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4 may 2020

Pandemia hay más que una

My opinion about you por Agnes Ceciles


Eran poco más de las 10 de la noche. Subía por la calle Montera. Estaba nerviosa. El Gobierno había elaborado un plan de  desescalada para salir del confinamiento por la pandemia y volver, en poco más de dos meses, a la supuesta normalidad.
Al llegar al semáforo de la Gran Vía los vi bajando Fuencarral.
—¡Almudena! —grité, y tanto ella como su hijo Abel me miraron.
Empecé a zarandear los brazos en el aire, como si estuviera parando un avión en plena pista de aterrizaje. Almudena hizo lo mismo. Su hijo, en cambio, metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza. Me reí. El semáforo se puso en verde y crucé corriendo. Ya en la acera opuesta, Almu y yo empezamos a saltar y a gritar a casi dos metros de distancia.
 —Jo, mamá, para ya, me estáis dando mucha vergüenza.
Aquello era imposible pararlo, las dos estábamos dobladas de risa y como no podíamos abrazarnos perdíamos solas el equilibrio.
Continuamos el paseo por la Gran Vía. Abel pidió prestado el móvil de su madre y se adelantó casi 10 metros, éramos dos viejas bochornosas para él. Almu y yo caminábamos en paralelo, a uno o dos metros de distancia, no lo sé bien, la cosa es que cada dos por tres un runner atravesaba nuestro espacio de seguridad, nos reíamos, Madrid nunca había tenido tantos corredores en sus calles como en estos últimos dos días.
—¿De verdad crees que es seguro esto de llevar mascarilla? —pregunté—. Yo la tengo empapada, es que cuando me río se me cae la baba por dentro.
—Joder, qué cerda eres.
Y las dos otra vez partiéndonos de risa y cuanto más me reía, más se me subía la mascarilla, me tapaba casi los ojos. Así que hice la gracia completa y me la subí hasta la frente, tenía la cara tan pequeña que la mascarilla me la cubría entera.
—¡Mira, mira! —le gritaba a Almudena que me pedía que parara porque se estaba meando pero meando de verdad, lo dicho, dos viejas bochornosas.
Y así era imposible avanzar. Supongo que las cosas no tendrían tanta gracia pero, por decirlo de alguna manera, habíamos destapado una lata de cerveza que llevábamos agitando desde hacía dos meses.
Me contó anécdotas de su teletrabajo y yo de mis estudiantes y por supuesto aquellos chismes no nos tranquilizaron, todo los contrario, el ataque de risa iba en aumento. No llevábamos ni 15 minutos juntas y ya me empezaba a doler la tripa, al día siguiente tendría agujetas fijo, ¡y sin correr!
Más o menos a la altura de Callao, Almudena me hablaba de Carlos y en ese momento yo le hice un par de bromas sobre lo agotador que debía ser salir con un coach, ella se llevó las manos al estómago y se paró en seco.
—Almu, no te lo tomes así, no hablaba en serio, bueno, es cierto que debe ser agotador e insoportable pero ya sabes que siempre me refiero a ellos como…
—¿Dónde está Abel? ¡¿Dónde está Abel?!
—Ahí delante —dije y lo señalé. El crío seguía yendo a 8 o 10 metros por delante de nosotras absorto en el móvil.
Almudena todavía inmóvil se dio la vuelta, vi cómo observaba al chico que nos acabábamos de cruzar. Se bajó la mascarilla y respiró nerviosa.
—No es él, Almu, no es él —dije al entender la situación.
—Es que con mascarilla puede ser cualquiera.
—Ya no vive en Madrid.
—Eso no lo sabemos —dijo dándose la vuelta y mirándome de nuevo. Después me preguntó—: ¿Aquella noche lo hubieras hecho de verdad?
Creo que fue hace 8 o 9 años, no sé, no lo recuerdo bien. Abel era muy pequeño, tendría poco más de dos añitos. Almudena me llamó de madrugada, lo sé porque estaba de fiesta en casa de Gael y al ver la llamada contesté gritando que se viniera, ella decía cosas, no la oía así que me metí en el baño y le repetí una y otra vez que se viniera, cuando dejé de hacerlo oí su voz claramente.
 —Me ha llamado, dice que viene a buscar a Abel, dice que se lo lleva.
Salí del baño. ¡Mi bolso, mi bolso!, pedía a gritos a Gael. Lo encontró, me lo dio y corrí como nunca por Madrid. Atravesé Chueca, Tribunal, Glorieta Bilbao, Quevedo, hasta llegar al 39 de Bravo Murillo. Los pulmones se me iban a salir por la boca. Almudena abrió la puerta y, tras cerrarla con prisa detrás de mí, nos abrazamos.
La relación con el padre de Abel nunca fue buena, por describirlo de la manera más maquillada. Hacía unos meses que los había abandonado de la noche a la mañana. En verdad fue un alivio para Almu, el problema llegó unas semanas más tarde cuando empezó a acosarla con llamadas y amenazas de llevarse al niño. Llegó a aparecer en la guardería e incluso, hasta en 6 ocasiones, los esperó dentro del portal de casa. Doce denuncias llevaba puestas Almudena contra él sin que la policía pudiera hacer nada ya que, según la ley, aquel hombre no había cometido ningún delito.
—Va a venir —dijo. Temblaba.
—Vale, ¿has llamado a la policía?
—¿Para qué?          
Me costaba mucho pensar.
—¿Estaba tranquilo o…?
—No, no lo estaba, supongo que habría bebido.
—Vale, vale… —Necesitaba pensar pero no podía—. Dame un poquito de agua, Almu, por favor.
Al regresar con el vaso de agua, Almu tropezó con la alfombra, dio un pequeño traspié. Entonces, lo tuve claro.
—Almudena, escúchame muy bien.
—Sí.
—Cuando llegue, vamos a abrir la puerta.
—¡No!
—Sí, a él le costará mantener el equilibrio, sabes cómo se pone. Será fácil.
—¿Qué?                        
—La barandilla de las escaleras es pequeña. Puede tropezarse.
—¿Qué…?
En ese momento tocaron el timbre por lo menos 10 veces seguidas. El muy hijo de puta seguía teniendo las llaves del portal. Almudena y yo miramos a la entrada en silencio, no nos movimos. Después llegaron los puñetazos contra la puerta acompañados de insultos. Almudena y yo nos agarramos de la mano y seguimos mirando al frente. Los gritos y los golpes continuaron por lo menos 30 minutos más, hasta que oímos a la policía subir por las escaleras, fueron los vecinos quienes avisaron. Almudena se dejó caer al suelo de rodillas.
—Nunca se va a acabar… —susurró cuando me agaché junto a ella.
Aquella tortura duró casi dos años y después, sin saber por qué, cesó. Nunca más se supo de él. Ni llamadas ni visitas inesperadas. Varios conocidos le dijeron que ya no vivía en Madrid, unos decían que en Huesca y otros que en Zaragoza. Sin embargo, para Almudena siempre ha seguido estando en Madrid: en el metro, al fondo de un bar, frente a su oficina, en el patio del cole de Abel y, ahora, detrás de cada mascarilla. Una vida completamente condicionada por el miedo.
—No, claro que no lo hubiera hecho. Dije muchas tonterías aquella noche, lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —dijo. Se subió de nuevo la mascarilla y continuamos nuestro paseo como dos mujeres preocupadas por la pandemia.

3 abr 2020

En busca del tiempo perdido

Compañeros en la Luna  de Javier Avi


—Voy a aprovechar el confinamiento para aprender a tejer y te voy a hacer un jersey de lana  —dije a Joan mientras preparaba el café.
—Ajá.
Joan dice que cuando no sé en qué invertir mi tiempo lo termino haciendo en actividades digamos que poco prácticas para mi vida, como cuando me dio por aprender coreano o cocina molecular o maquillaje de caracterización o Aikido o… Pero no es cierto, ¡claro que no es cierto!

Hace algo más de 8 años vivía en Madrid y todos mis amigos del máster habían triunfado. Es decir, Beatriz decidió irse a Berlín para empaparse del teatro épico alemán, Darío a Buenos Aires para formarse en teatro del cuerpo, Ernesto acababa de ganar el Premio Nacional de Jóvenes Dramaturgos con una obra que en origen era mía y Enrique, con la coartada de escribir teatro, se había esfumado de mi vida. Vale, es cierto que yo hacía año y medio había publicado mi primera novela y ahora la editorial me pedía la segunda, a lo que me negaba en rotundo porque antes de seguir escribiendo mierda prefería tirarme por la ventana.
—¿Piensas en tirarte por la ventana frecuentemente, Elvira? —me preguntaba Óscar, mi psicólogo.
—No, no, no, frecuentemente no, solo a veces.
—Ajá.
Tampoco me veía con fuerzas para embarcarme en un doctorado en ese momento, aunque algunos profesores me insistieron en ello, pero no. Yo quería algo que… yo… a mí lo que en realidad me llenaría sería…
—¿Astrofísica? —me preguntó Gael con cara de avestruz.
—A ver, se trata de unos cursos que imparten en el Planetario, es dificilísimo tener plaza pero voilà!, lo conseguí.
—Ajá.
Me sentía muy bien, en ese momento me sentía realmente bien. Lo tenía todo: acababa de dejarlo con Rafa, un hombre que había terminado con todo mi almacenamiento de dopamina; seguía teniendo un trabajo en una universidad de Madrid que detestaba, pero estaba muy bien pagado; mis amigos se habían evaporado, pero es lo que ocurre siempre al terminar una fase de tu vida; y desde hacía un par de meses me había inscrito en Meetic solicitando a hombres no más lejos de 100 metros de mi casa y ahí estaban.
—¿Y tú sabes capoeira? —me preguntó Marcos o Martín o Mateo o como coño se llamara ese tío de Meetic que solía venir a mi casa a dormir cuando no lo hacían Andrés o Ángel, Carlos o Cosme, o Tito o Teo.
—¿Yo? No, me gustaría aprender Aikido.
—Mira. —Y se levantaba de mi cama y así, como dios lo trajo a este mundo, se ponía a practicar capoeira—. Es importante levantar mucho la pierna, así, así, así, ¿lo ves?
 —Ajá.
El primer día de clase llevé un cuaderno azul, como el cielo. Iba a ser una astrofísica y tenía que estar preparada. El aula era pequeña y me senté en la tercera fila. Seríamos unos veinte. Mis compañeros empezaron a presentarse en voz alta, de uno en uno. Yo, mientras esperaba mi turno, abrí el cuaderno y en la primera página escribí en letras redondas ASTROFÍSICA y debajo dibujé una luna con nariz, ojos y boca.
—Me llamo Francisco Javier, tengo 43 años, soy matemático y doy clases en el Instituto Miguel Hernández.
—Oh, perfecto, un matemático, nos vendrás muy bien —dijo la profesora—. ¿Qué más?
—Hola a todos, me llamo Vera, tengo 27 años, soy periodista y divulgadora científica y trabajo para la revista Muy Interesante.
—Vaya, ¡qué interesante! —Y ella sola se rio—. Bien, ¿más?
—Bueno, hola, me llamo Elvira, tengo 33 años y soy filóloga.
—¿Perdona? —preguntó la profesora acercándose a mí.
—Filóloga.
—Ajá.
No me importó. La Astrofísica era mi vida y no me iba a dar por vencida. Además nunca había encajado en ningún grupo ni social ni académico ni humano.
—¡¿Cómo que se casa Nerea?! —grité a Marieta por teléfono.
—Que no me chilles, enana de mierda, y apunta su cuenta bancaria, le tienes que ingresar 150 euros.
—Jodeeeeer, pero ¿por qué se casan?, ¡¿por qué?!
—Porque es lo que hace la gente. La gente que no somos ni tú ni yo, pero gente, gente a fin de cuentas. Elvira, esa gente, que no somos ni tú ni yo, pertenece a un grupo humano especial en el que se tiene pareja y esa pareja le propone matrimonio porque le quiere. La gente, que no somos ni tú ni yo, se quiere, se-quiere 
—Ya. Yo tuve un novio que un día me prometió que nos casaríamos porque “Te quiero, reinita”, 3 semanas después me confesó que se tiraba a su ex y después huyó a Finlandia con la excusa de hacer el proyecto fin de máster. Nunca más supe de él. Pero me quería, me quería mucho.
—Ajá.
El curso de Astrofísica terminó y guardé  mi cuaderno azul junto al naranja de coreano. 

—Pon los brazos en cruz para tomarte las medidas.
Joan dejó su café en la mesa y se puso en medio de la cocina con los brazos en alto.
—Pero, cariño, ¿no crees que sería mejor que primero aprendieras a tejer y luego, ya si eso, me tomaras las medidas?
—Aprender a tejer… Ya… no sé, es que ahora mismo estoy pensando que esto de la cuarentena se va a alargar mucho y que quizá me apunte al curso, de 5 semanas, de Criminología que ofrece online la Universidad de Salamanca.
—Ajá.


28 feb 2020

Noches de consultorio

Autor desconocido.


Nota: Para entender mejor este relato, te aconsejo leer antes: Lunes de consultorio.

—¿Te lo puedes creer, Elvi? ¿Te lo puedes creer? ¡Está con otra tía!
Era la noche del martes o del miércoles. Sostenía mi segunda copa de vino en la terraza de la casa de Bea, mientras la escuchaba gritar.
—Sí, es… es… —decía yo y pegaba otro trago de vino, el día se me estaba haciendo largo.
—Darío con otra tía, por eso no se ha querido mudar a mi casa, ¿cómo iba a hacerlo si estaba saliendo con esa pava? ¡Es que está con ella desde octubre! ¿Tú lo sabías?
—¿Yo? No, no lo sabía.
Sí, sí lo sabía.
Hacía una semana desayunaba con Darío:
—Gracias, Elvi, por quedar. Sé que andas liada con tus cosas…
No es que estuviera liada con mis cosas, de hecho, últimamente estaba bastante dispersa. Con esto del coronavirus, no terminaba de organizarme ni con las clases online ni con los artículos. Todo estaba en el aire y la profesora Wang no podía concretarnos nada porque tampoco ella sabía la fecha de regreso a China. Intentaba planificarme un horario pero me resultaba difícil cumplirlo.
—… pero quería hablarte de Bea, sois muy buenas amigas y quizá por eso puedas ayudarme.
Darío me contó que el día anterior había quedado con Bea. Sí, eso también lo sabía, habíamos comido juntas. Y también me contó que le propuso mudarse a su casa. No, eso no lo sabía porque supuestamente Bea me prometió no pedírselo. Sin embargo supongo que para eso están las amigas, para escucharlas y luego hacer lo que te salga del toto.
—Entiéndeme, Elvi, me encanta Bea. Joder, ¿a qué tío no le gusta Bea? Pero pensaba que todo iba a ir más lento, más tranquilo, bueno, como es ella, que todo se lo toma a chufla, no sé si me entiendes. —Sí, le entendía—. Yo es que he conocido a alguien, nada serio, ¿sabes? Pero quiero seguir conociéndola.
Se llamaba Eva. Era estudiante en su escuela de Expresión Corporal y llevaban follando desde octubre. No podría llamarse relación porque tan solo tenía 23 añitos y había muchas cosas que a Darío no le encajaban.
—¿Qué hago, Elvi?
Temía esa pregunta que todos me hacían.
—De momento pedirme otro café, anda.
El desayuno se alargó más de la cuenta. Por fin, sobre las 09.30 nos despedimos acordando que, en cuanto él tuviera tiempo, se lo contaría a Bea, porque si se trataba de mantener una relación abierta, Bea era idónea para ello.
 —¡Y me pide que tengamos una relación abierta!
Bueno, igual Bea no era tan idónea para ello.
—¿Estamos locos? ¿Holaaaaaa?
—Hola… —De un trago me terminé el vino. Me había equivocado.
 —¿En qué cabeza cabe que quiera compartir a Darío?
En la mía. Me serví la tercera copa, lo necesitaba, sí, verdaderamente el día se me estaba haciendo largo. Demasiados errores.
A las 11 de la mañana estaba subida a un taburete rebuscando entre las estanterías de una vieja librería de segunda mano, cuando mi móvil vibró. Llamada entrante de Vero.
—Dime, loca de mi vida.
—Ya han pasado 10 días y no sé nada de Antonio. Evira… yo…
Me bajé del taburete y haciendo un gesto al librero, que estaba detrás del mostrador y que custodiaba mis libros hasta ahora elegidos, salí de la tienda.
—Vero, a veces los hombres necesitan tiempo, a veces…
—¡Elvira, basta! Ha tomado una decisión y me ha dejado fuera.
Sí, la había dejado fuera. Diez días eran demasiados para un silencio que no fuera acompañado de una intención. Me senté en un bolardo que había en la acera, frente a la puerta de la librería y suspiré derrotada, la jugada me había salido mal.
—Está bien, Vero, pues ahora intenta olvidarlo y ya. Y ya.
—¡No es tan fácil! ¿Qué crees? Echo de menos sus mensajes diarios, sus audios, sus fotos, echo de menos… ¡Echo de menos que esté ahí! ¡Ahí! Ahí… coño, joder, ahí para mí.
—Vero, lo sé, pero ya está. Esto no iba a ninguna parte. Ahora intenta olvidarte de él poco a poco y ya está.
—Elvi, es que tú no me entiendes.
Claro que la entendía. Nueve años atrás, yo vivía en Madrid desde hacía poco más de un año. Estaba de pie en el salón de mi casa con unos leggins y una camiseta de tirantes llorando frente a mi amigo Gael que me sujetaba por los hombros intentando tranquilizarme.
—Cari, basta, te lo pido, por favor —me rogaba.
—No puedo, el dolor viene de aquí. —Y le señalaba las tripas.
Hacía 4 años que me había dejado Etienne, mi ex por excelencia, y hacía 4 años que lloraba sin consuelo. Hacía uno que había empezado terapia para poder aprender a continuar con mi vida sin él y hacía 10 minutos que le había mandado el último mensaje por el chat del Skype.
—Es que no me contesta… —le explicaba a Gael.
—No, cari, no te contesta porque te pidió hace dos meses que no le escribieras más y llevas en la última hora 4 mensajes.
—Es que no me contesta…
—Cariño, escúchame, él ya no te quiere.
—No me digas eso…
—Es que ya no te quiere.
—Sí… un poco sí.
—No, ni un poco, nada. Hace 4 años que no te quiere.
Me senté en el sofá como quien teme romperlo.
—Igual incluso más…, ¿verdad…? —dije.
—Sí, igual incluso más. —Se sentó a mi lado—. Cariño, debes pensar que Etienne ha muerto porque si no, no vas a salir de este bucle desesperante, imaginándote una y otra vez cómo sería tu vida si no te hubiera dejado. Es que, Elvi, llevas mucho tiempo atascada, se acabó, Etienne ha muerto.
—¿Muerto…?
—Sí, muerto, chimpún. ¡Venga —exclamó dando una fuerte palmada—, ya puedes empezar con tu vida! Vamos, empieza lavándote el pelo que das asco, ¡vamos!
—Vale… —Entendí aquello.
20 minutos más tarde, al salir de la  ducha, Gael, que preparaba macarrones, me peguntó que qué hacía sentada en mi escritorio.
—¿Eh?, nada, escribiendo un mensaje a Etienne para decirle que tú me has dicho que debo pensar que se ha muerto y que ya no le volveré a escribir nunca más. Seguro que a este mensaje me contesta.
Gael me lanzó la cuchara de palo con todas sus fuerzas.
El timbre en la casa de Bea sonó y yo me quité a Vero, a Etienne y a Gael de la cabeza.
—Voy yo —dije.
Al abrir, Almudena me abrazó. Pasamos juntas a la terraza. Bea le sirvió una copa de vino.
—Bueno, ¿y esta reunión de chicas, así, a mitad de semana? —preguntó.
—Darío está saliendo con una tía, ¿lo sabías? —dijo Beatriz.
—Oh, no…, no, no lo sabía.
Sí, sí lo sabía, se lo había contado yo.
—Pero, Almu, espera que hay más. Lo mejor de todo es que me propone estar con las dos a la vez hasta ver si alguna relación sale adelante.
—Oh, por favor, ¿qué dices? ¡No me lo puedo creer!
Sí, sí se lo podía creer porque eso también se lo había contado yo y le pareció bien. Me terminé la tercera copa. Almudena me miró y yo miré al suelo, quería que mi vida terminara en ese momento. Al verme tan agobiada empezó a hablar de su fin de semana en Segovia. Saqué el móvil y le escribí un mensaje a Vero, me sentía fatal.
La he cagado. STOP. Lo siento. STOP. Soy la peor consejera amorosa del mundo. STOP. Pero tú sigues siendo la mujer más increíble que conozco. STOP. Así que haz lo que quieras. STOP. Si necesitas verlo, escríbele y díselo. STOP. Como yo, él tampoco querrá perderte. STOP y FIN.
—… A ver, los niños se lo han pasado muy bien, parece que van a hacer buenas migas.
—¿Pero tú no ibas a cortar con Carlos? —pregunté guardando el móvil en el bolso.
—Ah, ¿le ibas a dejar? —Bea.
—A ver, sí, de hecho se lo he dejado caer.
—¿Caer? —yo.
—Pues en plan, bueno, ya si eso el próximo fin de semana no salimos de Madrid, ¿no? Vaya, para que vea que no siempre voy a estar disponible para viajar.
Bea y yo nos miramos y luego miramos a Almu.
—¡Es que, chicas, es difícil cortar con un coah!, porque te empieza a liar la cabeza con proyectos y con un futuro tan bien estructurado que… que… ¿A quién no le gusta saber qué va a hacer en el futuro?
—A mí —respondí sirviéndome la cuarta copa.
Mi bolso vibró, saqué el móvil. Mensaje de Vero:
O pones STOP o pones FIN, pero nunca los dos, idiota.
Me reí. El móvil volvió a vibrar. Nuevo mensaje de Vero:
No le voy a escribir. Tomé una decisión. Algún día dejaré de echarle de menos, no?
Sí, algún día. CAMBIO.
Que no se dice CAMBIO para terminar. Coño.
Perdón. COÑO y CAMBIO.
Jajsjaksksjajajajskakasjaja!!! Gilipollasssss!!!
Y tan muerta de risa estaba guardando el móvil que no me di cuenta de que me había quedado sola en la terraza.
—¿Chicas? —pregunté entrando en la casa. Empezaba a notar las 4 copas de vino, todo parecía tambalearse.
Las encontré en la cocina. Bea estaba muy alterada y Almudena al verme me hizo un gesto con la mano de “aquí se va a liar pero bien”. Bea salió gritando y en bajo pregunté a Almu qué mierda estaba pasando.
—Darío está subiendo por las escaleras —dijo repitiendo el mismo gesto con la mano.
—Vale, tú y yo no sabemos nada, putas como gallinas, no, putas y muertas, gallinas muertasss, bueno, ¡sssshhhht! —Sí, confirmamos que ya estaba borracha.
Oímos la puerta, la voz de Darío y los gritos de Bea. Almu y yo nos agarramos de la mano.
—Necesito más vino… —dije, me estaba mareando.
Entraron en la cocina.
—¡Y te atreves a venir a mi casa después de proponerme la guarrada de la relación abierta! —Bea.
—¡Pero por qué te enfadas conmigo si la idea fue de Elvira!
Adiós. Cerré los ojos creyendo que así nadie podría verme.
—¡Serás puta!
Seguí sin abrirlos fantaseando que Bea se lo estaba diciendo a Almudena.
—A ver, por favor, calmémonos todos —pidió Darío.
Pero lejos de calmarnos la cosa se calentó todavía más cuando Almu, en un torpe gesto por ayudarme, le confesó que ella también lo sabía. Bea nos echó de su casa. En el descansillo no dejaba de chillar lo malas amigas que éramos.
—Yo te quiero, Bea… —le decía intentando abrazarla con el abrigo a medio poner.
—¡Que no me toques, mentirosa!
—Menudo pedo llevas, trasto. Almudena, ¿os pido un taxi?
—Yo te quiero, Darío…
—No, tranquilo, Darío, la acompaño a casa dando un paseíto, a ver si se le pasa. Anda, Elvi, ven, dame la mano que nos vamos a casa.
—Adióssss, amigosss, os quiero… Follad y sed libressss…
—Lo haremos, trasto —dijo Darío lanzándome un beso a las escaleras.
—¡¿Cómo que lo haremos?! Antes tendrás que explicarme muchas cosas, ¿no?
Se metieron en casa pero yo seguía diciéndoles adiós con mano.
Ya en la calle, Almu me colocó bien el abrigo.
—¡Ay! —exclamé—. Me vibra el chocho.
Almudena se rio y me sacó el móvil del bolso.
—Anda, toma.
—¿Qué pone…?
—Mensaje de WhatsApp de Verónica China.
—Acepto.
—Que no tienes que aceptar nada, que es un mensaje, ¿te lo leo?
—Acepto.
—Joder, qué pesadita eres, Elvi. A ver, ¿cómo se desbloquea tu patrón de seguridad?
—Así. —Y recuerdo dibujarlo en el aire una y otra vez, oía a Almu reírse.
—Pareces el Zorro. Vale, aquí está. Te leo el mensaje entonces, ¿no?
—Acepto.
—Bueno, pues Verónica China escribe: “He recibido mensaje. STOP. Ha comprado los billetes. STOP. Llega a Londres el sábado por la mañana. STOP. No eres tan inútil. COÑO y CAMBIO”. No sé, yo no he entendido nada, vosotras sabréis de qué va esto. ¿Quieres contestarle?, ¿eh, Elvi?, ¿te ayudo a cont…? Pero, pero, pero ¿por qué lloras, tonta?

8 jul 2018

'Cositas' de mujeres


Mafalda "Basta!" por Quino

El viernes me llamó mi amiga Rosana para tomar algo. Es cierto que no quedamos muy a menudo pero desde que se fue Gael a vivir a Oviedo con Raúl, me sentía bastante sola y las pocas veces que me llamaba no solía rechazarla.
―No es la primera vez que pierde el trabajo, no me asusta ―dijo atusándose el pelo para airearse el cuello. Hacía bastante calor, julio había entrado con ganas en Madrid.
―Marcos tiene mucho talento, algo encontrará, mujer, no te preocupes ―contesté llevándome el botellín de cerveza a la boca.
―Qué quieres que te diga, siendo guionista ya sabes cómo va esto. En el gremio nunca han ido bien las cosas y en estos días todavía peor. Además ahora con el crío pues… te agobias más ―Y señaló con la mirada a su hijo Daniel de 7 años que de un salto mortal se había bajado del columpio y venía brincando a la mesa de la terraza.
―¡Hola, Dani! ¡Pedazo de salto! ―dije mientras le aplaudía.
―¿Te has comido el bocadillo? ―preguntó su madre.
―Sí.
―¿Y el zumo?
―Sí. Elvira, ¿sabes hacer esto? ―Estiró con ambas manos todo lo que pudo de sus mejillas hacia abajo intentando poner los ojos en blanco. Me entró la risa.
―¡No hagas eso, hijo, por favor, que te vas a quedar ciego!
Yo seguía riéndome.
―Elvira, mira, ahora junta las manos así ―Y las junté según sus indicaciones, como si fuera a rezar. Dani me las separó un poco y sopló en el interior y me las volvió a cerrar rápidamente, de golpe, ¡plas!―. ¡Corre, corre! ¡Tienes que olerte las manos y decir de qué era el bocadillo que me ha comido!
Mientras su madre le recriminaba lo cochino que era, yo me partía de risa. Aquel chico podía ser una mina de oro, si me lo llevara a casa podríamos escribir la comedia del año, nos forraríamos. Como no dejaba de reírme, Dani atacó esta vez con el baile.
―¿Y sabes bailar, Elvira?
―¿Bailar?
Esta vez las dos nos reímos.
―A ver, muéstranos, hijo, cómo se baila ―pidió su madre.
Dani se separó unos centímetros de la mesa, alzó los brazo, flexionó un poco las rodillas y comenzó a cantar:
―¡Dame tu cosita, uh, uh! ―Dio un salto y cambió de dirección―. ¡Dame tu cosita, uh, uh!
―¡Daniel! ―Su hijo paró en seco y la miró sin decir nada―. ¿Cuántas veces te hemos dicho que esas canciones en casa no nos gustan y como no nos gustan no se pueden cantar? ¡No se cantan esas canciones!
―Mujer…
―Elvira, cállate, por favor. Dani, ven aquí ―Su hijo se acercó―. ¿Quién te ha enseñado esa canción?
―Christian y Simón, y Alejandra también. ¡Pero mamá no es la canción es el baile! Mira, yo te lo enseño, es un extraterrestre verde que baila, déjame tu móvil.
―Dani, es el baile y es la canción, ya te hemos explicado muchas veces tu padre y yo que estas canciones hacen daño a las chicas, y nosotros no queremos canciones así.
―¡Pero si la canta Alejandra, mamá! ¡Y cuando se junta con Lucía y Rebe también la cantan!, ¡y son todo chicas!, ¿eh, mamá?, ¡ellas son chicas y no les pasa nada y la cantan muy fuerte y la bailan también!
―Mira, Dani, siempre te lo decimos, lo que hagan los demás no nos debe importar, papá y yo no queremos esa música en casa, esas canciones no son buenas y punto. Así que no vuelvas a cantarla, ni esa ni ninguna de reggeaton. Otro cosa no, pero tus padres te educaremos en el respeto a las mujeres nos cueste lo que nos cueste. Y ahora vete a los columpios, ¡venga!
―Pero a mí me gusta…
―No, no te gusta ―replicó su madre.
―Es divertida…
―No, no lo es, Dani. Vete a jugar.
Dani la miró con recelo y se marchó a los columpios.
―Rosana, igual es meterme donde no me llaman, pero Dani es un niño de 7 años, ¡no sabía ni lo que estaba cantando!
―Tienes razón, Elvira, es meterte donde no te llaman.
Cogí el botellín y pegué un enorme trago. No quería problemas.
―Siento si he sido borde, Elvi…
―Tranquila, tienes razón.
―Son muchas cosas, ¿sabes? Son muchas responsabilidades, pero como la de educar a un hijo ninguna, y creo sinceramente que lo estoy haciendo bastante bien, déjame por lo menos pensarlo.
―Claro, Rosana, nadie lo pone en duda.
―Con Marcos en el paro me siento presionada a sacarlo todo adelante y, bueno, ya lo ves, Dani, es un crack, mal no lo estoy haciendo.
―Sí, sí que lo es ―me reí.
―Y quiero que lo siga siendo pero respetando al máximo a las mujeres, que las valore con todo su potencial, no por su “cosita”. Con Marcos en esta situación a veces me siento sola, y creo que si Marcos hubiera tenido otra madre, que no digo que la suya… solamente digo… que si hubiera sido educado bajo la igualdad quizá yo, ahora mismo, no estaría tan agotada.
―Entiendo ―dije sintiéndome realmente mal.
―Yo comprendo que Marcos no está en un buen momento, pero sabes lo que es llegar de la oficina y encontrarme con que tengo que bañar al niño y preparar la cena para los tres porque Marcos ha tenido una idea y lleva toda la tarde escribiendo un guión que, según él, nos sacará de esta situación pero que tú y yo sabemos que no llegará ni a terminarlo porque ha perdido hasta la disciplina de la escritura diaria. Son todo chapuzas, una detrás de otra. Chapuzas que comete sabiendo que voy a estar yo ahí para arreglar todo lo demás, y lo consiente. No, Dani no. Dani no va a interiorizar por bazofias de canciones que las mujeres estamos ahí para lo que el hombre quiera. La mujer, por desgracia, tiene que demostrar con el doble de esfuerzo todo lo que vale, cada puesto de trabajo debe estar justificado y dentro de la familia parece que si no demostramos tener súper poderes debamos pedir perdón.
―Lo siento Rosana, siento no haberte entendido ―Me llevé las manos al pecho, porque sinceramente me sentía culpable por haber pensado mal de ella. La gente suele resaltar mi falta de empatía o lo egoísta que soy pero hasta ese día no me di verdadera cuenta de lo complejo que podía ser mi carácter y, ay, lo pasé mal―. Es cierto, que jamás se me ocurriría censurar nada en mi casa, bueno, con nada me refiero a ninguna expresión artística, ¡vale!, es cierto que el reaggeton es difícil considerarlo como tal, pero no deja de ser un estilo musical con un origen y una historia y… no sé, es difícil, sí, pero te entiendo y entiendo que tú lo hagas. Y perdóname, porque no sabía que las cosas con Marcos estaban tan mal.
―Encontrará trabajo pero se está haciendo cuesta arriba.
Miré a lo lejos y vi a Dani tirándose de cabeza por el tobogán. Me reí. Después volví a mirar a mi amiga abanicándose con una servilleta de papel. La admiré y sonreí.
―Oye ―dije de repente acordándome de una conversación con mi amigo Luisje―. Hará cosas de dos meses un amigo que trabaja en Telemadrid me dijo que por estas fechas saldría a concurso el puesto de directivo en contenidos audiovisuales en la cadena. Hombre, yo creo que Marcos habiendo trabajado en Bambú y Zebra Producciones
Rosana torció le morro.
―Sí, se presentó.
―Vaya, y ¿no ha habido suerte?
―Pues no, le han dado el puesto a una mujer, a Carola Fernández.
―No me suena.
―A nadie le suena. Pero es mujer.
―Cómo que es mujer.
―Pues chica, Elvi, mujer. Que Telemadrid quiere dejar atrás su imagen patriarcal, con el 90% de los puestos directivos ocupados por hombres, así que han dicho: pues venga, el próximo puesto se lo damos a una mujer, sea cual sea su CV. Carola Fernández, ¿mujer?, sí, mujer, pues hala, para adentro, con todo su coño.
―Perdona… ―empezaba a ver doble y no me había terminado ni la primera cerveza.
―Pues, chica, por lo mismo que Isabel Coixet se llevó el Goya. Ser mujer en un tiempo en el que el feminismo está de moda es sinónimo de éxito. Mujer. Punto. Su único mérito. Y ya ves, a mí plin, porque Coixet no le ha quitado el Goya a Marcos pero la tal Carola Fernández sí se ha quedado con el puestazo que le correspondería a mi marido.
Con lentitud me levanté de la silla y grité hacia los columpios:
―¡Dani, Dani, Dani! ―Cuando por fin el niño me miró, levanté los brazos, flexioné un poquito las rodillas y canté con todas mis fuerzas―: ¡Daaaaame tu cosiiiiitaaaa, uuuh, uuuh! ¡Daaaaame tu cosiiiiitaaaaa, uh, uuuh! ¡Daaaameeeee tu cosiiiiitaaaa, uh, uuuuh!


25 nov 2013

Sirenas en la noche



    
Adiós de Javier Avi
 
     ―¿Cuándo crees que lo superaré? ―preguntó Gael.
     ―Pronto ―contestó su amiga Elvira sin levantar  la vista del libro.
     ―Tu cama es un asco. Todavía no sé qué hago aquí. Será muy bohemio esto de vivir en una buhardilla, pero, hija, tenemos el techo a un palmo, ¡qué agobio! ―Ahuecó la almohada y posó la cabeza en ella con incomodidad. Volvió a ahuecarla y resopló tumbándose, finalmente, boca abajo.
     ―Gael, si no te gusta te vas. No me marees. Fuiste tú el que no quería dormir solo, el que se quiso venir por no estar en casa, porque resulta que al niño su casa le recuerda demasiado a él.
     ―Eres mala. Mala, mala, en plan amargadilla mala. ¡Bicho, fú!
     Elvira cerró el libro y lo miró.
     ―Gael, ¿me vas a tocar las narices toda la noche?
     ―¡Es que no lo entiendo! ¡No lo entiendo! Tenemos que apoyarnos, entendernos, consolarnos…. ¡Se supone que tenemos que sufrir juntos!
     ―¿Por qué voy a sufrir?
     ―¡Porque a ti también te han dejado!
     Elvira volvió a abrir el libro, bajó la vista y dijo en casi un susurro:
     ―A mí no me han dejado...
     ―¡Vaya que sí! Tu pintor está ahora en Montpellier, dibujando a francesitas de sobacos asilvestrados.
     ―Era una oportunidad, ¿cómo iba a rechazarlo?, estaría loco. No es cualquier cosa, es un estudio de ilustración, yo también me hubiera ido y tú, ¡qué coño! Que aquí todos somos muy generosos hasta que nos tocan lo nuestro y entonces nos olvidamos de los demás, pero la mala soy yo, ¿no?, la amargadilla soy yo, ¡claro que sí! ¿Quieres que te recuerde dónde está tu amado Raúl?
     ―Qué mala eres… Mira, mira, si hasta te brillan los ojos viéndome sufrir...
     ―¡En Oviedo con su agente!
      Gael se dio la vuelta dándole la espalda. Pasaron lo menos 5 minutos sin decirse nada.
     ―Vale, lo siento… ―dijo ella. Cerró el libro y lo dejó a un lado de la cama, luego se acercó a su amigo y le sopló la oreja.
     ―¿Te has dado cuenta de que ahora tienes a dos ex viviendo en Francia?
     ―Yo seré mala, pero tú eres perverso.
     ―Igual ya se han conocido. Hola. Hola. Yo soy ex de Elvi. ¿Qué?, yo también. ¡Vaya!, esto se merece un vino. Oh, claro, amigo mío. Sí, ¡brindemos por ella con un Château Pupufuá!
     ―¿Un Château Pupufuá?
     ―Ríete, pero ahora mismo tus ex están con copa en alto celebrando que se han deshecho de ti.
     Elvira se separó de Gael lentamente y se colocó boca arriba mirando a través de la claraboya.
     ―Pienso muchas veces en ello. En la cara de satisfacción que tenía Etienne cuando me dejó. Estaba tan aliviado, estaba tan contento… Tenía tantas ganas, pero tantas ganas de que me fuera de casa, de perderme de vista. Pasan los años y no puedo olvidar su mirada de “lárgate, tía, no puedo más”. Se moría por verme desaparecer de su vida. Imagínate durante cuánto tiempo lo tuvo que estar rumiando, y yo sin enterarme de nada, de nada, Gael… A veces intuyes que va a llover, pero aquello fue una galerna, sin aviso se volvió todo negro. Y ya. Me marché y tiró de la cadena, fui una mierda que se fue por el retrete, y él se quedó bien aliviado… Igual que Joan.
     ―Elvi, no quise decir eso. Sabes que Joan la ha cagado. Su proyecto termina en marzo y luego querrá volver, seguro que te echa de menos. No fueron maneras en cómo se marchó, creo que sólo buscaba una excusa para poder irse sin ataduras, que los tíos somos muy cómodos, cómodos y cobardes. Volverá con las orejas gachas, ya verás. Y Etienne, pff, ¿quién es Etienne? Ah, ¿ese gabacho con el que salías que se parecía a Robert Redford pero que seguro que ahora está gordo y calvo? ¿Ése que te dejó porque quería una vida loca y me apuesto el cuello a que ahora está casado y cargado de hijos? Y casado no con cualquiera, no. ¡Con la típica francesita adicta a la ropa y a los zapatos!, a los zapatos bailarinas para ser más exactos, seguro que los tiene de todos los colores: con brillantina, de charol, de leopardo, de ante… Y seguro que viste a sus hijos como repollos. Sinceramente, a un tipo así no me lo imagino casado con una Marie Curie, ¿qué quieres que te diga? Él es de los que necesita a una maruja en casa para sentirse alguien. Y vale, tú tampoco eres la Curie, pero seguro que ahora estará arrepentidísimo, porque por lo menos contigo tenía más espacio en el armario. Cari, seamos sinceros, aquí la única que hizo de vientre, y se quedó bien a gusto, fuiste tú. Y a Joan déjamelo a mí, que cuando vuelva le van a caer un par de collejas por atonta’o, ya verás ya, qué pronto va a espabilar. Y mientras tanto ¡a disfrutar! A ver, ¿cómo lo quieres?
     ―¿Cómo quiero el qué?
     ―Pues al tío-transición. Lo de tapiar con ladrillo puertas y ventanas se acabó con la Bernarda Alba, ¿eh? En esta casa que entre el viento de la calle y que sople bien fuerte. Nos vamos a poner moradas, cari… ¿Cómo lo quieres?
     ―Ay, pues no sé, bajito, moreno, tronchito, con barba, tímido…
     ―Cari, ése es Joan. Y no queremos a Joan.
     ―¿No lo queremos?
     ―¡Joan, caca. Caca, Joan! ―Bajando el tono de voz―. O por lo menos hasta marzo. ¡Bueno, mira, ya elijo yo por los dos! ―Gael se arrodilló sobre la cama y extendió los brazos en cruz. Alzó la vista hacia la claraboya y empezó a vocear―: ¡Oh, Eros, dios del amor, en ti confiamos y… Cari, arrodíllate ―Elvira lo miró incrédula pero obedeció―. Extiende los brazos, así, como yo. ―Elvira los extendió―. ¡Oh, Eros, dios del amor, de la potencia, de las feromonas! Apiádate de este par de almas que no tienen ná que llevarse a la boca. Envíanos a dos hombres, olvida, oh, señor, lo de tronchito, perdónala, porque no sabe lo que dice. Los queremos bien, con cuerpo y mango…
     ―¡Gael!
     ―¡Calla! Oh, Eros, envíanoslos con un 45 de pie, larga nariz y manos venosas…
     Se empezaron a escuchar sirenas de la calle.
     ―¿Qué es eso, Gael?
     ―Joder, ni puta idea, pero eso suena a movida, seguro… ¿Hoy qué manifestación había?
     ―No sé, pero si es casi la una de la mañana. Ay, Gael, me estoy acojonando, que las cosas andan muy revueltas. Si parece que llega todo un ejército. Están en esta calle, ha pasado algo gordo. Ay, Gael...
     Gael se levantó e intentó mirar por una de las claraboyas.
     ―¡No!, ¡mejor por el ventanuco del baño! ―gritó Elvira.
     Gael saltó de la cama y se asomó por la estrecha ventana. Elvira se acurrucó en la cama esperando noticias. Gael salió del baño con las manos en la boca.
     ―¿Qué ha pasado?
     ―Ay, cari, ay…
     ―¡Gael, por favor, qué pasa!
     ―Eros… que nos ha enviado dos camiones de bomberos, ¡dos camiones!, ¡uno para ti y el otro para mí!
     Gael cogió el abrigo, se calzó torpemente, abrió la puerta y corrió escaleras abajo.
     ―Pero ¿adónde vas, loco?
     ―¡Corre, cari, que hoy nos riegan!
     Elvira sonrió. Entornó la puerta y volvió  a la cama. Comprobó su móvil, ningún mensaje. Se acomodó la almohada y, cogiéndolo de uno de los lados de la cama, siguió leyendo La mujer justa.