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10 nov 2020

¿Y si la vida fuera la opción B? (Segunda parte)

 

Fotograma de Back to the future de Robert Zemeckis

Nota: Continuación del relato ¿Y si la vida fuera la opción B?

Nuevamente un fuerte golpe hizo que me arrastrara por un suelo de gravilla con el que me raspé las manos. Me las miré y al ver que tenía algo de sangre las agité al aire.

—¡Carol!, ¿es que en el más allá no os enseñan a montar en bicicleta?

—Ya te he dicho que no vengo del más allá. Anda, levántate.

Dejó la bicicleta apoyada en la fachada de una moderna casa independiente. La formaban 3 cubos gigantes de hormigón blanco superpuestos de manera escalonada. Las ventanas no parecían seguir ninguna regla de simetría, enormes orificios acristalados salpicaban la fachada. Un cuidado jardín la rodeaba y una pequeña piscina rectangular asomaba por la parte de atrás.

—Joder, menuda casita, ¿quién vive aquí? —pregunté.

—Tú. —La miré atónita—. Te casaste con un arquitecto.

—¿Etienne?

—Etienne. ¡Vienes o qué!

Nerviosa seguí a Carol. Entramos en la casa. Del hall pasamos a un impresionante salón minimalista de techos de más de 8 metros de altura.

—Debe haber un error… —dije sin despegar la vista de los colosales muros—. Etienne nunca fue mi opción B. Un día, tras 4 años de relación, él me dejó y ya, nuestra historia no tuvo más opciones.

Carol me sonrió con cierto cinismo.

—Detesto a las mujeres que se hacen las víctimas —dijo y desapareció por un estrecho y larguísimo pasillo blanco que se abría en un lateral del salón. ¡Oye, oye!, le gritaba mientras intentaba seguir su apresurado paso. Se paró en seco y se dio la vuelta—. Agosto, 2008. Singapur. La relación con tu jefe es insostenible. Lanzas tu CV al mundo para comenzar el curso académico en otro país. Recibes 3 ofertas: un colegio internacional en la India, una universidad en EEUU, y un lectorado en Francia, en Lyon, en la misma facultad en la que ya habías trabajado un año antes. Descartas la India, no te interesan los niños. Por lo tanto, tus opciones se reducen a dos: Estados Unidos o Francia. Escribes a Etienne y se lo explicas. Le dices que hay una gran posibilidad de regresar a Lyon. Te contesta un breve email animándote a aceptar el trabajo porque le harías, palabras textuales, “el hombre más feliz del mundo”. Lees su email. Lloras. Lloras. Sigues llorando. Pasas la noche llorando. A la mañana siguiente confirmas a la universidad de EEUU que aceptas el trabajo. Tu opción A fue irte sola a un pueblo estadounidense del que nunca habías oído hablar. Esa fue tu opción A. Y ahora, si dejas de hacerte la víctima, voy a mostrarte lo que hubiera pasado de haber elegido la opción B.

Me quedé petrificada. No es que me hubiera hecho la víctima durante los últimos 13 años, es que simplemente no lo recordaba. Memoria selectiva creo que lo llaman, no lo sé, pero sí es cierto que soy capaz de borrar episodios completos de mi vida. Y, sinceramente, es maravilloso. Pero volviendo al caso, antes de poder asentir, Carol ya había desaparecido. Corrí hasta el final del pasillo. No la encontré. Me metí en una habitación que tenía la puerta entreabierta. Era un dormitorio. Vi a Carol sentada sobre la cama. Con una risita de adolescente me señaló la otra punta de la habitación, junto a la ventana. Un hombre de torso desnudo y jeans sin abrochar hablaba por teléfono de espaldas a nosotras. El corazón me reventó el esternón al escuchar su voz otra vez.

—Oh, madre mía, Etienne… —Me acuclillé y respiré como buenamente pude.

Al darse la vuelta y verlo de nuevo, después de trece años, me quebraron las rodillas y caí al suelo. Me apreté las tripas y empecé a llorar.

—¡Ya estamos otra vez! —espetó Carol.

—Es que lo quería tanto, tanto, tanto… ¿Qué nos pasó?

—Que elegiste la opción A.

—¿Por qué eres tan simple, Carol? ¡La vida no es A o B! La vida tiene pequeños parámetros que hacen que tus decisiones parezcan razonables en un momento determinado pero que llevados a otro punto de la línea temporal son absurdas. Sin sentido. Incluso, incluso… ¡son decisiones de las que te arrepientes día sí y día también! Vivimos siempre en una vida equivocada, ¿no te das cuenta? En una vida que de haber entendido en el presente nuestros errores del pasado, el futuro sería, no sé si correcto, pero sí plenamente justificado y por lo tanto convincente.

—Y ahora le da por filosofar a la llorona…

Carol no me entendía, pero al volver a ver a Etienne había comprendido que fue un error mi opción A. Siempre supe que Etienne y yo formábamos un buen equipo. ¡Míralo! Está como siempre, apenas ha cambiado. Se le ve feliz, tranquilo, la vida junto a mí le sienta realmente bien. Tuvimos nuestros problemitas, sí, claro que los tuvimos pero seguro que supimos hablarlo y solucionarlo, no hay más que verlo, es un hombre pleno junto a mí. Hemos formado el perfecto tándem que siempre creí que fuimos.

—Entiendo, mi amor —decía en francés por teléfono. Me levanté del suelo y me senté en la cama junto a Carol—. Sí, sí, ya sabes, hoy ha hecho algunas preguntas pero no te preocupes por ella, está en su mundo, y así mejor, no da demasiados problemas. No pienses en ello, por favor, mi princesa…

—Oh, está hablando conmigo —dije a Carol—. Siempre me llamaba princesa.

—Ya… —contestó ella.

—…Sí, acabo de salir de la ducha, en 30 minutos salgo para allá… ¿Sí?, bueno, voy a quitarte todo en cuanto te vea… ¿qué?... ¿con la boca? Oh, bebé…

—Buf, es que éramos muy piel con piel, ya sabes, unos guarrillos y, míranos, seguimos igual después de más de 17 años de relación, ¡madre mía! —grité fingiendo vergüenza.

—Ya, piel con piel…

En la habitación entró una jovencita espigada, pelirroja y de ojos miel claro. Confundida miré a Carol.

—Es Marion —me explicó—. Vuestra única hija de 12 años. Te quedaste embarazada al poco de llegar de Singapur. Os casasteis un año después.

—Es igual que él… —dije.

—Lo es, sí.

La niña hizo un gesto a su padre. Etienne terminó la conversación telefónica de manera abrupta y lanzó el móvil a la cama, Carol y yo lo esquivamos con cierta risa.

Su hija le preguntó si se marcharía también este fin de semana.

—Sabes que sí, cariño, el nuevo proyecto está en Ginebra y solo puedo revisar la obra los fines de semana. Salgo en 30 minutos.

—Es que no quiero quedarme sola con mamá, está loca.

¿Hola? ¿Cómo que la princesa está loca? ¿Coucou?

—Marion, no hables así, tu madre está enferma, ten paciencia con ella —contestó Etienne. La miró con cierta pena y luego continuó—: Está bien, ¿quieres pasar el fin de semana en casa de tu amiga Chlóe? Llámala y si le parece bien a sus padres te dejo con ella, me pilla de camino.

—Oh, gracias, papi, ¡gracias, gracias, gracias! —Y tras abrazarlo con fuerza, salió corriendo de la habitación.

—¡Y date prisa, en media hora me voy! —Se rio y terminó de vestirse.

Preparó una pequeña maleta, recogió su móvil de la cama y salió. Carol me estiró con fuerza del brazo y, con un “vamos”, le seguimos. Llegamos hasta la diáfana cocina. Etienne dejó la maletita junto a la puerta y se acercó a la mesa del fondo, una enorme plancha de mármol vetado sobre dos pies de piedra negra.

—Dios mío, Carol, ¿qué es eso…? —pregunté.

Eso eres tú.

En una de las sillas de aquella regia mesa vi a mi otro yo. A mi enorme otro yo. A mi desbordante otro yo. Pesaba por lo menos 50 kilos más que ahora. Me llevé las manos a la boca y retrocedí tres pasos, no lo podía creer, estaba completamente deformada.

—Tienes graves problemas de ansiedad que no sabes gestionar —empezó a explicarme Carol—. Intentas saciarte con comida y el resto del día duermes o lloras. Al poco de regresar a Lyon, las cosas volvieron a ir de mal en peor entre vosotros y teniendo un hijo pensasteis que se solucionarían, sin embargo la llegada de Marion no hizo más que empeorarlas. Etienne enseguida comenzó a hacer su vida fuera de casa, y desde hace 5 años mantiene una relación más estable con Sylvie Morin, su princesa.

No lo entendía. No lo podía entender. Soy independiente. Soy una mujer independiente. Con una carrera profesional que me da libertad para elegir cómo y dónde vivir, ¿por qué no me voy?

—¡¿Por qué no me largo de esta mierda-casa?!

—Primero, porque solo te quedaría la opción de regresar a Bilbao, a casa de tus padres. Tienes 43 años y una simple licenciatura, ni masters ni doctorado, y llevas casi 10 sin trabajar porque no lo has visto necesario ganando Etienne lo que gana. Mira todo esto, os sobra el dinero. Entonces, dime, ¿quién te contrataría ahora con semejante currículo? Y en segundo lugar, estás tan anulada psicológicamente que no tienes capacidad de decisión. Tu única inquietud desde hace 11 años es comer, comer y comer.

Cerré los ojos intentando procesar toda aquella información.

—Elvira —dijo Etienne acercándose a mi otro yo por detrás—. Me voy. Paso el fin de semana fuera, ya sabes, por trabajo, te lo he explicado antes. Me llevo a Marion, la dejo en casa de Chlóe.

—¿No quiere quedarse conmigo? —preguntó mi otro yo sin ni siquiera mirarlo.

—No es eso. Volveremos el lunes por la mañana.

Se dio la vuelta y recogió la maleta junto a la puerta.

—Etienne —dijo mi otro yo con muy poquita voz—, sois todo lo que tengo…

Etienne salió de la cocina sin contestar.

Se me saltaron las lágrimas de la impotencia.

—Dios santo, Carol… ¿qué he hecho con mi vida?

—Elegir la opción B.

                                                                                       (Continuará…)

 

15 dic 2019

Tom


El dragón caído de Sofía Serra

Dejé el vaso de café sobre la mesita del salón y me senté en el sofá, justo en el borde. Escuchaba a Tom por teléfono. Tranquilo, pausado, como él era. Intentábamos hablar cada 5 o 6 semanas, a veces no era posible pero nunca dejábamos que pasaran más de dos meses. Las conversaciones siempre empezaban igual, me resumía la crónica de la situación en la que estaba con detalle y sin sentimentalismo. Llevaba 4 años viviendo en un país en conflicto, y casi 2 de ellos sin salir de allí. Primeramente fue como ayuda humanitaria, gestionaba los recursos que llegaban de Alemania en un campamento de desplazados, pero la cosa se fue complicando y ahora sinceramente no sé cuál era su labor exactamente. Cambiaba con frecuencia de zona, por seguridad, me decía.
Lo escuchaba con los ojos cerrados mientras me rascaba la frente. Intentaba concentrarme en sus palabras pero algo no iba bien, su discurso no estaba siendo demasiado coherente y me estaba costando mucho entenderlo.
—Tom —dije—, ¿qué pasa?
—Nada.
—¿Qué te pasa, Tom?
Se hizo un silencio largo y denso.
—Estoy muy cansado, Elvira…
Me llevé la mano al pecho y después a la boca para que no me oyera llorar. Me la tapé con fuerza y apreté los ojos, el gigante se acababa de desplomar.
Conocí a Tom en Singapur, hace 11 años. En un bar de Arab Street, alguien me lo presentó.
—De Dresde —me dijo.
—¿Qué? —dije yo, la música estaba muy alta y además tampoco me interesaba mucho. Rubio, ojos azules y medía casi 1’90, decididamente no era mi tipo para nada, en cambio había fichado a un indio monísimo al otro lado de la barra que, en cuanto el blancurrio me dejara de  hablar, le diría algo.
—Soy de Dresde —repitió en inglés.
—¡Coño!, ¿de Dresde? —grité en español—. Es la ciudad favorita de mi madre, se conoce todos sus museos, es muy pesada, ¿por qué no te la llevas y la dejas allí?
Él sonrió. Pronto aprendí que Tom no se reía nunca. Empezó a hablarme en español, un español casi perfecto. Me contó que había vivido 2 años en Paraguay y 3 en Bolivia. Era ingeniero y trabajaba para dos ONG. Estaba en Singapur en un curso de formación de 6 meses. Lo cierto es que me olvidé del indio y aquella misma noche terminé compartiendo cama con el gigante blancurrio. Lo nuestro duró muy poco, 3 o 4 semanas, no lo sé. La falta absoluta de pasión me aburría y fascinaba a partes iguales. Tom expresaba verbalmente lo que sentía, pero de una manera completamente aséptica. A veces me decía que estaba molesto conmigo y me explicaba con tranquilidad por qué, cuáles habían sido las situaciones en las que le había hecho enfadar. Yo lo escuchaba embobada, me parecía fascinante que alguien dijera estar enfadado contigo sin gritarte ni poner malas caras. Otras veces, después de escucharme contar mil anécdotas de mis alumnos, me miraba serio y me decía que nunca había conocido a una chica tan divertida, yo parpadeaba muy rápido porque pensaba que me estaba tomando el pelo. Al igual que después de hacer el amor; él lo hacía en silencio, casi ni se le oía gemir, sin embargo al terminar me acariciaba el pelo y me decía: “Contigo es increíble”, ¿¿¿en serio???
Pero el momento en que supe que Tom no era como ningún otro fue cuando le conté que había conocido al pakistaní, el hombre que puso del revés mi vida.
Cenábamos en su casa. Yo estaba tensa, miraba mi plato, luego miraba a Tom que comía sin decir nada, y luego volvía a mirar mi plato. Estaba tan nerviosa que se me oía tragar la saliva.
—Se llama Abid —dije por fin.
Levantó la cabeza de sus espaguetis y no me preguntó: ¿quién coño es Abid?, ¿te estás follando a un Abid?, ¿qué mierda dices? No, Tom me preguntó:
—¿Hace tiempo que te gusta?
—No, lo conocí la semana pasada pero sé que me gusta demasiado para no continuar viéndonos nosotros.
—¿No podemos volver a quedar? ¿Eso quieres decir?
—Sí, no es posible. —Tenía las manos sobre los muslos y empecé a pellizcármelos, lo solía hacer cuando me sentía culpable.
Tom dejó los cubiertos en el plato y extendió las manos sobre la mesa. Me miró serio y dijo:
—He empezado a conocerte y he empezado a quererte y me gustaría seguir haciéndolo. —Al oírlo dejé de pellizcarme los muslos para agarrarme las manos con fuerza—. Quiero seguir viéndote, quedar para cenar y hablar, pasar tiempo juntos. No hablo de sexo, hablo de ser amigos, hablo de no perderte.
Se me saltaron las lágrimas al escucharlo, no sé muy bien por qué. Tom me dio una servilleta de papel.
—Gracias. De acuerdo.
—¿De acuerdo? Bien, alles klar!
Alles klar! —repetí sin saber qué significaba. Tom sonrió.
Y fiel a sus palabras hemos mantenido desde entonces una excelente amistad basada en el sentimiento verbal. El contacto siempre ha sido por email y luego WhatsApp y, dependiendo de la época, ha sido muy fluido o tan solo un par de mensajes al año. Cuando regresé a Madrid para vivir, hacíamos por vernos una vez al año por lo menos. Y cuando nos reencontrábamos, él me expresaba con esa seriedad y aparente frialdad cuánto me echaba de menos y lo mucho que me quería, pero a mí siempre me costaba devolverle las palabras, no era capaz, nunca lo había sido.
—Tom —dije ajustándome el móvil a la oreja después de secarme las lágrimas—, escúchame, no es tu batalla, ya has hecho demasiado, sal de allí, regresa a Alemania.
—No puedo, tomé una decisión.
—Tom, no importa, no te culpes, no importa. Ya has hecho demasiado. No te sientas atrapado, puedes cambiar tu decisión, es posible y no va a pasar nada. Sal de allí.
—No, tomé una decisión.
Suspiré.
—No puedes salvar el mundo. No puedes responsabilizarte de lo que está ocurriendo. Piensa que es una guerra infinita, no va a terminar nunca, Tom, por favor…
—Terminará. Un día terminará.
—¿Y después qué? ¿Qué queda después de la guerra?
—La reconstrucción.
—Oh, señor… —Cerré los ojos un instante y me retiré el pelo hacia atrás con lentitud—. Todo esto te está matando, Tom, ¿es que no lo ves? Y es tu vida, tu única vida. Piensa en ti, Tom, por favor, sé egoísta, sal de allí, por favor, por favor…
—Tomé la decisión menos mala, y es la de quedarme y seguir ayudando. No podría regresar sabiendo lo que está ocurriendo aquí, no podría vivir así, moriría igualmente.
Me hizo llorar de nuevo.
—Tom —dije con media voz—, pienso en ti cada día, cada día… Te pienso, te imagino…
—Yo también, ayer soñé contigo, fue bonito. Me gusta soñar contigo.
Nos quedamos en silencio, nos gustaba, lo disfrutábamos.
—Tom, te quiero mucho.
Lo oí llorar.
—Te quiero mucho, Elvira —dijo bastante después.
Me apreté el estómago.
Alles klar
Ja, alles klar


A J.    
    
   

3 abr 2012

Maridaje

 Bodegón de copas de vino y tulipanes de Pilar José Fernández García

Se suponía que el sábado debía haber quedado con Alberto para tomar unas cervezas y ver la obra de teatro de mi amigo en Microteatros. Pero el miércoles por la noche me llamó para decirme que le iba a ser imposible ir. Así que el jueves por la mañana  llamé a Estética Jenni para cancelar mi depilación brasileña, y el viernes por la tarde supliqué a Gael que me sacara a tomar unas cañas. Me bebí las mías, las suyas y las de sus cuatro amigos. A las seis de la mañana del sábado, Gael me metía en un taxi con dirección a mi casa mientras me gritaba que Albertos había muchos. Mentira, sólo hay uno y se sienta  a mi izquierda en el curso de sumiller. Pensaba en ello el domingo a las siete de la tarde, tumbada en el sofá, bebiéndome la última coca-cola y examinándome las puntas del pelo, cuando el móvil sonó. Lo cogí con desgana, pocas cosas me molestan tanto como que me llamen un domingo.
―¿Seeeé…? ―pregunté al número desconocido.
―¿Elvira?
Al oír la voz de Alberto me incorporé en el sofá a toda velocidad, me peiné con una sola mano hacia atrás y me ajusté la goma de la braga. Carraspeé y contesté:
―Alberto, sí, sí. Es que me has pillado aquí, con un lío tremendo, corrigiendo exámenes como una loca ―Hombre, una mentirijilla piadosa, por cuestión de imagen.
―Vaya, trabajando hasta los domingos ―dijo, y yo me reí falsamente.
Me contó que me llamaba desde el móvil de un amigo, que el suyo casi no tenía batería. Que había ido a su casa a comer y que vivía muy cerca de la mía, así que había pensado que quizá me apetecería tomar algo. Le contesté que sí, intentando esconder mi histérico entusiasmo. Dijo que me tocaría el timbre en  quince minutos.
¡¿Quince minutos?!
Puse a todo volumen Tightrope  de Monáe, porque creo que pocas canciones me aceleran tantísimo. Empecé a correr como una loca. Al llegar al baño, me desnudé y cuando vi aquello en mi entrepierna, grité. Decididamente me había dejado las ingles asilvestradas. Busqué una cuchilla e hice lo que pude. Me duché y me embadurné en crema de vainilla. Me puse una falda, me la quité, me puse unos pantalones, me los quité, unos leggins y me los dejé, y cinco cambios de camiseta me hicieron falta para dar con la que me quedaría finalmente. Me sequé el pelo, un poco de colorete, chupa ceñida de cuero, botines negros de 8 cm. de tacón, y después de trece minutos ya estaba, con el bolsito colgado al hombro, esperando frente al telefonillo del portero automático. Sonó. Contesté y bajé pitando las escaleras. Cuando abrí la puerta del portal y lo vi en la calle, apoyado en un coche sonriéndome, me dio un vuelco el corazón. Intenté pensar en cosas desagradables para no mostrarme tan eufórica, pero fue imposible. Aquel biólogo-sumiller me tenía tonta perdida.
Entramos en un bar a la vuelta de la esquina. Pedimos dos cañas, y nos sentamos en los taburetes altos junto a la barra. Me habló de él, de su vida, de su tiempo. Bueno, del poco tiempo que le dejaban las clases en un colegio por las mañanas y las horas en el laboratorio de la Complutense por las tardes, para doctorarse en Fitoparasitología. Defendía la presencia del biólogo en los viñedos y de ahí su último capricho: la sumillería. Le pregunté si, con todo aquello, podía dormir algo. Me dijo que con cuatro horas tenía más que suficiente, pero que no le importaba, porque todo lo que hacía le apasionaba. Quise pedirle matrimonio en ese momento, pero decidí contenerme, no quería correr demasiado, ¿no? Observé sus manos, eran grandes, venosas, morenas, hermosamente masculinas, y luego lo miré a él. Quizá fue la forma en cómo lo hice, no lo sé, pero se quedó en silencio. Agachó la cabeza, dejó la cerveza en la barra con lentitud, cruzó los brazos y me miró.
―Quería hablar contigo, Elvira ―dijo―. Me siento un poco culpable ―Abrí los ojos asombrada―. Verás, creo que he dado pie a algo que no existe ―Empezó el hormigueo en mi estómago, dejé la cerveza en la barra y me lo apreté disimuladamente―. Creo que eres una tía de puta madre, se te ve, vamos, eres muy maja y tal, y quizá por eso empecé con el jugueteo en clase, porque sabía que lo ibas a encajar muy bien y nos íbamos a reír ―¿A reír…?―. Elvira, no creí en ningún momento que te lo fueras a tomar en serio, pero cuando me empezaste a mandar mensajes pues, puff, no sé, vi que algo se me había ido de las manos ―Me mordí el labio inferior por dentro y me estrujaba con fuerza las tripas―. Mira, el curso es muy largo, nos queda más de la mitad y no quiero estropear el buen rollo que hay entre nosotros.
―Claro…―dije rescatando una sonrisa―. No pasa nada, Alberto. Está bien.
―Elvira, de verdad, si estuviera en otra situación, no me importaría intentarlo, pero con el curro, el doctorado… Yo, tía, ahora mismo, no quiero líos de ningún tipo.
Los hombres no quieren líos cuando la mujer que se los propone no les gusta, cuando sí, pierden la cabeza y con los ojos cerrados. Porque los hombres son sencillos y transparentes, por eso los amo tanto. El resumen de lo que Alberto me estaba diciendo era: sé que te gusto, pero tú a mí no. Punto.
Intenté pensar en algo divertido, porque tenía la angustia amarrada a mí y casi no podía articular palabra. Recordé Singapur, ningún lugar me regaló tantos momentos divertidos. Y me vino a la mente la noche en que mi amigo Ankit y yo, después de cenar en Paya Lebar, fuimos al metro, y la calle oscura de atrás de la estación se llenó de murciélagos que revoloteaban sobre nuestras cabezas con un ruido de ratas histéricas. Yo, nerviosísima, saqué el jersey de mi bolso y grité a Ankit “¡cúbrete!, ¡que se enganchan al pelo!, ¡que se enganchan al pelo!”, “¿pero qué pelo me voy a cubrir?”, me decía él, acuclillado en la acera, muerto de la risa, viendo a una loca dar vueltas sobre sí misma con un jersey en la cabeza y sin parar de chillar.
Que se enganchan al pelo, y aquello me bastó para ofrecer una última sonrisa a Alberto y despedirme con dos besos, mientras le prometía que estaba bien y que no se preocupara. Al doblar la esquina, asumiendo la humillación, empecé a llorar.
Cuando entré en casa, me apoyé en la encimera de la cocina, me descolgué el bolso del hombro y lo arrastré conmigo hasta la despensa. La abrí y saqué una botella de Dehesa de los Canónigos, 2007. La descorché y me serví una copa. Y al llevármela a la nariz, supe que haría un perfecto maridaje con la derrota que debía tragar.

22 feb 2010

Adivina quién viene a cenar esta noche (Segunda Parte)

El coche tomó una de las salidas de la autovía. Subíamos Bukit Timah, la colina más alta de la isla. Desde la carretera podía ver pequeños chalets unifamiliares rodeados de vegetación, pero a medida que ascendíamos por la colina, las casas eran más grandes. Parecían pequeños palacetes y estaban realmente escondidos entre la naturaleza, censurando miradas indiscretas, como la mía.
De mi pequeño bolso de mano saqué el móvil, no me pude resistir, tenía que mandarle un mensaje: “Loca, cena en casa de Abid con su padre y amigos, todo esto parece sacado de un cuento, hablamos, muaaaa!”.
El coche se paró frente a una enorme verja negra. Me incliné hacia adelante. No veía la casa, sólo un inmenso jardín de árboles, parecía un bosque. La verja se abrió automáticamente y el coche siguió un caminito que parecía cruzar el frondoso jardín. Me desabroché impaciente el cinturón de seguridad y me apoyé sobre el asiento del copiloto, pero seguía sin ver la casa. Bip, bip. Me di la vuelta para coger el bolso. Marieta me había contestado: “QUÉ? Yo también quiero ir!! Dile al jeque que me venga a recoger, en la Plaza Indautxu puede aparcar su helicóptero, llámame ya!!!”. Reventé en una carcajada, qué idiota, repetía una y otra vez en voz alta, qué idiota es.
El coche por fin paró. Me llevé la mano a la boca al ver el palacio frente al que habíamos aparcado. Con timidez abrí la puerta y salí. Levanté la vista de mi vestido, quería cerciorarme de que no se me había arrugado demasiado durante el viaje, y vi a Abid en lo alto de las escaleras de la puerta principal. El chófer bajó del coche y me señaló con la mano extendida el camino a seguir. Ya era de noche, el jardín estaba poco iluminado y temía que pudiera tropezar, así que me acompañó hasta el primer escalón. Desde abajo miré a Abid. Me sonreía sin despegar los labios, con esa sonrisa seria que tanto me gustaba de él. Iba descalzo, vestía un salwar kameez de pantalones blancos y túnica grisácea, nunca antes lo había visto con ropa pakistaní. Estaba guapísimo. Llevaba revuelta su espesa mata de pelo negro, le daba un aire a chaval despreocupado. Me dio un vuelco el corazón, era tan atractivo. Me asusté de mi propio ritmo cardiaco, no sabía si podría fingir tranquilidad durante toda la cena.

Al llegar al último escalón, Abid, me cogió de la mano. Fui a besarlo pero él dio paso atrás y con una risa nerviosa me dijo en voz baja:
—No, aquí no podemos, no delante de la gente.
Asentí con la cabeza, lo entendía. Le solté de la mano y crucé los brazos con el bolsito pegado al pecho. Entré en la casa siguiendo la invitación de su brazo.
Del hall, donde me descalcé y dejé el bolso, pasamos al salón que se dividía en tres amplias estancias escalonadas. De la más alta, bajó su padre al vernos. Me tomó por los hombros, bienvenida, Elvira, dijo sonriendo. Después tomó mis manos y las estrujó entre las suyas. Miré a Abid porque no sabía qué decir, pero él miraba orgulloso a su padre, así que me decanté por lo primero que me vino a la cabeza.
—Bienvenido, señor Mir.
Abid giró rápidamente la cabeza y me miró extrañado. Me mordí el labio, arqueé las cejas y agaché la cabeza avergonzada.
—No, bienvenido no… lo siento, quiero decir…
—Tranquila, Elvira, siéntete en casa —dijo el padre de Abid interrumpiendo mis disculpas entre risas. Después alzó el brazo y uno de los sirvientes se acercó donde nosotros portando una bandeja llena de copas de vino. Shah Tadjar Mir me ofreció una, la tomé con gesto de gratitud.

Al dejarnos solos, Abid, apoyando su gruesa mano sobre mi espalda, empezó a recorrer el salón presentándome a todos los invitados. Habría casi cuarenta personas. La mayoría eran hombres de entre cincuenta y sesenta años que hablaban de sus negocios sin cesar. Las pocas mujeres parecían más jóvenes, se mantenían en un segundo plano en las conversaciones. Algunas eran indias y llevaban coloridos saris. Otras llamaban la atención, simplemente, por la espectacular belleza de sus rasgos asiáticos.
—Así que eres profesora, ¿verdad? —me preguntó Jagdish Kumar, uno de los directivos del banco Barclays Capital de Singapur.
—Sí, sí, soy profesora de español —contesté sujetando la copa de vino con ambas manos.
—Oh, bueno, es interesante y ¿a qué piensas dedicarte en el futuro?
¿En el futuro?, ¿cómo?, no estaba entendiendo la pregunta porque en un futuro seguiría siendo profesora de español. Miré confundida a Abid y dejé que él hablara.
—Se trata de algo más profundo —empezó diciendo—. Elvira lleva más de siete años trabajando como profesora en muy diferentes países, lo que le permite analizar la situación sociocultural de cada región.
¡¿Analizo la situación sociocultural de cada región?! Pensé abriendo los ojos como platos.
—Además —continuó diciendo—, colabora con varios periódicos españoles y de América Latina escribiendo ensayos sobre las consecuencias de las carencias en los sistemas educativos. Hablamos de Asia, señores, donde no podemos negar que, aun habiendo buenas universidades, la mayoría de nosotros hemos estudiado en Estados Unidos y Europa, entonces ¿cuál es el problema?
¿Soy investigadora de las carencias en los sistemas educativos de Asia?, y ¿escribo ensayos? , yo pensaba que eran cuentos… Estaba atónita.
—Me debes una —susurró Abid a mi oído mientras nos alejábamos de aquel grupo sumido ya en un profundo debate sobre las mejores universidades del mundo.
—¿Te avergüenzas de mí? —pregunté a Abid dándome la vuelta muy despacio.
—¿Qué?, loca, claro que no.
—Porque mi trabajo consiste en enseñar el abecedario español, diferenciar el ser y el estar, indicativo-subjuntivo, por y para. Y nunca en mi vida he escrito un ensayo porque odio la investigación. Yo escribo cuentos, cuentos que me ayudan a reírme de mí misma, y ésa es mi vida, Abid, es mi vida ahora y en un futuro. No tienes por qué humillarme de esta manera, Abid... —dije empezando a llorar, aunque intenté evitarlo vanamente, demasiada tensión a lo largo de toda la noche.
Abid me agarró por debajo del brazo y abriéndose camino entre la gente me sacó del salón casi a volandas. Subimos por unas escaleras hasta el primer piso. Recorrimos un amplio pasillo y entramos en uno de los baños para invitados. Abid cerró la puerta con pestillo, parecía enfadado, ni siquiera se dio la vuelta. Se llevó las manos a la cabeza desordenándose aun más el pelo. Me alejé de él. Me quedé de pie junto a la bañera, no sabía lo que iba a pasar y he de reconocer que tenía miedo. Sujeté la copa de vino, que todavía llevaba, con fuerza como si pudiera defenderme de algo. Me di cuenta de que no conocía a aquel hombre.

Abid se dio la vuelta y muy lentamente se acercó a mí. Respiré hondo y tragué saliva mirándolo fijamente. Se paró frente a mí. Me miró serio y, sin decir nada, agarró mi cara con ambas manos, me besó con tanta pasión que no recuerdo ni el momento en que la copa se me escurrió de las manos y cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos. Loca… gimió cogiéndome en brazos. Me enganché a su cintura y dejé llevarme hasta la encimera del lavabo. Loca… repetía hundido entre mi pecho. Metió las manos por debajo de mi vestido, levantó la cabeza y mirándome a los ojos dijo:
—Nunca te humillaría, pero sí puedo equivocarme porque somos diferentes… —dijo mordisqueándome sensualmente los labios—, pero yo te amo, loca, y tu vida es mi vida ahora… no hay nada que me avergüence de ti, nada… nada, porque ahora somos uno… —y apretó mis muslos con esas manos tan enormes de jugador de polo.
Nunca había entendido antes el concepto de feromona hasta conocer a Abid. Era vernos, susurrarnos, rozarnos y empezar un baile carnavalesco de sustancias químicas a nuestro alrededor, que hacía que perdiéramos la cabeza completamente, completamente, completamente…

Toc-toc-toc.
Al oír la puerta, Abid me tapó la boca con una mano y con la otra me hacía el gesto de silencio colocando su dedo en el labio. Se separó un poquito de mí, giró la cabeza y mirando hacia la puerta preguntó:
—¿Sí?
—Abid, abre la puerta, por favor.
—Padre, sí, un momento.
¿Padre? ¿Su padre? ¿Shah Tajdar Mir? Empecé a agitar los brazos en el aire y no dejaba de poner cara de pánico. ¿Qué íbamos a hacer?
Abid me pedía con gestos que me calamara. Me volvió a coger en brazos y me volví a enganchar a su cintura, pero aquello ya no era nada sexy, parecíamos Tarzán y la mona Chita buscando un escondite en una jungla de apenas dos metros cuadrados. Me entraba la risa con tanto meneo. Abid me suplicaba silencio. Le señalé la bañera. Sorteó los cristales del suelo y me dejó dentro de la bañera. Me pidió que me agachara todo lo posible porque no había cortinas ni mampara con las que poder taparme. Así que me hice faquir, me contorsioné todo lo posible, convirtiendo mi metro y medio de altura en tan sólo veinte centímetros de bulto. Abid me colocó una toalla por encima. Su padre no podría sospechar nada, solamente que había crecido un champiñón gigante en la bañera.
Abid nervioso abrió la puerta.
—Padre.
—Abid, el bufé se está sirviendo en la terraza del ala este, los invitados ya están allí, pero no encuentro a Elvira.
—¿Elvira? La he notado muy nerviosa así que la he acompañado al jardín hace un rato, debe estar todavía allí.
—Pero ¡¿qué es eso?! —gritó su padre.
Al champiñón se le paralizó el corazón bajo la toalla.
—¿Qué? —preguntó Abid faltándole el aire.
—¡Eso! —dijo por fin señalando los cristales rotos esparcidos por el suelo.
—Ahhhh… —respondió Abid aliviado—. Lo siento, padre, tiré la copa.
—Bien, no pasa nada, diré que vengan a limpiarlo pero ten cuidado de no cortarte y, por favor, no tardes en bajar, la gente está esperando.
Oí cerrarse la puerta, pero aun así no me moví. Abid, con cuidado, me quitó la toalla de encima y me besó el cuello tronchándose de risa al verme tan poca cosa, pero qué poco ocupas… me decía.
No me dejó salir de la bañera por mi propio pie. Tenía miedo de que me cortara con la copa rota, así que nuevamente me pidió que me agarrara a él.
—Pero… ¿qué haces, loca? ¡No!, pasa las manos por mi cuello, a ver…
—¡Sujétame! ¡Si me vas a tirar!
Al saltar sobre él, le dio tiempo a cogerme sólo por una pierna, me tenía de medio lado, el otro medio se le estaba escurriendo de entre los brazos. Le entró la risa, y si a Abid le entraba la risa flojeaba por todos los lados, se convertía en un muñeco de trapo sin casi fuerza. Yo no podía oírlo reír porque me contagiaba automáticamente, si él se reía yo me reía. En eso se basaba principalmente nuestra relación. Loca, intenta y jajajajaja. ¿Que intente qué…?, pero si me, jajajaja, si me estás tirando, jajajaja, idiota… le decía yo con el ojo ya torcido del ataque que llevaba encima. Abid a media genuflexión intentó ponerme derecha, pero ya era demasiado tarde, mi cabeza estaba casi rozando el suelo. A ver, espera, si te agarro de aquí… me dijo agarrándome de ahí, sí, de ahí, de la media manga y estiró, estiró tanto que de la fuerza, no sólo me desabrochó todos los botones del vestido, sino que me los arrancó.
Le oí gritar tanto de risa que fui incapaz de recriminarle nada, solo podía seguirle en semejantes carcajadas.
Pero nos callamos de golpe al oír la puerta del baño abrirse de repente.
—¡Pero, Abid!
—¡Padre!
Y recolectando la poca dignidad que me quedaba, al estar semidesnuda y retorcida entre los brazos de su hijo, encontré la única frase oportuna para ese momento, ahora sí:
—Bienvenido, señor Mir.

15 feb 2010

Adivina quién viene a cenar esta noche (Primera Parte)

Primero me puse los pantalones negros con la blusita granate, sin mangas y de escote en pico, pero al verme ante el espejo decidí quitármelo. Probé con la minifalda negra, camiseta blanca de tirantes y rebequita gris abierta. No, minifalda no, claro que no. Pantalones de lino rosados, misma camiseta blanca de tirantes y torerita ceñida. Me miré al espejó. ¿Eso que se me ve es la tanga?, genial, se me transparentaban los pantalones de lino… buff, no, no, a ver, no, otra cosa. Falda tubo azul oscura, justo por encima de las rodillas, niqui de cuello barco de rayas azules y blancas. Fue el propio espejo quien me dijo que sólo me faltaba el gorrillo para ser una marinerita. ¡Ay, qué desesperación! ¡Taitan! Grité. ¡Taitaaaaaaaaaaaaaaaan! Volví a gritar más fuerte acercándome a la puerta de la entrada. Mi vecino salió al descansillo en traje de baño.
En Singapur vivía en un precioso condominio con todos los lujos que jamás me podía haber imaginado tener: dos piscinas, jacuzzi, cancha de tenis, gimnasio y un apartamento decorado con un gusto exquisito, no por mí, claro, sino por su propietario que me lo había alquilado por un módico precio, singapurensemente hablando, por supuesto.
—¿Te vas a la mar? —dijo Taitan tapando su escandalosa risa con la mano izquierda mientras bofeteaba el aire con la derecha.
No tardó en salir su novio Awen a ver qué pasaba. Los dos eran de Malasia y desde que llegué al apartamento fueron como mis hermanos mayores, protectores pero al mismo tiempo cariñosísimos.
—¿Qué me pongo? —pregunté un tanto molesta porque Taitan seguía sin parar de reír y, sinceramente, aquel conjunto no me parecía tan horrible, de hecho ya me lo había puesto varias veces.
—¿Adónde vas, cariño? —preguntó Awen serio, haciéndose cargo de la situación. De un manotazo apartó a Taitan del medio y cogiéndome de la mano me llevó hasta mi propia habitación.
Delante del armario le expliqué que un amigo organizaba una cena informal con varia gente de aquí y de allá pero lo más importante es que iba a estar su padre, porque bueno… en realidad, o sea, la fiesta iba a ser algo así como una excusa para presentarme en sociedad, en su sociedad.
—¿En sociedad? —preguntó abrumado Taitan que ya había entrado en mi habitación—. ¿Qué sociedad?, pero ¿de qué amigo estamos hablando?
—De… Abid Shah Mir —dije fingiendo la mayor naturalidad posible pero, lo cierto, es que ni siquiera me atrevía a mirarlos.
—¡Madre mía! —exclamó Awen con las manos sobre el rostro.
—¡Oh-my-my-my-GOOOOOD! —berreó el histérico de Taitan.
Empezaron a dar vueltas nerviosos por la habitación hablando en malayo y sin parar de hacer gestos extraños. Por fin se detuvieron, y me amenazaron diciéndome que si no les contaba la verdad sobre mi relación con el jeque, no me ayudarían con el vestuario. Así que resoplando me senté sobre la cama, y les conté todo, que fue Ankit quien nos presentó para que le ayudara con el español porque se iba a Argentina a una competición de polo en septiembre. ¡Polo, me encanta…! Dijo Taitan derritiéndose sobre la cama, al imaginárselo cabalgando.
—Pues eso… vamos, que enseguida empezó el tonteo, los primeros besos y…
—¡Pasión paquistaní! ¡Me encantaaaaaaaaaaaa! —gritaba Taitan sin parar de dar palmas.
Awen con rictus serio le mandó callar y después me dijo en tono comprensivo y muy lentamente:
—Cariño, Abid Shah Mir, el jeque paquistaní Abid Shah Mir, está comprometido con la no menos millonaria y hermosa Anilah Raza, cariño, lo siento pero están comprometidos.
—Estaban. Abid ha roto el compromiso, y hace dos semanas me presentó a su padre… —dije.
Taitan se levantó de la cama de golpe y empezó a revolotear por toda la casa como una mosca cojonera, sin parar de gritarme que escribiera una novela contando todo aquello porque me haría de oro.
—Cariño, rompes moldes —dijo Awen rebuscando ya algo dentro del armario para mí.

Salí de casa con un vestidito provenzal, muy del estilo de Carolina de Mónaco poco después de enviudar. Era azul con florecitas rojas muy diminutas, de manga corta, cuello redondo, podría escotarse más porque tenía botones desde arriba hasta abajo, pero Awen me aconsejó no desabrocharme ninguno, daba mejor imagen. Taitan me convenció para llevar las sandalias rojas de sólo una tira ancha sobre los dedos, eran de tacón bajo, muy finas. Awen no aprobó el calzado hasta que no me vio con todo el conjunto puesto.
Me acompañaron hasta la entrada del condominio donde ya me esperaba un chófer dentro de un elegante coche negro de cristales tintados.
—Esto es igualito que Pretty Woman… —musitó Taitan a puntito de llorar.
—Taitan, Julia Roberts era prostituta —dije soltando una carcajada, enseguida me siguió Awen muerto de risa que, a pesar de conocer a su novio desde hacía años, nunca dejaba de sorprenderlo.
Los besé y me metí en el coche diciéndoles adiós con la mano. Una vez dentro, el chófer me saludó agachando cortésmente la cabeza y, sin decir nada, arrancó. Me hundí en el asiento de atrás. Estaba nerviosa, muy nerviosa.

(continuará...)

25 sept 2009

Nanga Parbat

―¿Cómo…? ―pregunté temblando.
―Me dijo que te llamó dos veces este verano y que no cogiste el teléfono, quería hablar contigo, me lo dijo, Elvi, de verdad, ha estado loco perdido, yo… no sé, no me quiero meter, pero… ―se justificaba una y otra vez Ankit.
―¿Con Anilah Raza? ―pregunté sujetando el auricular con las dos manos de tanto que temblaba.
―¿Por qué no le contestaste? Un mensaje, Elvi, ¿eh? Sólo necesitaba un mensaje para, no sé… para saber algo de…
―¿Con Anilah Raza?, por favor, Ankit… por favor, ¿con Anilah Raza?
―Sí…
―¿Cuándo?
―No lo sé, eso no lo sé…
―¿Cuándo, Ankit? Por favor, ¡¿cuándo?! ―pregunté derramando parte de la ansiedad que me estaba inundando lentamente.
―La fecha oficial no la sé, porque la celebran en Pakistán ―dijo liberando un suspiro contenido―, pero el diecinueve de diciembre es la recepción para los amigos en Singapur.

***

En la bandeja llevaba un cheese Naan y una coca-cola. Tuve que dar dos vueltas antes de encontrar una mesa libre. Eran las doce del mediodía y estaba a tope.
Cuando me senté llamé a Montse porque me acababa de mandar un mensaje.
―Uy, qué de ruido ¿dónde te pillo?
―En el Food Court de debajo de la escuela ―dije pegando un tarisco al aceitoso pan de ajo.
―¿El de Bencoolen Street?
―El mismo ―dije mordiendo otro poco.
―Bueno, Elvi, lo que te tengo que contar… muy fuerte, muy fuerte.
Esperé en silencio, Montse continuó.
―Hace una hora me llama la pedorra de Janine, la francesa, ¿sabes?, ¿no?, la de turismo del consulado francés, que parece la mismísima embajadora con esos aires que se da…
―Que sí, que sí, la hortera del bolso de lentejuelas.
―¡Ay, qué fuerte! ¿Te acuerdas?, vamos, dime tú, las cosas que no se vean en Singapur… porque si te cuento las pintas que tenía hoy una tía en el metro te…
―Montse, ¡quieres arrancar que sólo tengo veinte minutos para comer!
―Bueno, vale, pues me dice la chunga de Janine que te vio ayer entrando en la zona VIP de Attica de la mano del jeque entre los jeques: ¡Abid-Shah-Mir!
―¡Uy, uy, uy, uy! ―dije escupiendo el Naan sobre el plato. Del susto se me habían cerrado todos los conductos.
―Hace falta ser mala, inventarse tonterías para arruinar la reputación de la gente. Y ya ves, que el Mir está como un queso y quién pudiera, pero…
―Ya te digo, ya te digo, jo, vaya, vaya, cómo está el Mir ―dije en un intento vergonzoso de disimular.
―Pero, tía, no es cuestión, ¡hombre!, que todo el mundo sabe que está comprometido con Anilah Raza, y quita, quita, que los musulmanes son muy suyos, y a ver si por el rumor te vas a meter en un embola’o de no veas.
―¿Qué? ―pregunté estupefacta.
―Que eso, que la Janine es muy mala, que siempre...
―¡Que no, Montse, coño! ―estaba fuera de mí― lo de la Manila Reza ―dije esta vez intentando controlar la furia.
―¿Cuál? ¿Anilah Raza? Pues una preciosidad de Cachemira, de esas indias con los ojos verdes, ¿como las de Bollywood?, ¿sabes?, pues lo mismo, maja. Es hija de un armero multimillonario y viven en Nueva Delhi. Yo es que la conocí el año pasado, en una cena en la embajada de Francia, fui con Gérôme y estaba la Anilah con el Mir, pues… les tocó en la mesa de al lado y, para que veas, también estaba Janine, y también los vio, y aun así se inventa el bulo para hacerte daño, si es que…

Volví a la escuela y di las tres clases que me faltaban de cualquier manera. No me podía quitar de la cabeza lo insistente que había sido Abid con respecto a ocultar nuestra relación, es mejor ser discretos, me decía, Singapur es muy pequeño, me explicaba cínicamente, hasta que no formalicemos lo nuestro es mejor que nadie lo sepa, no lo comentes a tus amigos, por favor, tampoco a Ankit, me pedía una y otra vez. ¡Pero seré estúpida!, grité en mitad de la última clase con las quince caras de mis alumnos mirándome atónitos, estúpida… estúpida... porque no es la actividad de la página quince, no, no… es la de la dieciocho. No coló, claro que no coló.

Tomé un taxi y en veinte minutos me planté en la oficina de Abid.
Durante el camino había repasado una y otra vez el discurso. Tenía tanta rabia contenida que los diálogos se me escapaban en voz alta y el taxista me miraba con cierta preocupación por el retrovisor.
Con una falsa sonrisa sorteé la seguridad de la entrada, ya me conocían. A su secretaría le aseguré que el señor Mir me esperaba y sin más me colé directamente en su despacho, sin llamar si quiera.
Frente a él contuve la respiración. Sentía que me temblaba la boca. Nerviosa me acaricié el cuello con ambas manos e intenté decir algo sin mucho éxito. Estaba paralizada. Abid se asustó al verme así. Se levantó con rapidez de su mesa y se acercó. Qué pasa, loca, qué pasa, preguntó mirándome a los a ojos. Ay, no… así no vale, con él tan cerca no puedo pensar, no me mires así, Abid, no me mires así… Agaché la cabeza y me derrumbé llorando sobre él. Entre sollozos intentaba explicarme, describir una mínima parte de lo humillada que me sentía. Estaba abatida, me había creído un cuento de hadas por ser tan idiota. Cálmate, Elvira, por favor, cálmate… loca, mi loca… por favor, pero… cálmate… me decía Abid intentando tranquilizarme, no sé, pero parecía tan sincero...
Abid me abrazó y me juró y perjuró que su compromiso era un arreglo entre familias. Desde los dieciséis años sabía que debía casarse con Anilah, pero tan sólo se habían visto en seis o siete ocasiones y siempre en actos públicos. Lo miré y lo creí, no porque estuviera convencida de que aquello fuera verdad, sino porque tenía la inmensa necesidad de creerlo.
―Yo no contaba con esto, Elvira, no esperaba conocerte… créeme, por favor… ¿eh?, loca, mi pequeña loca…
Llamó a su secretaria y pidió que me trajera un té. Nos sentamos en el sofá. No dejaba de sujetarme la mano y pedirme perdón continuamente. Se lamentaba de haberme hecho tanto daño. Su secretaria abrió la puerta después de tocar y se acercó a nosotros con mi té. Abid le hizo un gesto con la cabeza para que saliera inmediatamente. Después, solos de nuevo, me preguntó con cierta inseguridad:
―¿Elvira, confías en mí?
―No lo sé… ―respondí.
Me pidió que me quedara allí, sin moverme. Me dijo que debía irse, que no sabía cuándo volvería, pero que por favor tuviera paciencia. Le vi marchar y cerrar la puerta detrás de sí. Miré a mi alrededor, me sentía muy incómoda. Contemplé detenidamente mi taza de té y lamenté que no fuera café. La dejé sobre la mesita y esperé. Había pasado más de una hora y seguía esperando. Podría haberme ido, sí, pero no tenía fuerzas ni para levantarme. Me había recostado a lo largo de todo el sofá y sentía pocas ganas de moverme.

Por fin, oí la voz de Abid llegar por el pasillo. Me incorporé y lo esperé de pie. Ya está, me dijo, ahora ya está todo, repitió nada más entrar en la habitación. Sin más explicación, Abid me dio la mano y me llevó a la planta de arriba. Cruzamos un luminoso pasillo y cuando llegamos ante una puerta me pidió, con el dedo en los labios, silencio. Guardé silencio. Abid entró dejando la puerta abierta. Habló con un hombre, no pude entender nada, era urdu. Poco después, Abid salió, me tomó de la mano y me invitó a entrar. Era un elegante despacho, con una alta biblioteca al fondo. Una alfombra desgastada colgaba al otro lado de la pared. A nuestra derecha, un hombre, no muy mayor, nos miraba detrás de su escritorio. Abid volviendo al inglés me dijo:
―Elvira, te presento a mi padre Shah Tajdar Mir.
No dije nada, no tenía palabras. No podía creer que Abid estuviera haciendo aquello por mí.
El hombre se levantó de su mesa y se acercó a mí. Me sonrió sincero y me tomó de las dos manos.
―Dicen que pequeños ríos pueden desplazar montañas pero tú ―hizo una pausa y miró a su hijo― acabas de engullir el Nanga Parbat.

***

Colgué el teléfono sin despedirme de Ankit y con una exagerada calma me senté en mi escritorio frente al ordenador. Coloqué derecho el teclado y miré al frente sin ver nada.
―Cariño, ¿estás bien? ―preguntó Kayla desde la puerta de mi despacho.
―Sí.
―Pues tienes una cara, guapa…
―Estoy bien, ciérrame la puerta, por favor ―y volviendo a la erguida posición de antes, esperé oír el click de la puerta al cerrarse. Click. Dejé caer borrachos mis párpados y me abandoné sobre la mesa tapándome la boca, para que Kayla no me oyera desde su despacho.

31 ene 2009

Trilogía, Parte primera: Adiós, Pakistán

Era noviembre y faltaban dos días para marcharme a Los Angeles, a casa de mi amiga Cristina por Acción de Gracias. Tenía la maleta abierta y vacía en medio del salón. Siempre me proponía hacerla con tiempo pero al final terminaba estrujando toda la ropa en el último minuto y me olvidaba de la mitad de las cosas que quería llevarme. Estaba sentada en el escritorio frente a mi portátil contestando emails cuando el teléfono sonó. Me levanté y salté por encima de la maleta hasta llegar a la cocina. Descolgué faltándome el aire.
―¿Quién… es…? Ay, que me ahogo, ay… ¿sí? ¡¿A ver?!
―Hola, loca…
Al reconocer su voz, los pequeños hombrecillos que tenemos en medio del pecho para bombear el corazón se desmayaron.

Estaba en el borde de la piscina con los pies metidos en el agua para intentar deshacerme del aplastante calor de Singapur. Bebía una cerveza que acababa de bajarme de casa. El guardia del condominio donde vivía, que pasaba en ese momento por las piscinas, me miró y me recordó que el baño estaba prohibido a partir de las once de la noche. Le dije que lo sabía, que simplemente estaba esperando a alguien. Ya no lloraba, creo que porque no me quedaban lágrimas, estaba tranquila, serena, llena de ese sentimiento cínicamente placentero que te provoca el haber estado llorando durante días. Ankit llegó y se sentó a mi lado sin decir nada. Chapoteó los pies bajo el agua, después me acarició la espalda con la vista en el fondo de la piscina.
―¿Cuándo te vas?
―Este lunes… tengo que volver a España para el papeleo del visado, el uno de septiembre empiezo a trabajar.
―Estados Unidos… ¿No había nada más lejos? ―me preguntó ofreciéndome su mano abierta, le coloqué la cerveza en ella, se rió―. Gracias, pero prefiero tu mano ―le di mi mano acariciándole suavemente el dedo índice con mi pulgar.
―¿Vendrás a verme…? ―le pregunté con súplica.
―Te podría decir que sí, pero los dos sabemos que no… que no volveremos a vernos…
Apreté su mano, empezaba a llorar de nuevo.
―¿Lo sabe Abid? ―preguntó.
Negué con la cabeza.
Tres semanas antes invité a Abid a cenar en Gaylang Road, el barrio rojo de Singapur. En uno de los sucios y cutres chiringuitos de la calle pedimos dos roti prata, el mío era de plátano dulce y el suyo de durian con queso. Para beber, dos tés pakistaníes. Me encantaba ver a Abid, porque a pesar de su exquisita apariencia se sabía mover como pez en el agua en aquel ambiente. Siempre me contaba que su padre venía de una de las familias más humildes de Lahore.
―Estas navidades quiero que vengas a Pakistán conmigo, yo estaré tres meses por el torneo de Polo que empieza en noviembre, podrías venir a mediados de diciembre hasta enero. Mi padre puede solucionar el tema del visado, y el viaje lo harías acompañada por tres de mis hombres, no habría problema. Quiero que vengas, Elvira, quiero enseñarte Lahore, es precioso.
―¿Navidades en casa de un musulmán en Pakistán??? Mmm… deja que se lo comente a mi madre, ¿a ver qué dice? ―e hice ademán de sacar mi móvil del bolso.
Abid se río como un tonto, después se acercó a mí y me abrazó. Sujetándome la cara con una sola mano me besó. Su gesto me sorprendió gratamente, nunca se mostraba cariñoso en público.
―Me estás volviendo loco, completamente loco ―dijo clavándome su negruzca mirada―, no te imaginas lo fácil que es quererte ―susurró apartándome un mechón de pelo de la frente―, te quiero tanto que siento que te he querido siempre…
Acaricié su espeso y negro pelo y me dejé querer, porque lo último que podía pensar aquella noche era que las cosas iban a cambiar tanto en apenas unas semanas.
La situación iba de mal en peor en la escuela y cansada del abusivo contrato y ñoñerías de mi directora había empezado a buscar un nuevo trabajo. Bombardeé todos y cada uno de los departamentos de español del mundo entero, pero con la intención de quedarme en Asia: China, Singapur o India. Pero la respuesta me llegó de los Estado Unidos con una oferta irrechazable. Acepté sin pensarlo, como hacía siempre, cerrando los ojos e imaginándome que estaba sola en el mundo, y que ése era el único camino a seguir. Padeciendo el vértigo que tengo, todavía no comprendo cómo he sido capaz de tirarme tantas veces desde el puente al más absoluto vacío.
Desde la puerta principal del condominio vi alejarse el taxi de Ankit. Me quedé de pie un largo rato mirando la carretera, quizá esperando que diera la vuelta o simplemente negándome a reconocer que aquello había sido una despedida.
Al día siguiente me armé de valor y fui a la casa de Abid. Antes de bajarme del taxi respiré hondo y le pedí que me esperara, no tardaré, le dije al taxista.
La verja se abrió automáticamente a mi paso y entré. Crucé el enorme jardín hasta la casa principal. Abid estaba en lo alto de las escaleras, me miraba serio, no esperó a que llegara, como hacía siempre, sino que entró en casa antes de que yo hubiera pisado el primer escalón. En la entrada me quité las sandalias. Abid estaba sentado en el sofá, nerviosa me senté a su lado. Abid pidió a las tres personas de servicio, que estaban colocadas estratégicamente alrededor del salón, que se fueran. Después, se levantó y se sentó en un sillón frente a mí.
―Me voy… Abid, me voy…
―Lo sé, he hablado con Ankit… ¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¿Cómo has podido permitir que te ame tanto sin dar nada a cambio? ¿Cómo siendo tan pequeña… tan preciosamente pequeña puedes llegar a hacer tanto daño?
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Estaba siendo injusto, no podía exigir a nadie amar. A mí se me agotó el amor, once meses atrás, Etienne me lo extirpó y me dejó tristemente vacía. Había perdido la capacidad absoluta de volver a querer a alguien.
Le pedí perdón y lentamente me levanté del sofá. Junto a la puerta volví a calzarme las sandalias. Abid me agarró del brazo.
―Ey, no te vayas, loca, no te vayas… ―Abid apretó mi frente contra la suya―, no… no… no… no… no… ―repetía cansinamente.
―Para, por favor…
―No… no… no… no… ―me abrazó con fuerza y me susurró profundamente en el oído―: Te quiero tanto que soy capaz de amar por los dos...
Encerré sus palabras con sabor a urdu en una cajita de cristal para no olvidarlas nunca, aspiré su respiración para tragar el mismo aire y le pedí que me repitiera por última vez “azul celeste”. Me miró con enorme pena, hizo estremecerme.
―Azul celeste, azul celeste…
Sonreí tristemente.
―No pierdas nunca tu precioso acento, my big child ―lo besé y me marché de su casa.

Los hombrecillos comenzaron a bombear de nuevo y sentí un fuerte dolor en el pecho por la presión de la primera bocanada de latidos.
―Ankit me ha dado tu teléfono… se lo pedí, quería hablar contigo, bueno… necesitaba hablar contigo. Elvira… no hay día que no piense en ti… y… estoy en Pakistán, ¿sabes?, por el torneo de Polo, y tú debías estar aquí, conmigo, eran nuestros planes, te… ¿te acuerdas en Gaylang Road comiendo roti prata? El tuyo era de durian…
―No, de plátano dulce… ―dije apretándome fuertemente el auricular a la oreja mientras me dejaba caer al suelo como una muñeca rota.
―Elvira, te sigo queriendo… dime que me quieres, por favor… estoy perdiendo la cabeza, dime que me quieres y… y yo mañana vuelo a los Estados Unidos, dímelo, por favor… por favor…
Claro que te quiero, pero no lo supe hasta llegar a este pequeño y desesperante pueblo americano. Tres meses sin tener noticias tuyas me han vuelto loca. Te he visto en todas partes, y te he oído amarme cada noche desde la cajita de cristal, te he echado tanto de menos, Abid, que lloro con tan sólo recordar tu nombre, Abid, Abid, Abid, Abid…
―Yo no te quiero… nunca te he querido, Abid…
Oí un clic y un silencio tan doloroso al otro lado de la línea, que me quedé allí, de rodillas en el suelo, quietecita, llorando en silencio, con miedo de moverme, porque si me movía, me iba a romper en mil pedazos y sería imposible volver a recomponerme nunca.

16 nov 2008

Azul Celeste

—¿Almira Rabolo? —me preguntó un hombre frente a la puerta de la escuela.
—Mmm… sí, creo que eso soy yo. Elvira —respondí corrigiendo la pronunciación de mi nombre.
—Almira —repitió el hombre muy seguro de sí mismo.
—Exacto, muy bien, Almira… —para qué íbamos a perder el tiempo.
El hombre me pidió que lo siguiera. Se abría camino por una abarrotada Bencoolen Street de las ocho de la tarde, yo, expectante, detrás. Se paró ante un impresionante coche negro de cristales tintados, abrió la puerta de atrás y con por favor me invitó a entrar. La cerró y dio la vuelta colocándose ante el volante. Me miró por el retrovisor asegurándose de que todo estaba bien, le sonreí y él bajó la cabeza en un gesto de aprobación. Arrancó y tomamos las calles de Singapur.

Me sentía princesa de Pakistán, ¿por qué no? Puse mi manita cóncava y empecé a saludar desde el otro lado de la ventanilla a los transeúntes. Clonc-clonc, clonc-clonc, pequeño giro de muñeca a derecha y a izquierda, clonc-clonc. Soy Almira Mir, princesa de Pakistán. Clonc-clonc, derecha-izquierda, derecha-izquierda, pero con el antebrazo tieso, ¿eh?, sólo la muñequita, clonc-clonc. Sí, mis queridos súbditos, la princesa os quiere. Bajé la cabeza añadiendo más formalidad al real saludo. Os quiero, pueblo, os quiero. Clonc-clonc, derecha-izquierda. De repente la ventanilla se bajó y me vi, con desnuda vergüenza, fingiendo ser una ridícula princesa de oriente. Miré roja como un tomate al chófer. Le costaba trabajo ocultar la risa. Me miró por el retrovisor y subió de nuevo mi ventanilla.
—Gracias —dije indignada.

Nos desviamos y salimos del centro de la ciudad. Recibí mensaje al móvil.
Cerveza después? Te espero a las 11 en Blue Jazz Café, Arab Street, ok?
Respondí seguido:
Vale, my sexy indian man.
Me reí en alto, pude imaginar la cara de Ankit leyendo el mensaje, creo que ya habría empezado a santiguarse.

Llegamos a Bukit Timah Hill, naturaleza salvaje a mi derecha, naturaleza salvaje a mi izquierda. Aquel lugar no me gustaba en absoluto, demasiado verde virgen para asimilar en un solo vistazo. El sonido de los animalillos y el escaso asfalto me asfixiaban. El hombre fue creado para vivir apelotonado y estresado en las urbes, y los animales para esparcirse libremente por tierra no edificable. Grave error confundir y, lo peor de todo, fusionar ambos hábitats.
—¿Falta mucho? —pregunté como niña impaciente.
El chófer sin abrir la boca señaló a su derecha, un pequeño palacete asomaba entre palmeras. Giramos, dejando la autovía, y tomamos un estrecho camino que nos llevó hasta la entrada principal de ese edificio tan colonial.
Me bajé del coche sin saber qué hacer. El chófer, desde dentro, me indicó con el dedo que entrara al palacete. Me ajusté el bolso al hombre y con paso decidido me acerqué hasta la puerta de cristal, era enorme. La empujé y me colé dentro.

Como una cría ilusionada por lo que acababa de descubrir, no pude evitar llevarme las manos a la boca para ahogar un pequeño gritito de fascinación. Di un paso atrás para que el campo de visión fuera completo. Quería verlo todo, empacharme de aquella imagen porque acababa de entrar en la cueva de Ali Baba.

Una sala inmensa se abría ante mí con techos de más de cinco metros de altura. Desde lo alto colgaban gigantescas alfombras persas. Infinita exposición de nudos de seda, abacá, yute, lana y piel. El color de lo antiguo inundaba el espacio y ese olor a cuento de hadas me convirtieron en niña de nuevo.
—¿Puedo ayudarla en algo? —una joven de rasgos asiáticos espantó torpemente toda la magia.
—Sí… busco a Abid Shah Mir.
—Lo siento mucho, el señor Mir está ocupado, pero quizá pueda servirla yo misma —dijo con una irritante amabilidad.
—Bueno… soy Elvira Rebollo, su profesora de español, habíamos quedado a esta hora…
—Oh, es usted tan joven que no he podido imaginar que sería la profesora… —pues es lo que hay, reina, pensé molesta—. Por aquí, por favor.
La seguí. Cruzamos toda la galería, al fondo tocó una puerta, y sin esperar respuesta la abrió. Abid estaba tras una enorme mesa de madera rodeado de papeles. Levantó la cabeza y al verme sonrió. Se puso de pie precipitadamente, tomó mi mano entre las suyas y sin apenas despedir a la joven asiática, que le decía no se qué de unas llamadas, cerró la puerta.

—¿Té? —preguntó mientras me ofrecía asiento en un viejo sofá de cuero granate.
Negué con la cabeza, él insistió con otras bebidas. La verdad es que me moría por un café pero tuve vergüenza de pedirlo.
—No gracias, estoy bien, no tomaré nada —en ese instante maldije mi educación en colegio de monjas.
Saqué dos libros y un montón folios de mi bolso.
Lo miré, me sonreía con sus negros ojos fijos en los míos. Por favor, pero qué hombre tan atractivo, cómo iba a dar clases en aquellas condiciones. Suspiré en alto y me llevé el pelo detrás de la oreja, intentaba pensar en algo bien feo para poder arrancar con la clase de una vez. Creo que el lunar verrugoso de mi tía abuela Feli, sería más que suficiente, ¡qué feo, rediós!
—Bien, Abid, ¿sabes decir algo en español? —pregunté por fin.
—Hola… ¿qué tal?, gracias, también, sí, adiós, no… —dijo con cierta timidez al escucharse a sí mismo hablar en español.
—Bravo, Abid, vale, muy bien, muy bien —le alabé sin querer mirarlo a la cara para no desconcentrarme.
—También conozco los colores.
—¿Qué? —mierda, levanté la vista de los folios en blanco, me había pillado desprevenida. Nuevamente tenía su perfecta y angulada cara ante mí—. ¿Qué…? —volví a preguntar con enorme esfuerzo.
—Los colores, los puedo decir en español.
Lunar verrugoso de tía Feli, lunar verrugoso de tía Feli, lunar verrugoso de tía Feli…
—Ah, genial… —lunar verrugoso, lunar verrugoso…—, a ver, pues, mmm… por ejemplo ¿éste? —y señalé mi bolso. Súper tía Feli, tía Feli, tía Feli, fea como un culo, ¡uy!, pobre tía Feli. Me tapé la boca pero la risa ya se me había escapado en voz alta.
Abid rió divertido. Estás loca, me aseguró. Perdón, dije completamente avergonzada, y volví a señalar mi bolso.
—Negro.
—Bravo, y… y, ¿éste? —dije señalando el mar de la portada del libro
—Azul celeste.
—¿Cómo? —un resorte en mis oídos dieron voz de alarma, lo miré embobada.
—Azul celeste —repitió tan serio como la primera vez y con un imperceptible acento urdu.
—¿Azul celeste? —volví a preguntarle completamente asombrada.
Abid sin descolgar su rictus serio asintió por tercera vez:
—Azul celeste.
Rompí a llorar de la risa. No podía parar. Me tiré hacia atrás para dejar que mi tripa disfrutara cómoda de las carcajadas. Era tan absurdo aquel color para una primera sesión de español, en realidad, era tan absurda toda aquella situación. Abid empezó a reírse completamente contagiado a pesar de no entender el por qué de mi ataque.

Durante dos horas seguimos descubriendo más colores y más risas, más verbos y expresiones, más anécdotas y trocitos de historias propias.
—¿Vas a venir mañana…? —preguntó abriéndome la puerta del coche. Lejos quedaba la imagen del serio hombre de negocios, tenía ante mí un niño grande lleno de ilusión.
—Claro… —respondí escondiendo tanta o más ilusión que él.