Mostrando entradas con la etiqueta Profesora Wang. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Profesora Wang. Mostrar todas las entradas

11 abr 2021

Circularmente libres

 

Jeni Lee

—No me ha dado ninguna explicación. Solamente que regrese a Madrid. Me está volviendo loca.

Era sábado, las 09.30 de la mañana y dibujaba círculos sobre un papel en blanco, mientras escuchaba a Beatriz por teléfono. Estaba en una bonita cafetería dentro de la universidad en la que trabajaba en China.

—Gracias —dije en chino al gerente del local, al dejar sobre mi mesa un té de manzana y canela.

Me sonrió y, antes de volver a la barra, miró a través de los enormes ventanales que daban al campus. Quizá tanto él como yo estábamos en el mismo punto. Dando vueltas en una línea circular preguntándonos si habría manera de convertirla en una recta.

A las 8.00 de la mañana Fang Jing, secretaria del departamento, me había despertado. Debes hacerte una PCR, me dijo. ¿Cuántas PCRs puede soportar la nariz de un ser humano?, pregunté. No lo sé, pero hoy debes hacerte una nueva PCR, contestó. Llevaba exactamente 28 días de cuarentena, de los cuales 21 me había pasado en un muy cuestionable hotel a las afueras de Tianjin. Sin embargo, las medidas funcionaban, hacía 7 días había aterrizado en mi ciudad de destino, en donde la casi normalidad absoluta era una realidad. Después Europa se cuestiona qué es lo que está haciendo mal con respecto al control de la pandemia, con gusto le hubiera invitado a pasar el último mes conmigo en China. Ver, callar y copiar.

A las 8.30 una mujer enfundada en un traje EPI se bajaba de una ambulancia, frente a nuestro bloque de apartamentos, para hacer el test. Junto a mí Verónica.

—No lo soporto más —dije tocándome la nariz después de la prueba.

—Supongo que es mejor esto que no un mes en la UCI boca abajo mientras te limpian el culo porque te has orinado sobre unas gasas —Verónica, el pragmatismo hecho carne.

—Bien, profesoras, ya sois libres —nos interrumpió Fang Jing que, con un elegante abrigo blanco sobre su cochambroso pijama, nos confirmaba el fin de la cuarentena.

Verónica y yo empezamos a canturrear a lo Nino Bravo como no podía ser de otra manera. Y así, cogidas por la cintura gritando “Libreeeeeeeeeeeeee como el maaaaaaar” regresemos a nuestros apartamentos. En el rellano, Vero me dijo que iría a la biblioteca, yo lo dudé pero finalmente opté por la cafetería pequeña, necesitaba un sitio agradable donde descuartizar, sin presión, el teatro de Unamuno.

—¿Entiendes lo que te digo? —preguntó Bea al otro lado del Wechat.

El gerente se acercó al ventanal, levantó los hombros y se retiró un par de veces la media melena de la cara, luego me miró, lo sonreí y cabizbajo regresó a la barra.

—¿Me entiendes o no, Elvi?

—Sí. —Dibujé un nuevo círculo sobre el papel.

—No sé qué hacer.

—Regresa a Madrid. Sal de Múnich ya. Ya es ya. Ahora. Recoge tus cosas y vuelve a Madrid. Tómate un tiempo de descanso, has pasado por mucho este último año. Si te sientes con ganas, el próximo curso prepara tu mudanza a Berlín. Date otra oportunidad con el teatro. Inténtalo. Sola. Olvida a Markus, se acabó.

La oí llorar. Levanté la vista del papel garabateado y esperé a que se calmara un par de minutos, no lo hizo.

—No entiendo qué pasa. No lo entiendo. Dice que no funciona, han pasado solamente 10 días desde que llegué a Múnich, ¿cómo puede saber que no funciona? Sé que ha conocido a alguien, lo sé. No dice nada, pero yo lo sé. Solo quiere que me marche. No le importo ni lo más mínimo…

En la cafetería entraron  tres alumnos míos que al verme gritaron ¡Profesora!, les sonreí, tendrían unos 20 años pero parecían niños. Les pedí silencio con el dedo sobre los labios y luego señalé el móvil y vocalicé: Pro-fe-so-ra-Wang. Oooooh, exclamaron ellos mientras se tapaban la risita con la mano.

—… es humillante —continuaba Beatriz—, es… ¡Vino a buscarme al aeropuerto con una rosa! ¡Elvira, con una rosa! ¿En qué estaba pensando? ¿Una rosa y 10 días de planificación serían suficientes para pedirme que me marchara, sin ni siquiera atreverse a explicarme que hay otra mujer mejor que yo?

Aquella última frase hizo reírme a carcajadas. Mi cabeza voló. Los estudiantes me miraron sorprendidos pero yo no podía parar. Beatriz quedó en silencio, por lo que decidí contárselo.

—Perdona, Bea, perdóname, no me río de ti, de verdad. —Esperé un momento—. Ya sabes que tuve un novio francés.

—Bueno, lo sé por tu primera novela pero poco has contado de él.

—Pues tuve un novio francés. Llevábamos algo más de 4 años, pero solamente un año viviendo juntos. Yo estaba locamente enamorada de él, pero un día se levantó y me dijo que quería que me marchara. Quería que dejara el apartamento y que regresara a Bilbao.

—¿Así?

—Así.

—Imposible. Tuvo que decirte algo más.

—Sí, lo hizo. Lamentablemente yo insistí en entender la situación así que le pregunté, indagué, qué estaba pasando. Fue sincero, muy sincero. Había conocido a otra mujer, una tal Sévérine. Fue muy claro, él no me dejaba por ella, de hecho sabía que no tenían futuro juntos, pero gracias a ella se había dado cuenta de que podía encontrar algo mejor que yo. “No soportaría otro año contigo, porque ahora sé que puedo encontrar algo mejor”, me dijo exactamente.

Silencio y de repente escuché a Beatriz romperse en una carcajada como pocas veces la había oído. Me hizo reír también. Agaché la cabeza para que no me vieran mis alumnos y empecé a morirme de risa.

—¡Qué crack! ¡Ese tío no tiene  huevos, lo suyo son bolas de demolición!

—Y no sabes lo mejor.

—Por favor, cuéntamelo.

—Dos años después de estar separados le propuse tomar un café para hablar un poco de todo lo que había ocurrido, me contestó que no, así que le dije que lo entendía, que no se preocupara, que cuando se sintiera con ganas que me llamara para tomarnos ese café. Trece años después sigo esperando su llamada.

Creo que a Bea se le cayó el teléfono, la oía reírse lejos. Aplaudía y gritaba barbaridades. Oí mucho ruido y por fin escuché su voz:

—Por favor, Elvi, aunque sea lo último que hagas en esta vida. Llámalo, te lo suplico, llámalo y escribe una tercera novela sobre esa llamada y ese café. Vamos, coge el teléfono y dile: “Hola, soy Elvira, ¿te acuerdas de mí?, sí, sí, sí, la mejorable”.

Con media sonrisa dibujé otro círculo sobre el papel, lo repasé con el dedo y empecé a colorearlo con el subrayador mientras me escuchaba decir:

—Si pudiera dar marcha atrás a mi vida, nunca le hubiera preguntado nada. Cuando te piden que dejes el apartamento es porque ya no te quieren y no necesitas saber nada más. Bea, haz las maletas y sal de ahí, las infidelidades se olvidan, el desprecio no.

A las 12.40 vi entrar a Vero en la cafetería. Se apoyó sobre la mesa y me pidió que recogiera las cosas porque quería invitarme a comer al coreano.

—¿Y eso? —pregunté sorprendida.

—Tendremos que celebrar oficialmente nuestra libertad, ¿no?

Nos pedimos dos bibimbap y un plato grande de kimchi para compartir. Vero me contó anécdotas de su hotel en Tianjin, de sus dudas sobre renovar el contrato un año más, de sus planes de vivir en Japón o incluso barajaba Filipinas, de sus aventuras en Tinder, y de lo bueno que estaba el nuevo fichaje del departamento de inglés, un profesor canadiense. Me di cuenta de lo mucho que la había echado de menos y de cuántas experiencias, tan esenciales, me habrían faltado si mi vida hubiera sido otra.

Esa misma noche, mientras compartía una cerveza con ella en el sofá de mi casa, recibí un mensaje de Bea:

Maletas hechas, en 10 minutos salgo para un hotel cerca del aeropuerto. Mi avión a Madrid sale mañana a las 7.50. No ha habido más preguntas. Soy libre.

Le mandé un corazón y dejé el móvil sobre la mesa.

—¡Brindemos! —propuso Vero con el vaso de cerveza en alto—. ¡Por nosotras! ¡Por nuestra libertad!

—¡Por nuestra libertad! —repetí y bebí aquel sorbo con verdadero placer.

  

30 mar 2021

Pantuflas en cuarentena

Cuarentena en Tianjin de Javier Avi


Recibo un breve mensaje en el chat de los extranjeros, que permanecemos en cuarentena, por la pandemia de Covid-19, en un hotel de las afueras de Tianjin.

Yun Ling: @7105+Elvira Abandona la habitación, si no cooperas llamaremos a la policía.

Lo leo y me levanto despacio del escritorio. Contesto.

7105+Elvira: @Yun Ling ¿Cuál es mi delito? Repito, permaneceré en la habitación 7105 los 21 días. Gracias.

Las cosas habían cambiado. Ya no iban a ser 14 días de encierro sino 21. Se trataba de una nueva norma que se nos comunicó el día 8 de estancia. Hay que entender que China es un país que, a pesar de aparentar rectitud, orden y estricta disciplina, goza de un caos alarmante 365 días al año. Las cosas que hoy sí, mañana no. Lo que hoy no, mañana quizá sí, pero solo podré saberlo mañana o no, quizá. Por lo tanto, tras el nuevo anuncio, las opciones se resumían en el siguiente juego matemático:

a.    14+7+7 Es decir, 14 días de estricta cuarentena en un hotel de Tianjin, más 7 días de estricta cuarentena en un hotel de tu lugar de destino, más 7 días de cuarentena flexible en tu propia casa (se permiten las salidas pero no el contacto directo con personas). Muchos os estaréis preguntando, ¿cómo es posible llegar a tu lugar de destino sin tener contacto con nadie? Os contesto: no es posible. De hecho, las personas que eligen esta opción toman un vuelo regular y se pasean por el aeropuerto sin vigilancia. No busquéis la lógica, no la hay.

b.    21+7 Es decir, 21 días de estricta cuarentena en un hotel de Tianjin, más 7 días de cuarentena flexible en tu propia casa de tu lugar de destino.

Todos mis compañeros extranjeros del chat optaron por la opción a., al igual que gran parte de pasajeros chinos del mismo avión. Tan solo otros siete hombres chinos y yo optamos por la opción b. Me confirmaron que permanecería en la misma habitación durante los 21 días, así que no me pareció mala idea, necesitaba algo de calma y estar encerrada no me importa, lo que me saca de quicio es que me molesten con pequeñitas incidencias cada dos por tres y eso, repito, en un país cuyo caos ocupa los 365 días del año, es muy habitual. Sin embargo, me prometieron que no habría cambios y que mi estancia durante los próximos 7 días sería llevadera.

El día 14 de encierro, dos horas después de que los pasajeros con opción a. hubieron abandonado el hotel, recibo un mensaje en el que se me comunica que debo hacer las maletas porque se me asigna una habitación diferente. No, respondo, no me cambiaré, permaneceré 21 días en la misma habitación como habíamos establecido.

Durante una hora y media se genera un debate estanco en el chat. A un lado China, inamovible. Al otro lado Bilbao, igualmente inamovible. Debes abandonar la habitación, me voy a quedar. Debes abandonar la habitación, me voy a quedar. Y así hasta que se menciona a la policía.

Frente al escritorio y con el móvil en la mano decido llamar a la profesora Wang, Decana del departamento en el que trabajo como profesora en China. Le explico la situación, me escucha con paciencia. Cuando termino, queda en silencio, finalmente dice: “Bien, debes quedarte en tu habitación, es lo que prometieron, si van a buscarte, que lo harán, llámame, yo hablaré con ellos”.

Triunfante dejo el móvil sobre la cama. Tener a la profesora Wang de mi parte me llena de fuerza. Respiro hondo y quedo mirando la puerta. Van a venir. Los espero. Cojo de nuevo el móvil, no hay mensajes. Me mantengo de pie frente a la puerta. Junto las manos y respiro con fuerza. Van a venir. Los espero. Me miro las pantuflas de papel que llevo, son del hotel, me quedan grandes. Van a venir, me repito.

Toc-Toc.

Ya están aquí. Me pongo la mascarilla y abro la puerta. En el pasillo un total de 8 hombres con trajes EPIS. De entre ellos avanza uno. Se presenta. Habla un perfecto inglés. Soy médico, me dice. Me explica que debo abandonar la habitación inmediatamente.

—No —contesto—, voy a quedarme 21 días.

Llamo a la profesora Wang. Ya están aquí, digo. Le ofrezco el móvil al médico quien la escucha y asiente con la cabeza. Después habla en su turno. Habla de manera prolongada, parece tranquilo, no titubea, no me da buena espina. Termina, me devuelve el móvil y me dice de nuevo en inglés.

—Tienes 10 minutos para abandonar la habitación.

Me coloco el móvil en la oreja y escucho a la profesora Wang justificando mi salida. Va a llegar un avión cargado de nuevos pasajeros que se alojarán en mi pasillo. No pueden mezclarme con ellos. Sería arriesgado, me dice.

—Haz tus maletas, tranquila, te van a dejar tiempo, pero debes salir de la habitación, te ubicarán en otra planta del hotel, no te preocupes.

—Yo pensaba que íbamos a luchar, profesora Wang.

La oigo reírse.

—Haz tus maletas, Elvira, y estate tranquila, han entendido que vas a cooperar.

Vencida.

 A los cinco minutos tocan a la puerta, abro, dos hombres con EPIS me obligan a salir. Señalo mi habitación, es un perfecto desorden. Me gritan en chino. Entro al baño y con el brazo arrastro todo lo que hay sobre la repisa del lavabo. Lo meto en una bolsa de plástico. Recojo la ropa esparcida entre la cama, la butaca, el escritorio y el armario. Abro la maleta y todo dentro, en una bola. La maleta no cierra. Lo saco y lo divido en dos bolas. Cierra. El portátil, el bolso y la garrafa de agua de 5 litros. Salgo de la habitación. Uno de los hombres se encarga de mi maleta, el otro del agua. Cruzamos el pasillo. Giramos, cruzamos un segundo pasillo. Se abren dos puertas automáticas, estamos en el vestíbulo. Cogeremos el ascensor, pienso. Un hombre va delante, el otro detrás. No se detienen. Dejamos el ascensor a nuestra izquierda. Lo miro inquita. Me doy la vuelta. Hago una señal al hombre de atrás. Niega con la cabeza. No habla. Nadie habla. El hotel entero está en silencio. Salimos a la calle. Me detengo. Hay un coche negro en la puerta. A dónde me llevan. Me gritan. Avanzo. Me ajusto la mochila del portátil. Trago saliva. El primer hombre llega al coche, abre el maletero, mete mi maleta. Me detengo. Me gritan. Avanzo y contengo aire apretando la mandíbula. A dónde me llevan. Me hacen gestos, quieren que deje el ordenador y el bolso en el maletero. No, digo, necesito el móvil. Me gritan. Dejo todo en el maletero. Un tercer hombre sale del hotel, lleva una mochila de la que cuelga una pequeña manguera, va rociando el suelo con agua y cloro. Llega al coche y rocía el maletero. Cuidado con mi portátil. Silencio. El hombre uno se sienta ante el volante, el hombre dos de copiloto, el hombre tres regresa al hotel. Yo abro la puerta del coche y me siento atrás. A dónde me llevan. Voy a cooperar. Saben que vas a cooperar. Es la policía. Me llevan. Me harán preguntas. Me van a deportar. Voy a cooperar. El coche arranca. Me llevo las manos a la cara y suspiro.

—Por favor, voy a cooperar —digo en inglés apoyándome en el reposacabezas del copiloto.

No me entienden. Me hacen gestos con las manos, quieren que me separe. Me acomodo de nuevo en el asiento de atrás. Junto las manos, entremezclo los dedos, los aprieto unos con otros. Las separo y me veo las palmas. Las acaricio entre ellas. Me miro los pies. Mierda, no es posible, llevo las pantuflas de papel. No van a tomarme en serio en comisaría. Tampoco pueden deportarme en zapatillas. ¿Me dejarán ponerme los zapatos? Sí, me dejarán. Pero ¿y si no? No puedo declarar en pantuflas. No puedo. No pueden deportarme así. Necesito mis zapatos de la maleta. Bajo la ventanilla, entra aire. El conductor me mira.

—Aire —digo en español, ya sé que no hablan inglés.

Abro un poco más la ventanilla. Me quito una pantufla y después la otra. Las sujeto con la misma mano. Bajo un poco más la ventanilla. ¡Y las tiro! ¡Ya! Doy un grito y agito nerviosa las manos en el aire. El conductor decelera, me mira rápidamente. Me quedo quieta. Finjo no haber hecho nada. Chasquea la lengua. No hace comentarios. El copiloto tampoco. No es un delito, lo sé. Tirar pantuflas por la ventanilla de un coche no es un delito en China. Los dos hombres se miran. No dicen nada. En China lo que no se verbaliza no existe. El coche no se detiene, continua por el mismo camino arbolado de antes. La carretera no está asfaltada. Giro la cabeza y veo mis pantuflas en mitad del camino desparramadas. Alejadas la una de la otra. Respiro aliviada. Tendrán que dejarme ponerme los zapatos. Declararé con zapatos y cuando llegue a Madrid, caminaré por Barajas con mis zapatos. Me habrán deportado pero tendré mis zapatos. Voy a cooperar.

El coche se para. No habremos conducido ni 15 minutos. Los hombres salen. Abren el maletero. Uno coge la maleta y el otro la garrafa de agua. Me golpean la ventanilla. Salgo. Toco el suelo de gravilla con mis calcetines a rayas blancas, negras y grises. Siento vergüenza. El hombre con el agua me da el bolso y el portátil. Aprieto los labios. No se fija en mis calcetines. Caminamos. El hombre de la maleta abre una verja. Entramos. No es la comisaría. Es un pequeño complejo de tres edificios alineados. Nos paramos en el segundo portal. Ante la puerta un tercer hombre con EPI y una mochila rociadora de cloro. Abre la puerta. Rocía el suelo de baldosas. Entran los dos hombres, luego yo. Siento que los calcetines se están humedeciendo. Cierro los ojos. Los tres hombres suben las escaleras por delante de mí. Siento vergüenza. Uno grita. Avanzo. Los calcetines se impregnan de cloro y hacen chof. En cada escalón pestañeo con lentitud y levanto la cabeza. Erguida subo lentamente cada peldaño. Llego al rellano. La puerta de la derecha está abierta. Me asomo, mis cosas están dentro. Ellos esperan fuera. Me empujan. Antes de cerrar la puerta, el hombre del cloro me da una bolsa de plástico y hace el gesto de comer con la mano.

—¿Es la cena? —pregunto, no contestan y cierran la pesada puerta de metal conmigo dentro y ellos fuera.

Miro a mi alrededor. Es un pequeño apartamento. Dejo el portátil y el bolso en la entrada pero me aferro a la bolsa de plástico, quizá porque está caliente. La aprieto contra mi pecho. Avanzo por el estrecho pasillo. Oscuro, sucio. Hay una cocina sin frigorífico ni fuegos. Hay un baño sin bañera ni plato de ducha, la alcachofa sale de la pared junto al inodoro. Hay una habitación con dos camas sin sábanas ni mantas. Hay otra habitación con dos camas, solo una de ellas está vestida. Necesito aire. Llego a la ventana. Giro la manilla. No se abre. Tiro con fuerza, tampoco. Me acerco más, un poco más y veo un tornillo que la atraviesa. No se puede abrir. Necesito aire. Me aprieto más la bolsa de comida. Camino. Voy dejando un reguero de cloro. Siento frío. No hay calefacción. Vuelvo al pasillo, al fondo hay un pequeño mueble, sobre él: tres rollos de papel higiénico, dos botellines de agua y varias pantuflas de papel. Sin despegarme de la comida, alcanzo un par de zapatillas. Les retiro el fino plástico que las cubre, las dejo caer al suelo, me quito los calcetines y me las pongo. Encojo y estiro los dedos dentro. Levanto la cabeza y veo frente a mí la puerta de metal. Mañana, pienso. Mañana seguiré luchando. Hoy me conformo con mis pantuflas nuevas. 

28 abr 2020

Humilladas

Fotografía de Ed Van Der Elsken


Me levanté con la sensación de que aquel día iba a ser tranquilo, quizá demasiado. Estaba de vacaciones. Sí, mencionar vacaciones mientras vives en un país en estado de alarma por el cual llevas 6 semanas sin poder salir de casa, resulta cuanto menos paradójico. Pero lo estaba, estaba de vacaciones. Es decir, mis desesperantes clases de Fonética online quedaban canceladas durante 10 días y tan solo aquello me daba la vida. Dedicaría la jornada a leer. Leería y disfrutaría del confinamiento como solo los misántropos sabemos hacer.
Mientras me preparaba el café, Beatriz me llamó 3 veces. Miré el móvil en las tres ocasiones pero no contesté. Cogí mi café y fui al salón para elegir la lectura entre mi montaña de libros todavía no leídos porque, es cierto, tengo un ligero problema con el tsundoku. Seleccioné a Kawabata. Beatriz me volvió a llamar. Esta vez contesté, si no me iba a dar la tabarra todo el día.
—¿Has visto el corto de Enrique? —preguntó.
No supe muy bien qué contestar, sabía que aquello me iba a traer problemas.
—Sí —dije finalmente—. Me lo mandó el domingo.
—Bien, ¿y?
Enrique había elaborado un corto cinematográfico de 7 minutos. La propuesta salía de una productora que apoyaría económicamente a los tres más originales. La idea cobraba singularidad puesto que todas las películas habían sido realizadas durante el confinamiento, es decir, tanto los actores como el director estaban cada uno en su casa. En el corto de Enrique aparecían tres actrices y ninguna era Beatriz, así que sabía perfectamente a qué se refería.
—No sé a qué te refieres, Bea. —Si es que al final el premio a mejor interpretación me lo iba a llevar yo.
—Me refiero a que ¿por qué me ningunea siempre de esta manera sabiendo que soy actriz?
—Hombre, Bea, actriz, actriz, ya no eres…
—Soy tan actriz como tú escritora, ¡así que no me toques los cojones que aquí hay puñaladas para todas!
—Sí, sí que eres actriz, sí. —Y pegué un sorbo a mi café lamentándome de haber contestado a su llamada. Adiós a mi día tranquilo.
—Llámalo y pídele explicaciones.
—No le pienso llamar, Bea. Si tienes un problema con él, lo llamas tú.
—Tú tienes más confianza con él. Llámalo. Me lo debes.
—¡No te debo nada! ¡Estás loca! ¡No voy a llamarlo!
—Hola, Enrique, ¿qué tal? —Yo, 10 minutos después—. Nada, que estoy aquí dándole vueltas a tu corto… Sí, sí, eso es, ¿no?, qué difícil montarlo cada uno en su casa… Claro, Claro… Un trabajazo el de las actrices, sí… Ya… Oye, la del cuchillo es… Ajá, es verdad, Marina Santisteban… Sí, que trabajó en la obra de Ismael Cerzo, es verdad… ¡Claro, claro! Es que al verla, me recordó mucho a Beatriz, ¿no? Y claro, me he dicho: qué raro que Bea no quisiera participar… ¿Eh?, no, no, no, no, no he hablado con ella… De verdad, Enrique, que no me ha pedido que te llame, ¿no me conoces o qué? —Pegué otro sorbo a mi café, esta vez lamentándome de que no fuera cerveza—. Sí, su físico la condiciona mucho… Ya, demasiado exuberante… Sensual, sí, mucho… Bueno, ella es actriz, al final es una cuestión de interpretar el personaje, ¿no?... Ya, que no sabe… Hombre, yo creo que si está bien dirigida puede hacer cualquier papel… Claro, claro, en este caso estando cada uno en su casa, difícil dirigirla, sí, tienes razón… —Y no sé qué más me dijo porque ya me bloqueé pensando en cómo se lo iba a contar a Beatriz.
Esperé su llamada leyendo el libro de Kawabata sin poder pasar, en realidad, de la primera línea.
30 minutos después:
—A ver, Bea, en realidad, ya sabes cómo van estas cosas. La idea del corto fue de Marina Santisteban, la que sale al final con el cuchillo, que ya sabes que ha trabajado mucho con Cerzo, ¿no? Bueno y, claro, ya tenía todo el elenco montado. Solamente le pidió a Enrique que le escribiera el texto y que las dirigiera, pero poco pudo decidir él, porque si no, ya me ha dicho que hubiera contado contigo de cabeza. —And the Oscar goes to… ¡Elvira Rebollo!
Tardó en contestar y yo me puse muy nerviosa.
—Está bien —dijo al fin—, escríbeme un texto. Escríbeme un texto para mí sola.
Puse los ojos en blanco. Eso me pasaba por intentar ser buena amiga.
—No, Bea, yo no puedo escribirte un texto. —Vamos a ser sinceros, a Enrique no le faltaba razón, Beatriz era una actriz muy estereotipada, ella misma explotaba su perfil de mujer fatal y no parecía querer trabajar otros registros.
—Pues puedo interpretar uno de tus textos oscuros, esos sobre el suicidio, puedo hacerlo.
—No, no puedes.
Entendió mi tono tajante, por no decir soberbio. Colgó con un “está bien”. Después me sentía mal, pero tampoco la llamé de nuevo. Pensé que ya se le pasaría igual que a mí. Sí, ya se nos pasaría. Cogí de nuevo a Kawabata y me hundí en el sofá.
El resto de la mañana pasó tranquila, más o menos. La profesora Wang me llamó para informarme de con quién estaría en la mesa de tribunal de las tesis pero no mencionó el programa de asignaturas del próximo semestre, y a mí era lo que me preocupaba realmente. Así que me inquieté pero sin más. Preparé la comida con Joan, comimos, tomamos nuestro largo café de sobremesa, él se fue a dormir la siesta y yo caí de nuevo en el sofá.
Cuando iba por la página 72, mi móvil vibró. Estaba convencida de que sería Bea, pero no, fue Vero. Descolgué enseguida, querría hablar de las mesas de tribunal.
—Loca de mi vida, ¿sabes quién me ha llamado hace 3 horas?
—Elvi…
—La profesora Wang. ¿Crees que es un acercamiento?
—No sé. Elvira…
—A ver, yo creo que sí, pero no ha dicho nada de quitarme a los grupos bajos para el próximo curso. Y, Vero, te lo digo muy en serio, esas clases atentan contra mi salud, ¡mental y física!
—Elvira, su mujer se ha enterado.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
—¿Qué?
—La mujer de Antonio. Se ha enterado.
¡Cierren escotilla! ¡Inmersión, inmersión! ¡Accionen bombas de estabilización! ¡Timones listos para el descenso! ¡Aumenten presión! ¡Presión al MÁXIMO!
—Huye —dije.
—¿Cómo? ¿Quieres que me esconda bajo el mar?
—Algo así, sí. —Mi submarino ya estaría a más de mil metros de profundidad—. Desaparece, Vero.
—Es que no entiendo cómo Antonio ha dejado que pase algo así. Su mujer vio en su móvil una foto nuestra en Londres, abrazados frente a la puerta de Daunt Books. Antonio no supo qué contarle. Al final le explicó que yo era una amiga suya de hace años, y que nos habíamos encontrado de casualidad, que no le había comentado nada antes porque no le dio ninguna importancia. Ella debió ponerse muy nerviosa y discutieron bastante… —Yo tenía los ojos como platos escuchando todo aquello—. Dice que después de explicárselo varias veces y calmarla, se lo creyó.
—Vale, Vero —dije y tomé aire—. Su mujer no se lo ha creído, porque eso no hay quien se lo crea. Su mujer sabe perfectamente quién y cómo es su marido por eso le miró el móvil.
—Hablaron de mí, Elvi. Tuvieron una conversación sobre mí. Me hace sentir tanta vergüenza… tanta, tanta vergüenza. Yo he intentado llevar esto con mucho respeto, sé que suena raro decirlo. ¿Qué respeto vas a tener si te tiras al marido de otra? pero, de verdad, nunca quise saber nada de su mujer ni de sus hijas, siempre quise mantener los dos mundos muy separados, yo… Elvi, he sido respetuosa, yo, yo… Tuvieron una discusión sobre mí, yo… Esto… He sido muy, muy respetuosa. Él ha sido tan torpe, muy torpe… Siento muchísima vergüenza.
Ese tal Antonio no es que hubiera sido torpe es que había sido un completo inútil, además de un imbécil redomado.
—Se acabó, Verónica. Bloquéalo como contacto en WhatsApp, Wechat, Gmail, y en todas las redes sociales. Bloquéalo y no vuelvas a ponerte en contacto con él jamás. Vuestra relación ha dejado de ser algo divertido para convertirse en un problema. Él ha demostrado que tiene muy pocas luces, no obstante nunca hay que subestimar la ira de una esposa engañada, así que desaparece. Déjale a él solito que recomponga a su familia perfecta.
—Siento tanta vergüenza, Elvira… Tanta, tanta vergüenza de mí misma…
Tragué saliva, no sabía qué decir. Agaché la cabeza y mirando al suelo esperé a que ella añadiera algo, pero no lo hizo. Colgó así, en silencio.
Me recosté de nuevo en el sofá. Estaba descompuesta. Miré el techo escalonado de la buhardilla por lo menos durante una hora sin saber cómo reaccionar. Después tomé el libro y continué leyendo en la página 73. Dos horas más tarde, terminé el libro. Lo acaricié y lo dejé a un lado. Cogí mi móvil y grabé un audio de WhatsApp:
—Bea, estaba pensando que quizá podría escribirte un texto. Puedo escribir un monólogo intimista, ¿te gustaría? Algo sobre la humillación, sobre cómo los demás consiguen con muy poco que nos avergoncemos de lo que somos… (Silencio prolongado. Me agarré del cuello, me entraron ganas de llorar.) Perdóname, Bea, por favor.
Un minuto después me mandó un mensaje escrito:
De momento escríbeme ese monólogo y ya veremos si te perdono.
Sonreí y besé la pantalla del móvil.


21 abr 2020

Con clases y a lo loco

Con clases y a lo loco de Javier Avi


—No puedo… —suplicaba a Joan que me estiraba de las piernas para sacarme de la cama.
—Sí puedes. Elvi, en 20 minutos empiezas la clase, venga.
—No puedo…
Sí pude. Me arrastré hasta la cocina, Joan me había preparado el café.
—¿Qué jersey te vas a poner?
—El granate —contesté.
Joan trajo el jersey de la habitación. Me lo puse por encima del pijama.
—¿Tengo muy malos pelos?
—Lávate por lo menos la cara, anda.
—No puedo… —farfullaba de camino al baño.
Al regresar a la cocina Joan me abrazó.
—Cuando termines la clase de hoy habla con la decana. Dile que te dé más asignaturas de posgrado, así no puedes seguir.
Sí, la profesora Wang me había castigado ese semestre dándome el curso de Fonética con alumnos de primero. Lo que significaba que dar clases, y además online, se había convertido en una verdadera tortura china, literal. “Te necesito en los primeros cursos, no tienen buena base”, me dijo. Yo lo que necesitaba era pensar en la forma de abandonar este mundo. Barajaba la defenestración, el envenenamiento y, cómo no, el horneado de cabeza.
Por fin me senté delante del ordenador. Lo encendí. Resoplé. “No puedo…”, dije unas 13 veces más. Apreté los ojos. Busqué los archivos de fonética. Fijé la unidad 3. Coloqué mi móvil  en el manos libres y a través del Wechat llamé, por videollamada, a los primeros 8 estudiantes del grupo A.
La imagen se conectó.
—¡Hola! —exclamé una falsísima sonrisa—. ¿Qué tal, chicos?
Y con aquella pregunta comenzaba la tortura.
—Plofesola, bien, plofesola, ¿y usted?
—Profesora, ¿verdad? Prrrrofesora, -ra, -ra, ¿verdad? Estoy bien, sí.
—Sí, plofesorrzzzrrzzza.
—Perfecto, ¿me decís los nombres, por favor?
—Cántalo.
—¿Te llamas Cántaro? —Los estudiantes chinos se ponían nombres en español para que los profesores que no sabíamos mandarín pudiéramos recordarlos con mayor facilidad, pero la elección de estos era cuanto menos singular.
—Sí, Cántalo.
—Perfecto, ¿más?
—Pau Gasol.
—Muy bien.
—Plofesorrrzzza, me llamo Arcoíris.
—Fenomenal. ¿Más? —Silencio—. Bueno, ya me iréis diciendo vuestros nombres. Ahora vamos a empezar. Por favor, unidad 3.  Hacemos el ejercicio 2, repetid detrás de mí, por favor: Cenicero.
—Maluma.
—¿Perdón? Cenicero. Repetid: Cenicero.
—Me llamo Maluma, plofesola.
—Ah, muy bien. Cenicero.
—No, Maluma, plofesola.
—Vale… —Respiré hondo y me imaginé mi caída desde el quinto piso, la degusté—. Cántaro, tú sola, ejercicio 2. Cenicero.
—Cenicero —todos.
—No, solo Cántaro. Cántaro, por favor.
—Sí, plofesola, aquí, aquí.
—Sí, ya sé que estás ahí. Cenicero.
—Cenicero —todos.
—Me llamo Piña, plofesola.
—Vale, bueno, no es necesario que me digáis más nombres, ¿sí? Hacemos los ejercicios. Siguiente palabra: Zozobra. Repetimos, por favor.
—Zozobla —algunos.
—Cenicero —otros con peor wifi.
—Zozobrrrrrrra, brrrrra, brrrra —subrayé.
—Zozobla, bla, bla, bla.
—Vale, repetimos: Rrrrrrrrrrrrrrr.
Todos se rieron.
—No nos reímos, por favor. Rrrrrrrrrr. Venga, Piña, tú sola.
—¿Yo?
—Sí, Piña, tú, tú.
—Sí, yo Piña, Piña.
Cerré los ojos un instante y reflexioné sobre lo mala persona que tuve que haber sido en mi otra vida.
—Rrrrzzzrrzzzrrrddddssssrrrzzss —algunos.
—Bla, bla, bla —otros.
—Tú, tú, tú —Piña.
—Continuamos. Ejercicio 4. Lee la palabra correcta y deletrea.
—Yo no hablo, plofesola.
—Sí, no hablamos todos, ¿vale? No podemos hablar todos, poco a poco.
—Poco, sí, complendo, plofesola, soy Tiburón. Poco.
—Eso es. Poco.
—Poco —todos.
—No, lo decía por Tiburón —yo.
—Poco —Tiburón.
—Vale, muy bien. Maluma, por favor, primera palabra, lee y deletrea.
—¡Sí! Ciluela.
—Ciruela —corregí.
—Sí, ciluerrrda.
—Muy bien. ¿Cómo se escribe?
—Sí, ge-i-ele-u-i-rrrrdddssrr-e.
—Ajá, perfecto. —Y aprieto los dientes porque de solo pensar que mi director de tesis me estuviera viendo, me entraban ganas de llorar—. Bien, y ahora vamos a cerrar los ojos y en estos 10 minutos que nos quedan, vamos a interiorizar, de forma individual y en completo silencio, todas las palabras que hemos visto en clase.
—Sí, plofesola.
—Sí, glacias, plofesola.
—Sí, cenicelo.
—En silencio, chicos, en completo silencio. Es importante el silencio en fonética. Muy importante.
La clase terminó y, antes de que me diera cuenta, ya tenía a los 8 siguientes estudiantes online.
—¡Hola! ¿Qué tal, chicos?
—Plofesola, bien, plofesola, ¿y usted?
—Profesora, ¿verdad? Prrrrofesora, -ra, -ra, ¿verdad? Estoy bien, sí.
—Sí, plofesorrzzzrrzzza —todos.
—Perfecto, ¿me decís los nombres, por favor?
—Messi.
—Me llamo Ballena, plofesola.
Y fue en ese momento cuando me decanté. Lo tuve claro, así que les pedí un minuto a mis estudiantes. Me levanté. Fui a la cocina. Abrí el horno y metí la cabeza. En mi último segundo de vida pude escuchar a Joan detrás de mí:
—¡Cenicero!

28 feb 2020

Noches de consultorio

Autor desconocido.


Nota: Para entender mejor este relato, te aconsejo leer antes: Lunes de consultorio.

—¿Te lo puedes creer, Elvi? ¿Te lo puedes creer? ¡Está con otra tía!
Era la noche del martes o del miércoles. Sostenía mi segunda copa de vino en la terraza de la casa de Bea, mientras la escuchaba gritar.
—Sí, es… es… —decía yo y pegaba otro trago de vino, el día se me estaba haciendo largo.
—Darío con otra tía, por eso no se ha querido mudar a mi casa, ¿cómo iba a hacerlo si estaba saliendo con esa pava? ¡Es que está con ella desde octubre! ¿Tú lo sabías?
—¿Yo? No, no lo sabía.
Sí, sí lo sabía.
Hacía una semana desayunaba con Darío:
—Gracias, Elvi, por quedar. Sé que andas liada con tus cosas…
No es que estuviera liada con mis cosas, de hecho, últimamente estaba bastante dispersa. Con esto del coronavirus, no terminaba de organizarme ni con las clases online ni con los artículos. Todo estaba en el aire y la profesora Wang no podía concretarnos nada porque tampoco ella sabía la fecha de regreso a China. Intentaba planificarme un horario pero me resultaba difícil cumplirlo.
—… pero quería hablarte de Bea, sois muy buenas amigas y quizá por eso puedas ayudarme.
Darío me contó que el día anterior había quedado con Bea. Sí, eso también lo sabía, habíamos comido juntas. Y también me contó que le propuso mudarse a su casa. No, eso no lo sabía porque supuestamente Bea me prometió no pedírselo. Sin embargo supongo que para eso están las amigas, para escucharlas y luego hacer lo que te salga del toto.
—Entiéndeme, Elvi, me encanta Bea. Joder, ¿a qué tío no le gusta Bea? Pero pensaba que todo iba a ir más lento, más tranquilo, bueno, como es ella, que todo se lo toma a chufla, no sé si me entiendes. —Sí, le entendía—. Yo es que he conocido a alguien, nada serio, ¿sabes? Pero quiero seguir conociéndola.
Se llamaba Eva. Era estudiante en su escuela de Expresión Corporal y llevaban follando desde octubre. No podría llamarse relación porque tan solo tenía 23 añitos y había muchas cosas que a Darío no le encajaban.
—¿Qué hago, Elvi?
Temía esa pregunta que todos me hacían.
—De momento pedirme otro café, anda.
El desayuno se alargó más de la cuenta. Por fin, sobre las 09.30 nos despedimos acordando que, en cuanto él tuviera tiempo, se lo contaría a Bea, porque si se trataba de mantener una relación abierta, Bea era idónea para ello.
 —¡Y me pide que tengamos una relación abierta!
Bueno, igual Bea no era tan idónea para ello.
—¿Estamos locos? ¿Holaaaaaa?
—Hola… —De un trago me terminé el vino. Me había equivocado.
 —¿En qué cabeza cabe que quiera compartir a Darío?
En la mía. Me serví la tercera copa, lo necesitaba, sí, verdaderamente el día se me estaba haciendo largo. Demasiados errores.
A las 11 de la mañana estaba subida a un taburete rebuscando entre las estanterías de una vieja librería de segunda mano, cuando mi móvil vibró. Llamada entrante de Vero.
—Dime, loca de mi vida.
—Ya han pasado 10 días y no sé nada de Antonio. Evira… yo…
Me bajé del taburete y haciendo un gesto al librero, que estaba detrás del mostrador y que custodiaba mis libros hasta ahora elegidos, salí de la tienda.
—Vero, a veces los hombres necesitan tiempo, a veces…
—¡Elvira, basta! Ha tomado una decisión y me ha dejado fuera.
Sí, la había dejado fuera. Diez días eran demasiados para un silencio que no fuera acompañado de una intención. Me senté en un bolardo que había en la acera, frente a la puerta de la librería y suspiré derrotada, la jugada me había salido mal.
—Está bien, Vero, pues ahora intenta olvidarlo y ya. Y ya.
—¡No es tan fácil! ¿Qué crees? Echo de menos sus mensajes diarios, sus audios, sus fotos, echo de menos… ¡Echo de menos que esté ahí! ¡Ahí! Ahí… coño, joder, ahí para mí.
—Vero, lo sé, pero ya está. Esto no iba a ninguna parte. Ahora intenta olvidarte de él poco a poco y ya está.
—Elvi, es que tú no me entiendes.
Claro que la entendía. Nueve años atrás, yo vivía en Madrid desde hacía poco más de un año. Estaba de pie en el salón de mi casa con unos leggins y una camiseta de tirantes llorando frente a mi amigo Gael que me sujetaba por los hombros intentando tranquilizarme.
—Cari, basta, te lo pido, por favor —me rogaba.
—No puedo, el dolor viene de aquí. —Y le señalaba las tripas.
Hacía 4 años que me había dejado Etienne, mi ex por excelencia, y hacía 4 años que lloraba sin consuelo. Hacía uno que había empezado terapia para poder aprender a continuar con mi vida sin él y hacía 10 minutos que le había mandado el último mensaje por el chat del Skype.
—Es que no me contesta… —le explicaba a Gael.
—No, cari, no te contesta porque te pidió hace dos meses que no le escribieras más y llevas en la última hora 4 mensajes.
—Es que no me contesta…
—Cariño, escúchame, él ya no te quiere.
—No me digas eso…
—Es que ya no te quiere.
—Sí… un poco sí.
—No, ni un poco, nada. Hace 4 años que no te quiere.
Me senté en el sofá como quien teme romperlo.
—Igual incluso más…, ¿verdad…? —dije.
—Sí, igual incluso más. —Se sentó a mi lado—. Cariño, debes pensar que Etienne ha muerto porque si no, no vas a salir de este bucle desesperante, imaginándote una y otra vez cómo sería tu vida si no te hubiera dejado. Es que, Elvi, llevas mucho tiempo atascada, se acabó, Etienne ha muerto.
—¿Muerto…?
—Sí, muerto, chimpún. ¡Venga —exclamó dando una fuerte palmada—, ya puedes empezar con tu vida! Vamos, empieza lavándote el pelo que das asco, ¡vamos!
—Vale… —Entendí aquello.
20 minutos más tarde, al salir de la  ducha, Gael, que preparaba macarrones, me peguntó que qué hacía sentada en mi escritorio.
—¿Eh?, nada, escribiendo un mensaje a Etienne para decirle que tú me has dicho que debo pensar que se ha muerto y que ya no le volveré a escribir nunca más. Seguro que a este mensaje me contesta.
Gael me lanzó la cuchara de palo con todas sus fuerzas.
El timbre en la casa de Bea sonó y yo me quité a Vero, a Etienne y a Gael de la cabeza.
—Voy yo —dije.
Al abrir, Almudena me abrazó. Pasamos juntas a la terraza. Bea le sirvió una copa de vino.
—Bueno, ¿y esta reunión de chicas, así, a mitad de semana? —preguntó.
—Darío está saliendo con una tía, ¿lo sabías? —dijo Beatriz.
—Oh, no…, no, no lo sabía.
Sí, sí lo sabía, se lo había contado yo.
—Pero, Almu, espera que hay más. Lo mejor de todo es que me propone estar con las dos a la vez hasta ver si alguna relación sale adelante.
—Oh, por favor, ¿qué dices? ¡No me lo puedo creer!
Sí, sí se lo podía creer porque eso también se lo había contado yo y le pareció bien. Me terminé la tercera copa. Almudena me miró y yo miré al suelo, quería que mi vida terminara en ese momento. Al verme tan agobiada empezó a hablar de su fin de semana en Segovia. Saqué el móvil y le escribí un mensaje a Vero, me sentía fatal.
La he cagado. STOP. Lo siento. STOP. Soy la peor consejera amorosa del mundo. STOP. Pero tú sigues siendo la mujer más increíble que conozco. STOP. Así que haz lo que quieras. STOP. Si necesitas verlo, escríbele y díselo. STOP. Como yo, él tampoco querrá perderte. STOP y FIN.
—… A ver, los niños se lo han pasado muy bien, parece que van a hacer buenas migas.
—¿Pero tú no ibas a cortar con Carlos? —pregunté guardando el móvil en el bolso.
—Ah, ¿le ibas a dejar? —Bea.
—A ver, sí, de hecho se lo he dejado caer.
—¿Caer? —yo.
—Pues en plan, bueno, ya si eso el próximo fin de semana no salimos de Madrid, ¿no? Vaya, para que vea que no siempre voy a estar disponible para viajar.
Bea y yo nos miramos y luego miramos a Almu.
—¡Es que, chicas, es difícil cortar con un coah!, porque te empieza a liar la cabeza con proyectos y con un futuro tan bien estructurado que… que… ¿A quién no le gusta saber qué va a hacer en el futuro?
—A mí —respondí sirviéndome la cuarta copa.
Mi bolso vibró, saqué el móvil. Mensaje de Vero:
O pones STOP o pones FIN, pero nunca los dos, idiota.
Me reí. El móvil volvió a vibrar. Nuevo mensaje de Vero:
No le voy a escribir. Tomé una decisión. Algún día dejaré de echarle de menos, no?
Sí, algún día. CAMBIO.
Que no se dice CAMBIO para terminar. Coño.
Perdón. COÑO y CAMBIO.
Jajsjaksksjajajajskakasjaja!!! Gilipollasssss!!!
Y tan muerta de risa estaba guardando el móvil que no me di cuenta de que me había quedado sola en la terraza.
—¿Chicas? —pregunté entrando en la casa. Empezaba a notar las 4 copas de vino, todo parecía tambalearse.
Las encontré en la cocina. Bea estaba muy alterada y Almudena al verme me hizo un gesto con la mano de “aquí se va a liar pero bien”. Bea salió gritando y en bajo pregunté a Almu qué mierda estaba pasando.
—Darío está subiendo por las escaleras —dijo repitiendo el mismo gesto con la mano.
—Vale, tú y yo no sabemos nada, putas como gallinas, no, putas y muertas, gallinas muertasss, bueno, ¡sssshhhht! —Sí, confirmamos que ya estaba borracha.
Oímos la puerta, la voz de Darío y los gritos de Bea. Almu y yo nos agarramos de la mano.
—Necesito más vino… —dije, me estaba mareando.
Entraron en la cocina.
—¡Y te atreves a venir a mi casa después de proponerme la guarrada de la relación abierta! —Bea.
—¡Pero por qué te enfadas conmigo si la idea fue de Elvira!
Adiós. Cerré los ojos creyendo que así nadie podría verme.
—¡Serás puta!
Seguí sin abrirlos fantaseando que Bea se lo estaba diciendo a Almudena.
—A ver, por favor, calmémonos todos —pidió Darío.
Pero lejos de calmarnos la cosa se calentó todavía más cuando Almu, en un torpe gesto por ayudarme, le confesó que ella también lo sabía. Bea nos echó de su casa. En el descansillo no dejaba de chillar lo malas amigas que éramos.
—Yo te quiero, Bea… —le decía intentando abrazarla con el abrigo a medio poner.
—¡Que no me toques, mentirosa!
—Menudo pedo llevas, trasto. Almudena, ¿os pido un taxi?
—Yo te quiero, Darío…
—No, tranquilo, Darío, la acompaño a casa dando un paseíto, a ver si se le pasa. Anda, Elvi, ven, dame la mano que nos vamos a casa.
—Adióssss, amigosss, os quiero… Follad y sed libressss…
—Lo haremos, trasto —dijo Darío lanzándome un beso a las escaleras.
—¡¿Cómo que lo haremos?! Antes tendrás que explicarme muchas cosas, ¿no?
Se metieron en casa pero yo seguía diciéndoles adiós con mano.
Ya en la calle, Almu me colocó bien el abrigo.
—¡Ay! —exclamé—. Me vibra el chocho.
Almudena se rio y me sacó el móvil del bolso.
—Anda, toma.
—¿Qué pone…?
—Mensaje de WhatsApp de Verónica China.
—Acepto.
—Que no tienes que aceptar nada, que es un mensaje, ¿te lo leo?
—Acepto.
—Joder, qué pesadita eres, Elvi. A ver, ¿cómo se desbloquea tu patrón de seguridad?
—Así. —Y recuerdo dibujarlo en el aire una y otra vez, oía a Almu reírse.
—Pareces el Zorro. Vale, aquí está. Te leo el mensaje entonces, ¿no?
—Acepto.
—Bueno, pues Verónica China escribe: “He recibido mensaje. STOP. Ha comprado los billetes. STOP. Llega a Londres el sábado por la mañana. STOP. No eres tan inútil. COÑO y CAMBIO”. No sé, yo no he entendido nada, vosotras sabréis de qué va esto. ¿Quieres contestarle?, ¿eh, Elvi?, ¿te ayudo a cont…? Pero, pero, pero ¿por qué lloras, tonta?