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27 ene 2010

Receta entre páginas

Bodegón con salmón por Oscar Capeche
Miré el salmón, era una gruesa rodaja de salmón fresco. Estaba sobre la tabla de madera que acababa de colocar en la pequeña encimera de mi cocina. Miré por la ventana. La lluvia había arrastrado toda la nieve, ya no quedaba nada. La calle estaba flacucha. Viéndola tan desnuda daba pena. Miré de nuevo al salmón. No quería prepararlo con salsa ali-oli. Hoy me merecía algo especial.
De uno de los armarios saqué un pequeño bol. Lo coloqué en la parte izquierda de la tabla de madera. Empecé a trocear el pescado en taquitos. Cuadraditos, una veintena de cuadraditos. Algunos respetaban mejor la forma, otros no. Los dejé a un lado y piqué un diente de ajo y lo mezclé con un poco de cebolla igualmente picada. Lo eché en el bol y puse una chorretada de aceite. Se estaban ahogando. Un poco de pimienta negra y cilantro. Tomé los taquitos de salmón con ambas manos y los eché, de una sola vez, dentro del bol. Adiós, les dije con la mano desde arriba. Cogí la pequeña botellita de salsa de soja y la vertí sobre el bol. Planeaba como una avioneta extinguiendo un incendio. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas, hice una pausa y, con mucho riesgo, me atreví a una cuarta vuelta. El salmón chapoteaba en negro. Saqué un tomate de la nevera, el más maduro. Lo pelé y lo partí en pequeños trozos. Cubrí el salmón de rojo. Qué bonito, pensé. El contraste convertía la salsa en granate. Daban ganas de comérselo con sólo mirarlo. ¿Qué sabor tendría el granate? Con timidez metí el dedo índice en el bol. Húmedo lo saqué y me lo metí en la boca. Me chisporrotearon los ojos y se me escapó la risa tonta. Claro, sabía a sorpresa fermentada.
Lo dejé macerar mientras preparaba el postre. Algo dulce, muy dulce. Era mi día, era mi regalo.
Calenté una pequeña sartén y pelé un plátano. Lo abrí en canal. Coloqué las dos partes sobre la sartén, parecía la imagen de un espejo. Lo rocié con un poquito de azúcar. No tardó en dorarse. Lo saqué y puse ambas partes en un platito. Batí nata líquida con mucha azúcar hasta formar espuma. Cubrí el plátano con la nata espumosa. Necesitaba algo de color así que escurrí por encima el bote de caramelo líquido. Llevé el platito, con cuidado de no derramar nada por el camino, a la mesa. Lo miré un instante. Qué rico, dije en voz alta orgullosa de mí misma.
Volví a la encimera. El salmón macerado me estaba esperando. Lo volqué en un recipiente algo más plano que un bol pero sin llegar a ser un plato, algo amorfo, vamos, que sirve para todo un poco. Piqué dos pepinillos al eneldo y lo mezclé en la masa que se había convertido mi salmón. Por último saqué de la nevera mostaza de miel y apreté el bote con gusto derramándolo sobre el pescado. Con todo ello formé una montaña y con un tenedor dibujé raíles de trenes hacia un lado y hacia el otro, como Richard Dreyfuss con su puré de patata en Encuentros en tercera fase. El tartar de salmón estaba terminado.
Calenté un par de rebanadas de pan y las abrigué con mantequilla y sal.
Una vez sentada a la mesa, lo observé todo con impaciencia.
—¿Qué celebramos? —me preguntó el vasito de agua balanceándose de un lado a otro.
—Que soy escritora, oficialmente soy escritora —dije con una sonrisa en la boca.
Un taquito de salmón, con mucho esfuerzo, pudo salir de la montaña que había creado para dar forma al tartar. Y sosteniéndose sobre sus dos finitas patas se sacudió la salsa anaranjada que llevaba encima.
—Enhorabuena —dijo entonces extendiéndome su minúsculo bracito.
—Gracias —dije dándole mi mano con mucho cuidado de no chafarle la suya.
Tomé el tenedor y fui a por mi primer bocado de tartar, cuando un gritito desde abajo me hizo parar.
—¡Esperaaaaaaaaaaa! —el taquito de salmón se había cubierto la carita con ambos brazos. Parecía no querer ver aquel trágico final tan de cerca—. Creo que antes deberías decir unas palabras.
—Bueno… —creo que llevaba algo de razón—, agradezco enormemente, a este tartar y a este plátano frito caramelizado, el estar conmigo en una celebración tan especial —al oírlo, tanto el taquito de salmón como una de las dos mitades del plátano se ruborizaron, y agacharon sus cabezas en gesto agradecido—. Hoy mi sueño se ha hecho realidad… ¡he firmado mi primer contrato editorial! ¡Se publica mi novelaaaaaa!
Tras mi berrido, cuatro taquitos más de salmón se unieron al que andaba solo, y comenzaron a corretear por todo el plato como locos al grito de: “¡oe, oe, oe, oe, oe, oe, oe!”. Una de las rebanadas de pan se puso en pie y pidió el baile a una de las mitades de plátano. Entusiasmada, y goteando nata, aceptó y se convirtieron en el Fred Astaire y Ginger Rogers de la mesa. El tenedor excitadísimo daba piruetas arañando la servilleta de papel quien aguantaba, con absoluta dignidad, semejantes girones.
Contagiada por tanto jolgorio me levanté y me auto jaleé a ritmo de mis propias palmas. Pero un ruido seco en la ventana me hizo parar de golpe. Era Fred, mi vecino, que perplejo me miraba desde el otro lado. Me acerqué y abrí la ventana riéndome de mí misma.
—Princesa, ¿todo bien?
—Mejor que nunca, ¿te gusta el tartar? —pregunté con una enorme e ilusionada sonrisa.

12 nov 2009

Betty

The love between a Father and a Daughter, por Keith Burns

Betty se levantó a las seis y media de la mañana. Su madre le había preparado la cafetera la noche anterior, sólo tenía que apretar el botón verde para que empezara a funcionar y pudiera tener el café caliente. Estaba muy nerviosa. Se apretó el estomago cuando fue a coger una rebanada de pan de pasas con canela. La sostuvo un momento y la volvió a dejar. No tenía demasiada hambre. Estaba muy nerviosa. Se alisó el camisón y miró a su alrededor. Siempre tomaba una rebanada con mantequilla de cacahuete, pero si hoy no tenía hambre no sabía qué podría hacer. Se volvió a alisar el camisón. Se contó los dedos de la mano, tenía cinco en una y otros cinco en la otra, repitió la operación no fuera a haberse equivocado. No, realmente eran diez en total, tenía diez dedos. Estaba muy nerviosa. Saltó la lucecita verde de la máquina de café. Ya lo podía retirar, su madre se lo había explicado así. El café estaba preparado. Abrió el armario y buscó su taza amarilla con motas naranjas. A Betty le encantaban los colores fuertes y las motas. No la encontró. Su taza no estaba en el armario. Dónde estaba su taza. Se alisó el camisón. Estaba muy nerviosa. Con los nudillos de su mano derecha se golpeó la cabeza. Dónde, dónde, dónde, dónde está. Agitó las manos al aire y gritó. Su madre apareció en la cocina asustada. Betty no parecía verla. No parecía ver nada. Dónde, dónde, dónde. Se agarró de un mechón de pelo y estiró con rabia de él. Se lo arrancó. Su madre se apresuró a la fregadera. Al encontrarla la limpió y la secó. Se la dio. Aquí está, aquí está, cariño, dijo dándole la taza a su hija lamentándose de no haberla fregado por la noche. Se le olvidó. O quizá no la habría visto, sí, seguramente lo segundo, porque cómo se le podría haber olvidado sabiendo cómo se ponía Betty si no la encontraba en su sitio. Su madre la sentó junto a la mesa. Desayunaron juntas. Al terminar Betty se acarició la calva que se había dejado junto a la sien. No se te nota, cariño. Te voy a hacer una coleta, con el pelo hacia atrás. Su madre se levantó y peinó el pelo de su hija con las manos. Ves, no se te nota, estás preciosa.

Betty se levantó y contó hasta siete antes de dar el primer paso. Su madre la acompañó al dormitorio y le preparó sobre la cama el vestido que debía llevar. Era azul con florecillas rojas y blancas. Dejó junto a la puerta los mocasines rojos. Betty guardó los mocasines rojos y sacó los blancos con motas negras. Su madre guardó los mocasines blancos con motas negras y sacó de nuevo los rojos. Betty guardó los mocasines rojos y sacó los blancos con motas negras. Su madre, en absoluto silenció, volvió a tomar los mocasines blancos con motas negras para guardarlos. Betty se alisó el camisón. Se zarandeó de un lado a otro como si fuera un péndulo. Su madre abrió el armario y los guardó. Betty se golpeó el pecho y gimió. Está bien, dijo vencida su madre. Terminó de peinarla en la salita, junto al viejo piano de la abuela. Adornó la coleta con un llamativo lazo fucsia. La miró de frente. Con sus manos le aplastó el volumen. Era difícil manejar aquel pelo tan rizado.

Su madre, en el porche, le cruzó el bolso por el hombro. Siempre era más seguro llevarlo así. Le atusó la rebeca azulona y le dio la mano.
–¡Hey, Betty!, pero qué guapa estás hoy, ¿adónde vas? –preguntó la señora Butler desde su porche con una taza de café.
–Vamos a la estación de autobuses porque se va a Huntington, a ver su padre –contestó su madre sin poder ocultar cierto nerviosismo.
–Oh, ¡buen viaje, cariño!
Betty agitó la mano desde la acera de enfrente y gritó sin cesar: gracias, señora Butler, gracias, señora Butler, gracias, señora Butler.
Su madre miró el reloj y apretó el paso. Llegarían a la estación en poco más de veinte minutos. Casi con una hora de antelación. Pero la madre de Betty siempre sentía llegar tarde a todos los sitios.
Betty se despidió de su madre por la ventanilla del autobús. Su madre desde fuera le hacía el gesto de que comiera. Betty miró la bolsa que su madre le había dado. Había tres zanahorias, un huevo cocido y pelado con un poco de sal y mostaza. No había un sándwich. A Betty no le gustaban los sándwiches. No entendía por qué había que meter la comida entre pan. El autobús arrancó. La madre de Betty lo siguió unos metros saludando con la mano a su hija que no dejaba de mirarla por la ventanilla. Betty se alisó la falda del vestido. Con la punta de los dedos se daba golpecitos en la frente. Estaba nerviosa. No le gustaba ver a su madre llorar. El autobús salió de Parkersburg.
Por el camino Betty contó trecientos sesenta y siete coches rojos, doscientos cincuenta y cuatro amarillos y ciento ochenta y tres verdes. Vio muchos grises pero no los contó. No le gustaba el gris. Al cruzar Charleston empezó a contar los camiones. Pero sólo los camiones que trasportaban troncos. Los de vigas o líquidos inflamables no le gustaban. Comió sus zanahorias. El señor de la visera de los Mountaineers la miraba. Estaba sentado en la fila de atrás. Betty hacía mucho ruido comiendo porque Betty no cerraba la boca.
–Disculpe, señora, podría… ¿señora?, ¿señora?
Betty no se dio la vuelta. Su madre le había repetido muchas veces que no debía hablar con nadie. Dejó de comer. Miró al frente. Se alisó dos veces la falda de su vestido. No quería hacer ruido al respirar. Si no hacía ruido podría convertirse en invisible y así el señor de la visera dejaría de llamarla. Y sí, el hombre de la visera dejó de llamarla. Enseguida se dio cuenta de que Betty era diferente.
El autobús aparcó en la vieja estación de Huntington, parecía estar anclada en los años cincuenta. Betty bajó del autobús cruzándose el bolso. Recordó las palabras de su madre. Era más seguro llevarlo de aquella manera. Se quedó de pie junto al autobús. No le gustaba andar entre la gente. Eso la ponía muy nerviosa. Su padre la vio. Se acercó a ella y la abrazó. Su pequeña niña. Su pequeña niña de treinta y siete años. Betty estaba tan contenta. Le mostró su lazo fucsia y sus mocasines blancos de motas negras. A su padre le encantaron. Estaba emocionado. Hacía casi seis mese que no la veía, quizá por un poco todo. Se montaron en la camioneta. Betty abrió su bolsa y ofreció a su padre la mitad del huevo cocido con sal y mostaza.

Aparcaron frente a la casa. Al subir las escaleras del porche, se encontraron con Elvira que salía en ese momento.
–¡Buenos días, Fred! –dijo la joven vecina cerrando su puerta.
–Chica, déjame presentarte a Betty, mi hija, acaba de llegar de Parkersburg.
Betty agachó la cabeza, no le gustaban las personas nuevas. Se zarandeó hacia delante y hacia atrás. Se apretó el lóbulo de la oreja y se alisó dos veces la falda del vestido.
–Hola, Betty, ¿cómo estás? –dijo Elvira con su fuerte acento extranjero.
A Betty le gustó la voz de Elvira. Levantó la cabeza y seria le respondió.
–Hasta Charleston he visto setecientos noventa y cuatro coches de colores, pero no los grises porque el gris no me gusta. Después de Charleston, he visto once camiones de troncos.
–No le gustan los de vigas ni los de líquidos inflamables –explicó Fred a su vecina.
–No sabía que tuvieras una hija, Fred –dijo Elvira con cierta ternura.
–Sí, vive con su madre. Es mi princesa, mi verdadera princesita –dijo Fred besando a su hija en la cabeza–. Ella también es mi princesa, ¿sabes? –susurró al oído de Betty señalando a su vecina–, la adopté cuando vino de fuera para no echarte tanto de menos, mi vida…

22 oct 2009

The Time Capsule

Tiempo de Intolerancia Susana Bonet
Eran las once de la mañana del sábado, y regresaba a casa después de haber ido al banco a cobrar un cheque. Pensaba que me iba a llevar más tiempo pero en cuatro minutos terminé con el asunto. Por lo tanto, ahora me quedaba todo el fin de semana por delante y eso me angustiaba un poco. No terminaba de acostumbrarme al desolado aspecto de aquel pueblo americano.
Entré en el humilde barrio residencial donde vivía y, al tomar mi calle, saludé a uno de mis vecinos, que estaba sentado en las escaleras de su porche bebiendo una cerveza, hey, chica, me dijo con el botellín en alto.
Justo antes de llegar a mi casa, un perro salchichero me cortó el pasó ladrándome como un viejo cascarrabias. Qué te pasa, le dije poniéndome de cuclillas intentando quedar a su altura. Estiré la mano para darle una palmadita en su estrecho lomo, pero antes de poder hacerlo el perro emitió un agudo grito y echó a correr.
―¡Eh, tú!, ¡no le hagas daño! ―gritó un niño desde la acera de enfrente.
―Yo… no… ―intenté explicarme mientras me ponía de nuevo de pie.
―No muerde, ¿sabes? Así que ¿por qué le pegas? ―siguió recriminándome el niño pero esta vez apuntándome con el dedo.
Por su actitud me imaginé que la discusión iba a ser larga así que me quité los auriculares de las orejas y los dejé colgando sobre mi hombre. Iba a empezar a defenderme cuando vi como su amigo, más bajito que él pero de unos nueve años también, le susurraba algo al oído.
―Perdón, señora… ―dijo el niño alto después de haber escuchado el no sé qué de su amigo.
―¿Señora? ―pregunté con los ojos como dos huevos fritos―, ¿ahora soy una señora?
Ninguno de los dos niños dijo nada, sólo me miraban con cierta inquietud. Les dije adiós con la mano, sin mucha gana, y empecé a caminar otra vez.
―¡Espera, señora, espera! ―gritó el más alto mientras el bajito le estiraba de la camiseta para que dijera aquello que parecía que él mismo no se atrevía―. ¿Puedes venir un momento? ―me preguntó al mismo tiempo que el pequeño me hacía el gesto con la mano para que fuera, eso me hizo mucha gracia. Lo cierto es que el mudito parecía la cabeza pensante del dúo, así que, curiosa, crucé la calle y me planté frente a ellos.
―Yo soy Shayne ―dijo el alto con enorme simpatía―, y éste es mi primo Jesse ―y los dos me ofrecieron su mano derecha para estrecharla.
Muerta de la risa, por aquel gesto tan sincronizado, estiré mis brazos y les estreché a la vez las manos. Aquello fue, lo que se dice, un buen saludo a tres bandas.
―¿Eso es un iPod? ―¡vaya, el mudito tenía voz!
―¿Esto? ―pregunté señalando los auriculares en mi hombro. Los dos niños asintieron―. Sí, es un iPod, ¿por qué? ―dije mientras lo sacaba de mi bolso.
Jesse volvió a decir algo al oído de su primo, y finalmente Shayne rebuscándose en los bolsillos del pantalón me dijo:
―Te lo cambiamos por esto ―y sacó en un rápido gesto, como si de un mago se tratara, un arrugado billete de un dólar.
―¿Mi iPod por un dólar? ―exclamé con la cara totalmente arrugada.
―Bueno… y si quieres te puedes quedar con Roosevelt los martes y jueves, ¿vale? ―negoció Jesse esta vez.
―¿Quién es Roosevelt?
―Mi perro ―dijo Shayne.
―¡¿El salchichero?! ―no daba crédito a la situación.
―Necesitamos tu iPod, señora.
―Elvira ―corregí a Jesse, pronunciando mi nombre en inglés para no tener que repetirlo catorce veces.
―Necesitamos tu iPod, señora Elvira.
―No, sólo Elvir… bueno, ¡qué más da!, ¡que no, que no os doy mi iPod!
Los dos chicos parecieron desistir y con frustración se sentaron al borde de la acera. Me dieron pena.
―Vale, hablemos, ¿para qué queréis mi iPod?
Jesse recobró la energía y me explicó lleno de ilusión que era para su time capsule.
―¿Time capsule? ―repetí intentando darle un significado en español, pero no conseguía entender aquel término aun conociendo las dos palabras.
Shayne salió corriendo en dirección a su casa y cogió algo de la mesa del porche. Regresó casi sin aire y me lo mostró.
―¿Un termo? ¿Time capsule es un termo? ―pregunté absolutamente confusa.
―¡Sí! Metemos cosas del presente aquí, lo enterramos y después, miles de años después, alguien lo encuentra y sabe cómo vivíamos ―explicó Shayne recobrando un poquito de aire.
―¡Aaaaaaaaaaaaaaah! ¡Claro! ¡Una cápsula del tiempo! ―grité en español.
Los niños se rieron al escuchar mi idioma.

La idea me gustó así que les pedí que me enseñaran que habían guardado dentro. Jesse abrió el termo muy voluntariosamente y me mostró un pendrive. Me dijo que habían escrito, en documento Word, una carta explicando quiénes eran, y habían adjuntado varias fotos de ellos y de Roosevelt. También habían seleccionado algunas páginas de Wikipedia con la biografía de Obama, Justin Timberlake, Undertaker, Smiley Ray Cyrius, Lebron James y Ben Stiller.
Me encantó descubrir, a ojos de unos niños americanos de nueve años, quiénes eran las personas más importantes del planeta. Jesse también sacó un sencillo móvil que por diecinueve dólares puedes encontrar en Walmart. Me contó que se lo había regaló su tía Edna por su cumpleaños, pero que su padre no le dejaba usarlo, y por eso no le importaba enterrarlo, sería más útil para la ciencia. Finalmente, con mucho esfuerzo, intentó llegar al fondo del termo y al ver que no podía, lo volteó dejando caer sobre la palma de su mano dos dientes.
―La muela es mía ―se apresuró a explicar Shayne con cierto orgullo― y la paleta es de éste.
―Pues chicos, creo que es genial, de verdad, increíble. La selección es perfecta, con eso ya lo podéis enterrar, no es necesario mi iPod, en serio, no es necesario ―dije fingiendo enorme confianza en mis palabras pero no estaba muy convencida de que estuviese siendo creíble.
Jesse, después de volver a meter los dientes dentro del termo, tomó del brazo a su primo y se alejaron unos metros de mí para deliberar. Se acercaron pocos segundos más tarde.
―Sí, lo vamos a enterrar sin tu iPod ―dijo Shayne retomando el papel de portavoz.
―¡Bien! ―exclamé dando una palmadita―, pues, chicos, pasad un buen día ―y sonriendo me di la vuelta para seguir mi camino hasta casa.
―¿Señora Elvira…?
Reconocí la vocecita de Jesse a mi espalda y girándome le pregunté qué pasaba.
―Señora Elvira, hemos pensado no meter tu iPod…
―Sí, lo sé, ¿y…? ―pregunté con miedo.
―Y también hemos pensado enterrarlo en tu jardín.
―¡¿En mi jardín?! ¿Por qué en mi jardín?
―Porque mi padre no me deja hacer agujeros en su jardín, ya se lo he preguntado ―explicó Shayne creyendo que su respuesta era de lo más razonable.
―¡Normal! ―exclamé con una risa irónica.
Shayne dio un codazo a Jesse y éste se apresuró a decir:
―Señora Elvira, si nos dejas enterrarlo en tu jardín te permitimos que escribas tu nombre en un trozo de papel y lo guardes en nuestra cápsula del tiempo ―y después de decir esto Jesse miró con esperanza a su primo Shayne.
Me ablandó aquella mirada tan llena de ilusión. A fin de cuentas, el jardín no era mío sino del señor Cole, mi casero. Si veía el agujero siempre podía echar la culpa a las ardillas, algo bueno tenía que tener el vivir en la montaña.

Una vez en el jardín, los dos niños buscaron un lugar apropiado y, por supuesto, decidieron que lo enterrarían en el centro.
Nos arrodillamos en el suelo formando un pequeño círculo. Jesse colocó el termo en el medio y los tres lo miramos como si de algo trascendental se tratara. Sí, yo también, en ese punto de la historia he de reconocer que estaba excitadísima con el hecho de poder participar.
Saqué de mi bolso una libretita y un lápiz, arranqué una hojita de cuadros y escribí mi nombre. Lo doblé y se lo di a Shayne que su vez se lo pasó a Jesse y éste, finalmente, lo metió dentro del termo. Todo un ritual de logística.
Después sacudí ambas manos hacia adelante, dando a entender que podían continuar con el proceso de enterramiento, pero ambos chicos se miraron levantando los hombros. Cómo, preguntaron al unísono.
―¿Cómo que cómo?
―No tenemos pala, señora Elvira ―aclaró Shayne.
Suspiré un par de veces y luego les pedí que me dejaran pensar. Pocos segundos después les dije que me esperaran. Entré en casa, eché un vistazo a la cocina y, cuando creí tener lo necesario, volví al jardín muy satisfecha de mi idea.
―Tomad, chicos.
―¿Una cuchara? ―preguntó incrédulo Jesse.
―No, una cuchara no. Mira, una, dos y tres cucharas ―expliqué señalando con el dedo cada una de ellas―. Tres cucharas hacen el total de una pala.
Más o menos les convenció aquella teoría y enseguida nos pusimos a cavar. Cuando terminamos, Shayne tomó el termo y al ir a ponerlo en el agujero Jesse gritó:
―¡Espera, espera!
Shayne se paralizó a medio camino.
―¡Espera! ―volvió a repetir Jesse―. ¡Escupamos!
―¿Qué?¿Unos a otros? ―al oír esta pregunta de Shayne no pude evitar soltar una escandalosa carcajada.
―¡No, idiota! ¡Dentro del termo! Así podrán saber de qué especie somos.
―¡Oh, genial!, ¡el ADN! ―vitoreé a Jesse. Realmente ese niño era un Einstein.
Abrieron el termo y escupieron, luego me lo pasaron a mí.
―¿Yo también puedo? ―pregunté halagada.
―¡Claro! Porque nuestro ADN es americano pero, como tú eres extranjera, los del futuro tienen que saber también cuál es tu especie.
Intenté ocultar mi risa, su razonamiento no dejaba de ser inocentemente encantador. Sin mediar palabra, tomé el termo y escupí dentro. Parecía que estaba todo preparado, así que Shayne, ceremoniosamente, cerró el termo y lo metió en el agujero asimétrico que habíamos conseguido cavar con tres cucharas.
Los niños, en un gesto muy espiritual, se dieron las manos y pidieron las mías. Los imité.
Después agacharon la cabeza y recitaron algo que no pude entender. Cuando terminaron, Shayne se dirigió a mí:
―¿Quieres decir unas palabras en tu idioma?
¡Vaya!, qué gesto tan bonito, qué bonito… Me quedé embobada mirándolos, ¿por qué el mundo no estaría gobernado por niños?, pensé.
Sin dudarlo tomé la palabra, pero cuando iba a empezar a hablar me di cuenta de que no tenía ni idea de qué iba a decir, así que, emulando el tono ceremonioso de los chicos, solté lo primero que me vino a la cabeza en español:
―Yo quiero un novio que me lleve a la bahía ―carraspeé un poco y continué―, que me diga vida mía y que me quite este calor, ay... ay, qué calor, qué calor tengo ―hice otra pausa porque empezaba a entrarme la risa―, qué buena estoy, qué tipo tengo.
―Amén ―dijo Shayne.
―Amén ―respondió Jesse.
―Amén ―dije yo escondida entre mis propios hombros y ocultando la risa tras mi mano.

Después tapamos el agujero y lo pisoteamos intentando dejarlo como antes, fue imposible. Les dije que no se preocuparan, que en poco tiempo la nieve haría el resto.
Me despedí de ellos frente a las escaleras de mi casa. Fred, mi vecino, nos miraba desde porche.
―Gracias, chicos, pasad un buen día ―les dije mientras tomaba de sus manos las cucharas que habían acabado completamente dobladas.
―Gracias, señora Elvira ―dijeron a dúo.
Los vi marchar y subí al porche.
―¿Qué demonios hacíais ahí detrás? ―preguntó Fred con enorme intriga.
―Nada, soñar... ―y con una triste sonrisa me metí en casa a pasar el resto del fin de semana.

13 abr 2009

Desidia con limonada

El ruido me hizo abrir un ojo. Sí, sólo uno porque el otro lo tenía completamente aplastado contra la almohada. Me llevé la mano a mi oreja izquierda. La tapé. No oía. La destapé. Oía. La tapé. No oía. La destapé. Oía. Gemí y con enorme esfuerzo me di media vuelta en la cama para poner al descubierto mi oído derecho y su avanzada ostosclerosis. No oía prácticamente nada, un zumbidito de motor allá a lo lejos. En momentos como aquel agradecía enormemente la sordera que había heredado de mi madre. A una apasionada del sueño como yo, tener un oído defectuoso era todo un lujo.

―Bueno, pues tengo muy buenas noticias porque va todo estupendamente, ¿eh, Elvira? Mira ―dijo Lauciraca, mi otorrino, mostrándome un diagrama dividido por colores―, has perdido ya más de un cincuenta por ciento de tu oído derecho, y eres incapaz de percibir los sonidos agudos cualquiera que sea su volumen, así que a este nivel tu agudeza auditiva en ambientes ruidosos va en rápido descenso, imagino que te costará seguir las conversaciones en bares, ¿verdad? Quizá empieces a tener algún episodio de vértigo o mareo pero nada serio ―terminó triunfante.
―Vaya… pues… sí que son buenas noticias, sí, sí… me quedo más tranquila…
Laucirica rió al ver mi cara desencajada, y después me explicó que si todo seguía su curso antes de dos años podría operarme y quedar como nueva, y al ser una mujer tan joven era todo un éxito. Yo, sinceramente, no comprendía qué tenía de exitoso estar más sorda que una tapia.

El ruido dejó de ser un leve zumbido para convertirse en un motor a propulsión dentro de mi habitación. Por mucha ostosclerosis que tuviera aquello era tan escandaloso que hasta el mismísimo Beethoven lo hubiera apreciado.
Me levanté tambaleándome, estaba borracha de sueño. Retiré las cortinas y abrí la enorme ventana de guillotina que daba al jardín.
―¡Fred! ¡Fred! ¡FreeeeeêêêêEEEED!!!
―¡Hey, Princesa! ―dijo mi vecino con la mano en alto apagando el cortacésped.
―¿Qué haces…?
―Arreglando el jardín para nosotros, que ya estamos en primavera, mira qué día tan hermoso hace ―hacía lo menos veinte grados y un sol picajoso―, está quedando bien, ¿verdad?, ¿qué?, ¿cómo lo ves, Princesa?
―Verde, lo veo verde ―respondí con cara de estreñida.
Fred dio un manotazo al aire dándome a entender que prefería ignorarme antes que discutir y volvió a conectar el cortacésped.
―¡Fred es domingo, las once de la mañana y QUIERO DORMIIIIIIIR!!!
Fred desconectó nuevamente la máquina y se plantó frente a mi ventana que estaba a escasos dos metros del suelo.
―¡Maldita niña malcriada! ¡Mueve tu pequeño culo blanco ahora mismo! ¡Termina de cortar el césped que también es tu jardín, señorita!
―¡No quiero! ―grité camino a la cama―. ¡Odio tu jardín! ―y me escondí bajo el edredón pretendiendo desaparecer.
―¡Pero si es tuyo también! ―pude oír a Fred desde fuera, no había cerrado la ventana.
―¡Pues para ti todo, porque lo odio, odio la naturaleza y la paz de este pueblooooo!
Acababa de pasar diez días en Nueva York y volver a Huntington estaba siendo muy duro.
―¡Odio esta calma rural, este aburrimiento, este no saber qué hacer diario, esta ansiedad, esta rutina aplastante, este silencio que sólo sirve para recordarme lo sola que me siento…!
Fred tardó en contestar y para cuando lo hizo ya había cambiado el registro de su tono.
―Vamos, Princesa… no digas eso, ven, ven al jardín que he preparado limonada, ven, chica, que podemos pasar un bonito día de domingo juntos… vamos, ¿Princesa… Princesa…?
Cobijada bajo la oscuridad que me proporcionaba el edredón empecé a llorar sin consuelo.
―¿Princesita…? Hey, vamos, dime algo… ¿Princesa…?
No podía seguir oyéndolo llamarme de aquella manera, así que me sequé las lágrimas y me levanté arrastrando conmigo el edredón, parecía la virgen María de West Virginia. Me asomé a la ventana, Fred me miró con ternura desde abajo.
―Es que no me gusta la limonada ―dije absorbiéndome los mocos―, pero me preparo un café y ahora bajo.
Fui a la cocina con el edredón a cuestas, me preparé el café y volví a mi habitación con la taza en la mano. Cuando levanté el edredón del suelo para recolocarlo sobre la cama, descubrí todo lo que había ido arrastrando a mi paso: un zapato, un paquete de pañuelos, un calcetín, una pelota de papel, el mando a distancia y una braga. Me reí recordando a mi madre. ¡La próxima vez que te vea una braga tirada en el suelo de tu habitación te la cuelgo de la lámpara!, me decía. Ahora no le quedaría más remedio que colgar mi casa entera de la lámpara. Hacía días que no limpiaba pero estaba tan deprimida que no veía la mierda que me rodeaba pero mañana, sí, sí, mañana lo iba a limpiar todo, claro, mañana.

Salí al jardín por la ventana de mi habitación para no tener que dar la vuelta a toda la casa. Pero al descolgarme recordé el legado de mi abuela Isidora: mis cortitas piernas. Vaya, ni estirando los brazos llegaba al suelo. Además no quería estirarlos mucho porque en una mano tenía la taza de café y antes prefería desnucarme a derramar una gota de mi elixir.
―¿Fred…? ―grité tímidamente chupando ladrillo, no podía darme la vuelta debido a mi postura. Pero Fred había vuelto a su cortacésped y estaba en la otra punta del jardín.
Intenté estirar todo lo posible los dedillos de mis pies pero nada, no sentía el suelo. Lo único que había conseguido era que se me resbalaran las chancletas. Decidí dar marcha atrás. Con un pequeño empujón pretendí impulsarme hacia arriba, con tan mala pata que el pantalón del pijama se me enganchó a un clavo de la fachada, así que yo sí conseguí subirme pero mi pantalón no, él se quedó abajo y mi culo saludó gustosamente a las ardillas y pajarillos de escena además de a:
―¡Pero, chica! ―gritó Fred escandalizado soltando la máquina sin desconectarla y viniendo rápidamente a mi rescate.
―¡Ay, Fred, que me he quedado estancada…!
―¡Estancada y con las vergüenzas al aire!, ¡pero qué chica, qué chica!, ¿por qué no sales por la puerta como todo hijo de vecino?
Me subió el pantalón y me cargó a su hombro como un saco de patatas. Era mayor pero conservaba su fuerza, me recordó a mi abuelo antes de su caída. Me dejó sobre una de las sillas. Se lo agradecí y miré con pena mi taza de café vacía, se me había derramado todo. Fred, percatándose de la situación, me quitó la taza de las manos y llenó un vaso de limonada y me lo ofreció.
―Ya sé que no te gusta pero está rica, vamos, pruébala, te sentará mucho mejor que el café.
Tomé el vaso con mis dos manos y me hundí en él. No pude evitar desbordarme nuevamente por esa tristeza tan injustificada que sentía desde hacía días pero que estaba terminando conmigo.
―Pero, Princesa, ¿por qué lloras, qué es lo que pasa contigo? ¿Eh, chica?, dime… ―me preguntó Fred con preocupación sentándose junto a mí.
No supe explicarle mi malestar porque ni siquiera yo entendía qué me pasaba. Así que le mostré mi vaso de limonada y entrecortadamente le dije:
―Es que… hay una hormiga dentro… dentro de mi limonada...
Fred me estrujó en sus brazos.
―Llora, Princesa, que todos tenemos derecho a sentirnos mal, tú ahora llora, llora, que ya rescataremos a la hormiga más tarde.

18 ene 2009

Superviviente

Las bolsas estaban encima de la mesa de la cocina. Etienne abrió la nevera y se quedó pensativo mirando la balda de los yogures.
—Algo va mal —me dijo cuando me acerqué a él para darle un beso.
—¿Crees que deberíamos haber comprado más? Bueno, todavía nos quedan los naturales ahí, seguro que se les pasa la fecha de caducidad, siempre igual —lo besé en la comisura de los labios.
—No, no digo eso, me refiero a nosotros, no sé… pero no estamos bien.
—¿Cómo dices? ¿Nosotros, pero qué nos pasa a nosotros?
—Buff… no sé… pero no podemos seguir así… Yo no estoy bien y tú tampoco, no te adaptas a Francia, se te siente triste, no eres la misma desde que llegaste, creo que es mejor que vuelvas a Bilbao y seas realmente feliz porque te lo mereces.
Un dieciséis de septiembre me dejaba, frente al frigorífico de nuestra casa de Lyón, después de haber hecho la compra semanal en el Carrefour. Bajo una escalofriante flema francesa me aseguró que era lo mejor para mí, quince días después me confesó, en el sofá del salón, que se llamaba Severine, que la había conocido antes del verano, y que le encantaba porque corría maratones y hacía viajes a África. Me bastó una semana para empaquetar todas mis cosas, meterlas en el coche y arrancar hasta llegar a casa de mis padres en Bilbao. Se me metió el alma en el bolsillo del pantalón cuando, a las dos de la madrugada, mi madre me abrió la puerta y me abrazó.

Entré en Cruz Blanca, vi a Marieta pidiendo en la barra. No nos veíamos desde hacía casi dos meses pero no fue un reencuentro efusivo. Me miró y me abrazó tiernamente, venga, chiquitina, venga. Nos sentamos en una mesa alta, ella con un botellín de agua y yo una tila. Poco a poco fueron llegando todas, que con cariño me besaban y me preguntaban en silencio qué coño había pasado. A pesar de no haber echado azúcar a la tila, la estuve removiendo durante toda la hora mientras las oía hablar de esto y aquello. La angustia me llegó de dentro, me apretaba el estomago para no dejarla salir, sorbito de tila, tintineo de cucharilla en una taza casi vacía y un gusano amargo que me subía por la tráquea, me faltaba el aire. Se me escapó el dolor sin darme cuenta, ellas callaron, yo me estrujé las tripas para calmarme pero terminé por vomitar llorando mi tristeza.

Su despacho a primera vista me pareció bastante cutre, todo hay que decirlo. Me senté en una de las sillas que tenía frente a la mesa.
—Bueno, bueno, Elvira, a ver, dime, ¿qué te trae por aquí?
Por favor, si ese tipo con pinta de jesuita iba a ser mi psicólogo preferiría que me trajeran directamente a mi verdugo.
Le conté lo ocurrido con Etienne e intenté expresar cómo me sentía, era difícil, no porque me pusiera a llorar cada dos por tres, sino porque casi no me dejaba hablar. Me cansé de que me interrumpiera así que terminé mi relato de cualquier manera.
—Elvira, Elvira, Elvira… —dijo reclinándose sobre la mesa y mirándome como si me fuera a decir que padecía cáncer terminal—, tú no estabas enamora de él, a ti lo único que te asusta es el que dirán, temes que te juzguen, sobre todo tu madre, tu madre, Elvira. Pero te puedo asegurar que tú a Etienne no lo querías.
¡La madre que lo parió! ¿Dónde coño le habían dado el título de psicología, en CCC curso rápido? Escuché sus sandeces una detrás de otra sin pestañear, le pagué los 75 euros y cuando su secretaria me preguntó la fecha de la próxima consulta le dije que se fuera a la mierda. Salí corriendo, al llegar a la carretera el semáforo estaba en rojo y tuve que esperar, se me hacía eterno, maldito semáforo de mierda, quería pasar y llegar a casa cuanto antes, pero no se cambiaba a verde, empecé a agobiarme muchísimo imaginándome que me tendría que quedar allí de por vida. Y otra vez me vino sin avisar esa nausea incontrolada en forma de llanto. Intenté taparme la boca pero no podía dejar de llorar. Una señora se me acercó temerosa.
—Pero bonita, ¿qué tienes?, ¿te llamo a un taxi?
—Yo claro que lo quería y… yo… lo quería con toda mi alma… cómo puede decir que no…
—Ay, bonita, no sé qué dices.

No habían pasado ni dos semanas desde que llegué a Bilbao y sentía que la gente no me entendía. No me había atrevido a contar lo que realmente había pasado entre nosotros, no tenía el valor. Era una sensación de aislamiento total porque en el fondo sabía que el único que podía entenderme era él, mi Etienne. Cogí el teléfono y lo llamé.
—Hola, ¿cómo estás?
—Ey, bebé, vaya… ¿qué tal?
—Bien, bien, nada especial que contar pero, bueno, quería saber cómo estabas y por eso te llamo.
—Claro, claro, bueno, yo también bien, hoy un poco más triste pero bien.
Se me encogió el corazón al escuchar eso. Sólo tenía que pedírmelo y yo iría, no tendría que explicarme nada, nada, sólo decirme: ven, bebé, vuelve a casa.
—¿Y eso? eh… ¿por qué? Cuéntame.
—Buff… es que me pesa, me pesa mucho.
—¿La situación...? —pregunté con esperanza.
—¿Eh? no, no, no. Me pesa que tengo que cambiar de coche, ya sabes, y hoy he ido a Peugeout porque estaba convencido de que hacían un 20% de descuento pero no, que ya no, y tal, y vamos, que sin la oferta no creo que compre el coche.
Fue como si en una heladería pidiesen un helado de corazón, por favor, entonces el heladero con su cucharilla cóncava se acercara a mi pecho y me empezara a rascar el tórax y a sacar trocitos de mi corazón a cucharadas, y luego las tirara con golpes secos a la tarrina de plástico, ¿quiere sirope o chocolate por encima? No, gracias, solo tiene mucho más sabor.
Era duro darse cuenta de que el hombre del que había estado tan enamorada en los últimos cinco años, me había borrado de su vida de un plumazo.

Creí necesitar una eternidad para poder olvidarlo, pero ni siquiera habían pasado dos años y recordar el sentimiento de abandono se me hacía prácticamente imposible.
Cogí la taza de café y abrí la puerta de la calle. El porche estaba nevado, hacía, por lo menos, diez grados bajo cero, West Virginia se había congelado. Respiré profundamente con la boca abierta para sentir el frío helarme las entrañas, me encantaba aquella sensación. Después, apreté la taza contra mi pecho intentado encontrar un poquito de calor.
La puerta de mi vecino se abrió.
—¡Princesa!, ¡te vas a congelar!, ¡entra en casa! —gritó Fred al verme en pijama.
—Tranquilo, Fred, estoy bien…
Fred entró en casa farfullando no sé qué y al segundo salió con una manta.
—Toma —dijo colocándomela alrededor, tan fuerte que casi no me dejaba moverme.
—Pero… ¡FRED! ¡Mírame! Entre la manta, el café y las pantuflas parezco una superviviente del Katrina.
Fred se rió.
—Chica, ¡eres una superviviente!
Lo miré con cariño.
Fred, mientras bajaba las escaleras del porche, me preguntó si necesitaba algo del súper.
—Pan de molde, por favor, paquete pequeño, ¿eh?, del pequeño —insistí.
—¿Tamaño para solteros?
—Sí, tamaño para solteros —contesté riéndome.
—¡Pan de molde, tamaño solteros para mi Princesa Superviviente! —fue tarareando Fred hasta meterse en su camioneta. Desde allí me dijo adiós con la mano, saqué tres deditos de la manta y me despedí de él.
Me apoyé en el marco de la puerta y volví a tomar una bocanada enorme de aire helado, todo mi cuerpo tembló y me sentí inmensamente llena de vida, otra vez.

14 dic 2008

Diálogo congelado

Enfundé el portátil en la mochila. Metí un yogur bebible y un plátano en el bolso. Guardé las llaves del despacho en el bolsillo del abrigo, para tenerlas a mano nada más llegar, y cerré la puerta de casa. ¡Ay, mierda!, ¡las llaves del coche! Volví a abrir la puerta haciendo malabarismos con la mochila y el plátano saliéndose del pequeño bolso. Entré en casa de nuevo y busqué con la vista las llaves. Repasé todas las superficies y nada. A ver, piensa, ¿dónde las has puesto? Rápido porque en menos de 40 minutos tus alumnos pretenden hacer un examen. Recordé mis últimos movimientos antes de salir de casa, lo que me llevó al baño y nada, a la habitación y nada, a la cocina y nada, ¡espera!, si has cogido el yogur quizá… Abrí la nevera y allí estaban las pobres, muertitas de frío, junto a los yogures y el tuper de pavo. Me miraban con cara de por qué nos haces esto si siempre nos pillas a mano cuando nos necesitas. Las cogí y me disculpé.
—Lo siento, chicas.
—Bueno, mientras no nos tires al retrete.
Nuevamente me equipé con todos los bártulos y salí de casa.
Estaba todo nevado. Bajé las escaleras del porche con cuidado, sería muy mío en aquellas condiciones bajarlas de culo, y no tenía ninguna gana. Me sujeté a la barandilla granate, vaya, se está descascarillando, pensé. Qué desastre, nuestro palacio se desmoronaba otra vez.
Frente al coche, metí la llave en la puerta y la giré. Tiré para abrirla pero aquello no se movía. A ver, otra vez. Nada. ¿Qué estaba pasando, habían intentado robarme? Me agaché y puse mis narices a la altura de la cerradura pero… si... ¡está congeladaaaaaaaaa!!!
El hielo había hecho efecto Loctite. La puerta estaba lapada al coche por una transparente masa fría.
¡¿Qué hago?! Empuñando las llaves en la mano, con el bolso de bandolera, la mochila en el antebrazo y dando saltitos para evitar caerme en la nieve, fui corriendo hasta la puerta del copiloto. ¡Congelada, también! Miré mi reloj, faltaban treinta minutos para el examen.
Vale, tranquilidad, pide ayuda, me dije. ¡¿A quién?¡, me respondí nerviosa. ¡No sé, mujer, pues… a Fred o a cualquiera, vives en un barrio residencial lleno de casas!, me grité intentando hacerme reaccionar. Seguí mi propio consejo, así que me coloqué en mitad de la estrecha carretera. Porque estaba todo nevado que si no hubiese dicho que era un desierto. Nunca había nadie por la calle. Era el pueblo fantasma.
Dando saltitos y cargada con mis cosas como un árbol de navidad, volví al coche. En un acto de desesperación intenté hacer la cosa más estúpida jamás pensada. Como si de un soplete me tratara, empecé a echar mi aliento a propulsión alrededor de la puerta.
—Buenos días.
Me erguí rápidamente y sin darme la vuelta le devolví los buenos días a ese alguien que pasaba por ahí. Estaba completamente abochornada.
—Mañana de frío tenemos hoy, ¿eh?
—Vaya… ya te digo —dije tiesa como un palo y con la mirada fija en el más allá.
Oí sus pasos alejarse y me relajé.

Es que eres tonta de remate, me increpé, ¿por qué no le has pedido ayuda? ¡Porque me ha visto echar estúpidamente el aliento a la puerta congelada de mi coche!, me contesté con rabia. Pues eso, más tonta y no naces. La lista, la que todo lo sabe, a ver, pues, ¿qué harías tú? Bueno, ya, chicas, dejad de discutir. ¿Quién ha dicho eso?, me pregunté asustada. Yo no, me respondí. Aquí hay tres voces y sé que dos son mías pero la tercera me sobra. ¿Quién está ahí?, me volví a preguntar. ¡Hey, soy yo!, la narradora. Uy… por si éramos pocos parió la abuela. Bueno, un poquito de respeto, ¿no? que como buena narradora debo poner orden en los diálogos y esto se nos está desmadrando. Pero ¿y ésta quién es?, me volví a preguntar sin enterarme de mucho. Mujer, ésta es la que va de escritora, la pobre… escribe como el culo pero nadie se lo dice y claro… se emociona, y ¡hala!, venga cuentos y tú y yo, vamos, quiero decir, yo y yo a pringarla. Chicas, os estoy oyendo, os recuerdo que soy narradora omnipresente. Ni caso, que ahora empezará con su rollo de soy como dios: creadora de mis personajes, déjala con su ego, tú dale al aliento que en menos de 20 minutos tienes examen y la puerta sigue congelada, dale, dale.
—¿Estás bien?
Estoy escuchando una cuarta voz, os lo juro, ¡soy cuadripolar!
—Princesa, ¿estás bien? —volvió a repetir la cuarta voz.
Me di la vuelta con entusiasmo, sabía que estaba salvada.
—¡Fred! Oh, menos mal. Mira cómo está el coche y en quince minutos tengo que hacerles un examen a mis alumnos y no llego, no llego, no llego...
Creo que pude trasmitir el dramatismo suficiente para que añadiese inmediatamente:
—Pues te llevo yo, vamos, princesa, sube a la camioneta.
Me monté con todos mis trastos. Fred arrancó.
—¿Con quién hablabas?
—¿Qué…? —respondí intentando evadir la pregunta.
—Cuando te he encontrado estabas hablando sola.
—Ah… ¡eso!, ¡ja, ja, ja! —forcé una falsa carcajada—, no, lo que pasa es que a veces hablo con mis personajes, cuando me encuentro con situaciones que pueden ser relatadas pues empiezo a crear un cuento —así, sin más, lo dejé caer.
—Ya… —dijo Fred absolutamente incrédulo.
Continuamos el camino sin hablar hasta llegar a la puerta principal del viejo edificio de la universidad.
—Oye, princesa, a las cinco ya se hace de noche y no quiero que andes sola por ahí, así que antes de salir llámame que te vengo a buscar.
—¡Oh, gracias, Fred! —agradecí su detalle mientras me bajaba de la camioneta.
—Y oye… —titubeó antes de empezar— y… ¿yo soy personaje de alguno de tus cuentos…?
—Tú eres el rey de mi palacio, Fred, y ¿sabes…? —continué ilusionada—, tenemos una barandilla granate en nuestro porche…
—¿Granate? —preguntó asombrado.
—Granate… —contesté.
Le dije adiós con la mano mientras le sonreía y cerré la puerta de su camioneta.

11 nov 2008

La noche del cambio

Knock-knock
—¿Seeeeeee…? —dije sin levantar la cabeza de mi portátil.
—Hola, guapa, ¿qué haces?
Mi jefa acababa de entrar en mi despacho con una enorme sonrisa y su desparpajo habitual.
—Intentando terminar esto —contesté señalando a mi portátil.
Mi jefa se acercó y empezó a fisgonear por encima de mi hombro el documento word que tenía abierto.
—Buff, chica, creo que tus alumnos no van a tener nivel para entender esto, ¿eh? ¿Grupo?
—Doscientos tres —dije automáticamente con la vista perdida en la pantalla.
—Un doscientos tres no tiene nivel para el texto que estás escribiendo, cámbialo. Chica, abarca menos, estamos en América…

Sí, pero acababa de llegar de Singapur donde el nivel exigido era mínimo también. Y tres cuartos de lo mismo me ocurrió en Francia, pero ¿qué pasaba?, ¿que el mundo estaba lleno de retrasados mentales a la hora de aprender español? No quise entrar en la eterna discusión sobre la capacidad del alumno, así que seleccioné todo el texto y presioné back space sin pensármelo dos veces.
—Chica, qué radical, ¿no?, con haber cambiado un par de cosas hubiese sido suficiente.
Miré a mi jefa con cierta desesperación cansina.
—Uy, qué carita… —dijo arrastrando, hasta mi lado, la silla que estaba detrás de la mesa—. A ver, ¿qué te pasa? —me preguntó y se sentó.
Que me sentía triste y terriblemente sola. Que no encontraba el sentido que me hubiera llevado a ese pueblo con menos de cuarenta mil habitantes en la América profunda. Que estaba muy cansada de llevar una maleta bajo el brazo. Que era frustrante trabajar para alumnos poco motivados. Que sentía que perdía mi jardín. Que odiaba conducir y no tenía más remedio que coger el coche diariamente. Que tenía la casa llena de arañas. Que me daban ataques de ansiedad cuando a las seis de la tarde mi barrio estaba oscuro y completamente silencioso. Que no merecía la pena tener una vida excitante si no podías compartirla con nadie. Que no podía dejar de pensar en él.
—Nada, Luisa, que hoy he dormido muy mal… —dije pellizcándome el labio, gesto inequívoco de que estaba mintiendo.
—Bueno, ya sabes que eres nuestro bebé, y aquí estamos todos para lo que necesites, ¿vale? —dijo apretándome la mano—. Y ahora recoge todo que nos vamos a casa de los Stanford a ver la noche electoral. ¡El gran día ha llegado, chica, hoy es la noche del cambio! —estaba entusiasmada.
Le agradecí el gesto pero dije que no iba. Quería evitar multitudes aquella noche. Luisa se lamentó y me hizo prometerle que estaría bien, después se marchó cerrando la puerta.
Me hice una pequeña pelota sobre la silla y empecé a llorar como una niña asustada.
Llegué a casa arrastrando los pies y con un enorme dolor de cabeza después de haber estado llorando casi toda la tarde.
Encendí el televisor. En el dormitorio me quité los botines y los calcetines, me encantaba andar descalza, tenía toda la casa enmoquetada. Era una delicia. Fui a la cocina y abrí la nevera, no tenía muchas ganas de preparar nada, así que cogí un yogur y una mandarina. Me senté en la butaca y, mientras pelaba la mandarina, me fijé en el mapa electoral del escrutinio que mostraban en televisión. Muchos de los estados del este ya tenían color azul o rojo.
¿Ohio demócrata? ¡¿Florida demócrata?!!! Dejé de pelar la mandarina y decidí prestar un poco más de atención porque quizá iba a ser verdad eso de que sería la noche del cambio.
No terminaba de enterarme muy bien qué decían por televisión así que decidí coger la calculadora y empezar con mis propias sumas.
A ver, Nueva York demócrata, ¿no?, entonces… más treinta y un votos, más… más veintiuno de Pensilvania, más veinte de Ohio, vein-te, veinte, ya, más, más… a ver… ¡a ver, señora calle un poco y saque el mapa otra vez que no me entero! Me reí, me parecía a mi madre hablando sola con la tele. La reportera desapareció y el mapa se volvió a mostrar y continué con mis cuentas. Más... más, a ver, Ohio, ya lo conté, ¿no?, pues, más trece de Virginia, tre-ce, y quince de Carolina del North, North, North, súper North, y… y… veintisiete, de Florida, jo, veintisiete, ¿eh?
Seguí gritando a la periodista que se empeñaba en mostrar las imágenes de la gente agolpada en el Grant Park de Chicago, y no me dejaba aclararme con el mapa electoral. ¡Pero qué pesada, mona, pon el mapa, MA-PA!!!!!
Pero no me hizo falta terminar con mis cuentas para ver el resultado: Obama ganaba y por mucho. Aunque varios estados del oeste estaban todavía sin colorear, California era imposible que se convirtiera en republicana de repente así que cincuenta y cinco puntos estaban asegurados para los demócratas, con lo que conseguirían 273 votos y, por lo tanto, la presidencia.

No me lo podía creer. ¿Obama presidente? Obama presidente… Poco a poco se iban terminando de colorear todos los estados. Los demócratas pasaron de los 273 votos, y de los 286. Las imágenes de la gente en la calle en Nueva York y Chicago eran increíbles. Y de los 301, y 316, y de los 337… Obama era presidente. Obama era presidente con 364 votos finalmente…

Me levanté, cogí el tuper de la nevera, me puse un jersey y toqué la puerta a mi vecino.
—Fred, soy yo, abre… Fred…
—Está abierta —oí desde dentró.
Empujé la puerta y entré. El salón estaba a oscuras, sólo la televisión iluminaba la habitación. En el sofá estaba Fred sentado con las piernas juntas y los codos sobre sus rodillas. Entre las manos su cabeza. Lloraba como un niño mirando el televisor. Me senté a su lado sin decir nada. Imité su postura juntando las piernas y sujetando con ambas manos el tuper sobre mis rodillas. Frente a nosotros la imagen del nuevo presidente Obama y su familia saludando a la multitud del Grant Park de Chicago.
—Hemos ganado, princesa… hemos ganado… —dijo Fred con la vista clavada en la televisión.
—Sí, Fred… hemos ganado… —repetí muy bajito.
Fred me miró y, aunque seguía llorando, sonrió y me susurró:
—Eres una chica afortunada, que ha llegado a América para vivir un hecho histórico…
Sus palabras se colaron directamente en mi ánimo que estremecido encontró un sentido.
Apreté con más fuerza el tuper entre mis manos, lo levanté y finalmente se lo ofrecí.
—Toma, Fred… son para ti, son peras… al vino… al final compré vino… —las lágrimas me caían silenciosas.

4 nov 2008

El Porche

—¡Hoy es mi día libre y tu música me ha despertado!!!!!

Eran las nueve de la mañana, cerraba la puerta de casa mientras los gritos de mi viejo vecino me taladraban el oído derecho. Intenté disculparme lo más rápido posible, no por sentirme culpable sino porque llegaba tarde a la universidad. Parecí convencerlo de mi inocencia y, tras un par de gritos más, me dejó marchar.

Vivía en una pequeña casa de una sola planta, en un barrio típicamente americano. En su día la dividieron para hacer dos apartamentos que compartirían la pared del salón y del baño, además del jardín trasero y las escaleras de la entrada.

Tres días más tarde de aquel episodio, me levanté con energía suficiente como para hacer peras al vino. Sólo había un problema, no tenía vino. Miré por la ventana de la cocina y vi que llovía, así que el ir a la tienda quedaba descartado. Me preparé un café para pensar mejor. Rebusqué en mi pequeña bodega y en la nevera y las posibilidades eran las siguientes: peras al Martini rojo, a la cocacola, a la cerveza, a la leche, al jerez o al zumo de tomate. Bien, creo que al jerez puede colar, pensé.
Después de una hora tenía cuatro peras borrachas de jerez caramelizado en una cazuela. Probé una y fui incapaz de terminarla, estaba tan rasposa que se me pusieron las papilas como escarpias. Necesitaba volver a pensar así que me hice otro café. Después del segundo trago me empecé a reír, tenía claro qué iba a hacer.
Metí las tres peras restantes en un tuper, me puse un jersey y toqué la puerta a mi vecino. Con una enorme sonrisa se las ofrecí y le pedí disculpas por molestarle siempre con mi música. El hombre estaba completamente sorprendido, apenas atinó a darme las gracias.
Dos días después me devolvió el tuper con pastel de brócoli dentro, y me aseguró que la música no le molestaba siempre, sólo un poco por las mañanas. Le invité a tomar un café y a compartir el pastel de brócoli. No quise comérmelo sola, tenía miedo de que estuviera rasposo también, pero descubrí que mi vecino, a pesar de su ruda apariencia, era un excelente cocinero y una maravillosa persona.

Dos semanas más tarde, cuando llegué a casa me paré en las escaleras y las miré. Mi vecino estaba colocando una de sus plantas en el segundo escalón.
—Oh, Fred, tenemos que hacer algo con este porche —dije con aire pensativo.
Fred se tuvo que sentar en las escaleras porque creía morirse de risa.
—¿Porche? Pero, princesa, ¿dónde ves un porche? —me preguntó entre carcajadas.

Bien, vale, no era propiamente un porche sino cinco escalones desnivelados con una oxidada barandilla a cada lado, y un diminuto descansillo ante las dos puertas.

—Creo que podemos pintar la barandilla… —dijo la princesa propietaria de un palacio.
—Eres adorable, chica, haz lo que quieras pero antes llama al dueño, no quiero problemas, ya sabes cómo es. Además es mejor que lo llames tú porque yo siendo negro creo que puede malinterpretarlo.
Me reí, pero desgraciadamente no le faltaba razón.

Ese mismo fin de semana empecé con la pintura.
—Fred, ¿rojo o negro? —pregunté a mi vecino, mostrando los dos botes de pintura que me había regalado un compañero del departamento.
—Mmm… ¿y si los mezclamos…? —contestó Fred ladeando la cabeza.
—¡Aye! ¡Genial, GRA-NA-TE! —estaba completamente fascinada.

Fred se ofreció a hacer la mezcla y a surtirme de cerveza a cada rato pero me dejó por entera la función de pintar, decía sentirse demasiado viejo.

Después de casi tres horitas de trabajo, estábamos los dos frente a las escaleras observando nuestra obra de arte. Subimos hasta el descansillo y Fred me pidió que esperara un minuto. Al cabo de un rato salió con dos sillas.
—Una para ti y otra para mí —dijo y cogió dos cervezas de la caja ofreciéndome una—. Una para ti y otra para mí —repitió—. Ahora sí que es un porche, princesa, porque tenemos barandilla granate como los reyes. ¡Hey, buenas tardes, Chad! —gritó levantando su brazo a nuestro vecino de enfrente que aparcaba el coche en ese momento.
—¡Hey, Fred! ¿Cómo va eso? —saludó Chad.
—Aquí, disfrutando del porche.
—¡Ja, ja, ja, ja! Del porche, dice, ¡serás cretino, Fred!
Le acompañé en la risa, la situación era de lo más disparatada pero me encantaba.
—No hagas caso, princesa, seremos la envidia del vecindario —me aseguró Fred en tono confidencial.
—Ven, Chad, te invitamos a una cerveza en nuestro porche —dije riéndome todavía.
Fred me miró enfadado y luego, dirigiéndose a Chad, añadió:
—Vale… puedes venir... pero ¡la silla te la traes tú!