Mostrando entradas con la etiqueta Fábula. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Fábula. Mostrar todas las entradas

25 sept 2012

Beto el castor



 Querer es volar de Javier Avi

Beto era un pequeño castor del bosque Las Masas. Como cada mañana se levantó para ir a la escuela. Allí aprendía las mejores técnicas para construir presas. Y así cuando fuera mayor, ayudaría a sus padres en la faena de la casa.
Cuando llegó a clase se sentó en la última fila. Siempre lo hacía. Desde aquel sitio podía camuflarse tras sus compañeros de delante, para pasarse la mañana entera mirando por la ventana.
―Beto, enumérame las características de un dique ―ordenó el profesor Espejuelos, desde lo alto de la tarima. Pero Beto estaba demasiado ocupado observando el exterior a través de la ventana―. Las características, Beto ―repitió de nuevo. Pero nada, el pequeño castor miraba ensimismado el cielo―. ¡Beto! ―gritó esta vez el profesor Espejuelos.
―¡Presente! ―respondió el estudiante dando un respingo en su silla sobresaltado. Toda la clase rió.
―Presente no, Beto, presente no. Te he pedido las características de un dique… ―explicó con paciencia el profesor.
―Eh… Umm…Son… los troncos… y luego… ―Beto bajó la cabeza, se frotó los dientes con las uñitas de su mano y, muy bajito, confesó que no lo sabía.
―Pero Beto, éste es tu futuro, si ahora no te aplicas en aprender la teoría, ¿a qué te dedicarás cuando seas mayor?
Beto se puso en pie de un brinco y gritó entusiasmado:
―¡A volar!
Todos sus compañeros volvieron a reír a carcajadas, pero aquello no pareció importarle a Beto que seguía marcando una esplendida sonrisa en su rostro.
―¡Silencio! ―pidió nervioso el profesor Espejuelos al resto de la clase―. Beto, eres un castor, los castores no vuelan, fabrican presas. Son los pájaros los que saben volar.
―¡Entonces iré a la escuela de pájaros para aprender a volar!
Y antes de que el profesor Espejuelos pudiera replicarle, el pequeño castor había metido todos sus libros en la mochila y había salido pitando de la clase. Todos sus compañeros se arremolinaron en las ventanas para verlo correr bosque a través gritando: “¡voy a volar, voy a volar, voy a volar!”, y dando zancadas altísimas mientras agitaba sus pequeños brazos al aire. Está loco, exclamaban unos, qué tonto, decían otros, y todos reían sin parar.
Al llegar a casa, Beto, tan exaltado e ilusionado como hacía un rato, pidió a sus padres que lo matricularan en la escuela de pájaros porque quería volar. Su padre entró en cólera, llegando a roer, enfurecido, dos ramas que sobresalían de la pared. Su madre se sentó en el porche con los pies bajo el agua del río, decía que con los pies a remojo la cabeza se mantenía fría y, en ese momento, necesitaba tenerla bien fresquita. Cuando los gritos de su marido cesaron, entró en casa y, pidiendo a su hijo Beto que dejara de llorar, anunció que si realmente era lo que quería, lo matricularían en la escuela de pájaros.
―¡¡¿Qué?!! ¡Todos se reirán de él! ¡Es un castor!―exclamó el padre de Beto dispuesto a roer el resto de la casa. Su mujer lo contuvo y le pidió comprensión y paciencia.
Al día siguiente Beto se levantó más temprano que de costumbre, porque la escuela de pájaros estaba al otro lado del bosque y le llevaría más tiempo recorrer el camino. Se despidió solamente de su madre, porque su padre fingía dormir todavía.
Llegó a clase el primero y se sentó en la primera fila. Colocó con cuidado y ordenadamente los libros sobre la mesa, y esperó con una enorme sonrisa mirando al frente. Fueron llegando pajarillos que asombrados lo miraban y cuchicheaban señalándolo con el dedo. Poco después, entró la profesora Lunetas y observó perpleja a Beto en primera fila.
―Soy Beto, profesora, un estudiante nuevo ―se apresuró a decir, poniéndose de pié para no ser descortés.
―¿Beto?, pero creo que aquí hay un error. Esto es una escuela de pájaros y usted… usted es…
―Un castor ―Los pajarillos, sentados en sus pupitres, no pudieron evitar soltar unas risitas.
―¡Eso ya lo veo!, por eso que usted debe ir a la escuela de castores para aprender a construir presas.
―¡Pero es que yo quiero volar! ―La clase rompió a reír y Beto, dándose la vuelta, los miró agachando la cabeza. Con lentitud se volteó de nuevo y explicó a la profesora Lunetas―: Quiero que usted me enseñe a volar.
―¡Qué barbaridad! ¡Vivimos en el bosque Las Masas, los colectivos son lo que son! ¡Nadie nunca ha pretendido ser lo que no le corresponde, porque sería una atrocidad! ¡Aberrante!
―Pero yo… sé que podría volar…
―¿Cómo lo haría?, ¿agitando sus dientes?
Y, al oír esto, fueron muchos los pajarillos los que se cayeron de sus sillas muertos de la risa. Beto, encogiéndose de hombros, metió los libros de nuevo en su mochila y, arrastrando sus enormes pies, salió de la clase con la ilusión carcomida por la humillación.
De camino a casa, tuvo que hacer una parada, porque era tanto lo que lloraba que no podía ver el sendero con claridad. Se apoyó en un árbol y sollozó sin temor a que lo escucharan, porque allí no parecía haber nadie.
―¿Por qué llorasss?
Beto sacó la cabeza de entre sus rodillas, y vio a una diminuta serpiente frente a él ladeando la cabeza esperando su respuesta. El pequeño castor le contó su drama: sus deseos de volar y el rechazo por parte de los castores y de los pájaros.
―No esss un problema el rechassso, amigo… No nesssesssitas la aprovasssión de nadie. Utilisssa tu propio medio para hassser lo que anhelasss. Fíjate sssi no en mí.
―Eres una serpiente.
―Fíjate bien…
Beto se acercó y con cuidado la tomó en su mano. De tan cerca pudo ver que aquella diminuta serpiente tenía muchos pies, algo así como unos cien, y que su piel era en realidad una larga hoja de avellano untada en sudor pegajoso de sapo, con una pequeña piñata anudad detrás, a modo de cascabel.
―¿Un ciempiés?
―¡Yesss! ―dijo agitando la piñata con un golpe de bata de cola―. Sssiempre quissse modelar, pero un sssiempiésss no esss lo demasssiado hermossso para passsarela, ¿me comprendesss?, me rechasssaron en la essscuela de ssserpientesss, ¡viborasss! No importó. Mi entorno me ofresssía todo aquello que haría de mí una modelo… et voilà! Mírame, amigo, aquí essstoy yo. Con un poquito de maquillaje y un essstudiado asssento, consssigo hassser ver a losss demásss como yo verdaderamente me sssiento. Tu entorno, amigo, no lo olvidesss, aprovecha tu entorno para realisssar tus dessseosss…
Beto masticó las palabras del extraño serpiés durante días, sin encontrarle demasiado sentido. Y además tras el fracaso en la escuela de pájaros, había decido empezar a trabajar con su padre, porque tampoco se veía con fuerzas para regresar a la escuela de castores. Así que su padre llevaba semanas enseñándole cómo hacer presas, mientras su madre los observaba, royendo tronquitos, desde el porche con los pies a remojo.
Pasaron dos años y el pequeño castor se convirtió en un joven castor trabajador, experto en presas y diques, introvertido y caracterizado por su enorme apatía. En sus ratos libres le gustaba tumbarse en el porche y mirar hacia el cielo, y cuando un pájaro aparecía en su campo de visión, cerraba los ojos con fuerza para que las lágrimas no llegaran a caer, porque él era un castor y los castores hacen presas.
Un día, trabajando en el río, su padre le ordenó que deshiciera toda la parte izquierda de una presa. Era vieja y la madera se había retorcido por la humedad, ya no servía, había que reconstruirla de nuevo. El joven castor fue retirando las ramas curvadas, y las fue amontonando en la orilla. Cuando terminó, alineó toda aquella madera para que se secase y aprovecharla para hacer una enorme hoguera y calentarse con ella. Mientras esperaba sentado junto a ellas, un pajarillo se posó sobre la orilla del río y estiró sus alas, qué hermosura, pensó Beto. El pajarillo las plegó y después las volvió a abrir por largo tiempo, y fue entonces cuando Beto se percató en la curvatura de su forma. Giró rápidamente la cabeza hacia las ramas que estaban a su lado secándose y recordó lo que, años atrás, alguien le dijo: aprovecha tu entorno para realisssar tus dessseosss…  
Beto recogió todas aquellas ramas y corrió a casa. Se encerró en su habitación. Sus padres preocupados le picaban la puerta pero no obtenían respuesta. Hasta que, tres días más tarde, lo vieron salir con dos piezas grandes triangulares hechas de trozos de madera curvados y enlazados con tallos de plantas. Sus padres lo acompañaron intrigados al exterior. Allí Beto se colocó las dos piezas sobre sus brazos y los agitó. Su madre se llevó la mano a la boca emocionada, al darse cuenta de lo que aquello significaba. Beto atravesó el bosque corriendo, sus padres detrás pidiéndole que no hiciera locuras. Los gritos provocaron que los vecinos del bosque lo siguieran también. Corría Beto y detrás toda una multitud de Las Masas. Subió una colina y por fin, allí, se detuvo. Los vecinos también, y expectantes esperaron en silencio. Beto se arrimó a la pendiente, miró hacia atrás y vio a sus padres.
―Hijo, no lo hagas, los castores sólo saben hacer presas… ―suplicó su padre, sosteniendo la mano temblorosa de su mujer.
Beto dio un paso al frente, y la multitud coreó un largo: ¡¡Aaaaaay!!, cuando lo vieron desaparecer, para después convertirlo en un: ¡Ooooooh!, al verlo resurgir del vacío y planear sobre la colina como un pájaro.
Beto, sin dejar de sonreír, agitaba con fuerza aquellos trozos de madera retorcidos y anudados unos a otros, aquellos troncos que habían sido herramienta de su trabajo, y ahora se habían convertido en su anhelado deseo, en sus alas.
―¡Yesss! ―se oyó entre las hierbas de aquella colina.

26 feb 2012

El viaje de Lucas

 Fishing boat at sea de Van Gogh

Lucas tenía catorce años y, como cada mañana, aquel martes salió en su barca a pescar. Era un día normal. El sol se desperezaba sobre el silencio rutinario de un mar generoso, y el cielo se quitaba su traje de luces. Todo normal. Empezaba un día más.
En alta mar, Lucas preparaba la red cuando de repente se precipitó al agua. Su cuerpo se hundía, se hundía, se hundía, hasta que tocó el fondo y allí, inmóvil, permaneció seis días y seis noches. Pero el séptimo, una familia de cangrejos lo encontró.
Papá cangrejo, apartando a su mujer y a sus cuatro hijos, se acercó hasta Lucas. Se subió por sus piernas, le recorrió el pechó y se encaramó a su mentón. Una vez allí, pidió a su familia que se apartara. Estos retrocedieron 20 centímetros, y fue entonces cuando papá cangrejo pinzó la nariz de Lucas con todas sus fuerzas.
―¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! ―bramó el joven, lanzando de un manotazo a papá cangrejo.
Toda la familia del animalillo crustáceo fue a socorrerlo. Lucas se arrodilló agarrándose la nariz con ambas manos, no paraba de gritar.
―¿Quién eres? ―preguntó papá cangrejo, después de haber tranquilizado a su familia.
―Soy Lucas, un pescador.
―¿Y qué haces aquí, si tu mundo es el de arriba?
―No lo sé, me caí de la barca.
―¿Cómo te caíste?
―No lo sé, no lo sé… ―contestó frotándose la cabeza intentando recordar algo―. Era un día normal y estaba en mi barca dispuesto a pescar, pero me caí.
―¿Tormenta?
―No...
―¿Te enredaste con la red?
―No...
―¿Los tiburones atacaron la barca?
―No…
―¿Y los piratas?
―¡No!
―¡¿Pues qué te pasó, muchacho?!
Lucas levantó los hombros y giró la cabeza hacia los lados repitiendo, una y otra vez, que no recordaba nada, sólo que era un día normal y se cayó.
Tras comentarlo con su familia, papá cangrejo permitió al joven pescador quedarse un tiempo con ellos, hasta que se recuperase y tuviera fuerzas para llegar a la superficie.
En el fondo del mar, los días para Lucas pasaban lentamente, apenas se podía mover con agilidad, sus pasos eran lentos y desordenados. No sabía pescar sin su red, así que siempre tenía que esperar a que papá cangrejo trajera los suministros de cada día. Y tampoco servía para defenderlos de los predadores, porque con sus torpes movimientos era imposible atacar ni a un caballito de mar. Así que, después de dos meses, sintiéndose un inútil y una tremenda carga para aquella familia de cangrejos, decidió emprender el viaje hacia la superficie. Se despidió de todos ellos y comenzó a ascender ayudado por sus pies y brazos. Remaba hacia arriba con todas sus fuerzas, pero la oscuridad del fondo del mar lo asustaba tanto que eran muchas las veces que debía parar para tranquilizarse. Como una pelota, se apretaba las rodillas sobre su pecho, y se abrazaba a sí mismo, y empezaba a contar. A veces sólo llegaba a hasta el 10, pero otras era necesario alcanzar el 330 para que el pánico se esfumara.
―¿Qué haces? ―preguntó una mantarraya que lo llevaba observando desde el número 37.
―Cuento, señora, 63, 64, 65, 66, 67, 68…
―¡Ya sé que estás contando!, ¿pero por qué?
―Para ahuyentar el miedo, señora, 74, 75, 76...
―¿El miedo?, ¿aquí? ―y la mantarraya miró a su derecha e izquierda―. ¿Miedo de qué?
―De lo que no conozco, señora, 81, 82, 83….
―Oh, bueno, en ese caso…1, 2, 3, 4, 5, 6…
―¿Qué hace? ―preguntó Lucas dejando de contar y mirando atónito a la mantarraya.
―Cuento, no le conozco, pues cuento yo también, 12, 13, 14…
―No, no, no, no, ¡no es eso!
―…22, 23, 24, 25, 26, 27…
―Vale, de acuerdo, me llamo Lucas, soy pescador y un día normal caí de mi barca. Estuve dos meses con una familia de cangrejos hasta recuperarme, y ahora llevo tres semanas intentando ascender a la superficie.
―¿Tres semanas, dices? Pues sí que cuenta usted, sí. No se preocupe, yo le enseñaré a no tener miedo.
Y durante cuatro días, la mantarraya le tuvo retenido dándole un sinfín de consejos y recomendaciones que de poco le iban a servir al no tratarse de un ser marino. Aun así, Lucas la escuchó pacientemente y al quinto día se despidió prometiendo poner todo lo aprendido en práctica. Apenas siete horas después, Lucas se acurrucó en sí mismo y empezó a contar. Estaba agotado, le dolían los pies y brazos, casi no había dormido nada en todo el trayecto y el frío empezaba a hacer mella en sus huesos. Cuando ya parecía todo perdido, un reflejo en lo alto de su cabeza le anunció que la superficie estaba ahí. Lucas se impulsó con sus piernas lo más rápido posible, y de repente la sábana de agua se abrió y el joven tomó una enorme bocanada de aire. Estaba fuera. El sol brillaba, parecía un día normal.
No muy lejos, Lucas vio una barquita, muy parecida a la suya. La llevaba un hombre.
―¡Ey, aquí! ¡Ayuda! ¡Ayuda! ―gritó al hombre de la barca. Éste se acercó al ver al joven en el agua―. ¡Gracias!, ¡gracias! Soy Lucas, pescador como tú, y un día normal me caí de mi barca, llegué hasta el fondo del mar, y han tenido que pasar casi tres meses hasta poder alcanzar la superficie. Ahora quiero llegar a tierra y volver a mi casa. ¡Ayúdeme!
―¡Claro!, no te preocupes, debes nadar hacia el oeste ―dijo el hombre señalándole la dirección.
 ―Sí, pero lléveme usted, tengo mucho frío, señor, y estoy muy cansado...
―Lo siento, ése no es mi trabajo. Debo pescar y regresar antes de la noche con mi familia.
―¡Pero ayúdeme!
―¡Te estoy ayudando!, escúchame: dirección oeste. Por el día, el sol te guiará y, por la noche, lo hará la luz del faro.
―¡No me deje aquí, se lo suplico! ¡Ayúdeme! ―gritó Lucas encaramándose a la barca.
―¡Maldito, chaval! ―y de un empujón lo mandó al agua de nuevo―. Te estoy ayudando, dirección oeste, el sol y luego el faro. ¡Te estoy ayudando, joder! ¡Pero no puedo hacerlo por ti! ―y arrancó el motor de su barca y empezó a alejarse.
―No me deje, tengo mucho frío… estoy cansado, agotado… ayúdeme…
―¡Oeste, oeste, oeste! ―gritaba el pescador alejándose con su barca―. ¡Y cuídate de las gaviotas, tienen comportamientos muy complejos! ¡Vamos, chaval, nada!, ¡nada!
Lucas había creído que al llegar a la superficie su pesadilla habría terminado, pero se acababa de dar cuenta de que no había hecho más que empezar.
Cerró los ojos y deseó hundirse de nuevo, caer al fondo del mar para jamás volver a subir. Quizá fueron sus inmensas ganas de acabar con el intento o, simplemente, mala suerte, pero en ese momento se desató una terrible tormenta. El mar enfurecido escupía olas cada vez más grandes. El viento levantaba muros de agua, y el cielo se tornó negro. Lucas se agitaba y arremolinaba como un pez en un desagüe. Y contaba, 235, 236, 237, y seguía contando 789, 790, 791, 792, y contando 1.145, 1.146, 1.147, 1.148… Llegó hasta el 13.989.
Abrió los ojos ante un plácido y adormilado mar. Respiró hondo, miró al sol y siguió la dirección que estaba recorriendo hacia su atardecer. Lo intentó por un tiempo a crol, pero se cansaba tanto, tantísimo que cambió su estilo a braza. Con desesperanza recorría los absurdos metros en aquel inmenso mar.
―Si pretendes llegar a la orilla, así nunca lo conseguirás.
Lucas levantó la vista y vio a una gaviota volando, en círculos, sobre su cabeza.
―Un pescador me aconsejó ir hacia el oeste ―contestó el joven al pájaro.
―¿El pescador que te arrojó al mar cuando le suplicaste ayuda?, ¿el que apenas sintió la tormenta metido en su barca?, ¿hablas de ese pescador? ―la gaviota chasqueó el pico―. Chico, hazme caso, el mar está repleto de pescadores como él. Se prestan generosos, pero sólo piensan en sí mismos y lo que pretenden es alejar a la competencia, como tú, para quedarse con todos los peces. Pero si confías en mí, te llevaré a tierra mucho antes.
―Oh, ¿de verdad?
―Claro, chico ―contestó la gaviota posándose sobre la cabeza de Lucas―. Y ahora, te digo que vayamos para el norte.
―¿Seguro?, pero el pescador…
―¿Qué te he dicho del pescador? ―y arremetió a darle un picotazo en toda la coronilla―. Vamos, ¡hacia el norte!
Y fueron hacia el norte. Y llegó la noche y el día, y la noche de nuevo, y el día después, y allí no había tierra. Y Lucas agotado pidió parar y reflexionar, porque el camino no parecía ser aquél.
―¿Estás desconfiando de mí? ―preguntó ofendida la gaviota―. ¿No te has parado a pensar en que quizá es culpa tuya, porque casi no sabes nadar? ¡Eres lentísimo! ¡La tortuga más vieja del mundo podría ganarte con los ojos cerrados! ¡Inútil!
―Pero… llevamos casi una semana yendo hacia el norte y sólo veo agua y más agua.
―Estúpido, claro que ves sólo agua porque esto es un océano, ¿sí?, o-cé-a-no. Toc-toc-toc ―dijo picoteándole la cabeza―, ¿hay alguien ahí?
Lucas se sumergió en el agua para zafarse del pájaro y, en el silencio de las profundidades, decidió echar mano de al menos uno de los consejos de la señora mantarraya: “Huye de todo lo que tenga plumas y vuele”.
Ya en la superficie, Lucas le dijo al pájaro que tomaría el oeste como dirección a seguir y que preferiría hacerlo solo.
―¡Bravo!, otro egoísta que inunda nuestras aguas. Muy bien, ¡vete, desagradecido!, pero volverás a buscarme antes de lo que piensas, porque eres débil, ¡muy débil!, lo supe la vez que apenas te rocé la nuca con mi pico, y caíste de tu barca, ¡por un simple roce!
―¡¿Fuiste tú?!
El pájaro revoloteó sobre su cabeza riéndose a carcajadas. Cuando se marchó, Lucas se tumbó boca arriba en el agua y miró al sol. En esa misma posición comenzó a remar lentamente con sus manos, era cómodo, es cierto que no era la manera más rápida, pero no se cansaba y en esa postura el vaivén de las olas le divertía. Tanto era así que llegaba a soltar hasta alguna risotada. El mar estaba tranquilo y él, por fin, también.
Llegó la noche y a Lucas le entró el miedo y quiso empezar a contar, pero antes de hacerlo, miró a su alrededor y encontró, entre la espesa negrura, un puntito de brillantina allá a lo lejos.
―El faro… es el faro… ¡Encontré el faro! ¡El faro del pescador!
El joven tomó su postura boca arriba y comenzó a remar con brazos y piernas, mientras tatareaba un sinfín de canciones. Casi de mañana, la cabeza de Lucas se encalló en la orilla del mar.
―¡Tierra! ―gritó. Se puso de pie y salió corriendo del agua para abrazar la arena―. Tierra firme…
Y aunque todavía le quedaba un largo camino hasta llegar a casa, sabía que aquél volvía a ser un día normal, un día más.


Nota: Este relato se lo quiero dedicar a todas las personas que han pasado o están pasando por un momento complicado y sombrío en sus vidas, porque es verdad que el camino es largo, pero no es duro, simplemente hay que coger una buena y cómoda postura para seguir nadando.

3 oct 2011

El gallo, las gallinas y la lombriz

Dos gallinas y un gallo de Emilio Lanza




La  lombriz Boj estaba en mitad del corral. Miles de ojos gallináceos la querían picotear, pero sabían que debían esperar al rango superior.
La puerta del corral se abrió y el rango superior entró, capitaneado por el gallo Aleto, y sus incondicionales: las gallinas nº1 y nº2. Llegaron hasta el fondo del lugar, se dieron la vuelta y entonces dijo Aleto: “Haya silencio” y hubo silencio. Vio Aleto que el silencio estaba bien, y apartó las gallinas ponedoras de las no ponedoras, alertando que no pisaran a la lombriz del centro.
Una vez instaurado el orden por encima del caos y la confusión, preguntó Aleto: “¿De qué se le acusa?”. “De agujerear nuestra tierra, señor”, contestó la gallina nº1. “No la agujereo. Remuevo, aireo y enriquezco el suelo, contribuyendo a que se mantenga fértil, señor”, aclaró el propio Boj.
Aleto levantó la cabeza, la ladeó y mirando a la lombriz con un único ojo, el izquierdo, dijo: “Pareces un buen complemento, Boj”.
“¡No!”, irrumpió la gallina nº2, “Señor, has bendecido su labor y por tanto te teme en balde, pero critica su obra y verás cómo, en pocos días, destrozará tu corral”.
Bajó Aleto la cabeza y dijo a sus incondicionales: “Bien, ahí tenéis a vuestra lombriz. Cuidad sólo de no matarla”. Y las incondicionales, saliendo de la presencia de Aleto, se abalanzaron sobre Boj y la picotearon por largo tiempo. Terminada la tortura, se alejaron. Y, colocándose nuevamente tras las plumas de Aleto, vieron retorcerse a Boj, hinchada en protuberancias sobre su viscosa y, ahora, sangrante piel.
“¿Quién es este gallo que puede tratar así a una criatura de su corral?”, dijo la lombriz, recuperando algo de aliento.
“¿Lo ve, señor?”, exclamaron nº1 y nº2. 

“¡Arrepiéntete, Boj, arrepiéntete y sella los agujeros de este lugar que tanto mal han provocado al no servir, absolutamente, para nada!”, bramó Aleto ofendido por sus palabras.
En ese momento, un zorro entró en el corral enfermo de hambre. Boj, se escurrió en uno de sus agujeros. Aleto, nº1, nº2, las ponedoras y las no ponedoras corrieron histéricos por todo el gallinero pidiendo clemencia, pero el zorro terminó por devorarlos a todos.
Aquella noche, la lombriz, algo recuperada, salió de su agujero, y, observando semejante imagen desoladora, dijo: “Produzca la tierra vegetación”. Y así fue. La tierra produjo vegetación.

10 abr 2011

El sapo y la mosca


―Hola, buenos días ―dijo el sapo a la mosca.
―Buenos días ―dijo la mosca al sapo―. ¿Me va a comer usted?
―¿Cómo dice?
―Si va a desenroscar su legua para engullirme.
―No, señorita, no era mi intención.
―¿Y cuál es su intención?
―Ninguna en particular. Me gusta pasar el día sentado en mi nenúfar.
―Comprendo…
―¿Qué es lo que comprende?
―Su desidia y frustración.
―No creo entenderla, disfruto de mi vida en la charca.
―Pero si no puede alejarse demasiado del agua, ¡no puede volar!
―Querida, créame, no deseo volar. ¿Convertirme en alguien como usted?, ¿para qué?, ¿para rondar la mierda?
―No, para descomponerla.
―Ahora sí creo entenderla. Acérquese, querida.
La mosca se acercó y el sapo se la comió.

13 sept 2009

P&P

Pola se recostó junto a una cáscara de pipa, estaba muy cansada. Dejó las migas de pan, que llevaba a cuestas, a su lado. Con un pequeño movimiento de cabeza intentó apartarse de la cara su antena derecha. La tenía rota, partida por la mitad, así que siempre se le descolgaba y se le metía en el ojo, era tan incómodo.
Sabía que tenía que llegar al hormiguero y descargar, era su obligación. Pero estaba tan lejos y tan alto... Con el dolor de patitas que tenía, subir aquella montaña le llevaría días. Se sentía vieja aunque no lo era. Se lamentaba de haber corrido tanto, tiempo atrás. Conocía prácticamente todos los hormigueros del jardín, hasta los más lejanos. Había trabajado y vivido en todos ellos. Y ahora no sabía a qué hormiguero pertenecía realmente, con su antenita rota se sentía tan y tan desorientada. Por eso que cada vez que veía una fila de hormigas trabajando, se unía a ellas sin pensar en dónde se metía, ni por cuánto tiempo.

Y ahora ya no podía más, iba a descansar un poquito, sólo un poquito, lo necesitaba.
Consiguió arrastrar una hoja de trébol y la colocó encima de la cáscara de pipa, ahora estaría más blandita y podría dormir. A Pola le encantaba dormir. Pero justo cuando estaba a punto de subirse a su pipa-cama:
―¡Espera! ¿Necesitas ayuda? Está un poco alta para ti, ¿no crees? Eres una hormiga muy pequeña.
Pola se dio la vuelta y vio a un joven y atractivo hormiga, cargado con mil pedacitos de galleta, aquello tendría que pesar una barbaridad, pero a él no parecía importarle.
―¡No! Puedo yo sola, gracias ―respondió molesta.
Pola intentó darse impulso con la ayuda de sus patitas, de su antenita, de su cabecita, de su cuerpecito entero pero nada. Así que tras trece intentos fallidos, resopló de medio lado dignamente para quitarse del ojo su antenita rota, se enderezó el esqueleto y dijo con aplomo:
―Bueno, en realidad no necesito descansar, así que seguiré con lo mío ―Pola recogió sus víveres y emprendió camino.


El joven y atractivo hormiga veía como Pola se tambaleaba con sus migas a cuestas. Por más que intentaba encarrilar su camino se iba hacia los lados descompensada por la carga. El joven la alcanzó y sin decir nada fue echándose a su espalda la mercancía de Pola. Ella, abatida, no se resistió y con un hundimiento de cabeza afrontó la derrota en un triste silencio.
―Mira, si a mí no me importa, ―dijo el joven con energía, en un intento de animar a Pola―, yo acabo de terminar mi descanso y te aseguro que ha sido muy largo, además, soy muy fuerte, ¿ves?, ¡mira, mira! ―gritó y empezó, con todo el peso que llevaba encima, a hacer flexiones con sus antenas.
Aquella fanfarronada divirtió a Pola que lo miraba agradecida.
―Me llamo Pol ―dijo el joven contento de verla sonreír.
―Yo Pola... ―los dos se rieron.
Y juntos emprendieron el camino. Hablaron mucho de esto y aquello. Era extraño cómo parecían divertirse tanto sin apenas conocerse.
Pero empezó a llover y a Pola le era imposible avanzar por aquel mar de tierra mojada. Pol le dijo que se sujetara fuerte a sus patas de atrás, y así lo hizo hasta que una gota de agua cayó sobre ella, aplastándola contra el suelo violentamente. El fuerte golpe le rompió definitivamente la antenita derecha. Pola, espachurrada en el suelo, miró su trocito de antena flotando en un charquito y lloró desconsolada. Ahora sí que no podría recuperarse a sí misma nunca. Pol la miró con pena.
―No llores... no llores así, venga… que te queda la otra… ―dijo.
Pola no reaccionó y siguió llorando, allí tirada, tiritando de frío.
Pol se asustó al verla así y pensó que no podrían llegar al hormiguero nunca. Así que después de reflexionar un rato, fabricó un carrito con pétalos de una diminuta margarita y desmembrando el tallo hizo tres correas con las que lo ató. Puso todos los víveres en la carretilla y se la colgó al cuello. Después, con infinita paciencia calmó a Pola y la subió con cuidado a su espalda. Por último, tomó del suelo la antenita rota y se la guardó en el pecho.


Anduvieron hasta llegar la noche. Ya habían alcanzado la montaña pero todavía les quedaba mucho camino para estar en el hormiguero. Pol decidió que debían descansar. Recostó a Pola sobre un vilano de cardo para que estuviera más cómoda y le dijo que volvería enseguida. Al de un rato regresó con sus patas delanteras manchadas de algo blanco y pegajoso.
―¿Qué es eso que llevas ahí? ―preguntó Pola.
―Nada, resina de Cedro ―contestó sin más.
Después se acercó a ella, acarició su cabecita y untó un poco del jugo blanco en su antena rota. Se dio la vuelta para que no lo viera Pola y de su pecho sacó el otro trocito de antena. Lo roció de igual manera con resina y se dio la vuelta. Ante Pola parecía un director de orquesta con batuta. Pola no dijo nada, estaba expectante. Pol unió el trocito suelto a su antena partida, lo apretó con fuerza durante unos segundos y después se apartó con cuidado no fuera a desmoronarse aquello.
―Bueno, ¿qué tal? ―preguntó emocionado Pol al ver que su invento, de momento, estaba funcionando. Pero al no oír respuesta miró a la carita de Pola.
Y es que a Pola se le caían los lagrimones porque no podía creer todo lo que estaba haciendo aquel joven por ella.
―No llores, tonta ―dijo Pol con mimo―. Anda y dime si sientes o percibes algo, ¿vale? ―y con una pequeña raíz, que encontró en el suelo, le tocó la antena.
Pola negó con la cabeza porque con la congoja seguía sin poder hablar.
―¿No? ¿Nada? Y, ¿ahora?―preguntó Pol volviéndolo a intentar desde otro ángulo.
Pola volvió a negar con la cabeza.
―Vaya, chica, lo siento… Hice bien en hacerme hormiga ingeniero y no médico porque te acabo de pegar una antena inservible.
Al oírlo, Pola rió con ganas durante un largo rato. Luego se tocó la antenita con precaución porque, aunque no le sirviera para nada, quería conservarla ahora que se había convertido en un regalo.
Pol, al ver a Pola tan ilusionada con su nueva antena, pensó en voz alta:
―Me siento tan bien contigo en estos momentos, en los que todo nos está yendo tan mal, que no me quiero ni imaginar lo que sentiré cuando lleguemos a la cima del hormiguero...
Pola no dijo nada, se volvió a tocar su frágil antenita chorreando resina y sonrió cómplice.