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Vieja mesándose los cabellos de Jan Massys |
—¿Con
muerto te refieres a muerto, muerto? —Al escucharlo, Almudena clavó la vista en
su amiga Elvira que estaba a su lado con un café hablando por el móvil—. Claro, pues sí, muerto entonces. —Almudena cruzó los brazos sobre
la mesa y la observó intrigada—. Uy, no, no, el mío sigue vivo, habrá que
esperar. —Elvira rio con ganas, se despidió de su interlocutor con un beso y
dejó el móvil en la mesa—. Mi amiga Débora, encontraron a su padre muerto en
casa, un infarto o vete a saber qué. ¿Pedimos algo de comer?
—Nunca me
acostumbraré, eres un monstruo.
—Es lo que
hay. ¡Perdona! —exclamó al camarero levantando el brazo—. ¡Una tostada Little Sin, por favor!
—¿Con jamón
o salmón? —gritó el chico desde la barra.
—¡Salmón,
gracias! Qué mono es… —añadió levantando las cejas. Después se fijó en Almudena
que tenía la cabeza baja y estrujaba con lentitud el sobre del azucarillo—.
Vamos, Almu, no te pongas así. Spoiler:
todos vamos a morir. —Se rio y frotó la espalda de su amiga.
—En serio,
¿no tienes miedo?
—¡¿A morirme?! Nunca pensé que llegaría a los
40 y, mira, llevo 5 años extras. En realidad me sobran, no tengo más narrativa
que añadir a mi existencia. Mis días hace tiempo que se convirtieron en una
sucesión repetitiva de hechos sin sentido, vida lo llaman. Vida. Pues para
quien la quiera. Yo ya he tenido suficiente.
—Y aquí
llega su Little Sin, señora, y no
tenga cuidado, el pan está tierno —dijo el camarero depositando el plato con la
tostada en la mesa.
—Gracias,
qué buena pinta. —Lo vio regresar a la barra y añadió—: Tú piensas en
tirártelos y ellos solo ven a una vieja con problemas dentales. La vida, Almu,
la vida. La mierda de vida.
—A la muerte
no, pero a la vejez sí. Estás acojonada, Elvi.
Elvira
sonrió. Volvió a frotarle la espalda con mimo y después miró su plato. Acarició
con el cuchillo el huevo poché. Presionó sobre él y dejó que la yema se
desparramara sobre el aguacate y la fina loncha de salmón.
—Y pensar
que por esto voy a pagar 12,70 €. La vida.
—La vida en
el centro de Madrid, sí —dijo Almudena—, esa vida. Pronto nos echaran a todos.
Nos mandaran al extrarradio. Dejarán el centro solo para turistas y ricos. Y
nosotras no somos ni lo uno ni lo otro.
—Sí que lo
estoy. —Almudena la miró contrariada—. Acojonada. Lo estoy. Si soy incapaz de
atar una soga a la viga de mi salón, ¿cómo no me va a aterrar la vejez?
—Elvira… —dijo
su amiga agarrándole de la mano—, no pierdas la esperanza, siempre pueden
diagnosticarte un cáncer terminal.
Los dos
mujeres se miraron un instante antes de romper a reír. Eran tal para cual.
Compartieron la tostada, se terminaron los cafés, pagaron a medias y salieron
de la cafetería cogidas del brazo.
De camino a
casa de Almudena, Elvira se apretó a su amiga para camuflar el frío y dijo:
—Quizá no
esté tan mal eso de hacerse viejas. No sé. Es posible que conserve algo de
vista, que las tetas no me cuelguen más allá del ombligo, que el extrarradio me
encante… —Almudena rio—. Mira a tu madre, ¿78?
—¡Ochenta y
tres años!
—Madre mía,
y ¡mírala! Desde que la tienes en casa Abel está mucho más sereno.
—Sí, es una
muy buena influencia para él.
—Lo es, es
extraordinaria. Se encarga de todo.
—Cada vez
menos, porque últimamente la veo un poco flojita pero sí, me ayuda mucho, la
verdad. Sé que echa de menos la casona del pueblo, pero allí sola no podía
quedarse, son muchos años los que tiene por muy bien que esté.
—Claro,
claro, mejor en Madrid. Aquí está bien, firmaría por llegar a su edad así.
Tu madre resta temor a lo que se nos viene. Es admirable.
Llegaron al
portal de la casa de Almudena y Elvira se apoyó en la fachada.
—Te espero
aquí, bájame los libros —dijo.
—No, mujer,
sube. Así saludas a mi madre que le hará ilusión.
Al abrir la
puerta de casa, Almudena voceó un hola
que fue respondido por su madre e hijo desde el salón. Ambos estaban sentados
en el sofá, Abel más bien tumbado. Elvira al entrar besó la cabeza del chico
quien la miró con asco.
—Hola,
Sabina, ¿cómo estás? —preguntó acercándose a la vieja y besándola en la sien.
—Bien,
hija, bien, cómo iba a estar. Bien, bien.
Elvira le
frotó el brazo y la miró con cierta lástima.
—Echas de
menos el pueblo, ¿verdad?
—Pues
bueno, a días. Días un poco más, días un poco menos.
Almudena
entró en el salón con tres libros en la mano.
—Toma —dijo
ofreciéndoselos a Elvira—. Te pueden servir. No tengas prisa, me vale con que
me los devuelvas después de año nuevo.
Elvira se
lo agradeció y los metió en el bolso.
Después ayudó a Sabina a levantarse del sofá.
—Gracias,
hija, las rodillas no son lo que eran, una ya está mayor.
—¿Mayor?
Estás estupenda, Sabina. Lo comentábamos viniendo para acá.
—Pues no
tanto. Oye, dime, ¿pasarás las navidades con tus padres?
Elvira
apretó los labios y sonrió con cierto nerviosismo.
—Bueno,
bueno… las pasaré con la familia de mi marido, sí. Yo no tengo padres, Sabina.
Mi madre murió hace ya 8 años y mi padre… Yo no tengo padres.
—Vaya,
cielo, cuánto lo siento, cuánto lo siento. Te has tenido que sentir muy sola,
pobrecita… ¿Y tú? —preguntó acercándose a Almudena—, ¿tú tienes padres, bonita?
Almudena
palideció, se apretó el vientre con las manos y dijo bajito:
—Sí… Tengo
madre, vive conmigo…
—Oh, eso
está bien, muy bien —dijo y con una serena sonrisa salió del salón.