27 ene 2021

Felicidad en tiempos de pandemia

 

Miss Carlyle & Miss Clarke. Autor desconocido

Seamos sinceros, no hay nada que represente mejor la felicidad que un profesor de vacaciones. Es decir, yo. Hoy, lunes, estaba oficialmente de vacaciones y las cosas no me podían ir mejor. Amaba mi trabajo y, ahora, amaba mis vacaciones.

Me había levantado a las 5.20 de la mañana y durante cuatro horas había escrito parte del primer capítulo de mi nueva novela que nadie querría publicar por lo que nadie nunca leería y, lejos de frustrarme, lo disfruté como cuando, de madrugada, te levantas para comer algo y ese momento se convierte en la más pura intimidad entre tú y la nevera. El pecado nunca requirió de público.

A media mañana, en la librería de mi barrio a la que visitaba una o dos veces por semana, me explicaron que todavía no había llegado el libro de Yan Lianke que había pedido tres días atrás, así que me llevé el Teatro Completo de Valle-Inclán, en un único tomo de kilo y medio. Lo que me recordó a mi amiga Ane de Bilbao, quien al entrar en un supermercado y no tener sándwich vegetal, se llevó un pollo.

En la calle, sujetando a mi ternerito encuadernado con ambas manos, sentí el móvil vibrar. Con dificultad leí el escueto mensaje de Almudena: “Estoy en el Café de Abril, vente, xfa.” Así que, Valle-Inclán, mi felicidad y yo pusimos rumbo a la cafetería a la que solíamos acudir.

—Hola, Abril —dije al entrar.

—Hola, tesoro, ¿un café con leche fría?

—Sí, pero fría, fría.

Al fondo, junto al ventanal vi a Almudena. La saludé desde la barra, ella me sonrió. Cogí el café y me acerqué a la mesa. Al sentarme, Almu se colocó la mascarilla mientras que yo me la quité para beber el café.

—No hay manera, la leche ardiendo —dije.

—Pues dile que te la ponga fría. —Amigas con grandes ideas—. ¿Qué tal estás?

Podría decirle que bien, muy bien, porque estaba de vacaciones, porque cada vez me resultaba más cómodo trabajar con jefes chinos, porque dedicaba mi tiempo a leer y a escribir, porque Joan después de 9 años juntos me seguía haciendo reír como nadie en este mundo, porque las arrugas me estaban empezando a salir en la comisura de los labios y con la mascarilla no se notaba nada de nada, y porque en mi banco siempre había dinero para comprarme buenos libros. Vale, es cierto que me estaba quedando ciega a pasos agigantados, pero era una simple minucia si lo comparábamos con el resto, ¿no?

—Bueno, pues mal, como todo el mundo, esto de la pandemia está siendo terrible… —opté por decir.

—Sí, verdad, es todo tan terrible, tan, tan, tan, no sé, así de mal siempre todo, no se acaba nunca, ¿no?

Sí, ella estaba igual de feliz que yo pero el pudor pandémico no le permitía expresarlo.

—Es así, interminable. Aunque claro, no todo es malo —apuntalé.

 —No, no, no, no todo es malo, no.

—Hay cosas buenas.

—Sí, sí, sí, sí, hay cosas buenas, sí.

—Bastante buenas.

—¡Buenísimas! —gritó.

Me reí tanto que los chicos de la mesa de atrás se dieron la vuelta y nos sonrieron.

Almudena me lo contó.

—¿Tinder? ¿Cómo te has metido en Tinder, golfa? —pregunté alucinada.

—De allí salió Markus. Yo también quiero un Markus en mi vida: joven, guapo y divertido.

—¡¿Y Carlos?!

—¿Carlos?

—Sí, tu novio, el coach. El de los consejitos y las listas. El pesado. El cargante. El inaguantable. El que caga unicornios de colores. Tu mierda-coach.

—Qué mala eres, Elvi.

—¿Yo? ¡Eres tú la del Tinder!

—Con Carlos todo sigue igual. Esto es solo un complemento. Todo suma.

Del nuevo año me esperaba muchas cosas, pero aquello nunca podría habérmelo imaginado. Almu y yo siempre habíamos encajado a la perfección precisamente por eso, porque nos complementábamos. Mientras que yo era la amiga amoral (por no decir inmoral) con pensamientos psicopáticos y sin filtro a la hora de tratar con la gente, Almu era la amiga de perfectos y pulidos valores éticos, además de una enorme empatía y una amabilidad y dulzura para con los demás que le hacían ganarse el título de “gente-bonita” a pulso.

—Se llama Álvaro —dijo y me enseñó sus fotos en la aplicación.

—¡Match, match, dale al match, Almu! ¡Strike, súper strike, doble estrella! ¡Triplete arcoíris, por dios! —grité arrancándole el móvil de las manos.

Y es que aquel Álvaro no merecía menos. No se trataba de un yogurín como Markus, tenía un aspecto de hombre maduro realmente atractivo. Cuando nos tranquilizamos y los chicos de atrás dejaron de aplaudirnos también entre risas, Almu me contó que tenía 47 años, estaba divorciado con un niño de 11, era cocinero en un restaurante de la Castellana, y que desde hacía tres semanas tenían una relación muy morbosa virtual: mensajes, audios y videollamadas subidas de tono.

—Elvi, mi vida ha cobrado luz. —Me decía bajito, como un secreto—. No te imaginas cuánta adrenalina me aporta esta tontería. Sé que no es una relación, es simplemente un juego. Es lo que es y ya. Pero, madre mía, Elvi, llevo el corazón a mil todo el santo día. Es como cuando estaba en el colegio y la profesora decía: “¡examen sorpresa!”, y sin darte cuenta te ponías histérica pero al mismo tiempo te daba la risa mirando a tu mejor amiga y, en ese momento, te dabas cuenta de lo intenso que era todo. Elvi, vuelvo a vivir con intensidad, no sabía que a mis 44 años podía volver a sentirme así, con tanta ilusión.

—Con tanta ilusión… —repetí ensimismada.

Nos pedimos otro café y hablamos, con deliciosa complicidad, hasta la hora de comer.

Al salir de la cafetería, nos encontramos con la madre de un amigo de Abel a la que Almu hacía, por lo menos, un par de años que no veía.

—¡Menuda sorpresa, Leonor, encontrarte en mi barrio! —exclamó Almudena.

—Sí, es que han reducido plantilla y a los demás nos han trasladado a este edificio —dijo y señaló el portal de enfrente—. Dime, ¿cómo estás? ¿Y Abel?

—Muy bien, ¡todo muy bien! Bueno, a ver —reculó—, bien, bien, tampoco.

—Claro, es que bien nadie está.

—Nadie, nadie.

—Es todo tan difícil, ¿verdad?

—Sí, sí, es difícil, es un momento…

—Terrible, es un momento terrible para todos.

—Sí, para todos, para todos —dijo Almudena sin poder evitar una inocente sonrisa.

 

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