Partida por Nuria Just
Elvira estaba tendida en el suelo de la cocina de su
pequeño apartamento en el este de China, boca arriba, con los brazos
ligeramente separados de su cuerpo y una pierna doblada. Un hombre chino salió
de detrás del sofá del salón, se posicionó frente a ella, la observó, se
acuclilló y finalmente con un trozo de tiza marcó con una línea su silueta
inerte.
Aquella mañana, la profesora de 42 años se había
levantado sobre las 7. Cuando lo hizo se sentó en la cama y con la mirada
perdida pensó si, por fin, ese sería su último día.
—Elvira, ¿estás ahí?
La voz de Verónica, su compañera de Departamento, venía
del otro lado de la puerta de casa. Elvira se incorporó, al hacerlo vio junto
a ella al hombre chino de cuclillas con la tiza en la mano, chasqueaba la
lengua y negaba continuamente con la cabeza. “Ya si eso, ven más tarde”, le
dijo quitándole la tiza de la mano. Se levantó y abrió la puerta.
—Uy, Elvi, qué carita me tienes…
—Sí, no he dormido bien, el jet lag, supongo.
A veces Elvira se levantaba así, invadida por el vacío,
sintiendo que ya aquel día le sobraba. Un sentimiento que la perseguía desde
los 13 años, cuando se dio cuenta de que su padre era un psicópata, su madre
padecía difíciles problemas mentales y su mejor amigo (y el amor de su vida)
bebía los vientos por su buena amiga Lara. A los 13 años supo que el mundo no
es que no fuera perfecto sino que era simplemente un juego absurdo en el que te
habían asignado una ficha sin preguntarte si quiera de qué color la querías. Un
juego en el que Elvira avanzaba con lentitud porque cada dos por tres debía
retroceder a la casilla de salida y era, cuanto menos, agotador. “Yo ya no juego
más, me aburro", decía a veces, “no, no, no, tienes que jugar hasta
terminar la partida, son las reglas”. Las reglas.
—Elvi, te he estado mandando mensajes pero no contestas,
¿todo bien?
—Todo bien.
—¿Comemos juntas?
Elvira se llevó la mano a la frente, sabía que la
pregunta era sencilla, seguro que era de las que bastaba con un sí o un no,
pero en su cabeza rebotaba como una pelota de squash, imposible de saber con exactitud su dirección. Se
concentró: ¿comemos juntas?, ¿comemos juntas?, ¿comemos juntas? Quiso pensar
rápidamente, quiso avanzar casilla para volver a tirar los dados, pero se había
atascado, era como cuando el resto de jugadores grita “¡te tocaaaaaa!”, y sí,
sabes que te toca pero estás a otras cosas, quieres explicarles que sabes que
te toca, pero no aciertas cómo hacerlo porque estás a otras cosas, realmente estás
a otras cosas. “¡Que te tocaaaaaa!”.
—Me toca…
—¿Elvi…?
—Voy a quedarme un ratito más aquí y luego te mando un
mensaje, ¿vale?
Verónica la miró con cierto reparo, no dijo nada. Se
retiró el pelo por detrás de las orejas, a Elvira, que admiraba con locura a su
compañera, le encantaba ese gesto, de hecho lo solía imitar, y también se
recogía el pelo con la misma delicadeza que lo hacía ella. Sin embargo, hoy no
era un buen día para admirar a nadie.
Elvira cerró la puerta y despacio volvió a la cocina.
Allí se tumbó otra vez y retomó su anterior postura. Giró la cabeza a la
izquierda y vio de nuevo al hombre chino acuclillado a su lado. Elvira estiró
el brazo derecho y le devolvió la tiza, toma,
le dijo. El hombre la cogió y comenzó, por segunda vez, a delinear su cuerpo muerto
en el suelo.
—Me toca…
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