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3 jul 2021

Empollones

Desconocido


Estaba en el salón del apartamento de Verónica, sentada en el sofá con su portátil sobre las rodillas.

—¡Pasa la siguiente imagen! —me increpó.

—Ah, vale, sí, sí, la siguiente —y presionando intro cambié la diapositiva del PowerPoint.

Vero me había pedido que escuchara su discurso de presentación de la Universidad de Osaka, así que después de cenar crucé el descansillo y me planté en su casa. Llevaba casi 20 minutos oyendo no sé qué en japonés.

—Vale, eso sería todo, ¿qué te ha parecido?

—¡Muy bien, muy bien, muy bien! ¡Es una presentación soberbia!

—¡Elvi, pero si no has entendido ni una palabra! —Cierto, pero creo que las dos teníamos claro que mi presencia allí era como simple figura de apoyo y eso era lo que estaba haciendo—. ¡No está bien, sé que no está bien! Voy a hacer el ridículo y es posible que al escucharme cambien de opinión y rescindan mi contrato.

Bien, admiro mucho a mi compañera pero hay que matizar que Verónica era la típica empollona del colegio que lloraba histéricamente después de cada examen asegurando que lo iría a suspender, y yo era esa compañera mediocre de al lado que la tenía que consolar aun sabiendo que no solo no suspendería sino que además sacaría un sobresaliente. Sí, todos tenemos en la cabeza a alguien así, ¿verdad?

Apreté la mandíbula con disimulo y me froté la frente con la vista fija en el portátil.

—¡Elvi, no lo puedes entender pero me juego mucho! ¡Mucho! ¡Los japoneses no se andan con tonterías!

—Lo sé, lo sé pero, Vero, vamos, no te van a rescindir el contrato, por favor. Tu CV es brillante y has alcanzado un C1 de japonés en poco más de año y medio, ¡eres un prodigio de mujer! Tienes que estar tranquila.

—¿Tranquila? ¡¿Tranquila?! ¿Qué quieres, que sea como tú? ¿Cómo va tu alemán?

Sí, ese es otro golpe muy habitual de las empollonas: recordarte lo inepta que eres. En vez de gestionar su inseguridad prefieren el ataque hiriente a terceros. Respiré hondo de manera exagerada para mostrarle mi molestia y dejé con calma su portátil sobre la mesita de café.

—Ya no me mudo a Leipzig.

—¿Y eso? ¿Te han descartado?

—No, no, no, he sido yo, les escribí para abandonar la candidatura. Seamos sinceras, no iba a aprobar el examen de alemán. Además… bueno, además… —titubeé recordando que a pesar de que Vero y yo habíamos retomado la relación seguía sin contarle muchas cosas—, me han ofrecido algo interesante en Madrid. Vuelvo a Madrid.

—Pero ¿y Leipzig? No me puedo creer que hayas rechazado la posibilidad de trabajar en una de las mejores escuelas de teatro de Europa solo porque no has sido constante con el alemán. ¡Elvira, por favor!

Sí, y vamos con un nuevo golpe: las empollonas, durante su brote de ansiedad, son únicas en humillarte.

—Vero… —dije resoplando—, no descarto Leipzig en un futuro, pero ahora necesito Madrid, lo necesito con toda mi alma, necesito volver a casa y estoy muy contenta con lo que me ha salido. No busco más.

—Bien, si te conformas con eso...

Dadme un cuchillo, por favor.

Al día siguiente preparaba café a las 5.20 de la mañana. Observaba la cafetera en el fuego y pensaba que ya que me había sincerado con Vero debía hacerlo con Max. Hacía casi dos semanas que me había llegado la oferta de Madrid y todavía no me había atrevido a decirle que dejaba nuestras clases secretas de alemán. Había invertido mucho tiempo en ayudarme y, sinceramente, no sabía cómo se lo iba a tomar. Sé que no había hecho bien las cosas, me sentía muy culpable.

Empujé los hombros hacia atrás delante de su puerta. Saqué el móvil, eran las 5.58, sin dejar de mirarlo esperé hasta las 6 en punto. Dibujé una falsa sonrisa en mi cara y toqué a la puerta. Max abrió.

Guten Morgen, Herr Srrraiba!

Entré sin mirarle a la cara y dejé mi bolso sobre la mesa del comedor. Saqué el termo de café y mi cuaderno y los dispuse con orden. Cuando sentí que se había acercado, levanté la vista.

—Hoy tengo que contarte una casa —dije en inglés. Fui a sentarme pero como él permanecía de pie decidí imitarlo—. Es muy graciosa. La cosa. La cosa es muy graciosa. Muy, muy graciosa. Vas a reírte mucho, Max. —Pero por el momento no parecía hacerle ninguna gracia y me miraba como un cirujano a su paciente antes de operarlo—. Bueno, los dos vamos a reírnos mucho, mucho. ¡Qué divertido! ¡Qué divertido! ¡Oh, dios mío! ¡No te tomo en pelo! ¡En serio! ¡Morimos de la risa! ¡Oh, mi señor! ¡Voy a romper tu culo! —Y al ver su cara me di cuenta de que no había hecho una correcta traducción de “partirse el culo”. Él se sentó así que lo imité inmediatamente—. Vale, sí, es mejor sentarnos. Verás, Max —tragué saliva—, me estás ayudando mucho a aprobar el examen de nivel que me piden en Leipzig, y yo te lo agradezco mucho, mucho, mucho. Pero no me voy a presentar, ¿vale?, no lo voy a hacer. Yo, no. No —dije y sellé la boca sobreponiendo un labio sobre el otro con fuerza.

—¿Por qué no? —preguntó con calma.

—Porque no voy a aprobar.

—No, no vas a aprobar —dijo, agaché la cabeza con vergüenza.

—Me llegó una oferta de Madrid y he aceptado.

—Entonces, ¿regresas a Madrid?

—Sí.

Por un momento me sentí como una niña pequeña justificándose ante un padre autoritario cuestionando sus infantiles decisiones.

—Está bien. Se acabaron las clases de alemán. Nada más que comentar.

—Voy a pagarte, Max, voy a pagar por tu tiempo, por supuesto.

—No necesito el dinero. Está bien así. Entiendo tu decisión, de verdad. Y creo que, por el momento, es la forma más coherente de actuar. Sé lo mucho que deseas regresar a Madrid, no hay día que no lo menciones. Te entiendo y estoy contento por ti.

Lo miré sorprendida, tras el episodio de Verónica pensaba que me iría a encontrar con un frío Max que destrozaría mi poca autoestima insultando mi escasa capacidad para los idiomas. Pero no fue así, como el primer día de clase volvía a enternecerme.

—Voy a pagarte, en serio, voy pagarte —repetía sin poder soltar ni un ápice de mi culpa tras sus palabras.

—Solo te pido que digas algo mejor de mí, ¿no?

—¿Cómo? —pregunté desorientada.

—¿Gollum?

—¿Qué?

—En tu blog Novelife, donde escribe tus cosas, me llamaste Gollum.

Y a veces, solo a veces, se juntan mis dos mundos y cuando ocurre me siento desnuda. Me contó que fue fácil encontrarlo introduciendo mi nombre en internet y que Google le daba la opción de traducir los relatos directamente a alemán. Cerré los ojos y solo quería desintegrarme en mitad de su salón.

—Te pido perdón, pero no es la realidad, son tonterías que escribo, no es la realidad. —Aquella no-realidad me había costado más de un enfado de varios amigos míos, cierto.

—Solo di algo mejor, creo que no todo es tan feo en mí, mis ojos por ejemplo —dijo entornando su silenciosa mirada de azul intenso—. Puedes decir que se parecen al mar Báltico —sugirió y lo miré absorta, engullida por sus ojos, como quien admira el mar Báltico desde el tranquilo paseo marítimo de Travemünde.

—Lo haré —dije sonriendo.

Recogí mis cosas y sin atreverme a abrazarlo salí al descansillo, nuestro descansillo.

—Gracias por todo, Max, es probable que vuelva a intentar Leipzig en un par de años.

—Bien, a mí no me llames para ayudarte.

Solté una carcajada que no esperaba. Y después quedé en silencio mientras en mi cabeza lo abrazaba con fuerza y le agradecía que fuera un empollón diferente.

  

24 jun 2021

Azaleas entre cajas


'Marlene Dietrich with her luggage' por Martin Munkácsi, 1936


Mi estudiante me pidió que lo esperara al fondo. Lo vi acercarse al mostrador sorteando los sacos y paquetes que inundaban el suelo de la oficina de Correos del campus.

—¡Profesora! —Al girarme vi a una alumna de último año de Grado cargando una enorme bolsa de plástico duro amortajada con cinta aislante—. Profesora, ¿qué hace usted aquí? ¿También quiere mandar sus cosas a España? ¿Cuándo se va? ¿Se va para siempre?

No sabía ni por dónde empezar, así que di la vuelta al cuestionario.

—¿Y tú? ¿A dónde mandas ese bulto tan grande?

—Oh, profesora, ¡24 kilos, 24 kilos! ¡Madre mía, madre mía, madre mía!

—¡Sí, madre mía! —dije riéndome. A los estudiantes les encantaba utilizar expresiones como aquella, les hacía sentir que hablaban un español fluido.

—¡Ya nos hemos graduado, profesora! Ahora debo meter estos 4 años en cajas porque me traslado a Guangdong, he conseguido trabajo en una compañía muy importante de importación y exportación.

Qué poco valemos, pensé, si nuestra vida se puede plegar en una maleta. La miré con cariño, adivinaba su ilusión, empezaba una nueva vida, no recuerdo la última vez que sentí el vacío de empezar de cero con ese entusiasmo.

Mi estudiante regresó con la información.

—Ya no quedan cajas, profesora, debe traer aquí sus cosas y ellos mismos se encargarán de empaquetarlo.

—Es lo más conveniente —intervino la alumna—. Traiga sus cosas, no se preocupe, aunque sean de valor. Todo llegará a su destino.

—Bien, bien  —dije mirando a uno y luego a la otra—, eso haré.

—De acuerdo, ahora vamos a salir de aquí, hay demasiada gente —Y mi estudiante, abriéndose paso, me mostró el camino de salida.

—¡Suerte en Guangdong! —grité a mi alumna dejándola atrás.

Ya en la calle mi estudiante volvió a explicarme con más calma las posibilidades que tenía de enviar a España los 6 kilos que no me entraban en la maleta. Lo escuchaba con la cabeza baja mientras dibujaba eses en el suelo con la punta de mi chancleta. Pensaba en lo vieja que me sentía, en lo vieja y cansada que me sentía. Pensaba en mi futuro tan mal trazado y en lo, curiosamente, poco que me importaba, aterrizaría en algún lugar, como siempre. Como siempre. Levanté la cabeza.

—Gracias por tu ayuda y tu tiempo —dije a mi estudiante que se fue con las manos metidas en su sudadera arrastrando los pies.

Antes de llegar al edificio de apartamentos para extranjeros oí nuevamente gritar detrás de mí: “¡Profesora, profesora!”. Me di la vuelta y un estudiante de mi grupo de teatro alzaba la mano entre zancadas.

—Profesora… —repitió recobrando el aire una vez que me hubo alcanzado. Apoyó las manos en sus rodillas mientras gesticulaba con cansancio—. Dicen que se va.

—Sí, estamos casi en julio, todos regresamos a nuestras casas.

—Dicen que no va a volver. ¿No va a volver el próximo curso?

Tomé aire y levanté los hombros.

—No, no voy a volver.

—¿Y el teatro?

—Vendrá otro profesor, pedidle formar un grupo teatral universitario, seguro que lo hace encantado.

—Profesora —se irguió—, profesora, por favor, por favor… Yo, voy a echarla mucho de menos…

Comenzó a llorar sin esquivar mi mirada, la contuvo y lloró con entereza. Me dobló por dentro. Me agarré del estómago, estas situaciones no se me daban bien. Me acerqué a él y con un torpe “anda, ven aquí” lo abracé con muchísima fuerza. Había pasado 4 meses espantosos en China, comenzando por una cuarentena en un hotel donde los derechos humanos brillaron por su ausencia y terminando con un ambiente de película de terror en el departamento de la universidad. Sin embargo, aquel abrazo me devolvió el sosiego que creí haber perdido un día y al que nunca me molesté en buscarlo de nuevo. Respiré hondo y lo apreté con más fuerza porque me di cuenta de que era el primer abrazo que daba en 4 meses.

 —¿Usted también llora? —me preguntó al separarnos. Asentí con la cabeza—. Dicen que los abrazos convierten piedras en azaleas.

—¿Eso dicen? —sonreí.

—Sí, eso dicen.

Subí las escaleras de mi edificio con lentitud mientras me sonaba los mocos. Al llegar al descansillo de mi piso me percaté de que la puerta de la casa de Verónica estaba entreabierta. Asomé la cabeza. La vi sentada en el suelo del salón rodeada de cajas vacías a medio montar, ropa esparcida a su alrededor al igual que un montón de papeles y fotografías.

—Hola, ¿y todo esto? —pregunté ya con medio cuerpo dentro.

—Estoy decidiendo qué me llevo y qué tiro a la basura. Odio las mudanzas, nunca sé qué hacer, no me sé organizar, ¡las odio, las odio!

Entré en el salón, me senté junto a ella y la abracé con fuerza.

—Pero ¿qué haces?

—Convertirte en azalea.

Verónica soltó una carcajada y me pidió que la soltara. La solté y me quedé allí sentada viéndola organizar sus cosas y pensando en lo mucho que la iba a echar de menos sin atreverme a decirle nada.

 

17 jun 2021

Extraños en un descansillo

Strangers on a train de Alfred Hitchcock (1951)


—Por eso necesito que me ayudes —dije en inglés.

Era la primera vez que hablaba con él y lo hacía en el descansillo del tercer piso, junto a su puerta. Max y yo éramos vecinos, lo fuimos desde el primer día que me instalé en el campus chino pero, a pesar de conocernos, nunca nos habíamos dirigido la palabra porque él tenía fama de raro y supongo que yo también.

—Lo siento, no puedo —contestó.

—¡Eres profesor de alemán! —Sí, me acababa de cabrear—. ¿Por qué no puedes darme clases?

—Puedo darte clases, pero no quiero, no vas a aprobar el examen de nivel, por lo tanto es perder el tiempo, no me gusta perder el tiempo.

Lo último que necesitaba en ese momento era aquella lógica aplastante de un hombre tan hirientemente directo.

—Vale, imagina que necesitas aprobar un examen de español muy importante en 6 semanas, yo te ayudaría —argumenté mostrando mi cara más dulce.

—No necesito aprobar ningún examen de español.

—Lo sé, lo sé, solo imagínalo.

—Imaginar algo que no va a ocurrir es absurdo.

—¡Virgen santa! ¡Deja de ser tan alemán! —grité en español. Me miró sin mover un músculo de su cara, parecía estar hecho de cera—. Perdona, perdona  —dije de nuevo en inglés—, no te estoy gritando, de verdad, lo parece pero no. Es solo mi carácter que es muy alegre y a veces grito con alegría cosas, cosas, así… Soy española, demasiado sol, el sol da alegría, en Alemania no hay sol pero… hay coches, muchos coches, coches bonitos, rápidos, caros, capitalismo… Necesito que me ayudes, por favor.

Max resopló.

—Está bien. Voy a ayudarte.

—¿De verdad? Gracias, gracias, gracias, muchas gracias, danke, super danke, mil millones de dankes.

—Mañana baja a mi casa a las 6.30 de la mañana. Sé puntual, por favor.

—Claro, sí, sí, sin problema, puntual, puntual, soy española: sol y puntual. Hasta mañana, Herr Max.

—Herr Schreiber.

—Oh, perdón, Herr Srraiba. Ich bin Frau Rebollo… —¡Pum!—. Hallo?

Cerró la puerta con desprecio pero yo respiré tranquila, tenía lo que quería, yes! Sin embargo la gozadera me duró poco tiempo porque antes de llegar al descansillo del cuarto piso me topé con ella.

—¡Verónica! ¿Qué…? —Hacía algo más de dos semanas que no nos veíamos a pesar de vivir puerta con puerta y trabajar en el mismo departamento.

—Elvi, Elvira, Elv… ¿subes?

—Sí, ¿tú bajas?

—Sí, sí.

—¿Bajas abajo?

—Sí, sí, abajo voy. Tú subes, ¿no?

—Sí, sí, arriba. A casa. Subo arriba.

—Ah, vale, bien, sí, vale, pues… Me gusta tu pantalón, el peto…

—¿Eh? Oh, es… sí, parezco una granjera, ¿no?

—Es muy bonito, estás, estás, estás muy guapa.

—No, no, no, tú, tú, tú… —Jo, la echaba de menos, si la pudiera retener un poquito más—. ¿Qué tal todo? ¿Tu japonés progresa?

—Sí, sí, muy bien. Sí. —Sonrió, qué bonita era cuando sonreía—. ¿Y tu alemán?, ¿bien?

—Uy, sí, sí, mi alemán fenomenal, muy fluido, mi alemán ya vuela solo, sí, sí.

—Vaya, me alegro. Podrías practicar con nuestro vecino, Hans creo que se llama.

—Max.

—Sí, eso, Max, ¿ya has hablado con él?

—¿Yo? No, no, nunca, no sé ni quién es, no me viene su cara ahora mismo. —Está bien, la echaba de menos, pero tenía claro que iba a mantener mi vida alejada del pozo que Narumi y ella representaban, ya me tiraron una vez, no les iba a dar información para que me tiraran una segunda. 

—Bueno, podría ayudarte pero dicen que es muy raro, no habla con nadie y siempre con la misma ropa, ese pelo, no sé…

—Ni idea, ni idea.

En ese momento se abrió la puerta del tercero derecha. Max salió de casa, al verme en lo alto del siguiente tramo de escaleras me señaló, nerviosa fijé la mirada rápidamente en Verónica.

—¡Ey, Elvira!, mejor a las seis, hay mucho trabajo. Mañana a las seis en mi casa —dijo y sin esperar respuesta bajó a zancadas las escaleras.

Verónica me miró, yo la seguía mirando a ella sin parpadear y Max ‘Gollum’ ya estaría en la calle buscando el anillo.

—Entonces, ¿te va a dar clases? —preguntó.

—¿Qué clases?

—Las del vecino.

—¿Qué vecino?

—¡El alemán!

—¿Qué alemán?

Esta técnica la aprendí de los chinos: “¿Los tanques aplastaron a más de diez mil estudiantes en Tiananmen?”; “¿Qué tanques?, ¿qué estudiantes?, ¿qué Tiananmen? Next!”. Y así es como China construye su historia sobre unos hechos encadenados de atrezzo. Nunca negar, solo ignorar.

—Vamos, Elvira, somos amigas —dijo.

—Sí, claro, lo somos, Vero. —Pero no quería que mis actos estuvieran en boca de todos y Verónica seguía siendo una grieta al estar tan unida a Samara.

—Narumi y yo nos hemos distanciado, ¿sabes? Bueno, sin más, que entiendo que no quieras contarme nada pero que sepas que puedes hacerlo.

—No hay nada que contar, Vero —Y con cierta tristeza comencé a subir de nuevo los escalones despidiéndome con la mano.

A las seis de la mañana del día siguiente, Max me abría la puerta de sus casa.

—¡Buenos días, Herr Srraiba, he traído café! —dije con el entusiasmo de una niña.

—Schreiber.

—Sí, Srraiba. Café.

Nos sentamos en la mesa del comedor. Estaba ciertamente conmovida porque Max había preparado muchísimo material, también había organizado el trabajo por semanas junto a un plan de acción que me explicó al detalle.

—Vaya, no sé qué decir, Max, eres muy amable.

—Bien, ya te lo he dicho, no me gusta perder el tiempo, debes comprometerte a cumplir estos objetivos y desde ahora solo hablaremos en alemán, ¿de acuerdo?

—Claro, perfecto, perfecto.

Y entonces empezó:

—Fr$kschsstrgt&β chw%rthgdc€rrkgrt bxβjsschl@ lprthch, Pfvbrrd.

—Perdona, lo de no pronunciar vocales ¿es por una cuestión cultural o para ver quién se ahoga antes?

No lo podría confirmar al cien por cien pero creo que se rio.

La siguiente hora y media la pasamos entre ejercicios, estructuras gramaticales, textos y un bochornoso intento de expresión oral por mi parte. En todo momento Max, sin separarse un ápice de su gesto serio, me animaba con frases en positivo: correcto, así es, bien-bien, sí, suenas muy alemán. Y cuando cometía errores tan solo me pedía que repitiera la frase y con su bolígrafo me señalaba donde estaba la confusión. Al final, aquel desgarbado e huidizo desconocido escondía a un magnífico profesor, paciente y muy amable.

—¿Quieres comer algo? —preguntó en inglés al levantarme de la mesa para irme, pero antes de que pudiera contestar me ofreció una rebanada de pan de molde—. Si quieres tengo mostaza.

—Genial, pan con mostaza, todo un chef —dije cogiendo la rebanada con dos dedos.

—Además de mi tiempo, ¿quieres robarme la comida?

—Lo siento, de verdad. —Me reí—. Estoy muy agradecida, en serio, eres un profesor excelente.

—Lo sé pero no vas a aprobar.

—Y un coach de mierda.

—¿Acaso hay algún coach bueno?

Heeeeeeeey! —grité levantando la mano.

—¿Qué haces?

—¡Choca! ¡Choca esos cinco! ¡Choca! Por la mierda-coach.

—No voy a chocar.

—Vale, no vas a chocar… —y me metí parte de la rebanada en la boca.

Recogí todas mis cosas y aunque insistí en que se quedara con el café que había sobrado en el termo, no quiso, así que también lo metí en el bolso.

—Está bien —me dijo en la puerta de su casa—, mañana a las seis. Sé puntual, por favor.

—Claro, puntual, puntual. Muchísimas gracias por tu tiempo y trabajo, estoy impresionada, de verdad.

—Normal. —Apoyó la espalda en el marco de la puerta, metió las manos en los bolsillos y con una sonrisa torcida dijo—: Dicen que soy perfecto.

—Oh, sí, sí, no hay más que ver tu mugrienta ropa y ese churretoso pelo.

Fue decirlo y lamentarme. Cerré los ojos con culpa. Solo quise ser divertida, pensaba que el momento lo permitía pero está claro que no supe hacerlo. Max dio un paso adelante, yo con miedo di uno hacia atrás. Sabía que había cruzado la línea de lo asumible como “broma”, siempre me pasaba lo mismo, mi cerebro parecía confundir chiste con impertinencia, por eso estaba tan sola. Antes de que pudiera pedirle disculpas, Max dijo:

—¿Qué ropa?, ¿qué pelo?

Sonreí aliviada. Dos raros inadaptados saben entenderse, pensé.

—Hasta mañana, Herr Srraiba.

Bis morgen, Frau Grebolo.

 

30 may 2021

Ratitos disfrutones

 

Desconocido

—¿No hay cerveza? —pregunté en chino a la dependienta del supermercado del campus, una joven de poco más de 20 años con camiseta roja y pantalones azules que reorganizaba las baldas del segundo pasillo.

—¿Cerveza? Hay. Hay cerveza. Hay, hay. —Dejó su tarea y se encaminó al fondo del supermercado. Allí me señaló casi una docena de cajas alineadas en el suelo—. Cerveza.

Lo primero que pensé fue que habría una nueva normativa en la que estaría prohibido exhibir la cerveza en los supermercados de dentro de la universidad, las reglas en China se modifican cada 5 minutos y esta última no la conocía, desde luego.

—Bien —dije—. ¿No hay cerveza fría?

—¿Fría? Hay. Hay cerveza fría. Hay, hay. —Se dio media vuelta y me mostró un pequeño frigorífico—. ¿Cuántas?

—Quiero dos. Perdona ¿esa cuál es?

—¿Esta? —repitió alcanzando una lata verde y blanca—. Esta es cerveza local.

—Bien, quiero dos —dije, así que me dio dos de las locales—. No, quiero dos Tsingtao y locales. —Así que me quitó esas cervezas y sacó una Tsingtao y una local. Dos en total. —No, no quiero así —dije algo nerviosa en mi chino macarrónico—. Quiero cuatro, cuatro.

—Ah, bien, bien. —Y sacó cuatro cervezas Tsingtao y cuatro locales y me las puso sobre los brazos, encima de las dos que ya tenía de antes—. ¿Bien?

—Muy bien —respondí, era viernes noche y mi fuerza para discutir se la había llevado una pésima semana.

La acompañé hasta la caja registradora y justo antes de poder dejar las 10 cervezas sobre el mostrador escuché:

—Oh, ¿la ayudamos, profesora?

¿Profesora? Giré con pavor sosteniendo parte de las latas de cerveza con mi barbilla.

—Chicos, ¿qué tal? —dije a un grupito de tres estudiantes de grado—. No, no, no os preocupéis, puedo yo sola.

Y me di la vuelta fingiendo naturalidad, como si aquella escena no representara claramente el ocaso irremediable de una profesora ya sin vocación. Deposité las latas en el mostrador y tragué saliva.

—¿Va a hacer una fiesta, profesora?

—¿Qué?

—Una fiesta. ¿Con los profesores Raúl, Marina y Verónica?

—¿Eh?

—¿Con todos los profesores?

—Eh… sí… sí, sí, voy a hacer una fiesta en mi casa, todos los profesores van a venir. Todos, todos.

Nerviosa, sin dejar de mostrar una falsa sonrisa, pagué con la aplicación de Wechat y con impaciencia metí las 10 latas en la pequeña bolsita de plástico. Adiós, chicos, dije saliendo por fin del supermercado y sintiéndome algo liberada. Esta semana no había hecho más que empeorar mi situación en China. Había caído al pozo, me habían tirado. Y lo más triste es que no fue solo Samara sino que mi Verónica estaba a su lado para ayudarla.

—Elvi, te prometo que solo le dije que no ibas a renovar, nada más —intentaba explicarse Verónica, el martes, sentada frente a su mesa del despacho sin atreverse a mirarme—. No tenía ni idea de que Narumi lo iría contando por ahí y mucho menos que dijera las cosas que ha dicho de ti, todo fue un malentendido. Créeme, nunca hablaría mal de ti, bueno, ni mal ni bien, no sé… fue… yo…

Sentí el agua fría del pozo calarme primero la espalda y después el cuerpo entero. Con lentitud recogí mis cosas del despacho, las fotos, los libros y el bote de los bolígrafos y lo metí con desgana en el bolso.

—¿Qué haces, Elvi?

—Trabajaré desde casa en mis horas libres. Así tienes más espacio para ti y para tus chismes con Samara.

—Elvira, no seas injusta, todo ha sido un malentendido y te prometo que jamás volverá a pasar. Pero entiéndeme, necesito a Narumi. La necesito, debo seguir viéndola, Osaka no va a ser fácil, tengo que ir muy preparada, ella me puede ayudar mucho.

—Por muy raro que te parezca, Vero, yo a mis amistades no les saco provecho, solo ratitos disfrutones. Ya ves qué simple soy.

Me coloqué el bolso en el hombro y salí del despacho sin un adiós que cerrara la puerta. Desde el martes no había vuelto a saber nada de Verónica y parecía que iba a ser la tónica de mi nueva vida en el campus.

Atravesando el aparcamiento del supermercado comencé a tararear mi canción para los malos momentos:

—Un suicida se balanceaba sobre la cornisa del CapitoooôôÔÔÔL y como veía que no se tiraba fue a llamar a otro suiciiiiîÎÎÎda, dos suicidas se balanceaban…

Nos la inventamos Enrique y yo, hará cosa de 11 años, sentados en un banco de la Plaza de las Descalzas a las 4 de la mañana, tras una noche para olvidar.

Ya en casa dejé la bolsa de latas de cerveza sobre la encimera de la cocina.

—… doce suicidas se balanceaban sobre la cornisa del…

Saqué una lata y la abrí, pegué un primer sorbo a morro y poco convencida cogí un vaso y vertí el resto. Rebusqué en el bolso y comprobé el móvil, tenía 3 llamadas perdidas de Almudena, hoy no, Almu, pensé en voz alta, hoy no. Tomé la cerveza y me senté en el sofá. Abrí la última conversación con Joan en WhatsApp y lo llamé.

—¿Joan?

—¿Elvi? Jo, qué liada tengo.

—¿Te llamo en otro momento?

—No, amor, dime, dime, ¿pasa algo? Raro que me llames a estas horas.

—No, no, nada, solo que pienso cosas, cosas… Sé que no soy fácil, sé que una persona fácil no podría sentirse tan sola, y yo…

—Joder, ya está vomitando otra vez. ¡Tomás!, ¿qué pasa, Tomás? Este gato no está bien, no está bien. Perdona, cariño, es que ya andaba mosqueado porque hace dos días que no hace cacas, así que he pensado en llevarlo al veterinario y, mira, preparando el trasportín otra vomitona y es la tercera en la mañana, joder… Cacas no pero lo que vomita este gato, la madre que…

—Ya… Sí, sí, pobre, a ver si las cacas… Bueno, te llamo luego, ¿prefieres?

—No, no, mi vida, dime, dime. Voy bien, le acabo de meter en el trasportín, salimos para el vete, dime, tengo un ratín antes de llegar.

—Vale, ¿sí?, de acuerdo. No, verás, es que me doy cuenta de que quizá mi forma de ser no es conveniente, la culpa no siempre puede ser de los demás…

—¡Trinidad! Sí, tranquila, me lo llevo al veterinario, pero está bien, que hace dos días que no hace cacas. Claro… ¡Pues justo estoy hablando con ella! Ahora se lo digo, no te preocupes, adiós, adiós. Trinidad que muchos besos, que la escalera sin ti no es lo mismo. Qué buena mujer es esta señora.

—Sí, dale muchos besos también a ella. No, a ver, lo que te decía, era que a veces peco de culpar a los demás y… Si el problema es mío debo solucionarlo desde dentro y voy a cambiar, Joan, sé que para ti no es fácil estar conmigo…

—Cariño, por favor, no digas eso, eres la mujer más… ¡Adela!, pues ya ves, que le gusta darnos sustos, me lo llevo al veterinario, que no hace cacas… Sí, dos días ya sin hacer cacas.  —Me bebí el vaso de un trago—. Sí, sí, si vomitar vomita mucho pero cacas nada, nada de cacas. —Miré seria a la pared, por lo menos no teníamos hijos—. Sí… Parece que muy bien, sin problemas. En julio ya llega, ahora, casualidad, la tengo al teléfono, vale, vale, de tu parte. Oye, muchos besos de Adela, la de la farmacia, me ha preguntado por tus ojos, con ganas de verte.

Fingí estar recibiendo una llamada entrante de la profesora Wang y colgué prometiéndole que lo llamaría al día siguiente. Me levanté y abrí una nueva lata de cerveza, esta vez no la eché en el vaso. Pegué un par de sorbos y la dejé sobre la encimera de nuevo. Miré a través del ventanal de la cocina y no sé si fue porque vi pasar a una pareja de estudiantes cogidos de la mano o porque uno de los árboles del camino estaba torcido o porque la papelera desbordaba basura, no lo sé, la cosa es que me llevé las manos a la boca y ahogué un grito que llevaba tiempo agarrado a mis costillas. Qué espesa es la soledad cuando no es elegida.

A mi lado vi el móvil vibrar, llamada de Almudena. Hoy no, Almu, hoy no. Y lo ignoré.

—Quince suicidas se balanceaban sobre la cornisa del CapitoooôôÔÔÔL y como veían que no se tiraban fueron a llamar a otro suiciiiiîÎÎÎda, dieciséis suicidas… —El móvil volvió a vibrar, esta vez acepté la llamada—. ¿Qué?

—Elvi, te necesito, la acabo de liar muy, muy, muy gorda.

Cogí mi lata de cerveza y me senté en el suelo de la cocina apoyada en los muebles bajos. Escuché a Almudena. Su ex César se casaba. Hasta ahí nada interesante, un idiota menos en el mercado. Todo bien. El problema llegó cuando hoy, Almudena, después de comer y algo aburrida, decidió cotillear quién era esa tal Sandra Mejías Salvador, futura mujer de César. Y no se le ocurrió mejor idea que hacerlo por Instagram.

—No tienes Instagram.

—Un poco sí —contestó.

—¿Un poco?

—Es un perfil falso. No soy yo, bueno, soy yo pero no, es para ver cosillas, ya sabes.

—Ya, para ver si la nueva mujer de tu ex es mejor que tú o no.

—Exacto.

—Viva la sororidad.

La cuestión es que entre cotilleo y cotilleo le dio sin querer a dos fotos “me gusta”.

—¡Sopla! —dije.

—¿Qué?

—¡Sopla!, a veces se van los corazoncitos de “me gusta” soplando.

—¡Elviraaaaaa!

Y entonces empezó el…: Nunca me ayudas, no te tomas en serio mis problemas; eso no es verdad, sopla y si no funciona, cierra la aplicación, reinicia el móvil y ya; ¿pero qué tontería es esa?; pues sopla más fuerte; ¡eres una inútil, Elvi!; ¡jajajajajaja!; puta, no te rías; ¡sopla!; ¡jajajajaja!, coño, ya soplo; jajajajajajaja; jajajajajajaja; dieciocho suicidas se balanceaban sobre la cornisa…; ¿qué hacemos?; ¡haces!; ¿qué hago?; no te conoce, síguela; ¿qué?; ¡síguela!, jamás adivinaría que ese falso perfil pertenece a la ex de su marido; ¿la sigo?; ¡sopla primero!; jajajajajaja; jajajajajaja; ¡ya!, ¡la sigo!, ¡la sigo!, ¡qué fuerte!; qué perra, sigues a la mujer de tu ex; ¡zorra! Jajajajajaja; ¡puta! Jajajajajajaja; ¡sigo a la mujer de mi ex!

No sé ni el tiempo que estuvimos riéndonos hasta que Almu con su inocencia dijo:

—Ay, Elvi, no sé qué haría sin nuestros ratitos disfrutones.

Se me atascaron sus palabras tan dentro que tuve que soltar el vaso de cerveza y apretarme con ambas manos el esternón para ver si pasaban. Imposible, estaban agarradas bien adentro y, aunque intenté contralarme, empecé a llorar con una angustia espesa e inagotable. Almu quiso tranquilizarme con mucho cariño pero el llanto no cesaba, me daba golpecitos en el pecho para intentar que remitiera pero hasta que no pasó largo rato, no pude dejar de llorar.

—Elvi, cariño, ¿pero qué te ha pasado?

—Nada —respondí—, que he vomitado porque llevaba dos días sin hacer cacas…