30 nov 2020

¿Y si la vida fuera la opción B? (Tercera parte)

Fotograma de Back to the future de Robert Zemeckis

Nota: Continuación del relato ¿Y si la vida fuera la opción B y  ¿Y si la vida fuera la opción B? (segunda parte)

—Deja de llorar, tenemos que seguir.

—No quiero continuar, volvamos a Madrid.

Carol retiró la bicicleta de la fachada de hormigón y dijo:

—No podemos volver. Levántate, tenemos que seguir.

Acaricié el suelo de gravilla, intenté alisarlo. Arrastraba la mano por la superficie hacia la derecha y luego hacia la izquierda.

—¿De qué moriste?

—¿Yo? —preguntó Carol y soltó una risotada—. Nunca estuve viva. Ya te lo dije, soy tu ángel de la guarda, no un puto fantasma. A ver si vemos menos películas.

—Y ¿yo?

—¿Tú qué?

—¿De qué voy a morir?

—A este paso de deshidratación. Anda, deja de llorar, levántate y vámonos —La oí acercarse con la bicicleta—. Si quieres te dejo conducir esta vez.

Alcé la vista y me limpié las manos sobre el pecho. Carol me ofreció la bici. Me levanté. Sonreí y me monté apretando con todas mis fuerzas el manillar.

—¡Vienes o qué! —grité. Carol se rio y con energía se sentó en la parrilla abrazándome la cintura.

No di ni tres pedaladas cuando todo empezó a dar vueltas. Intenté sostener el equilibrio sobre la bicicleta pero fue imposible. En esta ocasión el golpe lo recibí en la cabeza. Había aterrizado contra una columna cilíndrica de ladrillo. Me apoyé en ella para levantarme y eché un vistazo a mi alrededor, reconocí aquel enorme vestíbulo.

—¿Atocha? ¡Estamos en la estación de tren de Atocha! ¡Carol, estamos en Madrid! ¡He regresado a Madrid! —Grité con pasión. ¿Cuánto se puede amar a una ciudad?

Vi acercarse a Carol, traía la bicicleta en la mano, me temía lo peor.

—¡Has roto la cadena! —gritó cuando ya me tuvo delante.

—No es mi culpa. Esa bicicleta es de los años 80 por lo menos. Dile a Dios que invierta más en transporte.

—Por favor, no trabajo para Dios.

—Entonces, ¿para Satán? ¿Estoy en las filas de Satán?

—Deja de decir tonterías y ayúdame a buscar el timbre de la bici, se habrá caído por aquí, en tu aterrizaje.

Lo encontré detrás de la columna. Se lo ofrecí a Carol pero me pidió que lo guardara, que en cuanto tuviera un rato lo arreglaría, así que me lo metí en el bolsillo de la chaqueta del pijama. Dejó la bicicleta junto a la columna y me pidió que la acompañara. Lo hice contenta, estábamos en Madrid, sentirme de nuevo en casa me aportó cierta calma.

—Ahí. —Señaló Carol.

Seguí su dedo hasta la puerta de acceso a Largas Distancias. Rebusqué entre la multitud que se agolpaba a la entrada, pero no reconocí a nadie. Carol me cogió de la mano y nos acercamos a una esquina donde parecía haber menos gente. Carol volvió a señalar al frente, fue entonces cuando me vi. Me llevé las manos a la boca y ahogué un gritito. Porque me reconocí cercana, quizá era mi yo de hace 8 o 9 años, no más, pero me di cuenta enseguida de que llevaba lentillas, el calvario de mi ceguera degenerativa todavía no había empezado y parecía otra mujer completamente diferente. Despreocupada, risueña, liberada… ¿Cómo era posible que en tan poco tiempo el sentido de tu vida pudiera cambiar radicalmente? Me froté la cara con cierta desesperación y me tiré hacia atrás el pelo. Carol me hizo un gesto para que nos acercáramos y así fue como lo vi: un Joan de hace 8 años me agarraba de la cintura. Al verlo me reí como una loca. Tenía el pelo larguísimo cogido en una coleta baja y la barba la llevaba al estilo de Lemmy Kilmister, cantante de los Motörhead. Madre mía, mi macarra, qué guapo…

—Bueno, Joan, pues sí, lo he pasado muy bien y quizá en otra ocasión más adelante… —decía mi otro yo.

Miré a Carol, necesitaba contextualizar aquello.

—Encontraste a Joan en la cola de un supermercado —comenzó explicando—, ese mismo día te pidió quedarse en tu casa porque era de Barcelona y todavía no le apetecía regresar. Te prometió que sería solo un fin de semana, que lo podríais pasar bien juntos. Tu opción A fue dejar que aquel fin de semana se convirtiera en 8 años de relación, sin embargo en esta opción B, decidiste que terminado el fin de semana, terminada la relación. Lo has acompañado a la estación para despedirte, Joan regresa a Barcelona y nunca os volveréis a ver.

Con cierta pena volví a mirar a Joan y a mi otro yo.

—Claro, quizá después de verano pueda bajar, ¿te parece? Lo hablamos y bajo sin problema. Barcelona y Madrid están cerca, ¿eh?, ¿te parece? —preguntaba Joan con ese nerviosismo de alguien que no se da por vencido.

—Lo siento, es que no lo veo, Joan, no termino de verlo, lo he pasado genial, pero mi vida en Madrid es un poco caos, el máster, el trabajo, el teatro… Además tú tienes la granja de caracoles y no quiero que…

—Ah, no, no, no te preocupes por la granja. Se la dejo a mi hermano. Sí, sin problema, vamos, los caracoles no son animales de los que te encariñes.

Mi otro yo se rio a carcajadas a mí también me hizo reír. Lo seguí mirando con ternura.

—De verdad, Elvira, en Madrid no te daría problemas, podría encontrar trabajo de lo que sea. ¿Sabes que yo también tengo un máster?

—Ah, ¿sí? ¿En qué?

—En descargar camiones. Ahora te descargo uno aquí y te monto el escenario de un concierto, te descargo otro y te lleno el almacén de un supermercado, otro y te apilo palés de ropa para ese o aquel centro comercial.

—Eres un macarra —dijo mi otro yo riéndose como una tonta—. Me gustas, Joan, de verdad que sí, pero no veo que tengamos futuro. Ha sido divertido, pero creo que buscamos cosas diferentes.

—¿Cosas diferentes? ¿Tú no buscas pasártelo bien en esta vida? —Mi otro yo levantó los hombros y no contestó—. Si me pides que me quede, te prometo que te haré reír cada día de mi vida, porque eres preciosa cuando te ríes así.

—Lo siento, Joan…

Joan abrazó a mi otro yo y antes de marcharse, sacó de su bolsillo un papelillo arrugado, lo estiró y se lo ofreció.

—¿Qué es esto?

—Es un dibujo. Eres tú cantando delante de tu ordenador, es lo que haces nada más levantarte, encender el ordenador y ponerte a cantar. Bueno, sin más, un dibujo tonto, es que me gusta darle al lápiz, ¿sabes? Tonterías para pasar el rato.

—No sabía que dibujaras.

—Bueno, sí, pero eso no te da de comer.

—Vaya, dibujas realmente bien, eres un artista, estoy sorprendida… no sé…

Mi otro yo dobló de nuevo el papelillo y se lo metió al bolso. Con un gracias y un largo beso se despidieron.

Miré a Carol.

—¿Ya estás llorando otra vez? ¡Es que no te aguanto! —me espetó—. Anda, vamos, que esto no ha terminado aquí.

Recogimos la bicicleta junto a la columna. Carol metió la cadena y enderezó el manillar. Le di el timbre pero me dijo que de momento no lo necesitaba así que lo volví a guardar. Me senté en la parrilla de la bicicleta, no pregunté a dónde íbamos, seguía con el corazón apretado, lo cierto es que todo me daba un poco igual.

Esta vez el aterriza no fue menos aparatoso que el resto. Me estampé contra unos taburetes de cocina. Me toqué los dientes, los tenía todos, respiré tranquila y me levanté.

—¿Carol?

Estaba en una pequeña cocina. Me era muy familiar.

—¿Carol?

Al salir al pasillo me di cuenta de que estaba en la anterior casa de Almudena. En la que compartía con César. Carol salió a mi encuentro y me pidió que la acompañara. Entramos en la habitación de Almu. Estaba amaneciendo, empezaba a clarear. Almudena nunca duerme con las persianas bajadas, no le gusta. La encontré sentada en la cama con el móvil en la mano, se lo llevó al pecho y empezó a llorar.

—Almu, ¿qué te pasa?, ¿qué pasa, loca mía?, ¿qué pasa…? —dije acercándome a ella.

No puede oírte, Elvira, no puede oírte.

César se despertó a su lado, asustado la abrazó, ella le dio el móvil, leyó algo y después lo lanzó a los pies de la cama y la abrazó con más fuerza. El llanto de Almudena era paralizante, me apreté las manos contra el pecho, ¿qué te pasa, mi Almu?

Carol recogió el móvil y me lo mostró. Era una conversación de WhatsApp entre ella y yo. Mi último mensaje era del 18 de octubre de 2017 a las 03.47 am:

No me odies, solo cambio de vía. Dicen que en esta no necesito luz. Ven cuando quieras, pero no tengas prisa. Nos vemos, loca mía.

—Después de escribir este mensaje hoy mismo —me explicaba Carol—, abriste la ventana de tu primera buhardilla en la Plaza Olavide y te arrojaste.

—Pero, ¿por qué…?

—En 2014 murió tu madre, dos meses después te diagnosticaron glaucoma. Un año más tarde perdiste la visión completa de tu ojo derecho. Y tras una multitud de tratamientos y 3 operaciones fallidas, el 16 de octubre de 2017 tu oftalmólogo te dice que tu glaucoma no es tratable y que la ceguera completa será inevitable en 4, 5 o 6 años.

—Lo sé, recuerdo esa conversación perfectamente con mi oftalmólogo pero… lo asumo y lo acepto, incluso me río a veces, me río, me, me, me, yo me río…

—No, Elvira, no te ríes, os reís. Joan y tú os reís. Os reís cada día, cada puñetero día os reís a carcajadas de esto o de aquello. Os pasáis el día riéndoos, incluso agradecéis que haya una pandemia mundial para no tener que ver a nadie y quedaros en el sofá haciendo campeonatos de pedos y risas bajo la manta. Elvira, pero Joan no está en este 2017, elegiste la opción B y Joan tomó el tren a Barcelona y no os habéis vuelto a ver desde el 23 de julio de 2012.

—¿No está Joan en mi vida?

—No, no está Joan en tu vida.

—Entonces, ¿mi vida ya no es un chiste?

—No, tu vida dejó de ser un chiste. El dolor se abrió camino hasta que ya no pudiste más.

El ruido de los cristales rotos me sobresaltó.

—Pero, tonta, ¿qué has hecho? Ven, te vas a cortar.

Joan me hablaba desde la puerta de la cocina. Nuestra cocina. La de nuestra pequeña buhardilla en el centro de Madrid. Miré al suelo y vi el vaso de café estrellado.

—Joan…

Me dio la mano y de un salto crucé el charco de cristales.

—Joan, me encanta que hagas de mi vida un chiste…

—¿Ahora te gusta?, ¿ahora sí? Contigo nunca se sabe, de verdad, que me vuelves loco.

—Eres mi opción A, Joan…

—¿Sí? Pues tú eres mi opción Z. ¡Que me tienes contento, Fiona! ¡La Z!

Me reí y lo abracé.

—No soy tan verde como Fiona.

—¡Pero sí tan ogra! ¡Fiona!

Lo besé y me colgué de su cuello.

—¿Sabes que he viajado por mis otras posibles vidas?

—Ah, ¿sí?, y ¿cómo eras en esas vidas? —Me besó en la nariz.

—He sido una nacionalista vasca, católica con 3 hijos; una gorda de 100 kilos con un marido y una hija que me detestaban; y una enferma incapaz de reírse de la vida.

 Joan sonrió y me estrujó entre sus brazos mientras me susurraba que yo estaba muy, muy, pero que muy mal de la cabeza. Y al agarrarme de la cintura para irnos a la cama, me preguntó:

—¿Qué es esto?

—¿El qué? —pregunté yo.

—Esto. —Y del bolsillo de mi pijama sacó el timbre de la bicicleta de Carol.

               

               FIN


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