25 sept 2009

Nanga Parbat

―¿Cómo…? ―pregunté temblando.
―Me dijo que te llamó dos veces este verano y que no cogiste el teléfono, quería hablar contigo, me lo dijo, Elvi, de verdad, ha estado loco perdido, yo… no sé, no me quiero meter, pero… ―se justificaba una y otra vez Ankit.
―¿Con Anilah Raza? ―pregunté sujetando el auricular con las dos manos de tanto que temblaba.
―¿Por qué no le contestaste? Un mensaje, Elvi, ¿eh? Sólo necesitaba un mensaje para, no sé… para saber algo de…
―¿Con Anilah Raza?, por favor, Ankit… por favor, ¿con Anilah Raza?
―Sí…
―¿Cuándo?
―No lo sé, eso no lo sé…
―¿Cuándo, Ankit? Por favor, ¡¿cuándo?! ―pregunté derramando parte de la ansiedad que me estaba inundando lentamente.
―La fecha oficial no la sé, porque la celebran en Pakistán ―dijo liberando un suspiro contenido―, pero el diecinueve de diciembre es la recepción para los amigos en Singapur.

***

En la bandeja llevaba un cheese Naan y una coca-cola. Tuve que dar dos vueltas antes de encontrar una mesa libre. Eran las doce del mediodía y estaba a tope.
Cuando me senté llamé a Montse porque me acababa de mandar un mensaje.
―Uy, qué de ruido ¿dónde te pillo?
―En el Food Court de debajo de la escuela ―dije pegando un tarisco al aceitoso pan de ajo.
―¿El de Bencoolen Street?
―El mismo ―dije mordiendo otro poco.
―Bueno, Elvi, lo que te tengo que contar… muy fuerte, muy fuerte.
Esperé en silencio, Montse continuó.
―Hace una hora me llama la pedorra de Janine, la francesa, ¿sabes?, ¿no?, la de turismo del consulado francés, que parece la mismísima embajadora con esos aires que se da…
―Que sí, que sí, la hortera del bolso de lentejuelas.
―¡Ay, qué fuerte! ¿Te acuerdas?, vamos, dime tú, las cosas que no se vean en Singapur… porque si te cuento las pintas que tenía hoy una tía en el metro te…
―Montse, ¡quieres arrancar que sólo tengo veinte minutos para comer!
―Bueno, vale, pues me dice la chunga de Janine que te vio ayer entrando en la zona VIP de Attica de la mano del jeque entre los jeques: ¡Abid-Shah-Mir!
―¡Uy, uy, uy, uy! ―dije escupiendo el Naan sobre el plato. Del susto se me habían cerrado todos los conductos.
―Hace falta ser mala, inventarse tonterías para arruinar la reputación de la gente. Y ya ves, que el Mir está como un queso y quién pudiera, pero…
―Ya te digo, ya te digo, jo, vaya, vaya, cómo está el Mir ―dije en un intento vergonzoso de disimular.
―Pero, tía, no es cuestión, ¡hombre!, que todo el mundo sabe que está comprometido con Anilah Raza, y quita, quita, que los musulmanes son muy suyos, y a ver si por el rumor te vas a meter en un embola’o de no veas.
―¿Qué? ―pregunté estupefacta.
―Que eso, que la Janine es muy mala, que siempre...
―¡Que no, Montse, coño! ―estaba fuera de mí― lo de la Manila Reza ―dije esta vez intentando controlar la furia.
―¿Cuál? ¿Anilah Raza? Pues una preciosidad de Cachemira, de esas indias con los ojos verdes, ¿como las de Bollywood?, ¿sabes?, pues lo mismo, maja. Es hija de un armero multimillonario y viven en Nueva Delhi. Yo es que la conocí el año pasado, en una cena en la embajada de Francia, fui con Gérôme y estaba la Anilah con el Mir, pues… les tocó en la mesa de al lado y, para que veas, también estaba Janine, y también los vio, y aun así se inventa el bulo para hacerte daño, si es que…

Volví a la escuela y di las tres clases que me faltaban de cualquier manera. No me podía quitar de la cabeza lo insistente que había sido Abid con respecto a ocultar nuestra relación, es mejor ser discretos, me decía, Singapur es muy pequeño, me explicaba cínicamente, hasta que no formalicemos lo nuestro es mejor que nadie lo sepa, no lo comentes a tus amigos, por favor, tampoco a Ankit, me pedía una y otra vez. ¡Pero seré estúpida!, grité en mitad de la última clase con las quince caras de mis alumnos mirándome atónitos, estúpida… estúpida... porque no es la actividad de la página quince, no, no… es la de la dieciocho. No coló, claro que no coló.

Tomé un taxi y en veinte minutos me planté en la oficina de Abid.
Durante el camino había repasado una y otra vez el discurso. Tenía tanta rabia contenida que los diálogos se me escapaban en voz alta y el taxista me miraba con cierta preocupación por el retrovisor.
Con una falsa sonrisa sorteé la seguridad de la entrada, ya me conocían. A su secretaría le aseguré que el señor Mir me esperaba y sin más me colé directamente en su despacho, sin llamar si quiera.
Frente a él contuve la respiración. Sentía que me temblaba la boca. Nerviosa me acaricié el cuello con ambas manos e intenté decir algo sin mucho éxito. Estaba paralizada. Abid se asustó al verme así. Se levantó con rapidez de su mesa y se acercó. Qué pasa, loca, qué pasa, preguntó mirándome a los a ojos. Ay, no… así no vale, con él tan cerca no puedo pensar, no me mires así, Abid, no me mires así… Agaché la cabeza y me derrumbé llorando sobre él. Entre sollozos intentaba explicarme, describir una mínima parte de lo humillada que me sentía. Estaba abatida, me había creído un cuento de hadas por ser tan idiota. Cálmate, Elvira, por favor, cálmate… loca, mi loca… por favor, pero… cálmate… me decía Abid intentando tranquilizarme, no sé, pero parecía tan sincero...
Abid me abrazó y me juró y perjuró que su compromiso era un arreglo entre familias. Desde los dieciséis años sabía que debía casarse con Anilah, pero tan sólo se habían visto en seis o siete ocasiones y siempre en actos públicos. Lo miré y lo creí, no porque estuviera convencida de que aquello fuera verdad, sino porque tenía la inmensa necesidad de creerlo.
―Yo no contaba con esto, Elvira, no esperaba conocerte… créeme, por favor… ¿eh?, loca, mi pequeña loca…
Llamó a su secretaria y pidió que me trajera un té. Nos sentamos en el sofá. No dejaba de sujetarme la mano y pedirme perdón continuamente. Se lamentaba de haberme hecho tanto daño. Su secretaria abrió la puerta después de tocar y se acercó a nosotros con mi té. Abid le hizo un gesto con la cabeza para que saliera inmediatamente. Después, solos de nuevo, me preguntó con cierta inseguridad:
―¿Elvira, confías en mí?
―No lo sé… ―respondí.
Me pidió que me quedara allí, sin moverme. Me dijo que debía irse, que no sabía cuándo volvería, pero que por favor tuviera paciencia. Le vi marchar y cerrar la puerta detrás de sí. Miré a mi alrededor, me sentía muy incómoda. Contemplé detenidamente mi taza de té y lamenté que no fuera café. La dejé sobre la mesita y esperé. Había pasado más de una hora y seguía esperando. Podría haberme ido, sí, pero no tenía fuerzas ni para levantarme. Me había recostado a lo largo de todo el sofá y sentía pocas ganas de moverme.

Por fin, oí la voz de Abid llegar por el pasillo. Me incorporé y lo esperé de pie. Ya está, me dijo, ahora ya está todo, repitió nada más entrar en la habitación. Sin más explicación, Abid me dio la mano y me llevó a la planta de arriba. Cruzamos un luminoso pasillo y cuando llegamos ante una puerta me pidió, con el dedo en los labios, silencio. Guardé silencio. Abid entró dejando la puerta abierta. Habló con un hombre, no pude entender nada, era urdu. Poco después, Abid salió, me tomó de la mano y me invitó a entrar. Era un elegante despacho, con una alta biblioteca al fondo. Una alfombra desgastada colgaba al otro lado de la pared. A nuestra derecha, un hombre, no muy mayor, nos miraba detrás de su escritorio. Abid volviendo al inglés me dijo:
―Elvira, te presento a mi padre Shah Tajdar Mir.
No dije nada, no tenía palabras. No podía creer que Abid estuviera haciendo aquello por mí.
El hombre se levantó de su mesa y se acercó a mí. Me sonrió sincero y me tomó de las dos manos.
―Dicen que pequeños ríos pueden desplazar montañas pero tú ―hizo una pausa y miró a su hijo― acabas de engullir el Nanga Parbat.

***

Colgué el teléfono sin despedirme de Ankit y con una exagerada calma me senté en mi escritorio frente al ordenador. Coloqué derecho el teclado y miré al frente sin ver nada.
―Cariño, ¿estás bien? ―preguntó Kayla desde la puerta de mi despacho.
―Sí.
―Pues tienes una cara, guapa…
―Estoy bien, ciérrame la puerta, por favor ―y volviendo a la erguida posición de antes, esperé oír el click de la puerta al cerrarse. Click. Dejé caer borrachos mis párpados y me abandoné sobre la mesa tapándome la boca, para que Kayla no me oyera desde su despacho.

5 comentarios:

Kaña-mon dijo...

Ay Elvira!! En realidad este era el motivo por el que insistia tanto aqui para que me instalaran internet con urgencia... Me encanta. Besos

Enrique Palacios dijo...

Yo también me pregunto si es verdad o ficción, aunque la verdad eso es lo de menos.
Pero es común que cuando nos gusta algo, queremos saber si esa llamativa historia es real, y genera gran curiosidad por parte de los lectores para obtener mas datos del autor.

Un besote Elvira :)

ScrinS dijo...

Hola Elvira, me gusta tu novela. Te sigo, un abrazo

LastSongOfLovee dijo...

bueno, las cosas que escribo, son sólo trozos de canciones, así que si tendríamos que alabar a alguien, sólo sería a sus autores, yo solo copio las letras, y sería, aunque por supuesto es mucho mejor que escriban las cosas propias, como creo, tú lo haces :D, saludos (: me gustó tu blog.

Anónimo dijo...

Hola guapa. Estas historias son siempre las que más me gustan y las que más me entristecen. Sigo leyéndote. Un beso