29 sept 2019

Un día de Swing


Swing de Gisela Fernández

Me despierto. Todavía con los ojos cerrados tanteo la cama. Busco el móvil. Lo encuentro. Sigo tanteando. Esta vez son mis gafas lo que necesito. Las encuentro. Me las pongo y me acerco el móvil. Las 5:37 de la mañana. Suspiro. En China siempre me despierto entre las 5:30 y las 6:10, no falla. Mi despertador lo tengo a las 7:07, pero nunca lo he necesitado. Me siento sobre la cama. Miro mis pies. Muevo los dedos. Parecen gusanos. Me calzo las chanclas y comienza la rutina. Baño y cocina. Coloco el móvil en la encimera, sobre el soporte de manos libres. Reviso mi Wechat. 5 audios de Beatriz y dos fotos. Le doy al play y preparo la cafetera.
Guarra de mis amores, la oigo decir. Me río, la echo de menos. Me cuenta su última conquista. Un tal Emilio. Nuevo en la oficina, 8 años más joven que ella. No escatima en detalles sobre la acción misma. No hay dos como Beatriz. Retiro la cafetera del fuego. Tengo miedo de derramar el café porque las obscenidades de Beatriz me hacen reír demasiado. Termina su último audio con un: Disfruta de las fotos, pervertida. Me seco las manos en el pantalón del pijama. Cojo el móvil y descargo las fotos. Joder. Joder. Dos fotos. Supongo que del tal Emilio. Como dios le trajo al mundo pero sin cabeza. Grito. ¡Cerda! Me rio. Me rio más. ¡Puta! La echo de menos. Dejo el móvil en el manos libres y tomo el vaso de café. Madre mía, cuánto la echo de menos. Mucho. Pienso en Madrid. Bebo un sorbito de café. Pienso en Joan. Miro por el ventanal de la cocina. Veo a los estudiantes caminar con prisa por el campus. Son las 6:08 y la universidad ya está viva. Me termino el café. Hago cálculos con las horas y decido llamarlo.
―¿Joan?
―Elvi, ¿está todo bien?
―Sí, todo bien, pienso en ti…
―Cariño, no es buena hora.
―Sí, lo sé, pero es que casi no hablamos, se complica mucho esto del desfase horario y el bloqueo de internet… se complica hablar, no hablamos, Joan…
―Fue idea tuya irte.
Silencio.
―Sí, no es buena hora.
Cuelgo y deposito el móvil, otra vez, en el manos libres. Lo miro. Me estiro la cara con ambas manos. Y pienso por primera vez que se está cansando. Y pienso por primera vez, en 7 años, que va a dejarme. Y pienso por primera vez, en 42 años, que no quiero estar sola.
Pongo música. Stock de AnnenMayKantereit. La tarareo y me meto en la ducha.
La primera clase transcurre sin incidencias. Son estudiantes brillantes. Analizamos los textos y reflexionan sobre la creación del personaje. No es fácil, digo. ¿O sí?, planteo. ¿Por qué empatizamos con un villano? La participación de los alumnos es rápida y pertinente. Me mantengo a un lado. Ellos discuten, manejan la sesión. Me gusta lo que veo. Termina la clase y los aplaudo. Sois un grupo excelente, les digo. Les sonrío. Mi trabajo me devuelve cierta confianza en el día.
Llego al despacho. Mi compañera Verónica está sentada en su silla. La observo por detrás. La admiro. Nunca había conocido a una mujer tan inteligente y competente.
―Vero ―digo, y le acaricio el hombro.
―¿Le has visto?
―¿A quién?
―Al nuevo profesor del departamento de inglés.
―No.
―Es indio…
Y las dos salimos disparadas del despacho. Cree que alcanzaremos a verlo en el pasillo. ¡Allí!, me dice, frente a la 506. ¡Lo veo!, grito, ¡está como un queso! Y las dos nos reímos y nos manoteamos como adolescentes. Y sí, aquello me devuelve la confianza plena en el día.
―¡Elvira!
El grito llega del piso de abajo. Me asomo al patio interior. Mi cabeza cuelga de la barandilla. Veo a la Decana Wang, en la misma postura pero con la cabeza hacia arriba.
―Oh, Elvira, ven a mi despacho, por favor.
Recojo mis cosas, me despido de Verónica y bajo.
Ya en su despacho. La Decana me explica que necesita que revise el estilo del discurso que dará antes del Día Nacional. Le contesto que sin problema. Me pide un pen, le digo que no tengo. Bien, en el móvil podré guardártelo. Se lo doy. Lo engancha a su ordenador. Y comienza a abrir carpetas indiscriminadamente. Me pongo un poco nerviosa.
―Profesora Wang, permítame, ya lo hago yo…
―Puedo yo, no es un problema, Elvira.
Y allí apareció. Emilio en todo su esplendor. Su miembro ocupaba prácticamente todo la pantalla del ordenador. Pienso que solo una guerra inminente con Corea del Norte podría salvarme de aquella situación, y empiezo a suplicar bombardeos del país vecino. Cierro los ojos. Respiro a trompicones. Incapaz de articular palabra.
―Aquí lo tienes.
Abro los ojos. La Decana Wang me devuelve el móvil.
―Espero que en dos días lo tengas revisado.
―De acuerdo ―le respondo.
Y es que en China de lo que no se habla, no existe. Y el trabuco de Emilio, aunque casi le saca un ojo a la decana, nunca ha existido.
Entro en mi segunda y última clase. Analizo textos de Martín Gaite como buenamente puedo. Pablo Klein me evoca a Emilio y me trabo cada dos por tres. Próximo objetivo: matar a Beatriz.
Llego a casa. Tiro el bolso al sofá. Me descalzo de camino a la cocina y allí dejo el móvil en el manos libres. Conecto la VPN, nuestra herramienta para sortear el bloqueo en redes dentro del país. Entran varias notificaciones de Instagram y 57 mensajes nuevos de 4 contactos en Whatsapp. La mayoría son de mis amigas de Bilbao, que reniegan del Wechat, supongo que pensarán que no se pierden mucho sin noticias mías. Pero uno de los contactos no lo conozco. El número es chino. Mensaje escrito:
Elvira, soy Germán, tienes Wechat? Mi ID es: XXXX. Búscame. Hablamos mejor por ahí.
¿Qué Germán? Con enorme curiosidad lo busco en el Wechat, le mando una solicitud de amistad. Espero. Miro al móvil con impaciencia. Espero. Entra llamada del nuevo contacto. Inquieta dejo el móvil en el manos libres. Me apoyo en la encimera y respondo.
―¿Hola?
―¿Elvira?
―Sí.
―Soy Germán.
―¿Qué Germán?
―Germán, el amigo de Rafa.
¡BOOM! Corea del Norte acaba de empezar a bombardear. Me llevo las manos a la boca. Salgo de la cocina. Vuelvo a entrar. Me acuclillo, me levanto. Cojo un trapo, lo sacudo al aire. Me recoloco las gafas. Me estiro el pelo y me vuelvo a acuclillar.
―¿Elvira?
Tomo aire.
―Germán. ―Finjo serenidad y poca sorpresa―. ¿Cómo así?
Me cuenta que vive en China, en Pekín desde el 2015. Que por redes me seguía un poco la pista, que sabía que estaba en China también. Me cuenta que ahora mismo está en mi ciudad, que se va a pasar la semana de vacaciones al sur de Rusia y que ha querido hacer escala en mi ciudad, y que si quiero que cenemos juntos.
Mi cabeza da tumbos. Lleva un año dando tumbos. El pasado a veces se hace demasiado presente. Me incomoda. Rafa. Madrid, hace 10 años. Me incomoda. Resoplo. Miro al móvil. Mantengo el silencio. Detesté a Rafa con todas mis fuerzas. Fue una relación tóxica, una competición de culpabilidades. Infidelidades destapadas, insultos, humillaciones… Una relación para olvidar, pero como todas, supongo. Como todas. Hasta conocer a Joan, hasta conocerlo a él.
―No vivo en la ciudad. Desde el campus tardo una hora y media en llegar al centro.
―Claro, entiendo.
Lo escucho y lo recuerdo junto a su enorme perro, un gran danés. Siempre me cayó bien ese chico, era un tío majo. Recapacito.
―Bueno, a las 20:30 podría estar allí.
Le propongo un restaurante para vernos. Nos despedimos hasta la noche. Cojo el móvil y reviso las fotos. Me siento en el sofá. Sigo viendo fotos. Casi todas son de Joan. Encuentro un vídeo. Los dos bailamos agarrados una balada en la cocina. Él canturrea una canción de Lynyrd Skynyrd, yo me río y le toco el culo, miramos a la cámara y saludamos hasta que él me besa. Se corta y el vídeo se repite automáticamente. Lo miro cinco o seis veces seguidas. Sonrío. Abro el Wechat, quiero mandarle un audio. Quiero decirle que lo siento. Quiero decirle que lo intento. Quiero decirle que volveré. Quiero decirle que me espere. Quiero decirle que lo quiero, que lo quiero mucho.
―Joan, las cosas son así… ―Y suelto el botón de grabar.
Y mientras lloro me lamento por ser como soy.
Con el menú entre las manos, miro a Germán. Poco ha cambiado. Sigue tan grande y parece noble como entonces. Pedimos. Pide él. Habla un chino casi perfecto. Le alabo.
―Gracias ―dice―. Me alegro de que hayas venido, siempre me pareciste una tía maja aunque lo tuyo con Rafa no terminara bien.
―Ni terminó ni empezó, aquello fue un despropósito desde el principio. ―Me sirvo cerveza en el vasito―. ¿Qué es de él? Supongo que se casaría.
―Sí, se casó.
―Todos mis ex se han casado.
―Imagino que es lo que hace la gente.
―Ya. Y tú y yo en China más solos que la una, ¿eh?
Se ríe y se sirve cerveza.
―Será que nosotros vamos por libre.
―O será que nadie quiere casarse con nosotros.
―También.
Brindamos.
―Oye, ¿y tu perro?, ¿Homer?
―Con mis padres, muy mayor el pobre, 14 años ya.
Nos traen la comida y hablamos de su trabajo. Diseña paisajes para videojuegos y suele pasar 6 meses en Pekín y otros 6 en Singapur, la compañía tiene renombre. Está muy contento. Me alegro por él. Hablamos de mí, de mis alumnos y le explico que poco ha cambiado mi vida.
―¿Sigues investigando sobre la frustración creativa? ―me pregunta.
―Uy, no, no, no, desde hace años lo que me pone son los personajes suicidas.
―No me esperaba otra cosa de ti.
Me río. Me alegro de haber ido. Está siendo una cena muy agradable. Me gusta tenerlo de vuelta en mi vida.
―Hace tiempo que quise ponerme en contacto contigo, Elvira, pero no sabía...
Parece nervioso. Deja los palillos sobre el cuenco de arroz y cruza las manos en alto. Lo miro un tanto inquieta.
―Elvira, es que no sabía si lo sabrías, pero al empezar a cenar me he dado cuenta de que no.
Yo también dejo los palillos sobre el cuenco de arroz. Lo miro.
―Dime.
―Elvira, Rafa murió el año pasado. Cáncer de estómago.
No me impacta escuchar que Rafa estuviera muerto, lo que me impacta es que llevara muerto un año. Un año. Un año que Rafa ya no existe. Un año en que mi vida ha seguido exactamente igual. Me impacta comprobar lo poco o nada que afectan ya nuestras vidas en la de los demás.
―Lo siento, Germán.
―Gracias. Desde que llegué a China perdimos mucho el contacto pero, joder, siempre impacta algo así, ¿verdad?
Impacta. Impacta.
―Sí, impacta ―miento y bebo un trago de cerveza.
En el taxi, de camino al campus, pienso en personas a las que quise y quizá ahora ya estén muertas. La lista es larga. Quise a mucha gente y a pocos pude mantener a mi lado. Sí, la lista es larga.
Saco el móvil, busco el contacto en Wechat y aprieto la opción de llamada.
―Dime.
―¿Es buena hora?
―¿Qué quieres, Elvira?
―Saber si sigues vivo o no.
Silencio. Respira fuerte. Parece molesto.
―Sigo vivo.
―Me alegro. Porque cuando llegue a Madrid quiero bailar en la cocina contigo.
Empiezo a llorar.
―¿Qué pasa, Elvi?
―Que yo solo quiero bailar contigo.
Silencio.
―Pues bailaremos… bailaremos hasta morir.


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