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15 may 2021

Samara

 

Samara por Guacala

Hace 19 años recibía una llamada en mi Nokia 3210. En la pantalla aparecía el nombre de Jaime.

—¿Qué? —contesté mientras abría la cama y me metía dentro.

—Siete días… —y colgó.

Esa misma noche habíamos ido al cine a ver la película de The ring y lo que no sabía es que mi amigo iba a estar con la bromita más de mes y medio. Un año más tarde, viviendo en China, compré en un bazar una copia de la versión japonesa y la guardé. Pocos meses después, cuando Jaime vino a visitarme, la vimos juntos y, como si de dos expertos críticos de cine nos tratásemos, coincidimos en que la japonesa era muy superior a la norteamericana, principalmente por la fotografía, sí, sí, si, por la fotografía.

Esta semana, 19 años más tarde, recibía una llamada de Wechat en mi Huawei Nova 6. En la pantalla aparecía el nombre de Jaime.

—No te lo vas a creer —dije nada más aceptar la llamada. Y cogiendo el vaso de café me senté en el sofá de mi nuevo apartamento en China.

—De ti cualquier cosa.

—He conocido a Samara.

 

Entré en el despacho que compartía con Verónica quejándome de los alumnos de 4º y de sus TFGs.

—Y luego, claro, querrán aprobar, pues dime cómo, ¡¿cómo?! —Dejé los libros sobre mi mesa, me senté y con la silla de rueditas me acerqué hasta ella—. ¿Nos vamos a comer?

—Oh, Elvi, lo siento, ya le he dicho a Narumi que iríamos juntas.

Verónica desde que llegamos de nuestra cuarentena había estrechado lazos con el Departamento de Japonés. En parte lo entendía, había decidido no renovar, el próximo semestre se mudaba a Japón donde daría clases en la Universidad de Osaka. Supongo que afianzar su nivel de japonés era una prioridad, lo que me chirriaba era su novedosa amistad con Narumi, ya que antes de la pandemia tuvo más que palabras con ella por, supuestamente, un malentendido que dejó en muy mal lugar a Verónica y por el que nunca recibió una disculpa.

—¿Con Narumi? ¿Otra vez? No sabía que te había pedido perdón.

—No empieces, Elvi. Es otra cultura.

—Ya, la del harakiri pero a terceros, ¿no?

—¿Qué quieres que haga? Me quedan dos meses aquí, quiero disfrutarlos. A ti no te gusta ir a la ciudad, te pasas el día en el campus mirando el lago.

—¿Qué tiene de malo el lago?

—¡Que es agua estancada, por dios!, que necesito salir, despejarme. Y con Narumi puedo hacerlo, además practico mi japonés. ¿Qué otras opciones tengo? Dime, ¿eh? ¿Quieres que salga con Esteban o Raúl o Marina?

—Buff, no, por favor. Qué pereza.

Lo cierto es que nuestro Departamento estaba constituido por una fauna bastante poco agraciada; desde el necio que con un CAP se cree Camilo José Cela, al aventurero que estudió filosofía y aterrizó en China para vivir la experiencia o la psicóloga, casada con un ingeniero que mandaron a China con un contrato expat, quien decide probar suerte en la enseñanza porque parece “guay”. Y es que mientras a los profesores chinos se les exige un doctorado, a los extranjeros simplemente ser nativos y tener un master en cualquier grado. Vero y yo habíamos entendido que en China era imposible hacer carrera, por eso no íbamos a renovar, estaba claro que las universidades chinas preparaban un ejército de profesores altamente cualificados porque era cuestión de tiempo (muy poco tiempo) deshacerse por completo de la mediocridad extranjera que inundaba sus departamentos.

—¡Lo ves! Narumi es la mejor opción, además es un encanto, solamente hay que conocer su forma de ser y entenderla.

En esta vida estoy enamorada de dos mujeres, una es Almudena, porque no conozco persona más bonita y otra es Verónica porque admiro su inteligencia y su incapacidad de ver la maldad en los demás.

—Está bien —dije—, voy con vosotras. —Vero me miró aterrada—. Tranquila, no le voy a decir nada, voy a comportarme como una mujer madura, empática y muy, muy, muy, muy respetuosa.

—Te ha crecido mucho el pelo, Narumi —dije en inglés. Estábamos las tres sentadas en una mesa cerca de la puerta de la cantina. Narumi me sonrió y dijo que sí, que le gustaba así. Miré a Verónica y le dije en español—: Se parece a Samara saliendo del pozo.

Verónica apretó los ojos, respiró profundamente y no contestó. Inmediatamente se dirigió a Narumi y le preguntó por su comida.

—Muy rica —contestó—. Me gustan mucho las berenjenas así cocinadas, es una receta china que siempre preparo cuando regreso a Japón.

—Oh, perdonad, me están llamando —dije y metí la mano en el bolso. Saqué el móvil, me lo acerqué a la oreja y luego ofreciéndoselo a Verónica le dije—: Es para ti.

—¿Para mí? ¿Quién es? —Nerviosa se lo colocó en la oreja sin mirar la pantalla, entonces arrimándome a ella, que la tenía al lado, le susurré en español: “Te quedan siete días…”—. ¡¡Elvira!!

Empecé a reírme como una idiota acordándome de Jaime, porque solo Joan y él me permiten seguir siendo una niña a mis 43 años. Después me pidió que me marchara, que seguro que llegaba tarde a mi clase.

—No tengo clase —refunfuñé.

—Sí que la tienes. Elvira, vete. —Esta última frase la dijo en español y apretando los dientes, así que supe que tenía que irme sí o sí.

—Adiós, Samara —dije con una sonrisa al levantarme de la mesa. Oí suspirar a Vero.

Una semana más tarde estaba en el despacho peleándome con la impresora cuando Verónica entró.

—¿Sabes por qué este cacharro no funciona? —pregunté.

—Porque habrás hecho algo mal. ¿Vamos a comer?

Sorprendida la miré. Hoy era jueves, y los jueves tenía comida con su íntima amiga Narumi y algunos profesores del Departamento de Francés. No sé exactamente cuándo se instauró ese ritual, solo recuerdo que el primer día que me lo propusieron dije un rotundo NO, antes muerta que comer con un ramillete de franceses gangosos. Sí, me llevo mal con toda la universidad si es lo que os estabais preguntando.

—Hoy es jueves —intenté aclarar.

—Lo sé, pero no voy a ir a comer con ellos.

Entonces me lo contó. Parece ser que Narumi, hacía un par de días, le dijo que Cédric le había hecho un par de comentarios muy desafortunados sobre su no-renovación, parece ser que había dado a entender que era el Departamento el que no quería hacerle un nuevo contrato, parece ser que explicó que Verónica dejaba mucho que desear como profesora según comentarios que había escuchado de sus propios alumnos.

—¡Oh, por favor! —exclamé—. Todo el mundo sabe que Cédric es un misógino de mierda. Piensa que la mujer solo sirve para parir a sus hijos, llevar su apellido y follársela 2 días, mínimo, por semana. Así está, más solo que la una a sus 38 años. Porque tanto Cédric, como especímenes como él, cuando se topan con un cerebro de mujer colapsan. Son pura inseguridad. Machirulos acojonados. Necesitan decir mentiras sobre las mujeres como tú, vuestra inteligencia les revienta la cabeza. Ni caso, ¡ni caso!

—Lo sé, pero me afecta… Además decir tales cosas sabiendo la relación que tengo con Narumi, no sé… Es un poquito de mala persona.

Me hizo reír con ese inocente “poquito”.

—Bueno, no te preocupes, ¿sabes lo que vamos a hacer? Narumi, tú y yo, nos vamos a ir a la cantina y nos vamos a poner de berenjenas hasta las orejas. Venga, coge tu bolso.

—Vale, pero Narumi no viene, se ha ido a comer con ellos.

Estaba casi saliendo por la puerta pero me paré en seco y retrocedí hasta plantarme frente a ella.

—¿Ellos? ¿Con quién?

—Con los franceses —contestó.

Dejé de nuevo el bolso sobre la mesa, me apoyé en ella y me crucé de brazos.

—¿Narumi ha ido a comer con Cédric?

—Sí, claro, ellos son amigos.

—¿Amigos? —No tenía sangre, tenía fuego—. Si tan buenos amigos son, ¿por qué te cuenta sus conversaciones privadas en las que te deja en tan mal lugar? ¿Cuál se pensaba Narumi que iba a ser tu reacción? ¿Por qué te ha dicho semejante cosa si luego ella va a seguir manteniendo una amistad cordial con él? ¿No tiene principios? ¿A qué se dedica, a traficar con el corre-ve-y-dile? ¿Qué coño…?

—Elvira, no empieces, Narumi lo ha hecho por mi bien, para que sepa cómo es realmente Cédric.

—¡Todos sabemos cómo es Cédric!, ¡Cédric es gilipollas, lo dice su pasaporte, no hace falta indagar mucho! ¡Virgensantadelamormisericordioso! ¡Verónica, por favor! ¡POR FAVOR!

—Ves, no te puedo contar nada porque enseguida te pones a gritar…

—Escúchame. —Me acerqué a la puerta y la cerré, al volver me senté en mi silla—. Tenemos a la Samara liberada, sacando agua como una loca para no regresar jamás al pozo de donde nunca debió salir, nos va a ir eliminando una a una y ha empezado contigo, de momento los jueves te ha sacado de la comida con los gabachos, mientras ella se ha quedado dentro reinando el cacareo. Está bien —dije. Respiré y me recoloqué en la silla—. Nos quedan solamente dos meses en esta universidad, pero podemos salir por la puerta grande o con una reputación muy cuestionable. Sabes que esos chismes en China, aunque sean mentira, corren como la pólvora.

—¿Y qué vamos a hacer?

 

—Y ¿qué vais a hacer? —preguntó Jaime.

—Sinceramente, no lo sé.

—Pues date prisa en pensar algo porque te quedan seis días…

 

11 oct 2010

Corazón de hielo

Frozen Heart por LunaticArt

Nunca había sido duro para mí. No. Sin más. Es decir. Yo lo estaba, él no. Ya está. Jaime, te quiero. Yo no. Bien. Claro. Conciso. No hay ambigüedad. No hay ese no sé. Sí sé. Es no.

Treinta años enamorada de Jaime. No, vale, no, treinta no. Seamos sinceros, solamente veintitrés. Veintitrés años enamorada de Jaime. Podrían ser más, creo yo. Hay gente que lo está toda la vida y con vida digo mucho. Digo más. Pero yo sólo veintitrés.
Amar a Jaime es fácil. Quiero decir, amarlo gratuitamente. Amar a Jaime gratuitamente es fácil. A mí me gusta Jaime y a Jaime le gustan las tetitas morenitas de Marieta, la diosa de Carolina, el bikini rojo de Sandra, el tatuaje de Silvi y las rastas tan look ONG de Mireia. Fácil. Es fácil porque nunca he sido una diosa, mis tetas siempre han estado blancas y no tengo rastas ni tatuaje. Tengo un bikini pero no es rojo. Es verde de motas blancas que Jaime siempre ha dicho que es de vieja.
Jaime no me besa. No me toca. No me roza. Cuando estoy triste y lloro hace: plas-plas-plas. Es su mano contra mi rodilla y dice: Pava, ¿qué ostias, qué pasa?
Jaime es un buen amigo. Siempre ha estado ahí. Veintitrés años ahí. Es mucho. Es más. Y me lleno y exploto. Que yo siento algo más por ti. Ey, loca, no, ¿eh?, no te hagas líos, no-te-hagas-líos. Luego sigue leyendo el periódico. Jaime siempre está leyendo el periódico. Yo lloro. Plas-plas-plas. Pava, ¿qué ostias, qué pasa? Y sigue leyendo el periódico.

El concepto está claro. Amiga enamorada de amigo. Amigo enamorado de todas menos de su amiga. Amigo cerca el terreno. Amiga veintitrés años de melancolía secreta. Amigo veintitrés años hasta las pelotas. Yo lo entiendo. Lo veo claro. Es fácil. Con fácil quiero decir: sencillo, tirado, obvio, simple, cómodo, mero, ¡blanco y en botella!
Bien. Vale.
Pero un día conocí a otro amigo. A Rafa. Rafa es mi vecino. Vive en el tercero. Es consultor y trabaja en un banco. Siempre lleva el casco colgado del brazo. Rafa tiene una moto y una ex novia. Natalia. Le dejó por un argentino. Néstor. Se van a casar. Rafa sigue enamorado de Natalia y yo de Rafa.
En este punto, el concepto se distorsiona. Una amiga puede estar enamorada de un amigo que no demuestre ni el más mínimo interés sexual por ella. Creo que Jaime si tuviera que señalar el lugar exacto de mi vagina indicaría una de mis orejas, y es posible que la derecha, que es donde llevo el audífono y eso sí que da morbo. Rastas, tatuajes y audífonos. Pura orgía.
Pero Rafa demuestra interés. No sexual. Es cierto, pero sí sensual. Rafa me abraza. Me abraza tan fuerte que siento cómo se aplastan mis tetas contra él. Rafa siempre me abraza. Cuando llego. Cuando me voy. Cuando estoy. Dice que soy pequeña y manejable. Dice que eso le gusta. Yo le digo que me gustas tú. Pero él no lo oye porque lo digo sin abrir los labios. Me gustas tú. Le digo. Me pellizco la boca. En realidad me la sujeto. Para no abrirla. Para no decirlo en alto. Hacemos ensalada. Me abraza. Nos sentamos en el sofá. Me pasa la manta y me habla de Natalia. Rafa siempre me habla de Natalia. Te entiendo, le digo con los labios abiertos. Me oye. Y sigue hablando de Natalia. Llora. Plas-plas-plas. Quito la mano de su rodilla y la pongo en mi boca. Lloro. Me mira. Me abraza. ¿Y tú por qué lloras, tonta? Porque nunca había sido duro para mí hasta conocerte. Le digo. Sin abrir los labios. No me oye. Me abraza. Rafa siempre me abraza.

11 jun 2010

Jueves del Amor

Flowers, por Grenuj

Nunca entendió por qué sus amigas al jueves lo llamaban: Jueves del Amor. Porque, para ella, el jueves se convertía siempre en la lamentación de un odiado miércoles.
―Elvira, deja de llorar. Joder, qué tía más pesada… ―farfulló Marieta mientras intentaba desenroscar una tanga de entre un pantalón vaquero recién centrifugado.
Elvira estaba tirada en el diminuto sofá del diminuto salón del diminuto apartamento de Marieta. Con una mano se tapaba la cara mientras que con la otra se restregaba un kleenex usado por la cabeza. No paraba de llorar.
Marieta cerró la puerta de la lavadora y dejó el pantalón, con su ensortijada tanga, sobre la encimera de su diminuta cocina americana. Desde allí miró a su amiga y no pudo evitar reírse, pero mírate, le dijo, ¡como te sigas poniendo mocos en el pelo te vas a quedar pegada al sofá!
―Nadie me quiere… ―balbuceó Elvira en un intento de volver a ser persona.
―¡Qué sí! Blanquita creo que te quiere un poco ―y riéndose se acercó al sofá―. Anda, quita los pies que no entro.
Marieta se sentó junto a Elvira. Estiró un poco el brazo y, del armario de la televisión, cogió una bolsa llena de gominolas. Se la ofreció a su amiga, ésta la rechazó y se sentó abrazando sus propias rodillas contra el pecho, se mecía lentamente con la cabeza gacha, parecía una tarada. Buscando un poco de cariño se dejó caer totalmente hacia el lado de Marieta.
―¡No!, ¡no, eh! ¡Mimos y mariconadas con Blanquita!, ¡a mí ni te me acerques que me das grima cuando te pones así!―. Y de un empujón, Marieta mandó a Elvira al otro lado del sofá. A ésta no pareció importarle, seguía en trance, restregándose los mocos por la cabeza.
El timbre sonó. Marieta, no sin enorme esfuerzo, se levantó y abrió la puerta.
―Corazona, pero corazona, ¿qué nos ha pasado? ―preguntó Blanquita entrando, a la vez que dejaba su bolso sobre la mesita y besuqueaba la coronilla de Elvira.
―Ya te lo cuento yo que tardo menos ―se apresuró a decir Marieta mientras recuperaba su sitio―. Pues que la Elvirilla no encuentra trabajo, y eso siempre agobia, además ayer en el INEM le dijeron que hasta agosto no vería la ayuda del emigrante retornado, que ya sabes que ni llega a 400 euros…
―Ya, ya, ya… ―asintió Blanquita con la mano en la boca.
―Y, después de eso, encima quedó con Pedro.
―¿Con Pedro?
―Pedro… ―babeó Elvira sin ni siquiera levantar la cabeza.
―Pues sí, por si éramos pocos parió la abuela ―reflexionó Marieta metiéndose una gominola en la boca―. Y al tío, que a veces parece que le faltan un par de luces, no se le ocurrió mejor idea que comparar las tetas de Elvira con las de Virginia.
―¿Virginia?
―Sí, su ex de veintitrés añitos, buff, ¿dime tú? ―y, alzando la mano izquierda, gritó con contundencia―: ¡Tetas de veinteañera frente a tetas de treintañera! ―dijo esta vez dejando caer la mano derecha exageradamente, como si de una descompensada balanza se tratara.
El alarido de Elvira se escuchó en todo el vecindario.
―Jolín con Pedrito… Pero corazona, no te preocupes, ¿eh?, la próxima vez que lo veas dile: caca-culo-pedo-pis.
―¡Y una mierda! ―exclamó Marieta―. La próxima vez dile: ¡pues Etienne, mi ex, era un cabrón de mierda pero le aguanté cinco años porque tenía el pedazo pollón!
Elvira rompió a reírse como una loca. Las tres se carcajeaban como idiotas, y es que no era para menos.
―Pero espera, Blanca, que la cosa no termina ahí ―dijo Marieta cogiendo aire y retomando la conversación―. Elvi que es muy Elvi, después del encontronazo con Pedro decidió llorar en el hombro de su querido amigo Jaime, de su inseparable y cooperante amigo Jaime, capaz de cruzar a nado el Atlántico con tal de salvar Nicaragua pero incapaz de sentir compasión a menos de dos metros.
―Ay, madre, que me imagino lo peor ―interrumpió Blanquita apoyándose en el posabrazos del sofá.
Elvira, como si no quisiera volverlo a escuchar, se encogió como un bicho bola.
―Bueno, pues Mr. ONG, intentando dar una inyección de autoestima, le salta a nuestra querida Elvirilla que de cuánto está.
―No entiendo, ¿cómo que de cuánto está? ―repitió Blanca con cara de confusión.
Marieta se fijó en Elvira y, al ver que no la miraba, hizo un gesto de embarazada.
―¡Ostras!, ¡¿la estaba llamando gorda?!
Marieta puso los ojos en blanco al ver que toda su discreción se había ido al garete con aquel grito de Blanquita.
―Corazona, ni caso, ―aconsejó Blanquita a una Elvira que levantaba triste la carita para mirarla―. La próxima vez que lo veas dile: oye, Jaime, gordo lo serás tú.
―¡Y una mierda! ―gritó Marieta―. Tú dile: ¿gordo?, ¿gordo?, ¡para gordo el pollón de Etienne!
Elvira no sabía si llorar o reír pero por supuesto se decantó por lo segundo, más que nada porque era facilísimo seguir el ritmo de sus amigas.
Durante el resto de la tarde, no faltaron hilarantes críticas al género masculino, mientras se ventilaban la bolsa entera de gominolas entre las tres. Y al quinto intento, Marieta pudo desenroscar su tanga del pantalón entre aplausos teatrales de sus amigas.
Al final, aquél sí que fue un merecido Jueves del Amor.

12 abr 2010

Qué bello es vivir

—Yo, la verdad, es que pensaba que todavía me quedaba un año de visado de trabajo, no comprendo qué ha pasado.
—¿Un año de visado?, pero ¿dónde se cree que está usted, señorita?
—¡Uy!, pues en el Consulado de Estados Unidos —contestó Elvira dándose la vuelta y mirando la larga cola que había tras de sí.
—Pero, vamos a ver, ¿usted me ve cara de americano?
Pues, hombre, lo cierto es que no tenía cara de nada. Era un extraño personajillo de nariz y orejas puntiagudas. El poco pelo que tenía en la cabeza lo escondía bajo un bombín tan sucio y desgastado como el resto de su traje sastre. Estaba sentado detrás de una inmensa mesa en medio del vacío.
—Antes de nada necesitamos que rellene la hoja de defunción —dijo sin atisbo de expresión.
—¿De defunción? Pero, pero… ¿quién se ha muerto? —preguntó Elvira deshilachándose los labios de lo nerviosa que estaba.
—¡Usted, señorita, usted! Y haga el favor de coger estos papeles —y le ofreció un taco de folios grisáceos— y pasar a la oficina 1.568-C, allí le darán la información para cumplimentar el papeleo, y recuérdeles que le estampen el sello que siempre se les olvida poner el puto sello, y mira que siempre lo digo en las reuniones, el sello, el sellito, que si no hay sello no tiene validez y vuelta a empezar, ¿me ha entendido, señorita?
Elvira asintió con la cabeza y tras coger los papeles salió lentamente de la cola. Miró a su alrededor y vio a un hombre a caballo, llevaba un uniforme como el de Patrick Swayze en “Norte y Sur”. Justamente delante de ella, una exuberante mujer se paseaba como si tal cosa con un diminuto bikini rojo. Un niño, al que llevaba su madre en brazos porque le faltaban las piernas, la saludó con una mueca. Elvira le sonrió y cuando lo perdió de vista se apretó los papeles contra el pecho y tomó aire, al hacerlo se dio cuenta de que no olía a nada, volvió a inspirar y sí, realmente no parecía oler a nada aquel lugar.
A lo lejos vio una gigantesca puerta amarilla, corrió hacia ella, igual era la salida. Corrió y corrió y corrió y corrió más aún, pero parecía no llegar nunca. Cuando, por fin, la tuvo delante de sus narices pudo leer el destartalado letrero que colgaba de un diminuto clavito en medio de la puerta: “Oficina 1.568-C”. Pues no es la salida, musitó defraudada en voz alta.
Elvira tocó a la puerta y esperó. Al no oír nada volvió a tocar. Silencio. Dudosa miró de nuevo el cartelito, sí, Oficina 1.568-C. Lo pensó por un rato y, al final, decidió entrar sin esperar el permiso.
—¿Hola…? —dijo una vez dentro, observando a una mujer de unos sesenta años con un vestido como el de Scarlett O’Hara, hecho con las cortinas de terciopelo verdes, pero éste era granate. La mujer bailaba al ritmo de unas campanillas que sostenía con tres dedos de cada mano.
—¡Oh, tesoro!, lo siento, lo siento, pasa, pasa, por favor, pasa, tesoro —dijo fingiendo, con inmensa teatralidad, vergüenza por haber sido descubierta bailando—. Siéntate, siéntate ahí —y señaló una vieja butaca de cuero marrón llena de petaches. Elvira se sentó un tanto cohibida—. ¿Un café, un té, agua con gas, sin gas…?
—Nada, señora, gracias, yo venía porque necesito información sobre…
—Yo me prepararé un mate, si no te importa —interrumpió la mujer. Se lo preparó y tras el primer sorbito hizo unas gárgaras, tragó y empezó a afinarse la voz—: Do, do, do, re, mi, la, sol, sol, do, do, la, mi, fa, fa —repitió un último fa, carraspeó y dejó la taza de mate sobre la mesa al mismo tiempo que tomaba asiento frente a Elvira, que la miraba atónita—. ¿Te gusta la música, encanto?
Elvira movió la cabeza afirmativamente, no le salían las palabras.
—Yo era mezzosoprano, Ludmila Yivkova. Oh, tesoro, créeme, tenía Moscú a mis pies, re, re, mi, sol, la, fa, do, do —canturreaba de nuevo poniendo los ojos en blanco—. Pero me enamoré de un uruguayo y, ¿qué crees que pasó?, ¿eh? —Elvira levantó los hombros—. Que me fugué con él a Montevideo, a hincharme a mate y a chocolate, hasta que un día me atraganté. Era del negro, chocolate negro, del puro, dos onzas de un bocado, no me pasó, se me quedó aquí, aquí. Mira, tesoro, parece como si lo sintiera hoy mismo, aquí, aquí —explicaba agarrándose la garganta con ambas manos—, me asfixié. Una mezzosoprano asfixiada, paradojas de la vida, encanto, bueno, y ¿tú?, ¿es la primera vez que vienes aquí?
—¿Yo?, ¡claro!, es la primera vez que me muero.
—¡Uy, no! ¡Ja, ja, ja, ja! —La potencia de su carcajada casi hace reventar dos copas de cristal que tenía sobre la repisa de la ventana—. ¡Qué ocurrencia, tesoro! Me refiero si ya has estado antes en la oficina y vuelves para que te ponga el sello, porque siempre se me olvida, ¡ja, ja, ja, ja, je, je, je, je, ju, ju, ju!
Disimuladamente Elvira se tapó los oídos, haciendo creer que se retiraba el pelo detrás de las orejas.
—No, es la primera vez, necesito…
—Sí, sí, veamos, ¿nombre?
—Elvira Rebollo.
—¡Oh, me matas! ¡Ay, no!, qué tonta, que ya lo estoy ¡ji, ji, ji, ji, ju, ju, ju, ju! —reía tapándose la boca con una mano como si le avergonzara mostrar sus dientes—. Elvira, oh, qué delicia de nombre, fascinante, totalmente fascinante, Elvira, Elviiiiiiiiira, tienes nombre de artista, ¿eras bailarina?
—No, soy, era... soy, bueno, profesora.
—Oh, qué interesante, qué interesaaaante, tesoro, ¡profesora de arte! —gritó alzando los brazos al aire.
—No, de español.
Al oírlo, Ludmila bajó los brazos torciendo el labio con cara de asco.
—No importa, encanto, te entiendo, has muerto demasiado joven como para saber a qué era a lo que realmente te querías dedicar, no es culpa tuya, no te sientas mal por eso, tesoro. —Con ambas manos se retiró el flaquillo de la frente enérgicamente y bebió un poco de mate—. Do, do, mi, mi, re, la, la, fa, fa, sol. Bien, veamos, Elvira Rebollo, Elvira Rebollo, Elvira Rebollo —repetía cada vez que se chupaba el dedo pulgar y pasaba las hojas de una enorme montaña polvorosa de papeles—. ¡Aquí estás! Bien, domingo 11 de abril, leamos, 10:17 te levantas de la cama, 10:19 meas, 10:21 te lavas las manos…
—Disculpe, pero ¿podríamos ir un poco más rápidas?
—Tesoro, ¿tienes prisa? Aloha, bienvenida a la eternidad.
Elvira decidió caer en el conformismo y apoyó los codos en la mesa mientras escuchaba, con la cabeza baja, lo que había hecho esa mañana minuto a minuto.
—… 11:46 coges una silla, 11:47 la colocas frente a la encimera de la cocina, 11:48 te subes a ella, 11:49 abres el armario alto, sobre la campana extractor, 11:50 alcanzas los crispis, 11:51 te pones de puntillas, 11:52 intentas alcanzar algo del fondo del armario, no se especifica el qué, tesoro —anotó mirando a Elvira—, 11:53 pierdes el equilibrio, 11:54 caes al suelo golpeándote la cabeza primero con la fregadera y luego con el suelo. Muerte instantánea. Fin.
—¿Fin? ¿Me he muerto por querer desayunar crispis?
—No, te has muerto porque, según este informe, llegas escasamente al metro y medio y has necesitado de una silla, de la que luego te has caído y te has abierto la cabeza, para desayunar crispis.
Elvira se echó hacia atrás y se hundió en la vieja butaca, parecía que ésta se la estuviera engullendo.
—Bueno, tesoro, pues esto ya está, échame una firmita aquí, donde pone: firma de la nueva alma.
Elvira se reclinó de nuevo sobre la mesa y firmó.
—Pues ya está, oficialmente ya eres una muerta de verdad.
—Gracias —contestó Elvira encogida de hombros—, póngame el sello, por favor —dijo devolviéndole los papeles.
—¡Uy! ¡Jo, jo, jo, ja, ja, ja, ja! ¡El sello, el sello, Ludmila! Re, re, mi, fa, mi, fa, sooooooool —PUM y el sello estampó—. Ahora debes ir al centro médico, a que te hagan una autopsia del alma, a ver adónde te envían porque aquí pone que eres católica, así que… ¿cielo o infierno?
—¿Qué? ¡No soy católica! ¡Es cosa de mis padres!
—Sí lo eres, encanto, lo dice bien clarito: católica, bautizada y primera comunión. El día que se mueran tus padres lo discutes con ellos, nosotros no podemos hacer nada. Respetamos todas las creencias y el catolicismo instauró el juicio final. Así que, vete a que un médico te examine el alma y, con los resultados, te vas a las cortes celestiales para que el Tribunal Eterno tome una decisión. ¡Adiooooos!
Elvira se metió los papeles debajo del brazo y salió de la oficina 1.568-C como una furia. ¿Católica? ¿Ella católica? Todavía recordaba el día en que planeó con Jaime hacerse apóstatas, los dos estaban decididos, querían borrar sus nombres de los archivos del Vaticano, pero al final ella se fue a China y Jaime a Nicaragua y por una cosa o por otra se les fue pasando el tiempo y con él la rebeldía.
Mientras farfullaba ciega por las calles de la eternidad, un hombre le agarró del brazo.
—Txiki…
—Abuelo. —A Elvira se le cayeron los papeles al suelo porque se llevó los brazos al pecho, estaba paralizada.
—Pero, txiki…
—Oh, abuelo —Elvira saltó sobre él abrazándolo con ansias. Estaba exactamente igual a antes de la caída, estirado y fuerte.
—Pero ¿qué cojones haces aquí, hija mía?
—Ay, abuelo, que la silla, que se ve, bueno, antes he meado y me he lavado las manos, ¿no?, entonces he ido a por los crispis, en la silla, y mira, oye, por un día que no tomo café, me caigo y me abro la cabeza.
—¡La madre que los parió a todos! —Vicente cogió con fuerza a su nieta por el brazo y se la llevó en volandas—. ¡Me cago en los ángeles y en todo su séquito! ¡Los muy marranos! —gritaba sin cesar.
Frente a una verja negra se pararon. Vicente soltó a Elvira del brazo y se encaramó a la verja.
—¡Quiero hablar con San Pedro!
—Abuelo, déjalo, si no importa, si ya he firmado los papeles. Además, así podremos estar juntos, que te veo muy solo aquí y me da qué sé yo...
Vicente se dio la vuelta. La miró con mucho cariño y con ternura le agarró por la barbilla, con sus cinco dedos, dejando sin un lugar preciso a ese dedo meñique tan retorcido.
—Txiki, yo te lo agradezco pero te aseguro que tu madre te necesita mucho más que yo, y hago esto por ella, porque no hay nada más triste que estar muerto en vida —y dándose la vuelta volvió a gritar—: ¡San Pedro!
Al de un ratito, un hombre arrugado salió con una piedra debajo el brazo.
—A ver, Don Vicente, dígame, ¿qué pasa ahora?
Vicente no dijo nada, se dio la vuelta y con las dos manos señaló a su nieta, quien, poniendo morros de tortuga, levantó la mano y saludó a San Pedro.
Los dos hombres se alejaron de la chica para discutir la situación, uno a cada lado de la verja. Elvira veía como San Pedro ladeaba la cabeza de lado a lado, mientras su abuelo contabilizaba no sé qué cosas con los dedos de la mano, parecía furioso. Al de un momento, San Pedro dejó la piedra en el suelo y se rascó la frente con una mano, mientras que la otra la apoyó en la cintura, parecía reflexionar, la cosa no estaría yendo tan mal, pensó Elvira. Finalmente los dos hombres se estrecharon la mano a través de la verja.
—Hala, txiki, corre, corre, que te abren las puertas, que te vuelves —dijo Vicente emocionado a su nieta.
San Pedro se apresuró a quitar el pesado candado de la puerta principal, después mirando a ambos lados, cerciorándose de que nadie lo viera, la abrió lo justo para que la joven pudiera pasar.
—Oye, hija mía, dile a tu madre que deje de poner velas a Loyola y que mande alguna botellita de Txakoli para San Pedro, que se las he prometido, ¿eh? —le dijo al oído para que el guardián de la puerta no pudiera oírlo.
Elvira asintió sin dejar de llorar. Después se escurrió por la puerta y le mandó un beso con la mano desde el otro lado.
—Agur, txiki, agur, hija mía, agur.

Me duele la mano y la cabeza, me duele mucho la cabeza, mi cara, hace frío, sabe a hierro, mi… mi boca entera sabe a hierro, me duele.
Me intento levantar del suelo, veo la silla tirada sobre una de mis piernas, y los crispis esparcidos por todos lados. Me duele tanto la cabeza que me la toco, no sangro, no sangro de la cabeza, pero los azulejos amarillos de la cocina están teñidos de rojo. Me toco la boca, me duele, me duele. Paso con cuidado la lengua por mis dientes, los tengo todos. Respiro aliviada. Torpemente consigo ponerme de pie y voy hasta el baño. Me miro y me asusto, me he reventado el labio y la ceja. Me duele la mano, la miro, me la acerco, y lo veo. Tengo el dedo meñique completamente retorcido, me lo he roto.
—Mira, abuelo —le digo al espejo—, como tú.

7 dic 2009

The pink taxi

—Mírame, mírame, ahora soy un metro cincuenta y ahora un metro sesenta, ¿ves?, metro cincuenta, metro sesenta —decía Elvira caminando de un lado a otro con el tacón de su botín derecho en la mano. Se lo acababa de romper al tropezarse con una alcantarilla.
—¡¿Te quieres parar quieta, que mi vida es un asco y no te soporto, pesada?! —gritó Marieta sentada en el bordillo de la acera.
—Es que ocho centímetros de tacón te hacen ver el mundo desde otra perspectiva, ¿eh? Mira, metro cincuenta, metro sesenta, metro… —seguía repitiendo Elvira cojeando a cada paso.
Marieta resopló cansada, llevaba un rato intentado llamar a Blanquita por teléfono, pero no daba señal. Eran las seis de la mañana y querían volver a casa pero a esas horas, y siendo fin de semana, la cosa estaba difícil.
—¡Joder, menos mal!, ¿dónde coño estás? —dijo finalmente Marieta por el móvil—, ¿a casa?, ¿vas en taxi?, ah… vale, genial… sí, vale… estoy con la enana que lleva un morón importante, se acaba de meter tal hostia que se le ha roto el tacón —se rió recordándolo—, cada vez que nos viene de visita se nos desata —y se volvió a reír—, y ahora la tengo aquí dando bastante el coñazo… ¡ya te digo, ya te digo! —risas de nuevo—, vale… sí, pues aquí en la Rivera… eso, sí, a la altura del Edan… ¿qué?, no, no, el que está al lado del Lola’s… sí, en la acera, aquí… vale, vale, agur —Marieta separó su móvil y lo extendió hacia Elvira—. ¡Pedorra, di adiós a Blanquita!
—¡Aguuuuuuuuuuur! —gritó Elvira corriendo hacia el móvil muy torpemente. Con esos andares recordaba al pequeño jorobado Igor de El jovencito Frankenstein.

Quince minutos después un taxi paró en la Rivera, frente al bar Edan, al lado del Lola’s. En el asiento de atrás Blanquita hacía un gesto con la mano para que las dos chicas de la acera se montaran. Elvira entró de cabeza, literal. Marieta atacada de los nervios pasó por encima (literal) de ella y se colocó en el medio. Elvira, sin soltar su tacón de la mano que lo agarraba como si fuera un ramillete de novia, se intentó sentar en el hueco que le habían dejado junto a la ventanilla.
—Pero ¡cómo vamos, corazona! —dijo Blanquita mirando a Elvira en un tono muy cariñoso.
—Me he caído, maja… —contestó Elvira enseñándole su tacón en la mano. Parecía una niña mostrando su diente de leche recién caído, que tras haber pasado el mal rato, lo cuenta como una hazaña heroica.
—¡Ya veo, ya! —dijo riéndose.
—Mi vida es un asco… —dijo Marieta.
—Además eran nuevos, me costaron una pasta, tías… —dijo Elvira.
—Pero ¿a quién coño le importan tus zapatos? ¡Que mi vida es un asco!
—Que no, Marieta, que no —dijo Blanquita de manera conciliadora.
—¡Qué asco, de verdad, pero qué asco de vida! Se supone que deberíamos estar casadas con hijos, ¿no?, ¡qué sábados de mierda!
—Que no… —repitió Blanquita.
—Ya, mi vida también es un asco —dijo Elvira con el tacón en la oreja—. Mirad… oigo el mar...
Blanquita no pudo evitar reírse con semejante ocurrencia.
—Joder… es que… os podéis creer que cuando he entrado en el Lola’s me encuentro con Iratxe, la secretaria de recursos humanos, que me dice súper seria…
—Pues yo le he comido la boca a Jaime —dijo Elvira de golpe interrumpiendo a Marieta.
—¡¡¿QUÉ?!! —gritó Blanca completamente alucinada.
—¡Pero no la escuches que estábamos hablando de mí!, ¡de mí, Blanquita, de mí! —gimoteó Marieta.
—Elvi, por favor, por favor… pero si es tu mejor amigo, pero ¿qué has hecho? —siguió preguntando Blanca.
—Ha sido culpa suya… —intentó justificarse.
—¡Hablemos de mí! ¿Puedo seguir con mi historia, por favor…? —rogaba Marieta desde el centro, se había vuelto invisible.
—Es que se me estaba acercando mucho al hablar, yo pensaba que me estaba mandando señales, ¿no?, entonces… pues eso… me lo comí… —dijo Elvira.
—¿Mandando señales? ¿Jaime? ¿A ti? ¡Joder, la madre que la parió! ¡Esta tía no tiene abuela! —exclamó Marieta.
—Ay, corazona, entre la música del bar y que estás medio sorda del derecho, normal que se te acercara para hablar, pero nada más, Elvi, que Jaime y tú como que no, nena, que no… —explicó con paciencia Blanquita.
—Ya… de eso me he dado cuenta luego, con su reacción.
—Vale, todas sabemos su reacción, ¿no?, ahora Jaime te odia más que nunca, punto pelota, ¡se acabó tu historia!, vayamos con la mía: Iratxe me ha dicho que, bueno… que es muy fuerte…
—Qué fuerte… —dijo ausente Elvira cortando nuevamente el discurso de Marieta—, me odia, Jaime me odia, y me odiará siempre.
—Sí, te odia y nosotras también, bueno, pues entonces Iratxe me viene y me suelta que…
—¡Jo, Blanquita, pero si sólo han sido unas babillas de nada!, ¡un besuqueo tonto! —decía Elvira buscando apoyo en su amiga la comprensiva.
—Ya, Elvi, pero es tu mejor amigo, es que… buff… la has lia’o bien gorda, corazona…
—¡Pues ya no os digo lo que me ha dicho Iratxe! ¡Os quedáis con las ganas! ¡A tomar por saco!
Marieta seguía siendo invisible.
Elvira pereció hacerse pequeñita, más de lo que ya era, en el asiento. Después, en silenció, fue levantando su mano hasta colocar el tacón roto en medio de su frente, y empezó a tatarear imitando el tono melancólico de Silvio Rodríguez:
—Mi unicornio azul ayer se me perdió, no sé si se fue, no sé si se extravió, y yo no tengo más que un unicornio azul… si alguien sabe de él… yo pagareeeeeeé, se fueeeeeeeee…
—¡Joder, pero qué tía! —gritó desesperada Marieta—, ¿tú la ves?, ¿eh?, ¿tú la ves?, ¡es que no la aguanto! —pero Blanca no podía dejar de reírse, botaba en el asiento como una loca, parecía el perro risitas, estaba muerta, muerta de la risa.
—… mi unicornio y yo hicimos amistad, un poco con amor, un poco con verdad… pero no tengo más que un unicornio azul… yo sólo quiero aquel, mi unicornio azuuuuuuuuuul… se fueeeeeeee…
—¡Sí, se fue! ¡Se fue trotando a la Playa Girón! ¡Basta! ¡Me cago en la enana-cantautora de mis pelotas!
Tras el grito de Marieta se hizo el silencio que enseguida se rompió por sus propias carcajadas. Las tres estaban tronchadas de la risa en el asiento de atrás de aquel taxi tarareando, esta vez, Playa Girón.

La primera en bajarse fue Blanquita que, con el gesto de su mano en la oreja, les dio a entender que mañana hablarían, y antes de meterse en su portal les lanzó un beso. Nuevamente con el taxi en marcha, Marieta contó, finalmente, a Elvira lo que le había dicho Iratxe. Después se bajó del taxi, pero antes de hacerlo, achuchó a su amiga Elvira y al oído le dijo lo mucho que la echaba de menos cuando no estaba pero que era un secreto entre las dos.
Ya por fin, frente a la casa de Elvira, el taxi paró. La chica, después de pagarle al taxista le dijo:
—Perdona, te importa esperar hasta que entre en el portal, es que me da un poco de miedo.
—Tranquila, mujer, claro —contestó el hombre.
Al bajarse del taxi oyó un bip-bip y sintió su móvil vibrar. Marieta, pensó, mensaje de Marieta, volvió a pensar con media sonrisa. Delante de la puerta buscó con una mano, porque en la otra seguía llevando el tacón, las llaves en su enorme bolso. Se topó con el móvil así que lo sacó y siguió buscando. Las encontró. Fue a meterlas en la cerradura cuando, al mismo tiempo, abrió el móvil y vio que el mensaje no era de Marieta. El taxista pitó. Elvira lo miró y sin hacer ningún gesto volvió al mensaje:
"Lokita, akbo d yegar a ksa xo creo q dbriams trminar lo q mpzast sta noch xq dps d 30 añs ya va sendo ora, no cres? vent…"
Elvira, mientras oía el taxi marcharse harto de esperar, volvió a leer atónita el mensaje de Jaime, en voz alta:
—Loquita, acabo de llegar a casa pero creo que deberíamos terminar lo que empezaste esta noche porque, después de treinta años, ya va siendo hora, ¿no crees?, vente…
Atorada metió de nuevo las llaves y el móvil en el bolso y, alzando el brazo con el tacón en lo alto como si de un merecidísimo trofeo se tratara, gritó con todas sus fuerzas:
—¡¡¡¡¡¡¡TAXIIIIIIIIIII!!!!!!!

12 nov 2009

On the road

Estábamos cruzando West Virginia en coche, pronto llegaríamos al estado de Virginia. No lo sabía con certeza pero habían pasado casi dos horas, así que seguro que estábamos cerca. Me quité las botas de oso como las llamaba él, y me senté a lo indio. Iba de copiloto, me encargaba de la música, del abastecimiento de agua y de chocolatinas y de leer los mapas. Nunca he sabido leer un mapa de carretera, aun él sabiéndolo no dijo nada cuando con entusiasmo le propuse que yo me encargaría de ellos.
—¿Cuándo dejamos la 64? —preguntó con una mano al volante y buscando ciego con la otra la botella de agua que le estaba ofreciendo.
—Uy, pues casi en Washington. De la 64 a la 66 que nos lleva directamente a la Avenida Constitución ya dentro de la ciudad.
Mentira. Aquello no era así, no iba a resulta tan fácil, y lo decían claramente los mapas. La 64 no se juntaba con la 66 en ningún punto de los Estados Unidos. Pero el ser una analfabeta de carreteras implicaba meter la pata hasta el fondo y terminar perdidos por la 95 dirección Miami, pero esto no lo supimos hasta casi tres horas más tarde.
—Oye, loco, ¿un café?
—Pues igual sí, ¿no?
—Vale, marca que a dos millas hay una estación de servicio —dije desdoblando un tercer mapa. Estaba enterrada entre líneas de colores que cruzaban estados, de los cuales no sabía ni sus nombres.
—¿Washington pertenece al estado de Viginia?, ¿no?
—¿Virginia? —pregunté con cierta duda—. No, al de Maryland, ¿no…? —lo cierto es que no lo tenía nada claro.
—Ni puta idea, Washington DC… —reflexionó en voz alta.
—DC, sí, Distrito Federal.
—¡Ostia, pava! —gritó muerto de la risa—, ¡¡ostia, qué graveeeeeeee!!! —seguía riéndose— ¡DC!, ¡de-ce, no efe o fe según tú! ¡Eso es México, México DF!
No le pudo contestar porque estaba hecha una bola en el asiento muriéndome de la risa. Esas meteduras de pata eran muy mías, y lo peor de todo es que me quedaba más ancha que larga después de soltar semejante barbaridad.
—Así que me sonaba fatal… —dije finalmente a modo de absurda justificación sin parar de reír—. Bueno, pues ¿qué es DC, listo?, ¿eh?, que eres un listo, ¿a ver?
—Distrito de Columbia —dijo fingiendo cierta soberbia porque sabía que me acaba de ganar por goleada—. Lo que no sé es si eso es un estado —y me miró con ganas de que le sacara de dudas.
—¿¿Y me lo preguntas a mí??
Los dos nos reímos de nuevo. Los mapas que tenía encima crujían al compás de mis carcajadas. Él pareció calmarse de repente y dijo con una fría sonrisa en los labios:
—He sido un amigo de mierda, ¿eh, chiquitina?, llevo años siendo un amigo de mierda, pero no pretendo compensarte con esta visita, con el viaje, digo, pero, no sé, tía, no sé... me gusta vernos así, descojonarnos por tonterías nuestras.


Conocí a Gaizka con trece años. Me acuerdo perfectamente de ese momento. Era junio y Jaime y yo nos íbamos a inscribir en el campamento de verano.
—Éste es Gaizka, mi amigo del equipo que te dije que vendría al campamento con nosotros —me dijo Jaime a modo de presentación—, y ésta —dijo, esta vez a Gaizka, señalándome a mí— es Elvira, amiga mía y, bueno, es maja.
¡¡¡¿Y, bueno, es maja?!!! ¿Ya? ¿Nada más? ¿Y qué pasaba con mis tetas? Tenía una noventa de pecho desde los once años, y apenas alcanzaba el metro y medio, ¡era el sueño de cualquier treceañero onanista!
En fin, si entonces hubiera analizado el concepto tan asexuado que Jaime tenía de mí, me habría ahorrado muchos disgustos.
Gaizka hizo un gesto como de saludo con la cabeza y luego se puso a explicar no sé qué cosas sobre fútbol a Jaime, los dos se partían de risa. Dejé de existir. Era una enana de tetas inmensas que forzaba la risa para no sentirse marginada.
Aproveché un segundo que Gaizka se acercó a la papelera para tirar el envoltorio de la palmera de chocolate, que se acaba de comer, para agarrar a Jaime por banda.
—Yo no quiero que este tío venga con nosotros —Jaime me puso cara rara—, es que es un poco chulito.
—No digas paridas, es un descojono de tío. Joder, cuando te pones en plan moñas no hay quién te aguante, qué chorra eres.
Cuando te pones en plan moñas no hay quién te aguante, qué chorra eres, creo que a este último concepto también le tendría que haber dado un par de vueltas mucho tiempo antes.
—¿Eres chorra? —me preguntó inocentemente Gaizka que ya estaba de vuelta.
—No, claro que no —dije muy poquito convencida.
—Pues yo soy mogollón de chorra, todo el mundo me lo dice, éste también —dijo dando un golpe en el pecho a Jaime— pues sí, soy un chorra pero es mejor que ser un vinagres como éste —y volvió a darle a Jaime en el pecho riéndose como un loco, después añadió—: Oye, tía, vaya tetas que tienes, ¿no?
Sí, señor, ahí empezó una larga y sincera amistad pero sincera de verdad.


Lo miré.
—Pero ¿tú qué dices, subnormal? —dije tirando al suelo del coche todos los mapas, empezaba a estar harta de ellos.
—Ya sabes a qué me refiero, no he estado ahí últimamente.
—Normal, llevo más de siete años dando tumbos por el mundo, si hubieses estado ahí serías el mismísimo espíritu santo convertido en paloma.
—Elvi, joder, ya sabes…
—¡Anda, calla! ¡No seas pesado! —grité.
Estaba más que convencida que las amistadas que no fallaban nunca era porque no habían durado lo suficiente para cagarla. Pero si tienes tiempo la cagas y bien además. Así que yo me quedaba con eso, con los casi veinte años de amistad, con la opción de hacerlo mal porque estadísticamente es lo que toca y porque sólo unos pocos privilegiados pueden cagarla. Y Gaizka y yo, se mire como se mire, éramos unos privilegiados.
—¿Preparado? —le pregunté cambiando de tema. Saqué el CD de Amaral y metí uno nuevo.
—¿Eh?, ¿para?
No le contesté, seleccioné la última pista del CD y empezó a sonar Tonight is what it means to be young.
—¡Ostias! ¡Ostiasssssssssss! ¡Street of fire!
Nos miramos y a los dos pareció poseernos un algo infernal. Gaizka aceleró, yo empecé a dar botecitos en el asiento con las manos en alto mientras intentaba ajustarme al estribillo con mi: guichi son for de night magic chubi yong. A Gaizka no pareció importarle mi carnicería con el inglés, incluso lo agradeció así él pudo empezar sin complejos con su: over, over bifor is nouguin to go to nait. Al ritmo de la frenética batería, saludaba como una loca a los camioneros que adelantábamos. Ellos me miraban desde sus colosales cabinas sin poder evitar reírse. Gaizka empezó con su singular coreografía de cuello, para‘lante y para’trás. Lo imité sin dejar de mover al libre albedrío mis brazos. Cómo gritábamos, qué histeria a dúo tan poco canalizada, qué gozada, realmente qué gloria de catarsis.
La canción terminó pero seguíamos riéndonos contagiados por la energía de Calles de Fuego.
—Jo, Gaizka, ¿qué me dices ahora?, ¿eh? Disfrutando de la carretera americana, a nuestro aire por la 95 —dije justo después de ver un cartel con el signo de autopista interestatal en blanco y azul con ese número—, camino a Washington…
—¿Cómo 95? —preguntó serio.
—No sé, ponía ahí 95.
—Richmond siete millas—leyó en voz alta al pasar por debajo de un enorme cartel que lo anunciaba—. Busca Richmond en el mapa, Elvi.
Me agaché para recoger todos los mapas que había tirado antes.
—¿Ruckersville?
—No, Richmond —corrigió Gaizka un tanto sorprendido de que hubiera confundido ambos nombres, no se parecían en nada, pensó.
Pasé mi dedo por la ruta que se suponía que teníamos que haber seguido, y pronuncié el siguiente pueblo.
—¿Culpeper?
—¡Noooooo! ¡Richmond! Elvi, ¿qué ostias andas? ¡Richmond!
Me entró la risa. Hay gente responsable pero no es mi caso, y me entró la risa porque tuve claro que no sabía ni dónde me daba el aire. Lejos de agobiarme me reí como una idiota zarandeando el mapa sin sentido.
—Lo siento, Gaizaka, lo siento, es que viene todo tan pequeñito que me lío al verlo… —intenté disculparme al ver su cara de pocas bromas.
Llegamos a una gasolinera y Gaizka cogió el mapa para aclararnos, por fin, dónde estábamos.
—Aquí, tía, estamos aquí, Richmond en la 95. ¡A tomar por culo de la ruta!, porque no era la 64 sino la 29 a la que debíamos habernos desviado, pavita pura, que eres un mito de puta madre, tía.
Lo miré fingiendo cara de afligida porque lo sentía un tanto cabreado, pero lo cierto es que me estaba costando mucho aguantarme la risa.
—Venga, Gaizka, bah, no me seas vinagres tú ahora, ¿eh? ¿Sabes lo que vamos a hacer? —hice una pausa para ver si su cara cambiaba de rictus, pero no lo estaba consiguiendo—, vamos a buscar un Motel al más puro estilo Norman Bates, con madre loca y todo.
—Bueno, loco él, porque su madre estaba muerta, la pobre.
—Ah, sí… entonces, ¿de quién era la madre loca?
—¿De Carrie? ¿Sthephen King?
—De ésa… —dije con gesto pensativo con los dedos en el mentón, rememorando la escena de la sangre de cerdo—, qué mala era, ¿eh?, qué mala…
—Estás como una puta cabra, tía —dijo riéndose y devolviéndome el mapa—. Anda, toma, guárdalo, que el viaje no ha hecho más que empezar…

28 sept 2009

Conflicto internacional

Hanging Shoes por Colourblind

En una mesa de un bar. Yo jugando con la pajita de mi coca-cola y Jaime leyendo el periódico.
―Es lo que te digo, necesito querer, Jaime, necesito-querer, que-rer, er-êr-êêr-êêêr-êêêÊER, ¡dar!, ¿sabes? ―digo convencida de estar sacándome el corazón del pecho pero lo único que hago es estrujarme las tetas por encima de la camiseta.
―Ya… ―Jaime a lo suyo, leyendo.
―De amar, de amar, no sé… de verdad, de jubilar mi vida por él, decir, ¡sí, mira!, ¡sí! por ti, ¿eh?, por ti dejo mi exilio, por ti… ¡por ti vuelvo! ―hago una pausa, intento tapar el agujerillo de la pajita con la punta de mi lengua y cuando veo que lo he conseguido, continuo―. Pero quiero algo a cambio, ¿amar gratis?, ¿yo?, yo no sé hacer eso, ¡dame!, ¿qué me das?, ¿eh? Y no te digo que no, cuando sé que es que sí, ése, ése, Jaime, ése es mi problema…
Jaime golpea con el índice el titular de una noticia en internacional, qué hijos de puta, dice. Pasa la página, ni me mira.
―Claro, ¿el amor tiene precio?, ahí está, ahí, ahí, ahíííîîîÎI ―digo señalando al aire con odio― Y ese ahí hace que me sienta así, ¿sola?, no, ¡solísima! ―absorbo un poco de cocacola mordisqueando la pajita con los incisivos, me gusta cuando sale así, como escapándose torpe del conducto, parece que esté viva―. ¡Aaaaaaaaaaaah!, cuántas burbujitas… ¿Te pido otro café? ―pregunto viendo su taza vacía.
Jaime, sin levantar la cabeza, gruñe raro, me lo tomo como un no.
―Lo que me preocupa es que todo se cierne sobre el amor, es decir, ¿me siento sola porque no tengo pareja?, ¿y?, y ¿qué?, pero me siento sola, ya ves. Yo, Jaime, yo, ¿eh?, yo hablo sola. Allí en Estados Unidos no me ves, me levanto y ya empiezo: uy, Elvi, qué mala cara, pero no lo pienso ―explico taladrándome la sien con dos de mis dedos―, lo digo, Jaime, lo digo en voz-alta, es decir… o sea… es decir, me hablo a mí, ¿por qué?, por qué no tengo a nadie más, Elvi, ¿otro café?, me digo, venga, sí, a por el quinto y así matas el hambre y te ahorras la cena, porque para cenar sola, ¿verdad? Y así, Jaime, loca perdida, zumbada, bifurcada, arrastrada, tarada, ¡ta-ra-da!
―Joder, ¡no lo entiendo!
―¡Yo tampoco!
―Después del puto holocausto que estén haciendo esto, que hagan lo mismo que les hicieron a ellos, joder, joder, es que… no sé…
―¿Qué…?
―El ejercito de Hamás se defiende con putas bazookas, ¿qué hace Israel?, ¿eh?
―No sé… éstos sí que deben hablar solos, ¿no…?
―Machaca. El ejército israelí machaca, abusa, abusa de sobremanera olvidando las persecuciones a las que fue sometidas el pueblo judío, ¿dónde está la memoria?
―Ya… la memoria… buff, eso es… de memoria, vamos.
―Ahora, siglo XXI millones de palestinos desplazados, joder… es que, desplazados y viviendo en campamentos que… mira, qué puto asco, ¿qué hace Occidente?
―Claro… Occidente no va… no se desplaza, hace desde aquí… ¿no…?, los palestinos, claro, ellos sí se desplazan… en la raja, ¿no?, en la raja de Gaza pues… van, van, van y… allí se quedan…
―Joder… ―Jaime ladea la cabeza de lado a lado, quiere salvar el mundo pero no sabe cómo―, y ¿quién se acuerda del conflicto de Darfur?, ¿eh?, ¿quién?
―No, no, es que si nos vamos al tema de Mandur… si vamos, ya sí que no volvemos… porque hay conflicto allí del gordo…

Jaime suspira. Con ambas manos se retira el pelo hacia atrás, lo tiene ya bastante largo. Vuelve al periódico, qué insignificante se siente. Se lamenta de haber olvidado la capa en casa, no puede volar. Baja la vista. Fija sus ojos en la página cuarenta y tres: “Zelaya volverá a Honduras el 1 de septiembre”, su único objetivo ahora es liberar Tegucigalpa.
―Oye, Jaime… digo yo… que si eso… pues ya hablamos otro día del amor…

22 abr 2009

Amigos para siempre means you'll always be my friend

Llamé a Jaime pero Ander, su compañero de piso, me dijo que no estaba, que había salido a dar una vuelta con la bici.
―Pero si son casi las doce de la noche ―dije mirando mi reloj y sumando rápidamente las seis horas que separaban Estados Unidos de España.
―Ya, pero tía, ya lo conoces, ¿quieres que le diga algo?

Pues sí, se suponía que al día siguiente empezaban las vacaciones para los dos y habíamos decidido pasar una semana juntos en Nueva York. El plan era ir cada uno por su cuenta y encontrarnos en el aeropuerto JFK, pero era la noche anterior y no sabía su hora de llegada, ni su número de vuelo, y por supuesto Jaime tampoco tenía ni idea de mis datos. Ahora, a ninguno de los dos nos cabía la menor duda de que nos encontraríamos fácilmente en la Gran Manzana, porque Jaime y yo éramos…
―¡Dos putos mitos, tía! ―gritó Ander por teléfono.
Exacto.
Jaime y yo nos conocíamos de toda la vida. Éramos vecinos en Bilbao. Teníamos la misma edad y, al ser los pequeños de la casa, nuestras madres creían que era bueno perdernos de vista cada verano, así que siempre nos mandaban juntos a los mismos campamentos. Aquello fue mi pesadilla porque cuanto más tiempo pasaba con él más sentía que debía ser el padre de mis hijos pero, por alguna extraña razón, a él no le ocurría lo mismo.

3 de julio, Campamento Summer English, Huesca, doce años.
―¿Jaime… estás despierto? ―pregunté bajito.
Estaba a su lado compartiendo litera. Cuando los monitores se dormían, me colaba en la habitación de los chicos con Lara, y me acurrucaba junto a Jaime para hablar de mil tonterías hasta la mañana siguiente.
―Jaime… ―volví a repetir sin todavía tener respuesta― que yo te quería decir… que… jo… Jaime, que me pareces súper guapo, ¿no? Buff… no sé, en plan guapo, no en plan amigo guapo, sino guapo, guapo, ¿no? de así, de eso, ¿sí, Jaime? Y, bufff… pues, jo… que me gustas, me gustas mogollón, Jaime. ¿Jaime? ¿Jaime? ―dije dándole, finalmente, un manotazo en el brazo.
Jaime se quitó uno de sus auriculares de su walkman y me lo ofreció.
―Toma, toma, Bryan Adams, na-na-na-na-summer of sixty nine, man, la-la-la-yeah, on killi’n time, na-na, ye-ye-ye, forever, no! Jo, ¿a que está guapa está canción? ¡Na-na-come and gone!
―Sí… guay, guay ―dije colocándome el auricular en la oreja a todo volumen y cagándome en Bryan Adams.

2 de agosto, Campamento Let’s Have Fun, Ramsgate-Inglaterra, 16 años.
El bar estaba a tope por la final de la Copa del Mundo. Italia y Brasil en el campo. Jaime y yo, y otros veinte estudiantes, apretujados en una mesa frente a un pequeño televisor, lo de las pantallas gigantes llegaron mucho después.
Aquella era mi oportunidad, a Jaime lo tenía acorralado, de allí no podría salir.
―Jaime, verás, que yo… que quería hablar contigo ―dije cogiéndole del brazo.
Jaime sin apartar la vista del televisor agachó la cabeza para escucharme mejor porque con tanto ruido era casi imposible.
―Jaime… es que…
―¡Pero pásale, joder!
―¡Pásale! ―dije como una imita monos, hombre, había que disimular un poquito ―. Jaime… mira… que yo creo que somos amigos pero… buff… no sé…
―¡Eh, eh, eh! ¡Diego, Diego, eh, Diego! ―gritó Jaime, levantándose como si estuviera poseído, para llamar la atención de uno de nuestros amigos―, ¿has visto ese pase de Romario? ¡Joder, qué guapo, qué guapo, tú!, ¿eh, Diego?
―Sí, sí, le ha pasado la pelota así súper fuerte, ¿eh? Jolín, jolín, ¡vaya, vaya! ―dije en un intento ridículo de hacer creer que seguía el juego.
Tirándole de la camiseta conseguí que Jaime se volviera a sentar.
―¡Jo, Jaime, que te estoy hablando!
―Que sí, Elvi, que sí, a ver, dime ―y volvió a acercarse pero sin dejar de mirar al frente.
―Pues nada… que eso… Jaime, que yo, que bufff… desde hace ya ni sé, pues… estoy por ti, pero estoy súper por ti…
―¡TOMA! ¡TOMA! ¡TO-TO-TO-TOMA! ―gritó Jaime absolutamente fuera de sí, bueno, y las doscientas personas del bar también― ¡QUÉ GOLAZO! ¡OE, OE, OE, OE! ¡BRASIL CAMPEÓN! ¡Diego, Diego! ¡Brasiiiiiiiil!, ¡oe, oe, oe, oe, oe, oe!
Jaime me levantó de la silla y me cogió por el cuello espachurrándome contra su pecho, me estaba ahogando además de despeinándome, que eso era lo que más rabia me estaba dando en ese momento.
―¡Elvi, tía! ¡Brasiiiiiiiiiil! ―me gritó a la oreja haciéndome el baile de sambito― Joder, qué guapo, ¿eh, tía?
―Sí… guay, guay ―dije colocándome el pelito detrás de la oreja y cagándome en la Copa del Mundo.

18 de febrero, Bar Donovan Hunter, Bilbao, 24 años.
Tranquila, respira, tú se lo plantas y ya, que esto ni es amistad ni es nada, que llevas casi un mes evitándolo y no puede ser. Sé sincera que es lo mejor. Es tu mejor amigo, ¿no? Pues que asuma sus responsabilidades. Te has enamorado de él, pues parte de culpa será suya, digo yo, vamos. Así que venga, díselo en cuanto traiga los cafés, pero directa, sin rodeos. Además igual te dice que él también lo está, porque es verdad que últimamente te mira de otra manera, está como más cariñoso y Jaime nunca ha sido cariñoso, pero sí, está diferente. Seguro pero seguro, seguro. Lo que pasa es que tampoco se atreve a decírtelo, ¡hombre, claro!, es que es fuerte porque sois como hermanos, juntos desde niños. Pero está enamorado, se le ve. ¿Has visto cómo te mira desde la barra? Si hasta te hace gestitos con la mano, que rico es, por favor, mira cómo te hace con la manita. Pero sonríele, boba, que menudo careto de amargada traes, anda sonríe, eso, que así estás bastante más mona.
―¡¡¿Que si quieres uno o dos azucarillos?!!! Elvi, coño, que llevo una horita preguntándotelo con los dedos, que no te empanas de nada, pava.
―Uy… dos… dos ―dije mostrándole tres de mis dedos.
―Joder, macho, ni puta idea de cuántos quieres al final, te he traído cuatro por si acaso, a ver si te aclaras ―dijo sentándose en la mesa con los cafés y esparciendo los azucarillos.
―Jaime, tenemos que hablar.
―Pues sí, yo también quería hablar contigo, pero llevas un mes desaparecida, tía.
¿Te lo dije o no te lo dije? Éste se te declara hoy, tú deja que hable él primero, déjale, déjale.
―Pues ya he aparecido, a ver qué me tienes que contar ―dije aparentando tranquilidad.
―Tía, Elvi, que ando todo pillado.
―¿Cómo pillado? ―pregunté abriendo todos los azucarillos a la vez, no sabía ni lo que estaba haciendo, madre mía, madre mía, que después de doce años Jaime se estaba sincerando.
―Pues pillado, Elvi, pillado, que además ya sabes cómo soy, ¿no? que yo de esto paso, pero, joder tía, que esta pava me gusta de verdad.
Me iba a dar un ataque al corazón, ¡qué mono, por favor, que me lo como!
―Pero, Jaime, no sé... ¿la conozco?
―Jo, ¿que si la conoces?, mucho, tía, mucho.
Estiré mi mano y le acaricié la muñeca, estaba tan, tan emocionada que creo que iba a llorar.
―Yo, Jaime, es que no sé, no sé…
―Que sí, hombre, que sí sabes, que es Lara.
―¡¡¿Eh?!! ―exclamé con la mandíbula desencajada.
―Lara, joder, Lara, del Summer English, anda que no la liabais cada vez que entrabais en nuestra dormitorio. Pues, tía, que me la encontré hace tres semanas en el Casco y nos liamos y tal, y es que está cómo siempre, qué pocholada de tía, qué maja, pero qué maja, ¡buah!, me tiene súper pilla’o.
Dignamente hice que mi mano reculara y la coloqué bajo mi barbilla para que me ayudara a abrir la boca y articular palabra porque me había quedado sin habla.
―Qué contenta que estoy, vaya, Lara, jo, el tiempo que hace que no la veo y ahora, mira, que vamos a ser cuñadas, ¡ja, ja, ja! ―más falsa no podía ser.
―Ya te digo, es que ni me lo creo, bueno, oye, y ¿tú?, ¿qué es eso que me tenías que decir?
―¿Yo? Mmm… nada… no, nada, bueno, que estoy pensando en irme a trabajar al extranjero, muy extranjero, extranjero, extranjerísimo, vamos… no sé, así que como al fin del mundo, pppssst… qué sé yo, China, por ejemplo, ¿no? que digo yo, que ya que voy pues me quedo y no vuelvo… ¡Ja, ja, ja, ja! ―dije vomitando una risa más falsa todavía que la anterior.
―Joder, China, ¡qué guapo! Yo iría a verte, bueno, con Lara. Allí los tres en China, en plan Summer English, joder, es que ¿no me digas? ¡Qué situación más guapa, qué guapa!
―Sí… guay, guay ―dije esnifándome la taza de café con sus cuatro azucarillos y cagándome en Lara.

20 de marzo, Hotel Days Inn, New York, algunos años más.
Aunque Ander no habría apostado un duro, finalmente, Jaime y yo nos habíamos encontrado sin problema en el JFK, y tampoco se nos complicó mucho el llegar a Manhattan en metro y encontrar el hotel.
Después de cenar y dar una vuelta por la parte alta de Manhattan, me había recostado en la cama de la habitación con el portátil en las piernas.
―¿Qué pasa, tía, vas de Jessica Parker en Sex and the City? ―me vaciló Jaime desde su cama.
Lo miré con cara de asesina y le faltó tiempo para saltar a mi cama y botar al ritmo de Frank Sinatra y su New York, New York.
―Jaime, para, por favor, ¡joe, para, para! ―grité pero muerta de la risa.
―Ey, pero ¿tú sabes cuántas pavitas darían su vida por estar en una habitación de un hotel de New York con súper Jaime?
Lo miré y fruncí el ceño haciendo un poquito de fuerza y luego… ay, qué gusto.
―¡Ostias, pava! ¡¿Eso ha sido un pedo?!, ¿te acabas de tirar un pedo?
―¡Noooooooo! ¡No me lo he tirado! Se me ha caído… ―dije tronchada de la risa viendo la cara-susto de Jaime mientras saltaba a su cama de vuelta.
―¡Joder, qué puta guarra! Pero, tía, pero Elvi, macho, pero Elvi, que no, que no, que no, que pedos no, ¡PEDOS-NO!, que las tías no se tiran pedos, joder, Elvi, joder...
Quise defenderme pero estaba en pleno ataque de risa, me faltaba el aire. Y cuando me tranquilicé un poco y, por fin, intenté hablar se me había acumulado tanta baba que cuando abrí la boca se me cayó un reguero sobre el portátil.
―Pero, macho, ¡qué asco!, eres como un puto gremlin que se transforma a media noche, pero ¿qué te pasa, loca, qué te pasa?
―Che, chulito, que si somos amigos, somos amigos para lo bueno y para lo malo, ¿no? ―pues toma pedo por los veinte años de cruel rechazo―. Anda, loco, no te enfades. ¡Ey!, ¡New York, New, York!, ¡que lo vamos a pasar genial!
―Sí… guay, guay ―dijo ahuecando la almohada y cagándose en mis gases nobles.

12 feb 2009

Trilogía, Parte segunda: Los Angeles

Llevaba cuatro horas metida en ese avión. Encendí el ipod buscando una canción que me apeteciera escuchar, pero todas me irritaban, lo apagué. Abrí y cerré el libro de Katayama. Me hice y deshice cuatro veces la coleta. Y coloqué de mil maneras, en el diminuto espacio de mi asiento, los 150 centímetros de mi cuerpo. ¿Cuánto falta?, pregunté infantilmente a la azafata que en ese momento me servía otra taza de café. Dos horas y cuarenta minutos, me contestó con una exagerada sonrisa. Resoplé. Cruzar Estados Unidos de punta a punta era lo mismo que cruzar el Atlántico, de Madrid a Nueva York.
Sumisa a la espera recordé el olor tan peculiar de Abid. Recordé a Marieta muerta de risa en el tren nocturno que nos llevó de Dalian a Pekín. Recordé la perfecta sonrisa de Abid. Recordé los pintxos a las siete de la tarde con Jaime mientras me contaba sus artes amatorias del fin de semana. Recordé fumar shisha en el hundido sofá de Abid. Recordé sus rocambolescas historias pakistanís. Recordé las ruidosas motos de Ho Chi Minh City. Recordé el pánico con el que me monté en el pequeño avión de hélices que me trajo, por primera vez, a Huntington. Recordé el desprecio en los ojos de Etienne cada vez que me decía que estaba gorda. Recordé la pasión de Abid. Recordé a Marieta con dos cervezas en la barra del Mitote. Recordé la jeringuilla de cristal en el desangelado hospital de Pinar del Rio. Recordé su acento paquistaní. Recordé a Feng Min presentándome a mis estudiantes de aquella universidad china. Recordé las payasadas de mi hermano mayor. Recordé la foto de sus caballos de polo en Lahore. Recordé a mi madre llorando en el aeropuerto. Recordé las cuestas san franciscanas y fluorescentes de Hong Kong. Recordé las carcajadas de Abid cuando mi inglés me jugaba una mala pasada. Recordé mis clases de ballet, con cinco años, con el mallot del revés. Recordé los paraguas de plástico transparente en las calles de Tokio. Recordé a Abid presentándome a su padre en el despacho. Recordé a un Jaime de doce años subir las escaleras del Hostal Foratata con la raqueta en la mano. Recordé la tristeza de Lyon. Recordé los shandys en Arab Street con Ankit. Recordé la infinita colección de relojes en la casa de Abid. Recordé el granate oscuro de mi habitación. Recordé la pistola sobre la mesa de al lado en una terracita de Manila. Recordé cómo lloraba Abid cuando me marché de su casa, recordé la intensa indiferencia que aquello me provocó, recordé su llamada hacía dos días, recordé que ahora daría mi vida por que las cosas fueran diferentes.

Vi a Cristina abrirse paso entre la gente agolpada en la puerta 6 del aeropuerto de Los Angeles. Me abracé a ella. Estaba más delgada y con el pelo mucho más largo desde la última vez que la vi, hacía año y medio en la boda de Sandra. Un inquieto niño de dos años se coló entre sus piernas.
―¿Y esto? ―pregunté despegándome de ella y señalando a la criatura.
Esto es mi hijo ―contestó acariciándole uno de sus largos rizos rubios.
―Uy… ¿está desparasitado?
Cristina se rió y me golpeó con fuerza el brazo, serás cabrona, dijo mientras me dejaba saludar a su marido Tom, que como buen americano me recibió con una enorme y sincera sonrisa y enseguida se hizo cargo de las maletas.
―Dile hello a la tía Ira, a ver cómo dice… a ver… hello, hello, hello, dile, cariño ―instruía Cristina al pobre angelito que lo llevaba en brazos.
―¡Cristina, por favor! ¡Cris!, ¿eh? ¡Cris! ¡¿Hello, hello, hello???!! ¡HOLA! No me seas gringa, ¿eh? ―grité ante la mirada perpleja del niño―, y chica, córtale un poco el pelo que parece la versión aria de Farruquito.
Cristina dejó al niño en el suelo y parándose me agarró del brazo.
―Ira… ¿cómo decirte…?, ¿tú crees que sería posible que te volvieras a Huntington en el próximo avión?, ¿cómo lo ves?
A las dos nos dio un ataque de risa allí mismo. Por más que lo intentábamos era imposible picarnos. Nos conocíamos hacía más de veinte años, y sólo por ello le dejaba que me llamara con ese diminutivo tan hortera: Ira.
Después de cenar, Cristina y yo nos tumbamos en el sofá mientras Tom intentaba, en vano, acostar al enano. Cristina me dio una larga lista de cosas que se podían ver y hacer en Los Angeles: Disneylandia, a lo que respondí con un rotundo NO; el zoo, NO; jugar al voleibol en Long Beach, NO; Hollywood, mira eso SÍ; tocar bongos junto a hippies colocados en Venice Beach, NO; recorrer Santa Mónica en bici, NO; tomar un café en Sunset Boulevar, ¡SIIIIIIIIIIIIÍ!!!!
―Ira, ¿por qué nunca quieres hacer nada? Serías feliz en el fin del mundo con tal de que hubiera café.
Le arrojé un cojín con cuidado de no tirarle la taza de té y le recordé que el ejercicio físico y la naturaleza me creaban estrés. De ahí los primeros meses tan duros en Huntington en donde, al abrir la puerta de mi casa, las ardillas y los renos me daban los buenos días.
Pronto cambié de tema y le conté lo de Abid.
―Hombre… ―dijo dejando la taza de té en la mesita―, no sé, si quieres terminar como Jamina o Jenina o Jimima, o cómo se llame, Khan, pues… puedes volver a llamarlo y decirle que sí, que le quieres, que quieres irte a Pakistán con él. Pero Ira… sinceramente… si Huntington te da alergia… ¿crees que podrías vivir en Lahore? Oye, a todo esto, ¿el Imran Khan antes de volverse un loco de la política no era jugador de Polo también?
―No… de Cricket… ―dije pensativa.
―Ey… Ira, vamos, alegra esa cara. ¡Ey! Mira, si Jumina Khan después del divorcio ha terminado con Hugh Grant, es posible que cuando te separes de Abid te toque Jude Law, ¡Jude Law, tía! ¿Dónde hay que firmar?
Aunque estaba bastante deprimida me hizo reír muchísimo. Cris era una idiota singular, me alegraba tanto de estar en ese momento con ella, de dejar de sentirme tan sola, de comprender y ser comprendida.
―Bueno, creo que me compraré un gato ―dije como si acabara de tomar una decisión importante en mi vida.
―Pero… ¿Un ga… ―Cristina no pudo terminar la pregunta porque el enano apareció en el medio del salón como un bólido― Pero, ¿qué hace este niño aquí? ―preguntó a Tom que venía por el pasillo arrastrando los pies.
Tom no contestó a la pregunta y se dejó caer en la butaca. Estaba decidido a no luchar más y dejar que el enano conquistara el salón, él ya no tenía fuerzas y por la cara de Cristina, ella tampoco. Así que mientras el enano empezó a dar volteretas por toda la alfombra, Tom, ignorándolo por completo, preguntó:
―¿Quién quiere un gato?
―Yo ―respondí.
―¿Tú? ―volvió a preguntar Tom.
―Sí, ella, Tom, chico, ella, ella, ayyyy, ¡qué tío más pesao! ―y volviendo a tomar un tono cariñoso añadió―. Muy bien, Ira, sí, me parece muy bien, cómprate un gato.
―No sé… pero me parece que a tu edad, viviendo sola y con un gato es una situación muy… no sé… muy… desesperante.
A mi edad, ¿qué quería decir Tom con: a mi edad???, ¿desesperante?, ¿qué era desesperante? Quería un gato porque, sí, me sentía muy sola pero no tanto como para tirármelo, ¡por favor!!!!

Al día siguiente, Tom se levantó temprano para empezar a preparar el pavo. Cuando me desperté y vi, en la encimera de la cocina, semejante bicho de piernas abiertas enculado por un sinfín de verduras, no pude evitar sentir cierto repelús.
Cristina y yo nos preparamos y salimos con el enano a dar una vuelta por la playa. En el coche no podía dejar de pensar en lo horrorosa que era esa ciudad. Horrorosa e infernal. No tenía encanto. Era una autopista detrás de otra. Pero Los Angeles era un chiste para los que amábamos el alquitrán, era una urbe desparramada, cutremente desparramada formando pequeños núcleos residenciales que pretendían tener calidad de vida, y eran la mofa por su artificialidad. Los Angeles es esa ciudad que carece de corazón.
―Anda, Cris, dejemos la playa, llévame a Hollywood a ver si saco, por lo menos, una foto mítica de esta ciudad, algo bueno tendré que contar, ¿no?
Cristina se rió sin añadir nada.
Frente al teatro chino me saqué una foto junto a la estrella de Paul Newman. El hombre perfecto. Ya tenía mi momento hollywoodiense inmortalizado así que volvimos a casa.
La cena de Acción de Gracias empezó a las siete de la tarde. Habían venido dos compañeras del trabajo de Cristina y un vecino.
Tom repartió el pavo ya troceado en cada plato y después dejó que nos sirviéramos gustosamente las verduras que cubrían toda la mesa. Un poco de puré de patata y mermelada de cereza y… aquello estaba delicioso.
Caitlyn, una de las compañeras de Cristina, me había preguntado ya cuatro veces a lo largo de la cena cómo podía soportar la vida granjera de West Virginia, así que cuando me lo preguntó por quinta vez le contesté: es que yo soy muy cerda. Sí, en todo momento pretendí eso, ser lo más grosera posible, porque me tenía un poco harta ella y sus aires newyorkinos de mírame y no me toques. Cristina me pidió con la mirada que escondiera a Mr. Hyde y que siguiera cenando sin abochornarla demasiado. Por amor a Cristina, dejé que el educado Dr. Jekyll continuara en la mesa, hasta que Caitlyn empezó el relato de su gato.
Pues que se puso malito, ay qué pena, ya ves, y lo llevé a urgencias, mira, qué susto, y me dijeron que nada, que poco había que hacer, pero algo podrá salvar a mi gatito, ¿no?, y me dijeron que sí, que una operación, así que, a pesar de tener sólo un 60% de posibilidades, le he operado, ¿qué podía hacer?, claro, claro, decían todos en la mesa, menos yo, que me importaba más bien poco la historia de su gato, hasta que los guisantes se me salieron por las narices a propulsión al oír lo que le había costado la operación.
―¡¡¡Diez mil dólares!!! ¡La madre que la parió, esta tía es tonta, Cris!, ¡será SNOB la tía éstaaaaaaaa!!! ―grité en español absolutamente fuera de mí.
Qué decir que los invitados tardaron poco más de veinte minutos en dejar la casa, poniendo como excusa que el día siguiente era día laboral.
Después de recoger la mesa y limpiar la cocina, Cristina seguía sin hablarme. Se troceó dos rodajas de pepino, se fue al salón y se tumbó en el sofá colocándose el pepino en los ojos. Yo, como una niña pequeña buscando el perdón de su madre, la imité en todo y me tumbé junto a ella. Tom se rió al vernos y dijo:
―Elvira… ves lo que te pasará si te compras un gato… ―y muerto de la risa cogió al enano en brazos y se lo llevó a la cama dándonos las buenas noches.
A Cristina también se le escapó la risa. Se levantó un pepino del ojo y me golpeó el hombro. Levanté mi pepino del ojo e intenté poner cara de niña buena.
―Pues eso, que no te compres un gato, que si te sientes sola vente a verme… que aunque espantes a mis invitados se te sigue queriendo en esta casa, mucho, Ira, mucho…
Nos abrazamos y empezamos a llorar como bobas. Compartimos en silencio las ganas de encontrar un lugar del que hacer nuestro verdadero hogar. Un lugar en el que por fin no existiera el sentimiento de echar de menos.

Cuatro días más tarde nos despedíamos en el caótico aeropuerto.
―Gracias y perdona, Cris, por todo… y... ya te diré cuándo me caso en Pakistán…
Cristina se rió con ganas.
―Lo dudo ―dijo cogiendo un poquito de aire―, si hasta ahora has podido pensar con la cabeza es que tienes el corazón vacío, no busques en Abid lo que no tiene. Oye… ―continuó― hay un Paul Newman por ahí hecho a tu medida, sólo tienes que preguntarle el nombre y, después, quedarte con él, así de fácil.
La abracé con inmenso, inmenso, inmenso cariño. Cuando nos separamos me di la vuelta y le grité:
―¡Ey, Cris, córtale el pelo al enano!
―¡Vete a cagar! ―y me lanzó un sonoro beso al aire con ambas manos.
Le dije adiós con el brazo en alto y con una gran sonrisa, pero antes de darme la vuelta para continuar mi camino ya me había invadido ese maldito sentimiento de echar de menos.