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18 mar 2025

El parador (III)

 

El tiempo y las viejas (1810) de Francisco de Goya


Nota: Este relato es la continuidad de El parador (I), El parador (II) por lo que aconsejo leerlos antes.

Diferentes artilugios estaban dispuestos ordenadamente sobre mi cama. Mateo me iba explicando para qué servía cada uno de ellos: que si un medidor de EMF, un detector de infrarrojos, una cámara térmica y otra de visión nocturna, un sensor de movimiento… pero lo que me dejó fascinada fue la Spirit Box, un aparato que te ayudaba a contactar con espíritus. Ante mi escepticismo, Mateo me explicó minuciosamente cómo el utensilio iba escaneando frecuencias de radio de AM y FM generando ruido blanco manipulado por entidades para formar palabras o frases. Insistió en que había muchas investigaciones que avalaban los resultados de dicha caja. Se sentía especialmente orgulloso, porque la había conseguido este verano en Róterdam en una tienda especializada en equipos paranormales por tan solo 76€. Un viaje relámpago de tres días porque su padre no tenía más tiempo. Fueron los dos solos, regalo por sus excelentes notas. Me enterneció la empatía y el respeto de aquel hombre ante las curiosas inquietudes de su hijo.

Menudo padre tienes. —Nada más decirlo me arrepentí. Abel estaba sentado al otro lado de la cama aparentemente absorto en su móvil, aunque con la atención puesta en nuestra conversación, como un gato con las orejas volteadas 180º.

Reconduje la conversación a los fantasmas. Me sinceré y le conté a Mateo que tenía un sexto sentido y que la vieja casa que mis padres tenían en Bilbao estaba repleta de fenómenos extraños y yo siempre los había experimentado.

—¿En serio?

—Ni caso, está chalada —adelantó Abel.

Sonreí victoriosa, había conseguido que Abel participara en la conversación. A continuación, les relaté con verdadera teatralidad las apariciones de Telmo en mi habitación siendo una niña y del hombre del reloj al final del largo pasillo. Abel empezó mirándome de soslayo, pero terminó dejando el móvil a un lado.

—Te lo inventas todo, eres una puta chalada. —Aquella recriminación constataba que tenía a Abel enganchadísimo.

—No, todo es cierto —dije con seriedad—, los fantasmas me muestran lo que va a ocurrir, ellos hablan conmigo y tengo que reconocer que a veces da miedo.

Los dos chicos me miraron descolocados, me encantaba tenerlos comiendo de mi mano, así que les narré la terrorífica experiencia que viví en los Estados Unidos. Antes de que pudiera terminar la historia, vibró mi móvil sobre la mesilla, y ambos chavales gritaron desquiciados. Casi muero de risa al ver a aquellos malotes adolescentes brincar de miedo. Cogí el móvil y el nombre de Almudena ocupaba parte de la pantalla, tu madre, le dije a Abel, él me contestó alzando el dedo corazón y, todavía riéndome, salí de la habitación para hablar con mi amiga.

—¡Lo que te estás perdiendo, Almu! En mi vida he visto unos cazadores de fantasmas tan aterrados. —La oí reírse al otro lado. Caminé hasta el ventanal del final del pasillo y me apoyé de medio lado sobre el cristal, el jardín me pareció más bonito de noche que de día. Me preguntó si ya habíamos cenado—. Sí, sí, ahora estábamos en mi habitación, haciendo tiempo hasta medianoche, me están explicando su plan de caza… ¿Abel? ¿No te coge el teléfono? Bueno… están a tope, no paran de grabar por aquí y por allá, ahora le digo que te llame… ¿Eh? Sí, sí, muy bien… ¡No, no, para nada! Está muy tranquilo, no, no me ha faltado al respeto, tranquila, está teniendo una actitud muy positiva, se le ve muy contento… —Carraspeé un poco, siempre que mentía se me secaba la garganta. Cambié de tema—. ¿Y por allí, cómo van las cosas?, ¿ya la has dejado en casa de tu hermano? —Un ruido a mi espalda hizo voltearme, no vi nada, más que la pared algo descascarillada, volví a mi postura anterior—. Ya… hombre tiene que ser duro para ella, porque los cambios los debe sentir… ¿Lo dices por tu hermano?... Ya… Pero, Almu, es su madre y tiene que… —De nuevo escuché un golpe seco detrás, sobresaltada me aparté del cristal y me giré inquieta. Nada. Separé un poco el móvil de la oreja y observé el pasillo. Avancé unos pasos y una risita a mi lado me paralizó. Una niña de apenas cuatro añitos me miraba riéndose con la falda del vestidito subido hasta el mentón.

—¡Pero bueno! ¡Qué susto me has dado! —Me agaché para estar a su altura y preguntarle por sus padres, a lo que la cría echó a correr hasta que la vi desaparecer en la esquina del corredor. Luego oí la voz de una mujer y una puerta cerrarse, así que tranquila volví a la conversación.

—Perdona… sí, eso, lo de tu hermano, es que, Almu, es cosa suya… Ya sé que si por ti fuera… no, no, mujer, tu madre va a estar bien, hombre, le costará, pero se hará a la nueva casa… Ya, ya sé que es mayor… claro, todo suma… Sí, pero no puedes pensar así… No, por favor, no digas eso, no la abandonas, no lo veas así, venga… claro que no, no te machaques, ella no podría entenderlo de esa manera…

Tras casi una hora de conversación me despedí con pena. Su situación era complicada. Pensativa regresé a la habitación. Los chicos estaban sobre la cama revisando el material. Me acerqué a Abel y le acaricié sus greñas Shaggy Mullet, me miró. Llama a tu madre, por favor, le supliqué.

—No seas pesada, joder… —Insistí con la mirada—. Que sí, hostias… que ya la llamaré.

Me senté con ellos en la cama y dejamos que la medianoche llegara sin casi darnos cuenta. Prepararon sus mochilas y los despedí desde la puerta con cierto dramatismo.

—¿Lo lleváis todo?  —reiteré. Mateo emocionado me repitió que sí. Abel se acercó de pronto a mí, hizo un gesto a Mateo de que lo alcanzaría enseguida. Se apoyó en el marco de la puerta y mirando al frente me dijo:

—Sabes que no lo decía en serio, ¿no?

—¿El qué, Abel?

—Eso.

—¿Eso?

—Eso, joder… no quiero que se mueran.

—Anda, ven aquí. —Y abracé a aquella masa de metro ochenta y noventa kilos, sintiéndola como una bomba de sentimientos mal gestionados a punto de explotar. Ojalá yo también supiera traducir mis emociones para poder haberle dicho lo tantísimo que lo quería y lo mucho que lamentaba que la vida estuviera siendo un terreno tan hostil.

—Es que no me despedí de ella —dijo separándose.

—¿De tu abuela? —Asintió. Almudena lo obligó a dormir en casa de Mateo la noche anterior y no pudo decirle adiós. Lo sonreí y le puse la mano en la mejilla —. ¿Tienes miedo de no verla más? —Él volvió a asentir y yo lo volví a abrazar incapaz de expresarle, una vez más, que el mundo podía ser algo mejor.

Nos miramos en silencio, es la única manera que conocemos de transmitir nuestro amor. Después me dio dos golpecitos en la cabeza con los nudillos y me llamó puta vieja. Le lancé un beso y cerré la puerta.

Eran las once de la mañana siguiente, estaba en el baño lavándome los dientes, acababa de subir de desayunar con los chicos que me habían contado su surrealista noche de caza. Me hicieron escuchar varios audios en los que aseguraban oír voces de mujeres, de sus lamentos, aunque sinceramente solo se podía escuchar chasquidos y crujidos de madera. ¿No oyes?, me preguntaban. No, no oía nada, pero terminé diciéndoles que sí.

Tenía todo preparado, Abel y Mateo me habían tocado a la puerta hacía algo menos de diez minutos para decirme que me esperaban abajo, el gerente del parador había tenido el detalle de llevarnos a la estación de tren en su coche. Antes de poder enjuagarme, tocaron otra vez a la puerta, molesta salí a abrir creyendo que serían los chavales de nuevo, sin embargo, en su lugar me encontré a una mujer mayor, bastante mayor, con un vestido  veraniego y un sombrero en la mano.

—¿Has visto a mi hija? —parecía algo desorientada.

Con la boca llena de pasta de dientes intenté preguntarle si a quien buscaba era a la niña que había visto anoche, pero no me entendió así que me disculpé y, pidiéndole un minuto regresé al baño para enjuagarme, desde allí la oí decir:

—Me abandonó aquí poco después de casarse, ¿la has visto?

Vi mi reflejo en el espejo. Lentamente me sequé el agua de la barbilla con la mano y sin dejar de observarme cerré la puerta del baño.

En el coche, sentada de copiloto, me abroché el cinturón de seguridad. Por la ventanilla vi a la niña de anoche, esta vez con un petito amarillo, en brazos de una mujer joven, me saludó traviesa al verme, sonreí. Cuando arrancamos, de mi mochila saqué una bolsa de plástico y dándome la vuelta se la ofrecí a los chicos:

—¿Un Sugus?



7 ene 2025

El parador (II)

 

Pensando en Wyeth de Carmen Mansilla

Nota: Este relato es la continuidad de El parador (I), por lo que aconsejo leerlo antes.

Agarré con dos dedos el asa de la tacita de café y le di media vuelta. La ajusté al hueco del platillo y la observé con detalle, después me la llevé a la boca. Con la edad vas cogiendo manías, aunque a mí me gusta llamarlos rituales. Me sequé el labio superior con el inferior y volví a dejar la taza en la mesa con el asa, nuevamente, en el lado contrario.

—¿Ya lo tenéis todo preparado para esta noche? —pregunté a Abel a quien tenía delante. Mateo había subido a la habitación para llamar a sus padres.

—Sí.

Me elevé las gafas con un golpecito rápido en el lado izquierdo. Pesaban demasiado. Me lo advirtió el optometrista, te sientan bien, pero tienes poco puente, se irán resbalando, lo sonreí y le dije que me las quedaba. No han dejado de darme problemas desde entonces, es el precio que debemos pagar las feas presumidas.

—¿A medianoche vais a empezar con la investigación?

—Sí.

—Ya. ¿Has comido bien o te has quedado con hambre? Podemos pedir algo más de postre, ¿quieres?

—No.

Me contestaba sin levantar la vista de su móvil. Supongo que mi presencia le molestaba, a mí el saberlo me incomodaba. Me desabroché la chaqueta, hacía calor para ser octubre. El jardín era bonito aunque se me hacía desordenado. Las mesas se disponían sin una aparente lógica, parecían haber sido colocadas por un grupo de niños al terminar la clase. Eran mesas redondas de hierro y algunas tenían dos sillas, otras cuatro, había una de seis, cuatro de dos y otra a lo lejos de tan solo una, ¡qué disparate! Así que comencé a idear una distribución más armoniosa. Ladeé la cabeza y reorganicé el espacio mentalmente.

—¿Qué haces? —preguntó Abel.

—Nada —contesté.

—¿Qué estás contando?

—¿Contaba en voz alta? —solté una carcajada—. Pues no lo sé.

—Puta chalada...

Lo miré un instante y le pregunté si ya había llamado a su madre para darle las gracias.

—¿Gracias de qué?

—Este parador no es barato. Llevas tiempo queriendo venir y ella lo sabía. Ha sido un bonito detalle.

—¿Para quién? ¿Para mí o para ella? Le ha faltado tiempo para soltarme aquí y así llevarse a la abuela a Valladolid.

—¿Eso te ha molestado?

—¡Me la suda!, ¿vale? ¡Joder! ¡Comedme todos la puta polla!

Le hice un gesto para que bajara el tono y le pedí que me hablara con respeto porque si no nos volveríamos a Madrid en el siguiente tren, le expliqué con inquebrantable serenidad que no había construido mi vida para compartir mis cafés con adolescentes alterados. Amaba profundamente el orden y la tranquilidad de cada uno de mis días gracias a todas las decisiones que había ido tomando para conseguirlo, por ello, a mis cuarenta y siete años no estaba dispuesta a sacrificarlo ni siquiera durante un fin de semana. Por último, le avisé de que era una mujer de mecha corta y sin remordimientos, que lo interpretara como buenamente pudiera.

—¿Me has entendido? —Abel asintió y se agachó colocando los codos sobre las rodillas—. Bien, pues hablemos. ¿No te parece bien que tu madre lleve a tu abuela a Valladolid?

—No es un puto trasto —dijo sin levantar la vista.

—No, no lo es, claro que no. Pero Sabina tiene muchas dificultades para ser autosuficiente, ya lo sabes. Tu madre no puede hacerse cargo, es un problema del que tus tíos también deben responsabilizarse.

—Que la dejen en paz…

—No es tan fácil, Abel.

—¿Quién va a hacerse cargo de ti? —preguntó alzando la cabeza.

—Nadie tiene que hacerse cargo de mí.

—Ahora no. Pero cuando seas una puta vieja, ¿qué? Si ya estás mazo chalada, imagínate en unos años. —Crucé los brazos y me recosté sobre el respaldo de la silla—. Tranquila, tienes suerte, no tienes hijos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que nadie va a decidir por ti. Te morirás sola en tu puta casa, esa del pueblo que te vas a comprar con Joan, y te comerán los doscientos gatos que habrás acumulado porque terminarás en plan pirada total.

—Ya. ¿Y te parece una bonita manera de morir? ¿Quieres eso para tu abuela?

—Joder, macho, Elvira, no es lo que yo quiera, es lo que cada uno decida, que me la suda te digo, ¡pero, joder, son viejos no putos retrasados! —Respiró un poco—. Mi abuela quiere estar en su casa en plan tranquila con su puto huerto y sus putos animales, ¡y ya! Pero la van a matar llevándola de aquí para allá.

—Sabina no puede estar sola en aquella casona.

—Tú tampoco podrás y lo estarás. Y yo. Tenemos suerte. No serán nuestros hijos quienes nos maten.

—Abel…

—Llama a mi madre y dale tú las putas gracias. Por mí como si se muere, como si se mueren las dos.

—Abel… Abel, siéntate, venga, no te vayas, sigamos hablando, ¡Abel!

Lo vi alejarse, hacia a la entrada del parador, desgarbado y oscuro.


(Continuará...)


 

9 nov 2024

El parador (I)

 

Psycho de Francesco Francavilla

Siempre tuve claro que lo de tener hijos no era para mí. El planeta jamás necesitó de la existencia de mis vástagos y eso lo supe ver. Somos muchos, alguien tenía que dejar de parir y me presenté voluntaria. Además, concebí la vida como un paseo sin responsabilidades, entiéndase, las básicas sí, pero ninguna añadidura extra que hipotecara mi tiempo libre. Porque quien verdaderamente es consciente de que lo dispone, lo disfruta perdiéndolo. El malgaste temporal es el cuarto pecado capital para aquellos que desoyeron el aviso terrenal de aforo completo. Cuidad de vuestros hijos, infelices, y justificad la desdicha que os acosa incansablemente con la farsa de la plenitud humana. Sed rebaño de un torrente ciego y sentíos parte indispensable de una sociedad trilera. Que yo, libre y angosta, me retozaré siendo…

—¿Te refieres a los dos?  —pregunté por teléfono.

—Sí, a los dos —contestó Almudena—. Son chavales majos, tienen sus cosas, pero no te van a dar guerra en todo el fin de semana, te lo prometo. Elvi… por favor… Dime que te los llevas.

Había decidido no tener hijos, sin embargo, me había sido imposible no enamorarme de mi mejor amiga, quien como madre soltera, delegaba en mí a su querubín de quince añitos de vez en cuando.

Almudena debía llevar a su madre, con una demencia senil bastante preocupante, a Valladolid a casa de su hermano. El estado de la madre provocó que los tres hermanos se pusieran de acuerdo para repartírsela cuatro meses al año, como el San Pancracio que rotaba en el vecindario de mis padres cuando era pequeña.

Era sábado por la mañana y estaba con Abel y su amigo, en la estación de Chamartín esperando a nuestro tren para ir a un parador de la provincia de Salamanca. Almudena le había regalado a su hijo una estancia en este parador por tener fama de estar encantado y de escucharse los llantos de una mujer en sus pasillos. Abel llevaba tiempo siguiendo podcast y programas de misterio y había decidido documentar la experiencia de Salamanca con su amigo.

—Mateo te llamas, ¿verdad? —dije. El chico asintió y se dio media vuelta—. Bueno, pues nos lo vamos a pasar muy bien los tres. —Abel también me dio la esplada y yo fijé la vista en el panel de salidas rogando ser engullida por un agujero de gusano para estar ya de vuelta.

En el tren los chicos se sentaron juntos. Parecían dos cucarachas con capucha. Habían reclinado los asientos y repanchingados miraban las pantallas de sus móviles con auriculares. Yo, como buena señora de casi cincuenta años, había ocupado el asiento de delante, había sacado el libro y el botellín de agua del bolso, el cual lo había colocado bajo el asiento delantero, y con los brazos cruzados inspeccionaba que nadie subiera una maleta de gran peso en la parte superior.

—Perdone, perdone —avisé a un hombre de poco más de treinta años—, considero que esa maleta es demasiado grande, así que para que no haya incidentes mejor déjela al final del pasillo, en el área de maletas.

El hombre me miró, pero no dijo nada, alzó la maleta y la colocó en el compartimento de arriba. Su acompañante le preguntó por mí, por lo que le había dicho.

—Nada, una loca… —contestó.

¿Loca yo, caballero? Apreté los labios y emití un suspiro lo suficientemente alto para que lo oyera. Quería incomodarlo, no lo conseguí, otra cucaracha que se puso sus auriculares. Pegué un traguito de agua y, después de estirarme cuatro veces el jersey por la parte de delante, volví a cruzar los brazos en busca de mi siguiente víctima.

El tren arrancó y del bolso saqué un paquete de Sugus.

—¿Un Sugus, chicos? —pregunté dándome la vuelta. Metí el paquete entre el hueco de los dos asientos. Abel se quitó un auricular.

—Paso de esa mierda —dijo.

—Genial. ¿Un Sugus, Mateo? —El chico levantó los hombros y miró a su amigo—. Coge si quieres —insistí. Alargó el brazo y metió la mano en la bolsa de plástico, sacó un puñado. Luego abrió la palma y me los enseñó.

—Cojo estos, ¿vale?

—Claro, los que tú quieras.

Abel lo miró y le robó un par de ellos de la mano. Me reí y me di la vuelta.

Tras un viaje tranquilo y antes de que hubiera podido empezar la pagina 103 de la novela, la megafonía del vagón anunció nuestro destino.

—¡Chicos! —exclamé poniéndome de pie—. Nos bajamos aquí. Coged las mochilas, ¡vamos!

Una vez en el andén miré a derecha y a izquierda y me di cuenta de lo poco que conocía mi país.

—¿Estás segura de que es aquí? —preguntó Abel, creo que con la misma inquietud que la mía porque aquella estación, por llamarla de alguna manera, estaba en medio de la más absoluta nada.

—Tu madre eso me dijo… —Leí de nuevo el cartel con el nombre del pueblo salmantino que colgaba del tejado de aquel apeadero y fingí tenerlo todo controlado—. Aquí es, aquí es. ¿Tenéis todas vuestras cosas?

Decidí tirar hacia la izquierda, como siempre hago, y justo en el andén de enfrente apreció una mujer bastante mayor con una niña de la mano. La saludé y le pregunté por el parador. Me dijo que sí, que era allí, que a seis kilómetros por carretera lo encontraríamos. Los chicos protestaron sin disimulo. Le pregunté si el camino resultaría peligroso, pero enseguida lo negó, dijo que apenas había tráfico. Salimos de la estación y tomamos la carretera. Comenzamos la marcha en fila de a uno por el estrecho arcén.

—¿Así seis putos kilómetros, Elvira? —Abel desde la posición del medio.

—¿Se te ocurre algo mejor? —yo desde la primera posición.

—¿Por qué no hemos venido en coche? —Mateo, el tercero.

—¿Por qué es ciega? —el segundo.

—¿Quién? —el tercero.

—Esta —el segundo señalando a la primera.

—¡No soy ciega! —yo—. Solo me falta un ojo y medio.

—¡Pues ciega! —el segundo otra vez.

—¿En plan ves sombras o en plan ves borroso y negro? Lo digo porque igual otro debería ir el primero —el tercero.

—Mateo, en plan hazme un favor y cómete un Sugus. —yo.  Abel se rio y pidió que paráramos.

Bebimos un poco de agua y tras conectar el GPS de su móvil, Abel tomó la primera posición, yo la segunda y Mateo seguía en la tercera. Este último, desconfiado, me preguntó si la enfermedad que me estaba dejando ciega era contagiosa, Abel volvió a reírse y lo llamó puto gañan. Le expliqué que no, que era hereditaria, que podía tocarte o no, como la lotería.

—Entiendo —dijo—. Yo tengo pie griego, lo he heredado de mi madre. ¡Ah y mira!, ¡mira! —exclamó y me hizo dar la vuelta y me mostró un lunar en la sien—. Este es de mi padre. Heredado también. Estamos jodidos, Elvira, con nuestros genes.

Intenté no reírme y asentí con la mayor empatía que pude encontrar en ese momento. Lo cierto es que, tras aquel acercamiento debido a nuestro defectuoso ADN, me contó las estrategias que tenían programadas para pillar a la mujer llorona de los pasillos del parador. Según lo iba explicando, Abel le puntualizaba con seriedad algún detalle desde la primera posición, se había erigido como cabecilla del grupo, riéndose a ratos con cierta condescendencia, como si estuviera en un estrato superior, más maduro y responsable. Y en ese momento, recordé las palabras de mi amiga “son chavales majos”, lo son, sí.

Tras casi una hora caminando por asfalto, encontramos un cartel que nos indicaba la desviación para llegar al parador. El camino se convirtió en gravilla y arena y continuamos durante unos veinte minutos más hasta encontrarnos frente a un viejo edificio de piedra de más de doscientos años.

—Bueno, chicos, pues aquí están vuestros fantasmas —dije.

Ellos ocultaron la sonrisa tras sus capuchas y entramos al parador.


(Continuará…)

 

22 dic 2023

"Este no es nuestro muerto"

 

El jardín de la muerte de Hugo Simberg

Almudena nos había dejado frente al Tanatorio Sur de Madrid con el único cometido de encontrar la sala 304. Tras aparcar el coche, ella se reuniría con nosotros. A priori el objetivo era fácil. Sin embargo, teniendo en cuenta que el equipo lo formábamos: su madre demente, su hijo botarate y su amiga mongola, la cosa no podía salir bien.

El ascensor se paró en el tercer piso y ordené a Abel que le diera la mano a su abuela. Giramos a la izquierda porque simplemente la derecha nunca me gustó.

—¿Es por aquí?  —me preguntó Abel.

—Sí, es por aquí. No sueltes a tu abuela, hay mucha gente.

La puerta de la tercera sala estaba abierta. No quise hacerlo, pero me pudo la curiosidad así que eché un rápido vistazo a su interior.

—Hay huevos rellenos —dije parándome frente a la puerta.

—¿Qué? —preguntó Abel.

—Huevos rellenos. Esos cocidos que se hacen con bonito y mayonesa, aunque yo los prefiero de chatka y gamba. Hay una mesa entera ahí dentro.

—Pero no es la sala 304.

—No, es la 321. Sala 321 con huevos rellenos. Cogemos uno y nos vamos.

—Vale. ¿Abuela tienes hambre?

Los tres entramos en la sala. No era especialmente grande pero allí podría haber 50 personas. Supuse que el difunto sería un ser querido, algo que me hizo reflexionar sobre mi último adiós; estaría a regañadientes mi hermano con su mujer y Almudena consolando a Joan, haciéndole entender que la defenestración había sido la mejor opción de entre todas las que baraja, por lo menos la casa se quedaba limpia.

Nos acercamos a la mesa y me di cuenta de que también había pulguitas de tomate con anchoa y triangulitos de queso untable con salmón. Cogí una servilleta y coloqué un huevo relleno encima, qué suerte, tenía gamba. Sonreí a Abel y le pedí que diera un triangulito a su abuela, era blando y lo podría comer bien.

—Hola, hola… Gracias por venir.

Frente a mí tenía una mujer menuda de avanzada edad que sonreía con languidez. Ladeó la cabeza y extendió sus brazos. Apreté el huevo en la servilleta y ladeé también la cabeza, porque si no empatizas con el dolor, imítalo.

—Sí…, cómo no iba a venir. ¿Qué tal…? ¿Qué tal…?

Me preguntó si el viaje se me había hecho largo. Apretando los labios negué con la cabeza. Siempre me habían dicho que tenía una cara bastante estándar por lo que podría pasar por la cuñada o prima o sobrina o tía lejana de alguien. Así que allí estaba yo recibiendo el profundo pésame de aquella mujer desconocida, mientras mi huevo relleno se me chafaba entre celulosa.

—¿Lo has visto ya? —me preguntó.

—¿A quién?

—A tu tío. —Y lanzó la mirada a la vitrina del fondo donde pude ver el féretro con la tapa abierta rodeado de coronas de flores—. Lo han dejado guapísimo.

Que la muerte y yo fuéramos íntimas amigas no significaba que lo fuera también de los muertos. Eran cosas muy diferentes. Aquella veneración por los seres inertes nunca la había entendido.

—No, todavía no, ahora enseguida voy a verlo… —dije y frotándole el brazo derecho me di media vuelta.

—Venga, nos vamos… —susurré al reencontrarme de nuevo con Abel—. Coge un par de pulguitas para tu madre y vámonos.

Abel obediente, envolvió los bocadillos en servilletas y se metió cada uno de ellos en los bolsillos de la cazadora. Mientras se lo veía hacer, era consciente de que algo no correspondía con lo que supuestamente tendría que ser. Di un paso atrás para ver la escena con mayor perspectiva y fue entonces cuando me di cuenta.

—Abel, ¿dónde está tu abuela?

Abel, a modo de periscopio, hizo un rápido recorrido a su alrededor.

—Estaba aquí —dijo—. La he soltado un minuto para que comiera mejor el triangulito.

—¡¡¡Abeeeel…!!! —grité sin hacerlo—. Te doy un nanosegundo para que la encuentres.

El bolso me vibró. Mientras veía desaparecer a Abel entre los sentidos familiares, saqué el móvil: Almudena.

—Ya he aparcado.

Tragué saliva, dejé en la mesa la servilleta con el huevo espachurrado e intenté aclararme la voz carraspeando.

—Fantástico, Almudena, eso es genial, ¡genial!, ¡bravo!, ¡bra-vo!

—…

—…

—¿Qué pasa, Elvi?

—¿Qué pasa de qué?

—Elvira, ¿estáis en la sala 304? ¿Has visto a mi tía?

—La he visto. La he visto, sí. Aunque no era exactamente tu tía.

—…

—Digamos que era otra tía. Muy maja también, muy atenta y considerada. Me ha preguntado por el viaje.

—¡¡¿Qué viaje?!!

Me derrumbé.

—Ha sido problema del ascensor, Almu, yo quería ir hacia la derecha, pero nos guiaban hacia la izquierda y luego, tu hijo, ya sabes, está en una edad tan difícil…, y los huevos, Almu, han sido los huevos.

—¡¡Elvira!!

—Estamos en la sala 321 —y colgué.

Localicé la cabeza de Abel entre el tumulto.

—¿La has encontrado?

—No.

—Pues tu madre viene hacia acá. A ver cómo le explicas la que has liado.

—¿Yo? ¡Ha sido culpa tuya! Se lo pienso decir a mamá. ¡Tú y tus huevos!

—¡Mis huevos!

—Sandra… pero Sandra, oh, Sandra, oh, cariño. —Un hombre octogenario me estaba abrazando—. Cariño mío, estando tan lejos y has venido. ¿Raúl está contigo? —Atónita miré a Abel, el viejo también lo hizo—. ¡Mecachis en la mar salada! Raúl, hijo, no te hubiera reconocido en la vida, mírate, qué mayor, ¿diecisiete, dieciocho?

—Mmm… Dieciocho.

—¡Mecagüen la leche! ¡Meca…! —Y lo abrazó con fuerza—. ¿Ya has visto a tu abuelo? ¿Ya lo habéis visto? —preguntó está vez mirándome a mí.

—No, ahora vamos —contesté.

—Id, porque transmite mucha paz. Se fue como era él, sin dar guerra y eso se nota. Es como si estuviera dormidito, plácido. Además, le hemos puesto el traje militar. —Abel y yo abrimos los ojos cual tarseros amarrados a un árbol—. Imponente, está imponente.

—¿Hola? —Almudena—. De la frase “Sala 304”, ¿qué no entendéis?

El viejo miró a Almudena. Almudena a Abel. Abel a mí y yo al viejo. Y esta vez, todos estábamos en el árbol.

—¿Dónde está tu abuela?

—Le han puesto el traje militar —contestó Abel.

—Imponente —añadí yo.

—¿Dónde-está-mi-madre?

—¿Eres hija de María Asunción? —el viejo.

—¡¡¿Dónde… —Abel se la llevó antes de que pudiera terminar su alarido.

 —Está muy afectada —expliqué al octogenario de quien me despedí inmediatamente después.

Intenté buscarlos por la sala. No daba con ellos. Pensé que desde la esquina del fondo tendría buena visibilidad. Allí, con los dedos pegados a la vitrina, encontré a Sabina. Miraba fijamente el féretro.

—Sabina, te estábamos buscando, anda, ven. —Le cogí una de las manos e intenté separarla del cristal.

—Lo han vestido como a un payaso —dijo.

—Sabina, este no es nuestro muerto. Vámonos —dije.