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27 jul 2024

Más tiempo que vida

 

La silla de Gauguin de Vicent van Gogh

Jérôme me abrió la puerta. Me dio un beso en la mejilla y me preguntó cómo estaba, no lo hizo como un simple saludo, sino que aguardó a que respondiera sin dejar de mirarme. Lo sonreí y le dije que bien. Era la primera vez que estaba en aquel apartamento, Enrique y él lo acababan de alquilar en un barrio del sur de Madrid. Es muy bonito, dije.

—Nesesitábamos dos piesas. Y en el sentrgo… pouah!, c’est impossible!

Asentí con implicación, sabía muy bien a qué se refería, y repetí lo bonito que era. Entramos en la cocina, Enrique preparaba café.

—¿Qué pasa, amiga? —Puso los brazos en jarra y esperó mi respuesta que no terminó de llegar—. Vale, vamos al salón y me cuentas.

Me senté en un peculiar sillón naranja chillón y Enrique frente a mí, en el sofá de ante verde. Jérôme nos dijo que nos traería los cafés enseguida y se cercioró de que yo lo tomara con leche sin lactosa. Lo vi marchar y le dije a Enrique lo atento que me parecía su chico.

—Ahora va a resultar que te gustan los franceses. —Me reí. Él se encendió un cigarrillo, apoyó los codos sobre las rodillas y espetó—: Empieza, ¿qué te dijeron esos cabrones?

 

La novela la envié haría cosa de cuatro meses. Me parecía una editorial especial. La formaba un trío de editores jóvenes (argentino, chileno y español), que apostaban principalmente por autores poco o nada conocidos que pudieran aportar algo sugerente al mercado literario chino. Sí, lo llamativo de esta empresa, y lo que me hizo enviarles mi texto, era que publicaban en China. A mi parecer todo tenía sentido. Editorial pequeña e independiente que editaba novelas de autores hispanohablantes con temática china. Perfecto. Mi lienzo se ajustaba a su marco.

No tardaron en contestarme, me pidieron tiempo para valorar la novela, se pondrían en contacto en unos meses. Cinco semanas después me escribieron un email pidiéndome el teléfono, querían tener una reunión conmigo en línea. Por WhatsApp concretamos el día y la hora. Hubo complicaciones por el desfase horario, ¿tus once o las mías?, entonces, imposible, allí, si no me equivoco, serán las cuatro y media, ¿hora española?, sí, no, las cinco y media, ¿seguro? Tras un largo baile de horas y fechas, se fijó la reunión dos días después a las siete de la tarde hora española.

Llegaron los dos días después y las siete de la tarde. Sin noticias en el frente. Esperé diez minutos de cortesía y envié un mensaje por WhatsApp para informar que ya estaba disponible. Silencio. Envié otro treinta minutos después, algo más inquisitiva. Silencio. Una hora más tarde, les volví a escribir para confirmar que la reunión quedaba cancelada. Un minuto después, uno de ellos me escribió asegurándome que tenía anotado que la reunión era a las siete de la tarde hora argentina. Leí el mensaje barajando tres opciones: 1. El tipo era lento o directamente gilipollas, porque era de cajón que nunca habría aceptado una reunión a medianoche (hora española). 2. El tipo manejaba la estrategia casposa de creerse el fuerte y por lo tanto debía hacer esperar al débil. 3. El tipo era un desorganizado, lo había olvidado, y estaba dotado de la incapacidad de pedir disculpas.

Enseñé el mensaje a Joan. Se tocó la nariz, huele mal, me dijo. Me piden diez minutos, dicen que me llaman ahora. Joan levantó los hombros, si ya había esperado una hora qué importaban unos minutos más. No fueron diez, fueron treinta y cinco. Contesté la llamada con furia contenida. Lo dejé hablar, me explicó no sé qué de su catálogo editorial, de sus próximos títulos para el 2025, me recalcó que ya estaban todos seleccionados, pero que había un hueco para mi novela. Sin embargo, al ser a última hora llevaría unos costes superiores y que, sin problema, podría pasarme el presupuesto para que lo aceptara.

—¿Me estás hablando de autoedición? —pregunté mientras mis orificios nasales ardían.

—Ya tenemos el 2025 completo, asimismo tu novela encaja con lo que buscamos, pero es imposible que nos hagamos cargo de su proceso de edición.

—Tajantemente no. No puedo estar más en contra de la autoedición. Si yo escribo, y os gusta, vosotros pagáis. Punto.

—En ese caso me temo que tendrás que moverla tú sola.

Y el tipo gilipollas, casposo e incapacitado colgó.

 

Enrique se echó hacia atrás y dio una larga calada al cigarro. Cruzó las piernas, extendió uno de los brazos sobre el respaldo del sofá y fijó la vista al frente. Después de un largo silencio, habló:

—Bueno, estafadores. El mundo editorial está lleno de ellos, no es nuevo. Editores intelectualoides que dicen abrazar el mundo cultural alternativo mientras por debajo de la mesa facturan como verdaderos trileros. —Me miró—. Elvira, tú novela no es ninguna maravilla, pero te aseguro que es muy superior a toda la morraña que se está vendiendo últimamente. Muy superior. Tus sesenta páginas son buenas y publicables. Hay que esperar.

—Ya he esperado tres años.

—Pues esperaremos otros tres y otros tres y otros tres… Porque hay más tiempo que vida, camarada. —Dio otra larga calada al cigarro y soltó el humo con trazo lento. Miró a la puerta—: ¡Bebé!, ¿y esos cafés?



 

9 ene 2023

Habilidades sociales

 

Una bailarina exótica demuestra que su ropa interior era demasiado grande como para exponer sus partes íntimas. Desconocido

Elvira sostenía un botellín de cerveza con una mano y con la otra un libro. Desde el fondo de la librería estudiaba la situación. La gente se agrupaba en pequeños círculos de conversación. Todos parecían conocerse aunque no fuera así, se reían y se tocaban el brazo con fingida confianza. La última vez que Elvira había asistido a la presentación de un libro fue hace tres años, a la de Ernesto Garmendia. Y desde entonces, se había prometido a sí misma no volver a ninguna, incluyendo de esta manera aquel acto en su lista de eventos detestables: Bodas, funerales y presentaciones de libros.

Sin embargo, la culpa de su asistencia la tenía Enrique. Todo comenzó un poco antes de diciembre, Elvira decidió dejar que su amigo leyera por fin su tercera novela terminada. Habían sido varios amigos los que ya la habían leído y en general había gustado, pero es cierto que la crítica a sus diálogos era repetida. Así que si alguien sabía de diálogos era Enrique. Aunque no quisiera enfrentarse a él, tenía claro que era el único que podría hablar con conocimiento de causa.

—Es buena, Elvira —le dijo su amigo por teléfono hacía poco más de tres semanas—. Es buena —repitió.

—Ya, ¿y los diálogos? —preguntó pellizcándose el labio inferior con dos dedos.

—¿Los diálogos?, lo mejor de la novela.

—Hay gente que me ha dicho que no se entiende quien habla.

—Esa gente no lee teatro y por lo tanto no sabe descifrar la voz de los personajes si no están debidamente acotados. No es tu problema.

—Entonces, ¿es buena?

—Es buena. —Hizo una pausa—. No es extraordinaria, Elvira, no lo es. Pero los que escribieron de manera extraordinaria ya están muertos. Todos. Tú escribes bien y tu novela es buena, es publicable. Necesitas un editor.

—Necesito un editor…

Tres semanas después la volvió a llamar. A la presentación de la última novela de un joven y popular escritor granadino acudiría el editor. La editorial no era de las grandes pero sí había alcanzado un gran prestigio en los últimos 12 años, a día de hoy todos los escritores españoles y latinoamericanos querían lucir en su catálogo. Y que el editor se dejara ver por estos saraos era poco habitual, así que no podría perder la oportunidad de hablar con él.

—Yo no sé hablar con la gente —dijo Elvira a su amigo.

Enrique le quitó el botellín de la mano y lo dejó sobre una estantería, hizo que cogiera el libro con las dos y le alzó las solapas del abrigo.

—¿Por qué no te has puesto tacones? Parecerías más alta, así no se te ve. Eres un desastre.

—¿Quién es? —preguntó intentado ver a través de su amigo. Parecía una niña pequeña dejándose vestir por su madre.

—El canoso de la chaqueta de cuadros verdes y amarillos. Sí, ser editor no significa tener buen gusto para la ropa, en algo os parecéis. —La cogió por los hombros y la miró fijamente—. Escúchame, amiga. Te acercas, le muestras el libro, le das la enhorabuena por su buen olfato a la hora de editar nuevos autores y le dices que te ha encantado.

—No lo he leído.

—Nadie de los que estamos aquí lo ha leído y nadie lo leerá. El mundo editorial consiste en vender libros no en que sean leídos, ¿entiendes? —Elvira asintió—. Después te presentas, le comentas que también escribes y, como quien no quiere la cosa, sacas de tu bolso el maravillosos manuscrito de tu tercera novela y se lo das. Se lo das. Les gusta el papel. Así que se lo das. ¿Entiendes? —Elvira volvió a asentir—. Pues corre, ¡ve! Vamos, ve, ¡ve!

—¿Así sin más? Es que, Enrique, yo no sé hablar con los hombres, no sé relacionarme con ellos, yo… o los odio o me los follo, no tengo término medio. Soy víctima de un padre abusivo.

—¡Los dramas para tus novelas! ¡Vete! —Y de un empujón la lanzó al tumulto.

Elvira se abrió camino entre los grupitos de falsos amigos. Apretando el libro contra su pecho iba pidiendo paso con sonrisa tensa. Al llegar a la mesa del centro donde el escritor firmaba sus ejemplares se paró, había perdido a su objetivo. Chaqueta de cuadros verdes y amarillos, chaqueta de cuadros verdes y amarillos, murmuraba.

—¿Te lo firmo?

—¿Qué? —preguntó asustada.

—El libro, ¿quieres que te lo firme? —El joven escritor se había puesto en pie y con amabilidad extendía el brazo para recoger el libro que estrujaba Elvira.

—¿Eh? Oh, no, no, no, no quiero.

El escritor volvió a sentarse e hizo una mueca de asombro a la mujer que tenía a su lado. Después ambos se rieron. Elvira los miró y les sonrió, acto seguido les explicó que iba al baño.

—Esta es la fauna que tienes que aguantar en las promociones de tus libros, nada es gratis, querido —susurró la mujer al escritor.

De camino al baño, Elvira localizó la chaqueta de cuadros verdes y amarillos.

—Chaqueta, chaqueta… Perdón, lo siento… Chaqueta, chaqueta, por favor, déjeme pasar, gracias, chaqueta, chaqueta, chaqueta… ¡Hola! —exclamó frente a él.

—¿Hola? —respondió el editor algo contrariado por la efusividad de Elvira, había hecho que la conversación que mantenía con otros tres hombres se cortara de golpe y aquello pareció molestarle.

—Hola, hola, sí, ¡hola!, ¿qué tal?, ¿qué tal?, bueno, ¡hola! —exclamó de nuevo.

—Vaya, vaya, te dejamos solo ante el peligro, ¡suerte! —dijo uno de los acompañantes entre carcajadas y los tres hombres se alejaron.

Elvira fue a abrir su bolso pero luego recordó que primero tenía que hablar del libro del escritor granadino.

—Sí, bueno, bueno, enhorabuena —dijo mostrándole el libro.

—No lo he escrito yo.

—Sí, sí, sí, bueno pero tu nariz, tu nariz es… mágica.

—¿Mi nariz?

—No, no, no la nariz —se rio nerviosa—, lo que sale de dentro de la nariz, ya sabes, hablo de manera figurativa.

—¿Mocos mágicos?

—No, no, lo que hueles, quiero decir.

—¿El olfato?

—Exacto, exacto, exacto… Vale, y aunque no te lo creas soy filóloga.

El editor abrió su chaqueta y colocó los brazos en jarras. Después levantó las cejas y esperó a que continuara.

—Vale, mi nombre es Elvira Rebollo y me ha gustado mucho este libro, mucho, mucho, y soy profesora, ¿sí?, bueno, si te digo la verdad no lo he leído, pero voy a hacerlo, te lo prometo, Enrique dice que no, en realidad yo escribo, ¿sabes?, él me dijo que te lo dijera después de presentarme, sí, y aunque la gente no entiende mis diálogos parece que son buenos, sí. Está en el bolso.

—¿Perdona?

—No sé, ¿follamos?

El editor se recolocó la chaqueta y, apartando a Elvira con enfado, se marchó.

Elvira cerró los ojos y deseó la llegada del mismo meteorito que acabó con la vida de los dinosaurios. Diez, veinte o incluso treinta minutos después, Enrique le tocó el hombro. Elvira, que había permanecido allí quieta en todo ese rato, se dio la vuelta.

—¿Qué , amiga, cómo ha ido? ¿Qué te ha dicho cuando le has dado el manuscrito? ¿Se lo va a leer?

—Sí, se lo va a leer —contestó con una plana sonrisa.

—Joder, ¿en serio?

—Sí.

—Amiga, amiga, esto es muy grande, ¡muy grande! Voy a por dos cervezas para celebrarlo.

—Sí.

Elvira se apoyó en la pared. A lo lejos vio a la mujer que había estado sentada en la mesa del centro junto al escritor, levantó la mano y la saludó. La mujer le devolvió el saludo y tras comentar algo a la chica con la que estaba, se empezaron a reír mirando a Elvira. Ella las sonrió.

 

25 oct 2020

Noches de bohemia

 

Fotografía de Brassaï. París, 1933.

Miércoles tarde. Bar de Yassir. Lavapiés, Madrid.

Ernesto, desde la mesa, siguió el camino de Enrique al baño.

—¡Yassir, otras 3 cañas! —gritó. Se recolocó en su silla y mirando a Elvira le preguntó por la novela.

—¿Qué novela? —contestó ella mordisqueando un cacahuete.

—La mía, la última, ¿ya la has leído?

—No, ni pienso. —Y se rio con sorna.

—Creía que habíamos hecho las paces.

—Y las hemos hecho, pero me estoy quedando ciega y tengo un tiempo muy limitado para seguir leyendo, así que no puedo perderlo con Seix Barral, hace años que dejó de publicar calidad literaria.

Ernesto se echó hacia atrás, cogió un cacahuete del tarrito blanco y se lo lanzó a la cara. Ella se rio.

—Las cervezas, amigo.

—Gracias, Yassir. —Ernesto cogió los tres vasos en bloque y los dejó sobre la mesa. Después ofreció uno a Elvira y él se acercó otro—. Vuelvo a México el lunes.

Elvira levantó los hombros y se llevó otro cacahuete a la boca. Ernesto la observó, sonrió y se inclinó sobre la mesa.

—Digo que me voy el lunes a México y antes de irme me gustaría pasar una última noche contigo.

Elvira paró en seco de mordisquear y agitó los dedos como si los estuviera limpiando en el aire.

—No sé —dijo.

—¿No te atreves?

—¿Yo? Te recuerdo que el que acababa siempre mal eras tú.

—Bueno, pase lo que pase a lo largo de la noche, sé que no puedo perder nada, en todo caso ganar, solo-puedo-ganar. —Hizo una pausa muy meditada y luego siguió con otro registro—: Vamos, pitufa, no hay nada de malo en recordar viejos tiempos. Una noche, otra vez tú y yo.

Ella sonrió. Se atusó el flequillo y con la lengua se quitó resquicios de una muela del fondo, luego lo miró y asintió.

—Está bien, hagámoslo, una última noche.

Ernesto levantó su vaso, ¡brindemos!, gritó.

—¿Y a éste qué le pasa? —preguntó Enrique de nuevo en la mesa.

Claramente le explicaron que iban a pasar una última noche juntos. Enrique se empezó a reír como un loco y, negando con la cabeza, repetía una y otra vez que no se lo creía.

—No me lo creo…¿Una noche? ¿Cuándo?

Ernesto, como si ya lo tuviera todo planeado, respondió que el sábado.

—No, no, no, el sábado imposible —contestó Elvira—. Lo paso con Joan, los fines de semana son sagrados, son nuestros, de nadie más.

Entre los dos amigos la convencieron: que si vivía con Joan, que si podía estar con él cada día, que si eran unos pesados con sus fines de semana sagrados, que si eran dos sociópatas, que si no había que amar tanto a los maridos y que si compartir era vivir. Así que terminó por aceptar. El sábado noche. Además, Enrique les ofreció su casa, era lo mejor porque en el hotel de Ernesto resultaría demasiado impersonal y tenían claro que el ambiente era muy importante, siempre lo había sido.

Jueves mediodía. Casa de Joan y Elvira. Centro de Madrid.

—Cariño, si no hay ninguna obra de teatro que realmente quieras ver, yo este sábado me decantaría por ir al cine, hay una peli que… —Pero antes de que Joan pudiera terminar Elvira lo cortó.

—Ay, no, no, que no te he dicho. Este sábado no puedo.

—¿Y eso?

—Es que no duermo en casa.

—Ya… No sé, ¿debo preocuparme?

—No, para nada, es solo que voy a pasar la noche con Ernesto.

—¿Tu ex? Ah, pues me quedo mucho más tranquilo.

El sábado por la tarde Joan despedía a su chica en la puerta de casa.

—¿Llevas todo? —preguntó.

—Sí —contestó ella—, no te preocupes.

—¿Y vais a desayunar juntos o…?

—¡Oye, no te pases! En cuanto termine, cada uno a su casa, ¡yo no regalo mi tiempo!

Joan se rio. Se despidieron con un largo beso y no cerró la puerta hasta que no la oyó bajar dos pisos por lo menos.

Sábado noche. Casa de Enrique. Lavapiés, Madrid.

Cuando Elvira llegó a la casa de su amigo, Ernesto ya estaba allí. Se lo encontró en la barra americana de cocina con una cerveza en la mano.

—¿Estás bebiendo?

—No hay nada de malo —respondió él.

—Hombre, no sé… No creo que el alcohol te haga funcionar bien. En fin, haz lo que quieras, no soy tu madre, pero si no te importa, yo me voy a preparar un café. ¡Enrique! —gritó asomando la cabeza hacia el baño—, ¿dónde tienes la cafetera?

Veinte minutos después, estaban los tres amigos sentados en el sofá. Discutían. Elvira no terminaba de entender por qué Enrique había invitado a Darío y a Eva.

—Es que si lo llego a saber también le digo a Joan que se venga.

—¡Joder, Elvi, no es lo mismo! ¿Qué iba a hacer Joan?, ¿mirar? Darío y Eva son pareja, es diferente, además ellos entienden de esto —explicó Enrique.

Elvira parecía realmente molesta. Esto va aparecer un circo, murmuraba entre dientes.

—Anda, pitufa, bébete una cerveza y relájate, estás muy tensa y así las cosas no van a fluir.

Ella lo miró con rabia.

Cuarenta minutos más tarde llegaron Darío y su novia. Todos se saludaron y por fin rodearon la mesa comedor que estaba a un lado del salón.

—Bien —dijo Enrique—, lo haréis aquí. Creo que es una buena superficie. Tenéis mucha luz de la lámpara del techo.

—Yo necesito luz directa, Enrique, lo sabes —reclamó Elvira.

—Sí, es verdad. Ernesto, ¿algún problema con que Elvira utilice un flexo? Tiene baja visibilidad, sería lo justo para estar en igualdad de condiciones.

Ernesto levantó los brazos y negó con la cabeza. Ningún problema por mi parte, dijo.

—Bien, pues preparad vuestras cosas, mientras busco el flexo para Elvi.

—¿Te ayudo, Elvira, mientras te traen la luz? —preguntó Darío.

—No, no te preocupes, gracias —y lo miró con cariño.

—Tranquilo, Darío, a Elvira le queda todavía algo más del 60% de un ojo, se las puede apañar muy bien solita, porque aquí se necesita más imaginación que otra cosa, ¿no?

Elvira agitó molesta la cabeza pero no contestó. Cuando llegó Enrique con la luz extra, ya tenían todo preparado sobre la mesa: los portátiles encendidos, los móviles y los auriculares. Ellos sentados uno frente al otro. Junto a ella una jarra de agua, junto a él dos cervezas. Enrique los miró y se apartó. Pidió a Darío y a Eva que hicieran lo mismo. Y desde una distancia prudente comenzó a hablar ceremoniosamente.

—Bienvenidos al sexto encuentro...

—Séptimo —corrigió Ernesto.

Elvira sonrió cómplice tras su portátil.

—¿En serio? Pues en alguno debí de terminar tan borracho que no me acuerdo. En fin, bienvenidos al séptimo encuentro de Noches de Bohemia. Nuestro ya conocido duelo de creación de obras teatrales en una sola noche. Os recuerdo que he apagado el router, no podéis hacer llamadas ni enviar mensajes con el móvil pero sí escuchar música guardada en vuestro ordenador o móvil o escucharla en Spotify utilizando vuestros datos. Bien, los aquí presentes hemos decidido que las obras sean de corte clásico: un título; tres actos; 5 escenas en el primero, 7 en el segundo y 4 en el tercero; y con un mínimo de 9 personajes.

—¡¡¡¿Nueve personajes?!!! —gritaron los dos.

—No me miréis a mí —se excusó Enrique—, la idea ha sido de Eva. —La chica se reía tapándose la boca y pidiendo perdón—. El duelo, o comúnmente llamado “la noche”, comenzará en 7 minutos, es decir, a media noche. Los participantes podrán ir al baño siempre que lo necesiten, lo mismo que los descansos, pero debo recordar que ganará aquel que termine primero. Su obra se enviará, vía email, a todos los aquí presentes para comprobar que cumple con los requisitos establecidos en esta séptima noche y si su texto es coherente. Si llegados a las 8 de la mañana ninguno de los participantes ha terminado, el combate quedará anulado. ¿Lo habéis entendido?

Domingo por la mañana. Casa de Joan y Elvira. Centro de Madrid.

Elvira se quitó los botines junto a la cama y luego se deslizó, todavía vestida, bajo el nórdico hasta tropezar con el cuerpo de Joan.

—Oso hormiguero, ¿estás dormido?  —le susurró a la oreja.

Joan esbozó una sonrisa y le preguntó por la hora.

—Las 7.43 de la mañana —contestó ella.

—¿Y quién ha ganado?

—¿Quién crees? —Y de un brinco se puso de rodillas sobre la cama haciendo el gesto de victoria—. ¡Dime que soy la mejor, carapitilín!

—Eres la mejor, carapitilín… —Y desperezándose se sentó apoyando la espalda en el cabecero—. ¿Y no tienes miedo?

—¿A qué? —preguntó despreocupada mientras seguía haciendo gestos de triunfadora.

—A que utilice tu obra, ¿o esta vez has tenido cuidado y no se la has dado?

—¿Qué…? —Elvira bajó los brazos con lentitud.

Domingo tarde. Hotel Palacios. Retiro, Madrid.

—Sí, sí, con ganas ya, la verdad… —Ernesto hablaba por teléfono con su novia—. No, todavía no he comido, me ducharé y saldré ahora… Bufff, sí, sí, algo así, ayer fue una noche muy larga… Claro, muero por verte… Por cierto, tengo que mirar horarios, pero creo que el avión aterriza el martes a las 9.20 de la mañana… eso es… no, no, no quiero que vengas a buscarme, espérame en casa… ¡ja, ja, ja!, ¿en serio?, ¡qué ganas, qué ganas de llegar!... Claro, unos días a la playa, sí, me parece bien, necesito descansar un poco… Por supuesto, me pondré a escribir en unas semanas, tengo muchas ideas nuevas, pero necesito desconectar un tiempo... Eso es… ¡Ja, ja, ja!, ¿qué dices?... Está bien, sí… yo también… vale, vale, yo también, mi amor, nos vemos en dos días… y yo.

Colgó el teléfono y siguió leyendo, por tercera vez, el texto de Elvira. Al terminar, guardó el documento cambiando el título de la obra. Apagó el portátil y se metió en la ducha.

 

28 abr 2020

Humilladas

Fotografía de Ed Van Der Elsken


Me levanté con la sensación de que aquel día iba a ser tranquilo, quizá demasiado. Estaba de vacaciones. Sí, mencionar vacaciones mientras vives en un país en estado de alarma por el cual llevas 6 semanas sin poder salir de casa, resulta cuanto menos paradójico. Pero lo estaba, estaba de vacaciones. Es decir, mis desesperantes clases de Fonética online quedaban canceladas durante 10 días y tan solo aquello me daba la vida. Dedicaría la jornada a leer. Leería y disfrutaría del confinamiento como solo los misántropos sabemos hacer.
Mientras me preparaba el café, Beatriz me llamó 3 veces. Miré el móvil en las tres ocasiones pero no contesté. Cogí mi café y fui al salón para elegir la lectura entre mi montaña de libros todavía no leídos porque, es cierto, tengo un ligero problema con el tsundoku. Seleccioné a Kawabata. Beatriz me volvió a llamar. Esta vez contesté, si no me iba a dar la tabarra todo el día.
—¿Has visto el corto de Enrique? —preguntó.
No supe muy bien qué contestar, sabía que aquello me iba a traer problemas.
—Sí —dije finalmente—. Me lo mandó el domingo.
—Bien, ¿y?
Enrique había elaborado un corto cinematográfico de 7 minutos. La propuesta salía de una productora que apoyaría económicamente a los tres más originales. La idea cobraba singularidad puesto que todas las películas habían sido realizadas durante el confinamiento, es decir, tanto los actores como el director estaban cada uno en su casa. En el corto de Enrique aparecían tres actrices y ninguna era Beatriz, así que sabía perfectamente a qué se refería.
—No sé a qué te refieres, Bea. —Si es que al final el premio a mejor interpretación me lo iba a llevar yo.
—Me refiero a que ¿por qué me ningunea siempre de esta manera sabiendo que soy actriz?
—Hombre, Bea, actriz, actriz, ya no eres…
—Soy tan actriz como tú escritora, ¡así que no me toques los cojones que aquí hay puñaladas para todas!
—Sí, sí que eres actriz, sí. —Y pegué un sorbo a mi café lamentándome de haber contestado a su llamada. Adiós a mi día tranquilo.
—Llámalo y pídele explicaciones.
—No le pienso llamar, Bea. Si tienes un problema con él, lo llamas tú.
—Tú tienes más confianza con él. Llámalo. Me lo debes.
—¡No te debo nada! ¡Estás loca! ¡No voy a llamarlo!
—Hola, Enrique, ¿qué tal? —Yo, 10 minutos después—. Nada, que estoy aquí dándole vueltas a tu corto… Sí, sí, eso es, ¿no?, qué difícil montarlo cada uno en su casa… Claro, Claro… Un trabajazo el de las actrices, sí… Ya… Oye, la del cuchillo es… Ajá, es verdad, Marina Santisteban… Sí, que trabajó en la obra de Ismael Cerzo, es verdad… ¡Claro, claro! Es que al verla, me recordó mucho a Beatriz, ¿no? Y claro, me he dicho: qué raro que Bea no quisiera participar… ¿Eh?, no, no, no, no, no he hablado con ella… De verdad, Enrique, que no me ha pedido que te llame, ¿no me conoces o qué? —Pegué otro sorbo a mi café, esta vez lamentándome de que no fuera cerveza—. Sí, su físico la condiciona mucho… Ya, demasiado exuberante… Sensual, sí, mucho… Bueno, ella es actriz, al final es una cuestión de interpretar el personaje, ¿no?... Ya, que no sabe… Hombre, yo creo que si está bien dirigida puede hacer cualquier papel… Claro, claro, en este caso estando cada uno en su casa, difícil dirigirla, sí, tienes razón… —Y no sé qué más me dijo porque ya me bloqueé pensando en cómo se lo iba a contar a Beatriz.
Esperé su llamada leyendo el libro de Kawabata sin poder pasar, en realidad, de la primera línea.
30 minutos después:
—A ver, Bea, en realidad, ya sabes cómo van estas cosas. La idea del corto fue de Marina Santisteban, la que sale al final con el cuchillo, que ya sabes que ha trabajado mucho con Cerzo, ¿no? Bueno y, claro, ya tenía todo el elenco montado. Solamente le pidió a Enrique que le escribiera el texto y que las dirigiera, pero poco pudo decidir él, porque si no, ya me ha dicho que hubiera contado contigo de cabeza. —And the Oscar goes to… ¡Elvira Rebollo!
Tardó en contestar y yo me puse muy nerviosa.
—Está bien —dijo al fin—, escríbeme un texto. Escríbeme un texto para mí sola.
Puse los ojos en blanco. Eso me pasaba por intentar ser buena amiga.
—No, Bea, yo no puedo escribirte un texto. —Vamos a ser sinceros, a Enrique no le faltaba razón, Beatriz era una actriz muy estereotipada, ella misma explotaba su perfil de mujer fatal y no parecía querer trabajar otros registros.
—Pues puedo interpretar uno de tus textos oscuros, esos sobre el suicidio, puedo hacerlo.
—No, no puedes.
Entendió mi tono tajante, por no decir soberbio. Colgó con un “está bien”. Después me sentía mal, pero tampoco la llamé de nuevo. Pensé que ya se le pasaría igual que a mí. Sí, ya se nos pasaría. Cogí de nuevo a Kawabata y me hundí en el sofá.
El resto de la mañana pasó tranquila, más o menos. La profesora Wang me llamó para informarme de con quién estaría en la mesa de tribunal de las tesis pero no mencionó el programa de asignaturas del próximo semestre, y a mí era lo que me preocupaba realmente. Así que me inquieté pero sin más. Preparé la comida con Joan, comimos, tomamos nuestro largo café de sobremesa, él se fue a dormir la siesta y yo caí de nuevo en el sofá.
Cuando iba por la página 72, mi móvil vibró. Estaba convencida de que sería Bea, pero no, fue Vero. Descolgué enseguida, querría hablar de las mesas de tribunal.
—Loca de mi vida, ¿sabes quién me ha llamado hace 3 horas?
—Elvi…
—La profesora Wang. ¿Crees que es un acercamiento?
—No sé. Elvira…
—A ver, yo creo que sí, pero no ha dicho nada de quitarme a los grupos bajos para el próximo curso. Y, Vero, te lo digo muy en serio, esas clases atentan contra mi salud, ¡mental y física!
—Elvira, su mujer se ha enterado.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
—¿Qué?
—La mujer de Antonio. Se ha enterado.
¡Cierren escotilla! ¡Inmersión, inmersión! ¡Accionen bombas de estabilización! ¡Timones listos para el descenso! ¡Aumenten presión! ¡Presión al MÁXIMO!
—Huye —dije.
—¿Cómo? ¿Quieres que me esconda bajo el mar?
—Algo así, sí. —Mi submarino ya estaría a más de mil metros de profundidad—. Desaparece, Vero.
—Es que no entiendo cómo Antonio ha dejado que pase algo así. Su mujer vio en su móvil una foto nuestra en Londres, abrazados frente a la puerta de Daunt Books. Antonio no supo qué contarle. Al final le explicó que yo era una amiga suya de hace años, y que nos habíamos encontrado de casualidad, que no le había comentado nada antes porque no le dio ninguna importancia. Ella debió ponerse muy nerviosa y discutieron bastante… —Yo tenía los ojos como platos escuchando todo aquello—. Dice que después de explicárselo varias veces y calmarla, se lo creyó.
—Vale, Vero —dije y tomé aire—. Su mujer no se lo ha creído, porque eso no hay quien se lo crea. Su mujer sabe perfectamente quién y cómo es su marido por eso le miró el móvil.
—Hablaron de mí, Elvi. Tuvieron una conversación sobre mí. Me hace sentir tanta vergüenza… tanta, tanta vergüenza. Yo he intentado llevar esto con mucho respeto, sé que suena raro decirlo. ¿Qué respeto vas a tener si te tiras al marido de otra? pero, de verdad, nunca quise saber nada de su mujer ni de sus hijas, siempre quise mantener los dos mundos muy separados, yo… Elvi, he sido respetuosa, yo, yo… Tuvieron una discusión sobre mí, yo… Esto… He sido muy, muy respetuosa. Él ha sido tan torpe, muy torpe… Siento muchísima vergüenza.
Ese tal Antonio no es que hubiera sido torpe es que había sido un completo inútil, además de un imbécil redomado.
—Se acabó, Verónica. Bloquéalo como contacto en WhatsApp, Wechat, Gmail, y en todas las redes sociales. Bloquéalo y no vuelvas a ponerte en contacto con él jamás. Vuestra relación ha dejado de ser algo divertido para convertirse en un problema. Él ha demostrado que tiene muy pocas luces, no obstante nunca hay que subestimar la ira de una esposa engañada, así que desaparece. Déjale a él solito que recomponga a su familia perfecta.
—Siento tanta vergüenza, Elvira… Tanta, tanta vergüenza de mí misma…
Tragué saliva, no sabía qué decir. Agaché la cabeza y mirando al suelo esperé a que ella añadiera algo, pero no lo hizo. Colgó así, en silencio.
Me recosté de nuevo en el sofá. Estaba descompuesta. Miré el techo escalonado de la buhardilla por lo menos durante una hora sin saber cómo reaccionar. Después tomé el libro y continué leyendo en la página 73. Dos horas más tarde, terminé el libro. Lo acaricié y lo dejé a un lado. Cogí mi móvil y grabé un audio de WhatsApp:
—Bea, estaba pensando que quizá podría escribirte un texto. Puedo escribir un monólogo intimista, ¿te gustaría? Algo sobre la humillación, sobre cómo los demás consiguen con muy poco que nos avergoncemos de lo que somos… (Silencio prolongado. Me agarré del cuello, me entraron ganas de llorar.) Perdóname, Bea, por favor.
Un minuto después me mandó un mensaje escrito:
De momento escríbeme ese monólogo y ya veremos si te perdono.
Sonreí y besé la pantalla del móvil.