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8 ene 2022

Mutaciones

 

Miquinemi de Eugenia Velis

—No sé qué más decirte, Elvira. Sé que no he estado a la altura y lo siento, lo siento, ¡lo siento, joder!

Beatriz tenía las manos en alto, me miraba con fijeza, no parecía del todo sincera así que no dije nada. Me senté en uno de los taburetes altos de la isla de su cocina y le pedí una cerveza.

Mi vida se había desmoronado en poco más de una semana y durante tres meses había estado chapoteando en un pozo ciego. Por si fuera poco, Óscar, mi psicólogo, había decidido dejar Madrid y mudarse a Galicia. Morriña rural, lo llaman. Regresaba a Pontevedra, a su aldea de la infancia, a atragantarse con grelos y a bailar muñeiras. Necesito un cambio, me dijo.

 —¿Y qué pasa conmigo? —pregunté, porque a una psicópata narcisista es lo único que le importa.

—Puedo derivarte a un colega. Antes de marcharme podemos encontrarnos los tres.

—¿Los tres? ¿Un trío? —Y deseé que una meiga lo convirtiera en percebe.

Asumía el abandono como decorado permanente en mi vida. Quien se quiera marchar que se vaya y que cierre la puerta al salir, gracias.

Sonó el timbre de casa y Beatriz salió de la cocina. Regresó acompañada de Enrique y Jèrôme. Este último me saludó desde la puerta y se apoyó en el quicio. Enrique, en cambio, entró.

—Cuánto tiempo —me dijo sentándose en el taburete de al lado—. Pensaba que ya te habrías suicidado.

—Con las últimas lluvias, se ensanchó la madera de mi ventana y no pude abrirla.

—Qué lástima.

—Bien, bien, bien —intervino Bea—, me alegro de que os haya hecho tanta ilusión volver a veros. Vale, ¿vamos al salón? Jèrôme, ¿te llevo una cerveza, corazón?

Una vez sentados en el salón, con una cerveza en la mano y mirando al suelo, sonó de nuevo el timbre. Un minuto después entraron Darío y Almudena. Almu me saludó con la manita y se sentó junto a mí, inmediatamente entrelazamos los brazos y nos agarramos de la mano, estábamos imantadas. Restregó la nariz en mi hombro y me dio un beso.

—De acuerdo, chicos, por favor —Beatriz, de pie frente a nosotros, tamborileó su botellín pidiendo atención—. Os he pedido que vinierais porque ha sido un fin de año movido, ¿verdad? Han pasado cosas y pocas buenas. —Se sentó en el antebrazo del sofá y continuó—: Todos hemos sido arrollados por el Corona y para algunos no ha sido una simple gripe. —El grupo entero miramos a Darío que tuvo que ser ingresado durante dos semanas a principios de diciembre, supongo que el asma no le allanó el camino—. Y qué queréis que os diga, entre unas cosas y otras yo he reflexionado un poco, ya que a veces es obligatorio hacerlo.

Con disimulo miré a Almudena que prefirió bajar la cabeza porque de encontrarse nuestras miradas nos reiríamos como quinceañeras.

—Así que —continuó— no quiero perder más el tiempo y he decidido casarme. Ya está, ya lo he dicho, me caso, ¡me caso!

El silencio cayó como una losa sobre el salón. Impertérritos no podíamos dejar de mirar a Bea que sonreía como una loca ausente.

—¿Con quién? —me atreví a preguntar por fin, porque a no ser que aquella lámpara de pie fuera en realidad Markus con una tulipa en la cabeza, no podía ni imaginar quién sería el agraciado.

—No importa con quién.

Su respuesta hizo acordarme de algunas amigas de Bilbao que estuvieron más preocupadas por el bodorrio en sí que por certificar si el hombre elegido sería el idóneo para compartir pedos en el sofá de su casa, en el hipotético caso de un eterno confinamiento pandémico.

Dejé la cerveza sobre la mesita y empecé a aplaudir. ¡Bravo!, decía. Todos, de a poco, empezaron a imitarme y en unos minutos la jaleábamos el grupo entero.

—¡Viva la novia!

—¡Guapa, valiente!

—¡Bravoooo!

Beatriz se puso en pie, dejó el botellín en el suelo, cruzó los brazos agarrándose los hombros con las manos e, inclinándose como una antigua actriz de teatro, agradeció la ovación.

Nadie en ese salón daría positivo en un test de cordura, por eso dejamos que Bea disfrutara de su papel aquella noche porque nos iría tocando interpretar el nuestro poco a poco. El dolor no tiene una cara definida, muta en diferentes cepas y sorprende con la reacción de cada uno, a veces es suficiente con un par de vinos y un grito agudo sobre el puente de Segovia. Sin embargo, otras necesitas aferrarte a la esperanza de ser una persona diferente para dar sentido de nuevo a tu vida.

Al salir de su casa y despedirme de Almu y Darío, que juntos tomaron un taxi, saqué el móvil, busqué su contacto en el WhatsApp y le dejé un audio:

—Hola, Óscar, solo es para pedirte que, cuando tengas tiempo o ganas o las dos cosas, me dieras, por favor, el contacto de tu colega, creo que tengo que comentarle algunas cosas antes de que quiera casarme con ni siquiera saber quién. Y, bueno, ya. Solo eso. Gracias.

Miré el móvil y volví a apretar el botón de grabado de audio:

—Y, y… yo… te abrazo, te abrazo fuerte, percebe.


11 jun 2020

Óscar Geller

Girl on cliff de Rockwell Kent


—Nunca me había fijado en lo mucho que te pareces a Chandler —dije.
—Chandler, ¿el de Friends? —preguntó Óscar. Asentí desde la butaca de enfrente—. Nunca me lo habían dicho.
—Pero en viejo, claro. Aunque supongo que tienes más de Ross.
—Ross, ¿el de Friends?
—Ross el de Friends.  
—¿Por algo en especial?
—Porque es paleontólogo.
—Ajá. Yo soy psicólogo.
—Lo sé, pero podrías haber sido paleontólogo y podrías haber sido Ross. —Sonreí. Después miré por la ventana de su despacho—. Es terrible que la única ventana de la habitación esté enrejada. Nos hace más locos.
—Es un chalé, toda la primera planta tiene rejas, por seguridad. Nada tiene que ver con mis clientes.
No me gustaba que se refiriera a mí como cliente. Siempre he preferido paciente, porque nunca he dejado de sentirme enferma.
—¿Cuándo vas a mudarte al centro de la ciudad? Venir hasta aquí atenta contra mi salud física, la mental ya la tengo destrozada.
—Me gusta este lugar.
—Óscar, llevo viniendo 10 años, creo que deberías tener alguna consideración conmigo. Qué sé yo, por ejemplo, tener nuestros encuentros en una cafetería del centro o no cobrarme las sesiones si se hacen aquí. Ya que soy clienta, propongo ser clienta Vip. Mis años contigo lo merecen.
—Elvira, el dinero nunca ha sido un impedimento para vernos, eres bienvenida siempre. Pagues o no. Y si consideras que hoy no debes pagarme, no lo hagas, está bien, no es un problema porque me gusta tenerte aquí.
—Sabes cómo hacer sentir mal a las personas, ¿verdad?
—Soy psicólogo.
—Ah, ¿sí?, pensaba que eras paleontólogo.
—No, pero podría serlo. —Sonrió y cruzando las manos sobre sus piernas respiró fuertemente.
Nos quedamos en silencio. A veces pasaba. Ocurría cuando me evadía, cuando mi cabeza buscaba algún pensamiento con el que entretenerse porque los silencios con Óscar siempre eran agradables. Me imaginé a sus diferentes pacientes/clientes merodeando por su despacho. Como hacen en las películas que se levantan, se acercan a la estantería y repasan con el dedo índice los lomos de los libros y dicen algo así: Vaya, Moby Dick: ‘No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están’. Después se vuelven a sentar comentando que siempre quisieron ser cazadores de ballenas.
—Nunca he podido terminar de leer Moby Dick.
—¿Perdona? —Así reaccionaba Óscar siempre que rompía el silencio con un pensamiento extraviado en la mano.
—Herman Melville y su ballena. Mucha agua, mucho cachalote y mucha polla —Óscar se rio, creo que no se esperaba aquello—. Ayer, en cambio, terminé un libro delicioso. El duelo de Elías Gro. Una lectura para amasar la tristeza con mimo y deleite. La historia me dio una idea. Es posible que abandone la ciudad y me pierda en una cabaña en medio de las montañas, allá, en ninguna parte para dejarme morir rodeada de nada.
—¿Te gustaría?
—Me gustaría irme, sí.
—¿Irte?
—Sí, irme.
—¿Qué es lo que no te gusta de estar aquí?
—Tus rejas. —Él sonrió con los labios apretados.
—¿Cómo morirías?
—Me metería piedras en los bolsillos de mi abrigo y me hundiría en el río Ouse.
—¿El río Ouse pasaría cerca de tu cabaña?
—Sí, muy cerca.
—¿Y después?
—Después abriría los ojos y lamentaría haberme dormido en el sofá de mi buhardilla del centro de Madrid. Lejos de la cabaña y lejos del río. Supongo que no es fácil hacer lo que hizo ella. Es más sencillo quedarse dormida y dejar que los días pasen, ¿verdad?
—¿Te gustaría que los días dejaran de pasar?
Miré de nuevo a la ventana enrejada.
—Y, ¿tú?, ¿has leído Moby Dick? —pregunté.
—Lo leí hace años, sí.
—Sí, me gustaría que los días dejaran de pasar. —Agaché la cabeza y observé mis parisinas plateadas—. Son muy horteras, ¿verdad?
—¿Perdona?
—Mis zapatos. Son horteras.
—A mí me gustan, me gustan mucho.
—¿En serio? Eres muy raro.
—Soy paleontólogo.

3 abr 2020

En busca del tiempo perdido

Compañeros en la Luna  de Javier Avi


—Voy a aprovechar el confinamiento para aprender a tejer y te voy a hacer un jersey de lana  —dije a Joan mientras preparaba el café.
—Ajá.
Joan dice que cuando no sé en qué invertir mi tiempo lo termino haciendo en actividades digamos que poco prácticas para mi vida, como cuando me dio por aprender coreano o cocina molecular o maquillaje de caracterización o Aikido o… Pero no es cierto, ¡claro que no es cierto!

Hace algo más de 8 años vivía en Madrid y todos mis amigos del máster habían triunfado. Es decir, Beatriz decidió irse a Berlín para empaparse del teatro épico alemán, Darío a Buenos Aires para formarse en teatro del cuerpo, Ernesto acababa de ganar el Premio Nacional de Jóvenes Dramaturgos con una obra que en origen era mía y Enrique, con la coartada de escribir teatro, se había esfumado de mi vida. Vale, es cierto que yo hacía año y medio había publicado mi primera novela y ahora la editorial me pedía la segunda, a lo que me negaba en rotundo porque antes de seguir escribiendo mierda prefería tirarme por la ventana.
—¿Piensas en tirarte por la ventana frecuentemente, Elvira? —me preguntaba Óscar, mi psicólogo.
—No, no, no, frecuentemente no, solo a veces.
—Ajá.
Tampoco me veía con fuerzas para embarcarme en un doctorado en ese momento, aunque algunos profesores me insistieron en ello, pero no. Yo quería algo que… yo… a mí lo que en realidad me llenaría sería…
—¿Astrofísica? —me preguntó Gael con cara de avestruz.
—A ver, se trata de unos cursos que imparten en el Planetario, es dificilísimo tener plaza pero voilà!, lo conseguí.
—Ajá.
Me sentía muy bien, en ese momento me sentía realmente bien. Lo tenía todo: acababa de dejarlo con Rafa, un hombre que había terminado con todo mi almacenamiento de dopamina; seguía teniendo un trabajo en una universidad de Madrid que detestaba, pero estaba muy bien pagado; mis amigos se habían evaporado, pero es lo que ocurre siempre al terminar una fase de tu vida; y desde hacía un par de meses me había inscrito en Meetic solicitando a hombres no más lejos de 100 metros de mi casa y ahí estaban.
—¿Y tú sabes capoeira? —me preguntó Marcos o Martín o Mateo o como coño se llamara ese tío de Meetic que solía venir a mi casa a dormir cuando no lo hacían Andrés o Ángel, Carlos o Cosme, o Tito o Teo.
—¿Yo? No, me gustaría aprender Aikido.
—Mira. —Y se levantaba de mi cama y así, como dios lo trajo a este mundo, se ponía a practicar capoeira—. Es importante levantar mucho la pierna, así, así, así, ¿lo ves?
 —Ajá.
El primer día de clase llevé un cuaderno azul, como el cielo. Iba a ser una astrofísica y tenía que estar preparada. El aula era pequeña y me senté en la tercera fila. Seríamos unos veinte. Mis compañeros empezaron a presentarse en voz alta, de uno en uno. Yo, mientras esperaba mi turno, abrí el cuaderno y en la primera página escribí en letras redondas ASTROFÍSICA y debajo dibujé una luna con nariz, ojos y boca.
—Me llamo Francisco Javier, tengo 43 años, soy matemático y doy clases en el Instituto Miguel Hernández.
—Oh, perfecto, un matemático, nos vendrás muy bien —dijo la profesora—. ¿Qué más?
—Hola a todos, me llamo Vera, tengo 27 años, soy periodista y divulgadora científica y trabajo para la revista Muy Interesante.
—Vaya, ¡qué interesante! —Y ella sola se rio—. Bien, ¿más?
—Bueno, hola, me llamo Elvira, tengo 33 años y soy filóloga.
—¿Perdona? —preguntó la profesora acercándose a mí.
—Filóloga.
—Ajá.
No me importó. La Astrofísica era mi vida y no me iba a dar por vencida. Además nunca había encajado en ningún grupo ni social ni académico ni humano.
—¡¿Cómo que se casa Nerea?! —grité a Marieta por teléfono.
—Que no me chilles, enana de mierda, y apunta su cuenta bancaria, le tienes que ingresar 150 euros.
—Jodeeeeer, pero ¿por qué se casan?, ¡¿por qué?!
—Porque es lo que hace la gente. La gente que no somos ni tú ni yo, pero gente, gente a fin de cuentas. Elvira, esa gente, que no somos ni tú ni yo, pertenece a un grupo humano especial en el que se tiene pareja y esa pareja le propone matrimonio porque le quiere. La gente, que no somos ni tú ni yo, se quiere, se-quiere 
—Ya. Yo tuve un novio que un día me prometió que nos casaríamos porque “Te quiero, reinita”, 3 semanas después me confesó que se tiraba a su ex y después huyó a Finlandia con la excusa de hacer el proyecto fin de máster. Nunca más supe de él. Pero me quería, me quería mucho.
—Ajá.
El curso de Astrofísica terminó y guardé  mi cuaderno azul junto al naranja de coreano. 

—Pon los brazos en cruz para tomarte las medidas.
Joan dejó su café en la mesa y se puso en medio de la cocina con los brazos en alto.
—Pero, cariño, ¿no crees que sería mejor que primero aprendieras a tejer y luego, ya si eso, me tomaras las medidas?
—Aprender a tejer… Ya… no sé, es que ahora mismo estoy pensando que esto de la cuarentena se va a alargar mucho y que quizá me apunte al curso, de 5 semanas, de Criminología que ofrece online la Universidad de Salamanca.
—Ajá.


2 feb 2020

Coaching me si puedes

Ilustración para 'Loca Novelife 2' de Javier Avi


—¡Por el Brexit! —brindó Enrique.
—¡Por sus hombres! —gritó Beatriz.
—¡Por China! —brindé  yo.
—¡Por sus hombres! —gritó Beatriz.
—¡Por los coachers, choaches, choachis, coachings, cuchings…, por, por su puta madre! —brindó de nuevo Enrique.
Yo me reía con la cabeza apoyada sobre el hombro de Darío. Eran las 2 de la mañana, y los cuatro amigos estábamos terminándonos la tercera botella de vino en la casa de Beatriz, nunca nos pudimos imaginar que aquella inocente cena iba a deparar salidas del grupo tan sorprendentes.
Siete horas antes, Beatriz abría la puerta de su casa y al verme se puso a gritar como una loca, a mí me entró la risa. Nos abrazamos como si no nos hubiéramos visto en décadas y hacía poco más de 5 meses de nuestro último encuentro.
Era viernes y Beatriz había organizado cena en su casa con: Darío, Enrique, Almudena y yo. A todos los había visto ya desde mi regreso de China pero con Bea, entre unas cosas y otras, todavía no había coincidido.
Me llevó a la cocina, allí estaban Darío y Enrique. Bea me ofreció una cerveza.
—¿Sabes de lo que me acordé el otro día? —me preguntó Beatriz cerrando el frigo.
—No —dije sonriendo a los chicos que se reían al vernos tan exaltadas.
—Del día ese, el día que… —E hizo un gesto con la mano como si se tratara de mucho tiempo atrás.
—¿Cuál? —pregunté ya muerta de la risa porque sabía que recordar aquello, fuera lo que fuera, no iba a ser una buena idea viniendo de ella.
—El día que, en el Carbono 14 con Lucía… —Y ja, ja, ja, ja, ella sola.
—¿Me hablas de hace 9 años?
—Sí, cuando en los baños…
—¡Callaaaa!
—Y Lucía, que…
—Ah, y tú cuando le dijiste…
—¡Puto finlandés!
—¡Era sueco!
Y ja, ja, ja, ja, las dos.
—¿Sueco? Pues hablaba finlandés.
—Qué coño, si hablaba inglés, tontalculo…
Y ja, ja, ja, ja, yo ya estaba acuclillada en el suelo de la cocina muerta de la risa. Darío y Enrique nos miraban sin dar crédito.
—Que Lucía con lo del abrigo…
—¡Sí! Ay, y luego que no… —Y yo venga a reírme desde el suelo.
Tocaron al timbre.
—Ya voy yo —dijo Darío—, vosotras seguid a lo vuestro.
—Te lo tiraste —dijo Bea cogiendo un poco de aire.
—¡¿Yo?! No me he tirado a un sueco en mi vida.
—¡Que era finlandés!
—Ah, entonces igual sí. —Y las dos ja, ja, ja, ja, y la noche no había hecho más que empezar.
—Os juro que se os oye reír desde las escaleras. —Almudena acababa de entrar en la cocina.
Me puse de pie y la besé. Y luego le expliqué que la culpa era de Beatriz que sacaba lo peor de mí. Salimos todos a la enorme terraza, era la mejor parte de aquel diminuto apartamento.
—Entonces, ¿de verdad que no te importa? —preguntó Almudena por segunda vez a Bea.
—Claro que no, tonta, me parece genial que venga, además así Elvira lo conoce.
Yo sonreí a medio gas porque, sinceramente, conocer al nuevo novio de Almudena me importaba muy poco. Para ser francos, creo que Almu estaba desperdiciando una oportunidad de oro para pasar una larga temporada sola con su hijo, tres iban a ser multitud, qué necesidad tenía de engancharse a alguien después de lo de César, pero qué necesidad, ¡que se lo folle y punto! Y así se lo dije estando en China y así estuvo ella casi 6 semanas sin hablarme. Y es que yo y mi sinceridad teníamos un grave problema para socializarnos. En enero, justo antes de regresar a Madrid, solucionamos las cosas, agaché las orejas y le pedí perdón. Quería demasiado a Almudena, con o sin novio.
—Seguro que te encanta —me dijo Almu chocando su botellín contra el mío.
—Seguro —contesté.
Decidí ayudar a Enrique a preparar la ensalada en la cocina, era una buena excusa para no estar presente cuando apareciera el tipo ese.
—¿Todo bien por China?
—Sí —dije sentándome en la encimera para verle mejor hacer la ensalada, porque como ya he dicho lo de ayudar era solo una excusa—. ¿Y tú?
—Jodido, ya sabes.
En diciembre tuvo que cerrar su sala de teatro. Las deudas le comían la existencia. Visto y no visto. No dije nada. Pegué un trago largo a mi cerveza y esperé a que añadiera algo más.
—Soy un puto fracasado, Elvi —dijo troceando con desánimo la lechuga—. La sala se ha comido todos mis ahorros, ahora tengo 40 tacos sin un puto duro y lo peor de todo es que no sé dónde caerme muerto, ¿qué hago ahora?, ¿dónde busco trabajo?, ¿de qué?, ¿eh?, ¿de qué?
Y dio un golpe tan fuerte sobre la encimera que me sobresalté. Dejé el botellín a un lado y junté las manos.
—Lo volverás a intentar —dije—, todos te envidiamos por eso, porque lo intentas y lo vuelves a intentar. Míranos a nosotros: Darío profe de expresión corporal en una pequeña escuela, Bea colocada en un puesto administrativo en la empresa de su padre y yo me he ido a China a esconder la cabeza. Hemos fracasado, los 4 hemos fracasado en el teatro, pero tú lo volverás a intentar, de eso no tengo ninguna duda, nunca te das por vencido, no eres como nosotros.
Enrique me miró y después volvió a fijar la vista en la ensalada.
—Gracias, tía.
—Y aunque sea comunista tengo algo de dinero guardado en eso que los capitalistas llaman banco, cuenta con él si lo necesitas, no sé en qué gastarlo, todo el mundo me dice que me compre zapatos nuevos pero a mí me gustan estos.
Enrique echó un rápido vistazo a mis botitas desgastadas y con la cremallera rota, luego sonrió.
—A mí también me gustan. Gracias, amiga.
—De nada, camarada.
Y de un saltito me bajé de la encimera y cogí un nuevo botellín de cerveza. Salí de la cocina dejando a Enrique solo. Al regresar a la terraza vi que el novio de Almu ya estaba allí.
—Hola —dije—, soy Elvira.
—Oh, la famosa Elvira, soy Carlos. —Y me dio dos besos.
Intenté disimular la cara de asco, no soportaba que la gente desconocida me besara, cada día lo llevaba peor. Follar sí, besar no.
—Tenía muchas ganas de conocerte, Elvira.
Yo sonreí sin ánimo, no sé si tenía que decir “yo también” o algo así, pero no lo hice, solamente sonreí y sin ánimo, así, con la boca apretada.
—Almu me ha dicho que vives en China, vaya, eres una mujer valiente, que sabe lo que quiere y va a por ello, aunque eso signifique dejar toda tu vida en Madrid, es importante saber dónde estamos y a dónde queremos ir.
¿Este tío era un charlatán de los de  TED o qué? Preferí no contestar porque no iba a saber controlarme y Almudena no se lo merecía. Así que con una nueva sonrisa cínica me coloqué al lado de Darío para apartarme algo del chamán de la palabra.
—Es que Carlos es coach —explicó Almudena, se le notaba algo apurada—, y trabaja para diferentes empresas y a veces le cuesta dejar su trabajo aparcado.
—Ya, coach —dije sin sorprenderme, un pedorro como aquel solo podía ser coach—, qué interesante.
—Lo es —dijo él—. Es fascinante observar nuestros pensamientos y al mismo tiempo analizar las emociones que están generando, es algo liberador porque en realidad no somos lo que pensamos, es importante entender esto para el desarrollo personal, ¿verdad? Debemos ser responsables de nuestros pensamientos pero comprender que no nos configuran como personas. Pero bueno, todos os dedicáis al teatro y supongo que por vuestros personajes entenderéis perfectamente las diferentes aristas en los rasgos de la personalidad.
Miré a Darío con disimulo y luego bajé la cabeza porque iba a empezar a reírme.
—La ensalada ya está en la mesa —dijo Enrique entrando en la terraza—. Oh, hola, Carlos, ¿cómo estás?
—Carlos es coach y dice que nosotros también porque  nos dedicamos al teatro —dije y luego me reí—. Carlos es un tío muy divertido. —Beatriz me quitó la cerveza y me acuchilló con la mirada.
Sentados a la mesa le pedí a Darío que me sirviera vino. Empezaron a hablar unos de algo y otros de otra cosa, yo andaba un poco dispersa, teniendo a Mister Coach sentado a mi lado poco me apetecía hablar.
—Oye, Elvira, dime —vaya, pero a él parecía que sí que le apetecía—, ¿nunca has pensado en asistir a sesiones de coaching? Tienes una personalidad árida, te vendría bien.
—¿Árida? Supongo que será un chiste, ¿no? —respondí. Se hizo un molesto silencio, me di cuenta así que intenté suavizar mi respuesta—. Bueno, quiero decir que llevo 10 años en terapia, suficiente para mí.
—Vaya, 10 años son muchos años, quizá ese tipo de psicología no esté funcionando bien, deberías probar otras maneras de escucharte y entenderte a ti misma. O probablemente tu terapeuta no sea el idóneo.
Por un momento pensé en Óscar, mi psicólogo, y sí, era un tío raro: no bebía café y al despertarse estoy convencida de que salía al balcón para hacer la fotosíntesis frente al sol; pero si en estos 10 años no me había tirado por una ventana había sido gracias a él, de eso estaba más que segura.
—Sí, es posible que no sea perfecto —dije, no iba a discutir con el charlatán aquel, no iba a hacerlo, no, señor.
—Elvira, siento insistir pero en tus respuestas asoma cierta dejadez, incluso frustración, muchas veces es algo fácil de solucionar porque lo que en realidad nos falta son metas, saber qué queremos conseguir. ¿Conoces tus planes después de China? Un buen coach te puede ayudar.
Levanté mi copa de vino y abrí la boca sin saber muy bien qué decir.
—Oye, perdona —intervino Enrique, sorprendida lo miré—, esto del coaching es como la homeopatía a la medicina, ¿verdad?, una puta estafa, ¿no? Así que tienes dos opciones: o te callas la puta boca y nos dejas cenar en paz, porque sí, te aseguro que tenemos problemas, muchos problemas pero lo único que pedimos es una noche tranquila entre amigos, o te largas con tus consejos de mierda de psicología barata. Decide.
Bajé la copa y miré a Almudena, tenía la cabeza gacha. Carlos se levantó, Almudena lo miró y también se levantó pidiéndonos perdón muy bajito. Ninguno más se movió, desde ahí oímos cerrarse la puerta de casa.
—Bien —dijo Enrique.
—Bien —dije yo.
—Bien —dijo Darío.
—Bien, habéis estropeado mi cena. Muchas gracias —dijo Bea. Los tres la miramos con cierta culpa—. Genial, además razón no le falta, ¡no le falta nada de razón! Hay que establecer metas y ¡nosotros somos unos putos acabados!, ¿dónde está el teatro?, ¿dónde está nuestro teatro, ese el que íbamos a escribir o a interpretar o a dirigir?, ¡¿dónde?! —Silencio—. Eso es lo que nos jode…, que nos vean desorientados y frustrados, que nos digan que no sabemos a dónde queremos ir, ¡nos jode! ¡Cobardes y acabados! Pues yo tengo metas, chicos, tengo objetivos. —Cogió su copa de vino—. Mi próximo objetivo es tirarme a un inglés recién salido de la Unión Europea y a un chino que haya sobrevivido al coronavirus, ¡salud!


21 sept 2012

El proceso


El sopor del psicoanalista de Javier Avi

―Llevo viniendo dos años ―dije a Óscar, mi psicoanalista, recolocándome en el sillón―. Dos años ya…
―Sí, dos años.
―Es el proceso, ¿verdad?
―Sí, es el proceso.

Dos años atrás, estaba en Bilbao por Navidad. Había ido al ambulatorio de la Seguridad Social para hacerme unos análisis de tiroides. Había oído que el hipotiroidismo provocaba agotamiento, caída de pelo, dolor muscular, insomnio, reglas irregulares, pérdida de memoria, ansiedad, apatía, irritabilidad… Yo tenía hipotiroidismo.
―Los resultados son negativos, tu tiroides está perfecta ―me dijo la doctora ofreciéndome los análisis.
―No puede ser ―dije―. Tengo hipotiroidismo… Mis uñas, mi pelo… no duermo… ―Empecé a llorar―. Estoy agotada… estoy muy cansada… me pesan las piernas, los brazos… estoy muy, muy, muy cansada… no tengo ilusión por nada… yo...
―Tienes depresión endógena ―dijo escribiendo algo en un papel―. Te remito a psiquiatría. Es un caso claro. Te darán tratamiento con antidepresivos. En unos meses te encontrarás mejor. En el siglo XXI es absurdo sufrir por una depresión ―Levantó la cabeza y me vio con las manos pegadas al pecho y temblando―. ¡No te pongas así, mujer! Hay gente con diabetes, ¿no?, pues a ti te ha tocado la depresión.

―No tienes depresión endógena  ―dijo Óscar, una semana después, tras escuchar mi episodio en la Seguridad Social―. Cargas con material suficiente para sentirte como te sientes, y lo vamos a revisar. Llevará su tiempo, no te voy a mentir. Esto es un proceso, un largo proceso.

Entre todos me iban a marear. Decidí quedarme con Óscar y su largo proceso en vez de con los antidepresivos de la Seguridad Social. Porque los retos siempre me llamaron la atención. Una vez subida al barco, tenía ganas de tirarme cada vez que alguna de mis amigas me contaba las místicas experiencias con sus psicólogos. Marisa es maravillosa, ayer, después de la consulta me abrazó, y me dijo que no me merecía lo que me estaba pasando. Por un momento me imaginé a mi psicoanalista abrazándome y regurgité un espasmo. Elvira ¿cuándo terminas la terapia? A mí Lorenzo me ha dicho que he progresado mucho, que tengo muchísima fuerza, que sabe que es difícil, pero que lo estoy haciendo muy bien, es un verdadero encanto. A mí Óscar me dice que intente ser más puntual. Y no me digas de qué estábamos hablando pero nos dio un ataque de risa, vamos, que tuvimos que dejar la sesión, las dos como locas muertas de la risa. Yo también me reí un día en su consulta, porque estornudé y se me escapó un pedo, Óscar puso cara de voy a hacer que no lo he oído. Y es que nuestro misticismo se quedaba ahí, en un pedo. Mientras que los psicólogos de mis amigas eran los más guapos, listos, cariñosos y graciosos, el mío era el antihéroe emocional.
No, no tengo un psicólogo cool del que contar anécdotas. Es un tío pelín tarado que no va a solucionar mis problemas, ni siquiera a cargar con parte de esa angustia que mutila mis deseos. Porque, en este proceso, he aprendido que Óscar no es más que un simple corrector con la función de tabular el cuaderno de mi vida, para que yo misma pueda leerlo con claridad, y así darle ese sentido que todavía le falta.


―Es un largo proceso, ¿verdad?
―Sí ―respondió Óscar. Parecía cansado. Puso sus manos sobre el vientre y cruzó las piernas. Cerró los ojos. Me quedé mirándolo sin tener muy claro si estaba reflexionando o, simplemente, se había dormido.