Turbulencias por desconocido
—Perdona, creo que ese es mi asiento —dije al joven trajeado que ocupaba el 37D en el avión que me llevaría de nuevo a China.
El joven que hablaba por el móvil, me hizo un gesto con
la mano para que esperase. Miré la cola que tenía detrás de mí.
—Que te levantes —dije esta vez, solo me faltó añadir
“imbécil”. Y es que la falta de consideración me reventaba y más viniendo de
hombres con corbata.
Se levantó y se sentó en el asiento de al lado sin dejar
de hablar por teléfono, se ve que estaba arreglando el mundo. Ya desde mi
asiento lo miré con pereza, a quién se le ocurría hacer un viaje de 12 horas de
duración en traje, ridículo.
—Perdona, ¿eh? —me dijo guardándose el móvil en el
bolsillo de la chaqueta—. Los chinos no te dejan ni respirar. Hoy Madrid y
mañana a las 8 de la mañana reunión en Beijing… —Chasqueó la lengua con la
cabeza al frente, luego me miró—. ¿Hemos provocado mucho atasco?
—Un poco —dije con sonrisa forzada.
Y después comenzó a hablarme. No sé por qué pasa, que un
desconocido decida que entablar una conversación contigo sea lo correcto, de
verdad, no sé por qué pasa, pero pasa y mucho. Detesto esas situaciones.
Detesto escuchar la vida de gente que no conozco, detesto que piensen que me
interesa, detesto estar allí, en ese momento. Detesto no haberme muerto el día
anterior.
—… dicho esto, no deja de ser un holding, nuestros grupos empresariales están principalmente en Latinoamérica,
pero no hay que desatender el continente asiático, nunca, quieras que no cuando…
Acaricié una de las esquinas de mi libro, lo había dejado
sobre la mesita desplegada, y pensé en su protagonista, una poeta loca
encerrada en un manicomio a la que le costaba definir la realidad según había
sido establecida por las normas de una sociedad, supuestamente, mentalmente
sana. Y entonces me la imaginé escuchando a aquel cretino hablando de su holding. Era una imagen graciosa, se me
escapó una sonrisa, apreté los labios y cerré los ojos, necesitaba descartarla
de mi cabeza para no parecer tan loca como ella.
—… y no vas a decir que no, porque hay mucha competitividad
interna, escúchame bien porque te hablo de la interna, de-la-interna, y todos
sabemos que eso daña a la identidad corporativa pero es así, y hoy en día
rechazar oportunidades es de locos, y más viniendo de China aunque desdibuje la
cultura organizativa común, no sé si me entiendes, es difícil pero hay que arriesgar
y, mira, a por China.
—Claro, debe ser un trabajo duro —contesté fingiendo una
delicada comprensión. Después volví a acariciar mi libro y sonreí aunque esta
vez sin esconderme.
A los 20 minutos despegamos, mi compañero de asiento
parecía tenso. Es cierto que el avión daba ciertos tumbos, estaba siendo un
despegue irregular. De golpe cayó unos metros y el del holding se agarró al asiento de delante, me divertía la situación.
—Tranquilo —le dije—, son bolsas de aire.
—Sí, pero no deberían estar ahí.
Me hizo reír. Al final, aquel panoli iba a tener hasta
sentido del humor.
El avión se estabilizó y después de unos minutos la señal
de ‘abrocharse los cinturones’ se apagó. Me levanté para ir al baño. Allí una
mujer china intentaba entrar con un bebé en brazos y una niña de poco más de 2 añitos, al ver que era
imposible, no cabían, le pareció una buena idea prestarme a su hija mayor
mientras tanto.
—Pues aquí estamos —le dije desde arriba, ella me miraba atónita
con su manita metida en la boca. Empezó a llorar—. No, no, no, llorar no,
llorar no.
Nos sentamos en el suelo, había un hueco amplio frente a
la puerta de emergencia. La niña que seguía con la mano metida en la boca dejó
de llorar, ahora tenía como una especie de hipo, pero parecía que le gustaba
estar allí sentada y tranquila. Señaló la puerta del baño, yo también la señalé
y ella se rio, por fin se sacó la manita de la boca. Dijo algo en chino.
—Claro —le respondí—, los holding es lo que tiene, que fluctúan las ganancias.
La niña se rio con muchas ganas, quizá por mi tono de voz, metió hasta un gritito. Tenía
un ganchito en el pelo de una rana, era una rana verde con un enorme lazo rojo.
—Vaya, a tu rana ya le ha salido pelo, eres una chica con
suerte. —Y le señalé el ganchito.
Ella se llevó la mano a la cabeza y se lo quitó de un
estirón.
—No, no, no, quitar no, quitar no.
Demasiado tarde, la niña me ofreció el ganchito, así que
no me quedó otra cosa que enfrentarme a los dos elementos que más temía: pelo y
niña. Con cuidado le toqué la cabecita, ¡ay, madre mía!, era tan suave que de
repente no podía dejar de tocársela y sonreír, cualquiera que me viera pensaría
que era una depravada. ¿Cómo mis amigas nunca me habían contado que el pelo de sus
hijos era tan suavecito? Instintivamente me toqué el mío, lo llevaba suelto, por
debajo de los hombros, era áspero, rugoso y con las puntas enredadas.
—No crezcas nunca, la queratina la pierdes en dos
telediarios.
Luego le cogí un mechoncito del medio de la cabeza y le
até el ganchito estirándole el resto del pelo. Ella me miraba seria, se dejaba
hacer.
—Mira qué bohemia te ha quedado el peinado, pareces una
artista. —Y empecé a dar palmaditas, ella también y a mí me dio la risa, así
que la niña empezó a reírse todavía más fuerte, parecía que iba a vomitar, tuve
miedo. Y es que me dejaban una niña dos minutos y la devolvía transgresora y
con trastorno digestivo.
La madre salió del baño, del brazo alzó a la niña del
suelo y se la llevó, parecía realmente estresada, creo que a aquella mujer le
sobraban las hijas y también parte de su existencia, pero como a todos, supongo.
Seguí un rato sentada en el suelo, no se estaba mal.
—¿Hola? —Oí preguntar.
Levanté la cabeza y vi al del holding a punto de entrar en el baño.
—Hola —contesté.
—¿Todo bien?
—Sí, la verdad es que sí, ¿y tú?
Él se rio y no me contestó, entró al baño. Cuando salió
entré yo.
Al volver al asiento, el del holding me miraba con curiosidad.
—¿Vas a Beijing de viaje?
—No, soy profesora.
—Oh, ¿das clase?
—Sí, aunque parezca sorprendente los profesores solemos
dar clase.
—No, no, yo quise decir si…
Pero a mí ya me había dado la risa y el tipo no pudo
explicarse. Hablamos de lo diferente que era conocer un país de viaje o
viviendo en él, hablamos de las anécdotas más disparatadas que nos habían
ocurrido en Asia, hablamos de los Estados Unidos, de Trump, de Putin, de Xi
Jinping, de Huawei, de las movidas que se podían hacer con el Wechat y de si
era lícito o no echar un hielo en una copa de vino como ocurría habitualmente
en China. Hablamos, hablamos mucho y me gustó hacerlo por raro que parezca. Era
un tío majo, sobre todo después de quitarse la corbata y guardarla en la funda
de su portátil.
Nos sirvieron la comida y después cada uno empezó a ver
una película desde su asiento, hasta que me dio un golpecito en el brazo:
—Perdona, ¿la conoces? —me preguntó mirando al pasillo.
—Claro que la conozco, ¡hola, ranita! —dije a la niña del
ganchito que ahora estaba frente a mi asiento dando saltitos y sonriendo como
una loca—. Tiene el pelo súper suave, ¿se lo quieres tocar? —El del holding me miró raro.
Eché un vistazo al fondo del pasillo y vi a su madre, le
hice un gesto para avisarle de que su hija estaba conmigo, pero no parecía
importarle demasiado.
—Bueno, creo que tu madre se parece a la mía, así que ¿quieres
sentarte conmigo?, ¿eh?, ¿nos sentamos juntas?
Le hice un hueco en mi asiento, cabíamos las dos, ella
era diminuta y mi culo, de momento, no se había expandido indiscriminadamente.
Le mostré el espacio que le estaba dejando, la niña se acercó y le ayudé a subirse
al asiento, luego, até el cinturón de seguridad abarcándonos a las dos.
—¿Bien? —le pregunté, la niña no me entendía pero como no
dejaba de sonreír supuse que estaría bien. Pasé mi brazo en diagonal por delante
de su cuerpecito, para que no se escurriera hacia pasillo, y ella se amarró a
él y creo que se quedó dormida al instante.
No sé el tiempo que pasó, también me había quedado
dormida, cuando una azafata me despertó.
—La niña no puede ir ahí sentada. Vamos a pasar por
fuertes turbulencias.
—Tenemos puesto el cinturón —dije mostrándole cómo estábamos
atadas las dos.
—Lo siento, no se puede.
La desperté y la llevé con su mamá. Allí ella empezó a
llorar y nuevamente se metió la manita en la boca.
—Oye, no, no, no, llorar no, llorar no —dije agachada a
su altura—. Mira, muchas veces no podrás estar con quien verdaderamente quieres,
por las turbulencias, porque la vida está llena de bolsas de aire, ¿eh, ranita?
Pero créeme, todo pasa. Todo pasa…
Regresé a mi asiento y es cierto que los bandazos que
estaba dando el avión eran llamativos, me até el cinturón y rebobiné parte de la
película que estaba viendo. De repente el del holding me agarró con fuerza del brazo “nos matamos”, dijo, yo me
reí, tenía la vista al frente y estaba blanquísimo. Lo tranquilicé.
—¡No, no tendremos esa suerte!
Pero él no parecía abierto al chiste, se agarraba con
ansia a su cinturón y empezó a darme pena porque realmente se le veía con
miedo. Buscó en el bolsillo de su asiento y sacó la bolsa de papel, la abrió y
comenzó a vomitar. Me asusté un poco. Con cautela puse mi mano sobre su espalda
y suavemente se la froté. “No pasa nada, de verdad, no pasa nada”, “tranquilo,
ya están pasando”. Le temblaba todo el cuerpo. Le seguí frotando la espalda
hasta que pareció que se calmaba. Apoyó la cabeza en el asiento de delante.
Las turbulencias cesaron, el avión se estabilizó y la luz
de emergencia se apagó.
—Ya está —le dije—. Dame, anda —y cogí su bolsa de vómito
y la llevé a la cocina, allí avisé a la azafata de que el pasajero del 37E no se
encontraba bien. Le prepararon una manzanilla. Se la llevé.
—Toma, te hará bien. —Cogió la manzanilla sin decir nada,
parecía sentir vergüenza—. ¿Sabes que un día me tiré un pedo y me cagué? —Me
miró—. Es verdad, delante de mi novio, fue al poco de conocernos, y no me dejó,
así que supe que estaríamos juntos para siempre porque ningún marrón podría ser peor.
Los dos nos empezamos a reír.
Tres horas más tarde el avión aterrizó en Pekín. Los
pasillos del aeropuerto nos obligaron a separarnos, el del holding se quedaba en la capital mientras que yo debía tomar otro
avión.
—Bueno, pues hora de despedirse —dijo.
—Sí, mucha suerte en tu reunión.
—Gracias y tú con las clases o eso que hagas siendo profe.
—Me reí.
Nos despedimos con la mano. Lo vi alejarse por el pasillo
y después crucé a la entrada de transfers.
Sentada ya frente a la puerta de embarque de mi nuevo avión, me sonó el móvil,
atendí la llamada inmediatamente al ver quién era.
—Sí, profesora Wang, (…), no se preocupe, un viaje muy
tranquilo, (…), sí, todo ha ido muy bien, (…), en unas horas estoy allí, (…), gracias,
sí, así es, ya estoy en China, otra vez...
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