosotros. Me aconsejó que dejara a Vicente en el suelo, me dijo que estaría más cómoda. Le hice caso y, con una sincera sonrisa, le agradecí el café, también le recordé que era mejor llegar antes de las cinco al museo, que si no habría demasiada gente. Me fijé en Enrique, parecía completamente ausente sosteniendo el cenicero con la colilla retorcida dentro.

***

Jérôme me dice que mi hermana ha llamado. Que tenga diecisiete años más que yo hace que sea una madre más que una hermana, que insista con su llamada mensual de rigor al teléfono fijo me enferma. El infantilismo con el que me trata se me atasca. Suspiro y me dejo caer en el sofá. Vicente me mira desde el suelo, lo ayudo a subir. Todos deberíamos ser así: viejos, sordos y ciegos, pocos problemas tendríamos con los demás, suficiente aguantarnos a nosotros mismos. Es tu padre, dice Jérôme. Me incorporo y le pido que me lo repita. Mi hermana se lo había dicho. El viejo ha muerto. En el coche de camino a Toledo, Jérôme me habla de una compañera del Máster, lo oigo y lo intento escuchar, sin embargo, las palabras se convierten en chicle, pegajosas se solapan unas a otras, quizá ya me esté quedando sordo, quizá siempre lo haya sido: sordo y perro. Aparco frente a la casa. Veo primero el coche de la funeraria, luego los dos de policía y después a mi hermana. A dónde vas, me pregunta. Quiero subir a casa. No puedes, me dice. Sí puedo, quiero subir. No puedes, Enrique, nadie puede, está la policía. La veo vieja, lo que es. El pelo corto le hace parecerse a mamá. Su forma de decirme las cosas le hace parecerse a mamá. Sus prohibiciones le hacen parecerse a mamá. ¡Sí puedo, voy a subir!

—Enrique… —Mi hermana me sujeta del brazo—. Llevaba muerto dos semanas.

***

Giró la cabeza y me miró con inmensa pena sin soltar su sucio cenicero, como mi tío Dámaso.

Perdóname, amiga —dijo—. Cuando siento dolor yo también me ciego.

 

 

2 jun 2025

Pestañas largas, puñales cortos

 

Ilustración creada por IA

Tener una amiga como Beatriz nunca ayuda, pero que fuera tu única compañía en San Isidro era como aceptar la invitación personal de Dante al séptimo círculo.

—Estás pálida.

—Soy así, Bea, gracias.

Sacó su abanico y comenzó a agitarlo a un centímetro de mi cara.

—¡Por favor, no se acerquen tanto! ¡Mi amiga está perdiendo la vista y la concentración de gente le provoca síncope vasovaginal!

—¡¿Vasovaginal…?!

—No hay más que verte la cara, Elvi. ¡Señora, deje el espacio de cortesía, hágame el favor! ¡No se puede andar en este país! ¡Apártense, apártense!

Cruzar el barrio de La Latina medio ciega, entre setecientos cincuenta mil millones de personas, mientras tu amiga de metro ochenta te lleva del cuello como si fueras su zombi-escudo en Walking Dead, no era lo que había previsto para aquel sábado por la mañana.

Llegamos a una calle más tranquila y Bea me recolocó el pañuelo de la cabeza atusándome el flequillo como si fuera una niña.

—Estás ideal.

—Parezco Doña Rogelia —dije.

Ella, en cambio, impecable, como si el viento le consultara antes de moverle un pelo. El mismo pañuelo que a mí me daba pinta de señora atracada en un bingo, a ella le marcaba las facciones con ese tipo de elegancia que una finge no notar. Impresionantes pestañas de catálogo de perfumería de aeropuerto, y una sonrisa color cereza que no era amable ni sincera, solo perfectamente colocada. Suspiré y pensé que si existía Dios, era un cabrón.

Me dejó aparcada en una esquina y fue a pedir a una de las barras que durante las fiestas improvisaban en la calle. Me ajusté las gafas como pude, porque el pañuelo me incomodaba y saqué el móvil, tenía varios mensajes de WhatsApp, los empecé a leer.

—Vale, aquí está tu zumito de piña —interrumpió Bea sin dejar esa mirada paternalista—. ¿Qué haces?  —Le mostré el móvil—. ¿Joan?

—No, mis amigas de Bilbao.

—¿Qué amigas? —Y pegó un sorbo rápido a su botellín de cerveza.

—Las de Bilbao —repetí.

Hizo lo de siempre: puso sus labios de pato y desvió la mirada hacia un lado buscando a esa testigo imaginaria para confirmar que yo estaba cu-cu. La odiaba, un poco más cada vez.

—¡¿Qué?!

—Nada, nada, Elvi, no he dicho nada. No te alteres, venga, que no es bueno para tu tensión ocular.

—Bea, tengo amigas, tengo muchas amigas en Bilbao.

—Sí, sí, lo sé, lo sé, ¿cómo lo llamas?, ¿cuadrilla?, que sois como una manifestación, ¿treinta, cuarenta?

—Somos catorce.

—Catorce, catorce, sí, catorce, que os vais a comer y habláis todas juntas, tú con las catorce, con lo que te gusta hablar a ti... Te imagino perfectísimamente.

—Tengo catorce amigas en Bilbao.

—Elvira, por favor, si cuando nos juntamos más de cinco ya te sale urticaria. Empiezas a echar a la gente de-mi-casa: ¡Aquí sobra gente, aquí sobra gente! ¡Tú, tú y tú fuera! No te rías, Elvi, porque sabes que es tal cual lo cuento. Odias a la humanidad, solo se salvan Almudenita y Joan y quien te conozca me dará la razón, al resto nos metes en un saco y nos tiras al Manzanares.

—Está seco.

—Ya no.

—Tengo catorce amigas por mucho que te pese.

—Ya. ¿Y quién te ha escrito?

—Una de ellas.

—Ya. ¿Y qué te ha dicho esa amiga tuya? —Labios de pato y desvío de mirada.

—Que se casa.

—Bueno, bueno, oye, pues es una información relevante, importante, quizá sí estemos ante una amiga real, de esas que dices que son de la infancia, igual no todo te lo inventas... ¿Y cuándo se casa?

—En tres semanas.

—Ya. Cariño, ¿te lo explico yo o tú solita vas atando cabos?

—Es amiga mía de toda la vida.

—Elvi, no tienes amigas y no me extraña. Eres intratable. Y esa chica te ha dicho que se casa porque alguien cercano le habrá comentado que te estás quedando ciega y le habrá dado penita y la compasión nos puede. Además, una ciega en una boda luce, luce porque la inclusividad está de moda, y tú, ahí sentadita en la mesa de las amigas le haces brillar a la novia por inclusivista e inclusividora. Elvi… que yo sé que te hace ilusión decir lo de la cuadrilla, lo de que si en Bilbao esto, que si en Bilbao lo otro, pero yo no veo muchas visitas por aquí… Vamos, tus amigas a Madrid ni se han acercado, ¡eso o las has escondido! A ver, pero entiéndeme, no estoy diciendo que te lo estés inventando. Si tú dices que tienes catorce amigas, yo te creo, porque eres muchas cosas: insoportable, maniática, egoísta, vinagres, huraña, antipática, sabelotodo, pero mentirosa no eres, esa es la verdad, no mientes, me jode porque de esta manera tendría muchas más cosas que achacarte, pero no mientes, eres un asco de mujer, pero un asco de mujer-sincera. Bien, así que yo sí te creo: tienes catorce amigas. Aunque quizá vaya siendo hora de admitir que en verdad CREES que tienes catorce amigas, esto nos encajaría con la realidad que vives, ¿no? Es decir, que Almudena y Joan son las dos únicas personas en este mundo que te aguantan. Bueno, vale, y yo cuando no tengo a nadie más, oseasé hoy. No sé, ¿tú qué piensas?

—Que creo que me está dando un síncope vasovaginal.

 

25 may 2025

Entre el bien y el yo

 

Cartel de la película: The integrity of Joseph Chambers (2022)

Son las 23.47 horas del viernes. Miro una película semi tumbada en el sofá de mi casa con las piernas de un Joan dormido en perpendicular sobre mi regazo. El protagonista está desenterrando al hombre que acaba de matar. Lo disparó por accidente en un remoto bosque de Alabama. Enterrarlo fue su primera opción, nadie podría encontrarlo. Los gusanos devorarían su pecado con cierta facilidad. Y negarse lo sucedido, ¿sería tan sencillo? ¿Cuál es la parte del cerebro capaz de sepultar nuestros actos atroces sin activar la alarma de culpa? Arrastró el cuerpo hasta su camioneta, lo colocó en la parte trasera y al llegar al pueblo se entregó a la policía. Decidió acatar las consecuencias de sus hechos y terminar con su idílica vida y la de su familia. ¿Qué habría hecho yo? Apago la televisión y, con cuidado de no despertar a Joan, me voy a la cama.

Son las 19.50 horas del viernes. Abstraída me observo las manos sobre la mesa del comedor. Joan pregunta desde la cocina por los cubiertos. Me pellizco los pulgares. Él repite la pregunta y respondo, esta vez, que sí, que está todo. Joan aparece con un enorme bol de ensalada de pasta. La coloca en el medio. Se hace un largo silencio, me observa, en realidad no lo sé, pero lo intuyo y termina diciendo:

Con mucho, mucho, mucho ajo.

Son las 16.10 horas del viernes. Doy vueltas a un café al que todavía no le he echado azúcar. El camarero me trae el cambio en un platillo de metal, lo deja sobre la mesa y con una sonrisa me da las gracias. A ti, le respondo. Saco el móvil, dudo si llamar o mandar un audio, pero termino llamándolo. Al otro lado Joan me escucha, no parece sorprendido y termina confesando que de mí se lo esperaba. Sonrío. Me promete hacerme una ensalada de pasta, como las que a mí me gustan, con mucho ajo y gambas. Sonrío de nuevo. Dejo el móvil a un lado y echo azúcar al café. Remuevo y bebo un sorbito. Llamo a dos compañeras de trabajo, también me escuchan, pero no me apoyan con un capricho gourmet, sino con consuelos de trámite: ya, ya, sí, claro, pasa mucho, es lo normal, bueno, si así te sientes mejor. ¿Mejor? ¿Busco mi higiene mental? ¿O de verdad pretendo cambiar algo, aunque solo esté soplando contra un muro que lleva años levantado?

Son las 15.35 horas del viernes. Me paro ante un semáforo en verde. Los transeúntes cruzan la carretera y los miro con mi móvil en la mano. Bajo la vista y presiono en la pantalla la opción de enviar. La denuncia ya está tramitada. Guardo el teléfono en el bolso y atravieso la calle.

Son las 13.05 horas del viernes. Acabo de entrar en el vestíbulo de un centro educativo. Voy a colaborar con ellos durante dos días, así me lo pidieron la semana pasada y a mí me pareció una gran idea. Por la mañana les he escrito para que preparen el contrato y firmarlo antes de empezar con los cursos. Detrás del mostrador aparece un hombre corpulento, de barba canosa, recriminándome, como si fuera una niña, por no haber dicho antes de cerrar el acuerdo verbal que quería un contrato.

—Los contratos laborales no se solicitan se dan —aclaro—, más que nada para que todo esté en regla y evitar cualquier problema legal o fiscal. —Añado con un sarcástico tono.

El hombre, que hasta ese momento me había tratado como a una discapacitada mental, cambia de registro y me asegura que al ser tan pocos días y tan poco dinero “no va a pasar nada”, de hecho, me explica que puede emitir un recibo, que todo el mundo lo hace así, ¡no pasa nada!, grita como si estuviera ante una histérica paranoica. Qué poco me gusta que me traten de loca, porque en el fondo lo estoy y mucho, así que, que me quiten la careta me violenta. Me acerco a él y le espeto sin ningún tacto que no minimice la ilegalidad, que naturalizar el fraude es parte del problema y que ningunear los derechos de los profesores no lo hace menos grave, sino más cómplice.

—¡Mira, chica, si no quieres trabajar, no trabajes! ¡La culpa es tuya buscando líos! ¡Pero qué teatro es este!

El teatro de la vida, pienso. Qué se le puede rebatir a un señor de casi sesenta años que lleva décadas despreciando la profesión docente y perpetuando malabares ilegales que solo afectan al trabajador porque, como empresa, conoce todas las estrategias para salir indemne. Qué se le puede rebatir a un señor que trata a las mujeres como niñas ignorantes en vez de respetarlas y respaldarlas como verdaderas profesionales. Qué se le puede rebatir a un imbécil. Lo miro y callo, porque no, no se le puede rebatir nada. Salgo.

Son las 00.27 horas del sábado. Saco una pierna de debajo del edredón y la agito en el aire. Empieza el calor en Madrid. Me acomodo en la almohada y cierro los ojos. Veo la fosa que acabo de cavar en mitad de un bosque de Alabama. Dentro hay un hombre muerto. Lo miro y pienso si mi conciencia podrá con ello. Lo tengo claro: depende del bando. Con la primera palada de tierra que arrojo al agujero, cubro parte de su corpulento cuerpo y algo de su barba canosa.

 

13 abr 2025

Aliento sin espejos

 

Interior (Model reading) 1925, por  Edward Hopper

El mundo no se apagó de golpe,

se fue encogiendo.

Un borde menos.

Una esquina más que interrumpe sin aviso.

Páginas donde las palabras se embarran cual campos de batalla.

¿Quién reclama la noche siendo de día?

Ellos, y tú, los veis invisibilizados.

E impasibles observáis su carga,

porque incrédulos negáis el nervio gangrenado que seco daña,

y alzáis la voz con cínica palabrería de esperanza.

¡Grito!

¡Ciegos vosotros!

¡Insensibles de miradas vacías!

¡Amantes de la compasión relamida!

¡Grito que mi dolor es real!

¡Real como un quebrantahuesos escarbándome las tripas!

Porque el mundo, tal como era, ya se ha ido.

Y yo, con él.


18 mar 2025

El parador (III)

 

El tiempo y las viejas (1810) de Francisco de Goya


Nota: Este relato es la continuidad de El parador (I), El parador (II) por lo que aconsejo leerlos antes.

Diferentes artilugios estaban dispuestos ordenadamente sobre mi cama. Mateo me iba explicando para qué servía cada uno de ellos: que si un medidor de EMF, un detector de infrarrojos, una cámara térmica y otra de visión nocturna, un sensor de movimiento… pero lo que me dejó fascinada fue la Spirit Box, un aparato que te ayudaba a contactar con espíritus. Ante mi escepticismo, Mateo me explicó minuciosamente cómo el utensilio iba escaneando frecuencias de radio de AM y FM generando ruido blanco manipulado por entidades para formar palabras o frases. Insistió en que había muchas investigaciones que avalaban los resultados de dicha caja. Se sentía especialmente orgulloso, porque la había conseguido este verano en Róterdam en una tienda especializada en equipos paranormales por tan solo 76€. Un viaje relámpago de tres días porque su padre no tenía más tiempo. Fueron los dos solos, regalo por sus excelentes notas. Me enterneció la empatía y el respeto de aquel hombre ante las curiosas inquietudes de su hijo.

Menudo padre tienes. —Nada más decirlo me arrepentí. Abel estaba sentado al otro lado de la cama aparentemente absorto en su móvil, aunque con la atención puesta en nuestra conversación, como un gato con las orejas volteadas 180º.

Reconduje la conversación a los fantasmas. Me sinceré y le conté a Mateo que tenía un sexto sentido y que la vieja casa que mis padres tenían en Bilbao estaba repleta de fenómenos extraños y yo siempre los había experimentado.

—¿En serio?

—Ni caso, está chalada —adelantó Abel.

Sonreí victoriosa, había conseguido que Abel participara en la conversación. A continuación, les relaté con verdadera teatralidad las apariciones de Telmo en mi habitación siendo una niña y del hombre del reloj al final del largo pasillo. Abel empezó mirándome de soslayo, pero terminó dejando el móvil a un lado.

—Te lo inventas todo, eres una puta chalada. —Aquella recriminación constataba que tenía a Abel enganchadísimo.

—No, todo es cierto —dije con seriedad—, los fantasmas me muestran lo que va a ocurrir, ellos hablan conmigo y tengo que reconocer que a veces da miedo.

Los dos chicos me miraron descolocados, me encantaba tenerlos comiendo de mi mano, así que les narré la terrorífica experiencia que viví en los Estados Unidos. Antes de que pudiera terminar la historia, vibró mi móvil sobre la mesilla, y ambos chavales gritaron desquiciados. Casi muero de risa al ver a aquellos malotes adolescentes brincar de miedo. Cogí el móvil y el nombre de Almudena ocupaba parte de la pantalla, tu madre, le dije a Abel, él me contestó alzando el dedo corazón y, todavía riéndome, salí de la habitación para hablar con mi amiga.

—¡Lo que te estás perdiendo, Almu! En mi vida he visto unos cazadores de fantasmas tan aterrados. —La oí reírse al otro lado. Caminé hasta el ventanal del final del pasillo y me apoyé de medio lado sobre el cristal, el jardín me pareció más bonito de noche que de día. Me preguntó si ya habíamos cenado—. Sí, sí, ahora estábamos en mi habitación, haciendo tiempo hasta medianoche, me están explicando su plan de caza… ¿Abel? ¿No te coge el teléfono? Bueno… están a tope, no paran de grabar por aquí y por allá, ahora le digo que te llame… ¿Eh? Sí, sí, muy bien… ¡No, no, para nada! Está muy tranquilo, no, no me ha faltado al respeto, tranquila, está teniendo una actitud muy positiva, se le ve muy contento… —Carraspeé un poco, siempre que mentía se me secaba la garganta. Cambié de tema—. ¿Y por allí, cómo van las cosas?, ¿ya la has dejado en casa de tu hermano? —Un ruido a mi espalda hizo voltearme, no vi nada, más que la pared algo descascarillada, volví a mi postura anterior—. Ya… hombre tiene que ser duro para ella, porque los cambios los debe sentir… ¿Lo dices por tu hermano?... Ya… Pero, Almu, es su madre y tiene que… —De nuevo escuché un golpe seco detrás, sobresaltada me aparté del cristal y me giré inquieta. Nada. Separé un poco el móvil de la oreja y observé el pasillo. Avancé unos pasos y una risita a mi lado me paralizó. Una niña de apenas cuatro añitos me miraba riéndose con la falda del vestidito subido hasta el mentón.

—¡Pero bueno! ¡Qué susto me has dado! —Me agaché para estar a su altura y preguntarle por sus padres, a lo que la cría echó a correr hasta que la vi desaparecer en la esquina del corredor. Luego oí la voz de una mujer y una puerta cerrarse, así que tranquila volví a la conversación.

—Perdona… sí, eso, lo de tu hermano, es que, Almu, es cosa suya… Ya sé que si por ti fuera… no, no, mujer, tu madre va a estar bien, hombre, le costará, pero se hará a la nueva casa… Ya, ya sé que es mayor… claro, todo suma… Sí, pero no puedes pensar así… No, por favor, no digas eso, no la abandonas, no lo veas así, venga… claro que no, no te machaques, ella no podría entenderlo de esa manera…

Tras casi una hora de conversación me despedí con pena. Su situación era complicada. Pensativa regresé a la habitación. Los chicos estaban sobre la cama revisando el material. Me acerqué a Abel y le acaricié sus greñas Shaggy Mullet, me miró. Llama a tu madre, por favor, le supliqué.

—No seas pesada, joder… —Insistí con la mirada—. Que sí, hostias… que ya la llamaré.

Me senté con ellos en la cama y dejamos que la medianoche llegara sin casi darnos cuenta. Prepararon sus mochilas y los despedí desde la puerta con cierto dramatismo.

—¿Lo lleváis todo?  —reiteré. Mateo emocionado me repitió que sí. Abel se acercó de pronto a mí, hizo un gesto a Mateo de que lo alcanzaría enseguida. Se apoyó en el marco de la puerta y mirando al frente me dijo:

—Sabes que no lo decía en serio, ¿no?

—¿El qué, Abel?

—Eso.

—¿Eso?

—Eso, joder… no quiero que se mueran.

—Anda, ven aquí. —Y abracé a aquella masa de metro ochenta y noventa kilos, sintiéndola como una bomba de sentimientos mal gestionados a punto de explotar. Ojalá yo también supiera traducir mis emociones para poder haberle dicho lo tantísimo que lo quería y lo mucho que lamentaba que la vida estuviera siendo un terreno tan hostil.

—Es que no me despedí de ella —dijo separándose.

—¿De tu abuela? —Asintió. Almudena lo obligó a dormir en casa de Mateo la noche anterior y no pudo decirle adiós. Lo sonreí y le puse la mano en la mejilla —. ¿Tienes miedo de no verla más? —Él volvió a asentir y yo lo volví a abrazar incapaz de expresarle, una vez más, que el mundo podía ser algo mejor.

Nos miramos en silencio, es la única manera que conocemos de transmitir nuestro amor. Después me dio dos golpecitos en la cabeza con los nudillos y me llamó puta vieja. Le lancé un beso y cerré la puerta.

Eran las once de la mañana siguiente, estaba en el baño lavándome los dientes, acababa de subir de desayunar con los chicos que me habían contado su surrealista noche de caza. Me hicieron escuchar varios audios en los que aseguraban oír voces de mujeres, de sus lamentos, aunque sinceramente solo se podía escuchar chasquidos y crujidos de madera. ¿No oyes?, me preguntaban. No, no oía nada, pero terminé diciéndoles que sí.

Tenía todo preparado, Abel y Mateo me habían tocado a la puerta hacía algo menos de diez minutos para decirme que me esperaban abajo, el gerente del parador había tenido el detalle de llevarnos a la estación de tren en su coche. Antes de poder enjuagarme, tocaron otra vez a la puerta, molesta salí a abrir creyendo que serían los chavales de nuevo, sin embargo, en su lugar me encontré a una mujer mayor, bastante mayor, con un vestido  veraniego y un sombrero en la mano.

—¿Has visto a mi hija? —parecía algo desorientada.

Con la boca llena de pasta de dientes intenté preguntarle si a quien buscaba era a la niña que había visto anoche, pero no me entendió así que me disculpé y, pidiéndole un minuto regresé al baño para enjuagarme, desde allí la oí decir:

—Me abandonó aquí poco después de casarse, ¿la has visto?

Vi mi reflejo en el espejo. Lentamente me sequé el agua de la barbilla con la mano y sin dejar de observarme cerré la puerta del baño.

En el coche, sentada de copiloto, me abroché el cinturón de seguridad. Por la ventanilla vi a la niña de anoche, esta vez con un petito amarillo, en brazos de una mujer joven, me saludó traviesa al verme, sonreí. Cuando arrancamos, de mi mochila saqué una bolsa de plástico y dándome la vuelta se la ofrecí a los chicos:

—¿Un Sugus?