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9 nov 2024

El parador (I)

 

Psycho de Francesco Francavilla

Siempre tuve claro que lo de tener hijos no era para mí. El planeta jamás necesitó de la existencia de mis vástagos y eso lo supe ver. Somos muchos, alguien tenía que dejar de parir y me presenté voluntaria. Además, concebí la vida como un paseo sin responsabilidades, entiéndase, las básicas sí, pero ninguna añadidura extra que hipotecara mi tiempo libre. Porque quien verdaderamente es consciente de que lo dispone, lo disfruta perdiéndolo. El malgaste temporal es el cuarto pecado capital para aquellos que desoyeron el aviso terrenal de aforo completo. Cuidad de vuestros hijos, infelices, y justificad la desdicha que os acosa incansablemente con la farsa de la plenitud humana. Sed rebaño de un torrente ciego y sentíos parte indispensable de una sociedad trilera. Que yo, libre y angosta, me retozaré siendo…

—¿Te refieres a los dos?  —pregunté por teléfono.

—Sí, a los dos —contestó Almudena—. Son chavales majos, tienen sus cosas, pero no te van a dar guerra en todo el fin de semana, te lo prometo. Elvi… por favor… Dime que te los llevas.

Había decidido no tener hijos, sin embargo, me había sido imposible no enamorarme de mi mejor amiga, quien como madre soltera, delegaba en mí a su querubín de quince añitos de vez en cuando.

Almudena debía llevar a su madre, con una demencia senil bastante preocupante, a Valladolid a casa de su hermano. El estado de la madre provocó que los tres hermanos se pusieran de acuerdo para repartírsela cuatro meses al año, como el San Pancracio que rotaba en el vecindario de mis padres cuando era pequeña.

Era sábado por la mañana y estaba con Abel y su amigo, en la estación de Chamartín esperando a nuestro tren para ir a un parador de la provincia de Salamanca. Almudena le había regalado a su hijo una estancia en este parador por tener fama de estar encantado y de escucharse los llantos de una mujer en sus pasillos. Abel llevaba tiempo siguiendo podcast y programas de misterio y había decidido documentar la experiencia de Salamanca con su amigo.

—Mateo te llamas, ¿verdad? —dije. El chico asintió y se dio media vuelta—. Bueno, pues nos lo vamos a pasar muy bien los tres. —Abel también me dio la esplada y yo fijé la vista en el panel de salidas rogando ser engullida por un agujero de gusano para estar ya de vuelta.

En el tren los chicos se sentaron juntos. Parecían dos cucarachas con capucha. Habían reclinado los asientos y repanchingados miraban las pantallas de sus móviles con auriculares. Yo, como buena señora de casi cincuenta años, había ocupado el asiento de delante, había sacado el libro y el botellín de agua del bolso, el cual lo había colocado bajo el asiento delantero, y con los brazos cruzados inspeccionaba que nadie subiera una maleta de gran peso en la parte superior.

—Perdone, perdone —avisé a un hombre de poco más de treinta años—, considero que esa maleta es demasiado grande, así que para que no haya incidentes mejor déjela al final del pasillo, en el área de maletas.

El hombre me miró, pero no dijo nada, alzó la maleta y la colocó en el compartimento de arriba. Su acompañante le preguntó por mí, por lo que le había dicho.

—Nada, una loca… —contestó.

¿Loca yo, caballero? Apreté los labios y emití un suspiro lo suficientemente alto para que lo oyera. Quería incomodarlo, no lo conseguí, otra cucaracha que se puso sus auriculares. Pegué un traguito de agua y, después de estirarme cuatro veces el jersey por la parte de delante, volví a cruzar los brazos en busca de mi siguiente víctima.

El tren arrancó y del bolso saqué un paquete de Sugus.

—¿Un Sugus, chicos? —pregunté dándome la vuelta. Metí el paquete entre el hueco de los dos asientos. Abel se quitó un auricular.

—Paso de esa mierda —dijo.

—Genial. ¿Un Sugus, Mateo? —El chico levantó los hombros y miró a su amigo—. Coge si quieres —insistí. Alargó el brazo y metió la mano en la bolsa de plástico, sacó un puñado. Luego abrió la palma y me los enseñó.

—Cojo estos, ¿vale?

—Claro, los que tú quieras.

Abel lo miró y le robó un par de ellos de la mano. Me reí y me di la vuelta.

Tras un viaje tranquilo y antes de que hubiera podido empezar la pagina 103 de la novela, la megafonía del vagón anunció nuestro destino.

—¡Chicos! —exclamé poniéndome de pie—. Nos bajamos aquí. Coged las mochilas, ¡vamos!

Una vez en el andén miré a derecha y a izquierda y me di cuenta de lo poco que conocía mi país.

—¿Estás segura de que es aquí? —preguntó Abel, creo que con la misma inquietud que la mía porque aquella estación, por llamarla de alguna manera, estaba en medio de la más absoluta nada.

—Tu madre eso me dijo… —Leí de nuevo el cartel con el nombre del pueblo salmantino que colgaba del tejado de aquel apeadero y fingí tenerlo todo controlado—. Aquí es, aquí es. ¿Tenéis todas vuestras cosas?

Decidí tirar hacia la izquierda, como siempre hago, y justo en el andén de enfrente apreció una mujer bastante mayor con una niña de la mano. La saludé y le pregunté por el parador. Me dijo que sí, que era allí, que a seis kilómetros por carretera lo encontraríamos. Los chicos protestaron sin disimulo. Le pregunté si el camino resultaría peligroso, pero enseguida lo negó, dijo que apenas había tráfico. Salimos de la estación y tomamos la carretera. Comenzamos la marcha en fila de a uno por el estrecho arcén.

—¿Así seis putos kilómetros, Elvira? —Abel desde la posición del medio.

—¿Se te ocurre algo mejor? —yo desde la primera posición.

—¿Por qué no hemos venido en coche? —Mateo, el tercero.

—¿Por qué es ciega? —el segundo.

—¿Quién? —el tercero.

—Esta —el segundo señalando a la primera.

—¡No soy ciega! —yo—. Solo me falta un ojo y medio.

—¡Pues ciega! —el segundo otra vez.

—¿En plan ves sombras o en plan ves borroso y negro? Lo digo porque igual otro debería ir el primero —el tercero.

—Mateo, en plan hazme un favor y cómete un Sugus. —yo.  Abel se rio y pidió que paráramos.

Bebimos un poco de agua y tras conectar el GPS de su móvil, Abel tomó la primera posición, yo la segunda y Mateo seguía en la tercera. Este último, desconfiado, me preguntó si la enfermedad que me estaba dejando ciega era contagiosa, Abel volvió a reírse y lo llamó puto gañan. Le expliqué que no, que era hereditaria, que podía tocarte o no, como la lotería.

—Entiendo —dijo—. Yo tengo pie griego, lo he heredado de mi madre. ¡Ah y mira!, ¡mira! —exclamó y me hizo dar la vuelta y me mostró un lunar en la sien—. Este es de mi padre. Heredado también. Estamos jodidos, Elvira, con nuestros genes.

Intenté no reírme y asentí con la mayor empatía que pude encontrar en ese momento. Lo cierto es que, tras aquel acercamiento debido a nuestro defectuoso ADN, me contó las estrategias que tenían programadas para pillar a la mujer llorona de los pasillos del parador. Según lo iba explicando, Abel le puntualizaba con seriedad algún detalle desde la primera posición, se había erigido como cabecilla del grupo, riéndose a ratos con cierta condescendencia, como si estuviera en un estrato superior, más maduro y responsable. Y en ese momento, recordé las palabras de mi amiga “son chavales majos”, lo son, sí.

Tras casi una hora caminando por asfalto, encontramos un cartel que nos indicaba la desviación para llegar al parador. El camino se convirtió en gravilla y arena y continuamos durante unos veinte minutos más hasta encontrarnos frente a un viejo edificio de piedra de más de doscientos años.

—Bueno, chicos, pues aquí están vuestros fantasmas —dije.

Ellos ocultaron la sonrisa tras sus capuchas y entramos al parador.


(Continuará…)

 

22 dic 2023

"Este no es nuestro muerto"

 

El jardín de la muerte de Hugo Simberg

Almudena nos había dejado frente al Tanatorio Sur de Madrid con el único cometido de encontrar la sala 304. Tras aparcar el coche, ella se reuniría con nosotros. A priori el objetivo era fácil. Sin embargo, teniendo en cuenta que el equipo lo formábamos: su madre demente, su hijo botarate y su amiga mongola, la cosa no podía salir bien.

El ascensor se paró en el tercer piso y ordené a Abel que le diera la mano a su abuela. Giramos a la izquierda porque simplemente la derecha nunca me gustó.

—¿Es por aquí?  —me preguntó Abel.

—Sí, es por aquí. No sueltes a tu abuela, hay mucha gente.

La puerta de la tercera sala estaba abierta. No quise hacerlo, pero me pudo la curiosidad así que eché un rápido vistazo a su interior.

—Hay huevos rellenos —dije parándome frente a la puerta.

—¿Qué? —preguntó Abel.

—Huevos rellenos. Esos cocidos que se hacen con bonito y mayonesa, aunque yo los prefiero de chatka y gamba. Hay una mesa entera ahí dentro.

—Pero no es la sala 304.

—No, es la 321. Sala 321 con huevos rellenos. Cogemos uno y nos vamos.

—Vale. ¿Abuela tienes hambre?

Los tres entramos en la sala. No era especialmente grande pero allí podría haber 50 personas. Supuse que el difunto sería un ser querido, algo que me hizo reflexionar sobre mi último adiós; estaría a regañadientes mi hermano con su mujer y Almudena consolando a Joan, haciéndole entender que la defenestración había sido la mejor opción de entre todas las que baraja, por lo menos la casa se quedaba limpia.

Nos acercamos a la mesa y me di cuenta de que también había pulguitas de tomate con anchoa y triangulitos de queso untable con salmón. Cogí una servilleta y coloqué un huevo relleno encima, qué suerte, tenía gamba. Sonreí a Abel y le pedí que diera un triangulito a su abuela, era blando y lo podría comer bien.

—Hola, hola… Gracias por venir.

Frente a mí tenía una mujer menuda de avanzada edad que sonreía con languidez. Ladeó la cabeza y extendió sus brazos. Apreté el huevo en la servilleta y ladeé también la cabeza, porque si no empatizas con el dolor, imítalo.

—Sí…, cómo no iba a venir. ¿Qué tal…? ¿Qué tal…?

Me preguntó si el viaje se me había hecho largo. Apretando los labios negué con la cabeza. Siempre me habían dicho que tenía una cara bastante estándar por lo que podría pasar por la cuñada o prima o sobrina o tía lejana de alguien. Así que allí estaba yo recibiendo el profundo pésame de aquella mujer desconocida, mientras mi huevo relleno se me chafaba entre celulosa.

—¿Lo has visto ya? —me preguntó.

—¿A quién?

—A tu tío. —Y lanzó la mirada a la vitrina del fondo donde pude ver el féretro con la tapa abierta rodeado de coronas de flores—. Lo han dejado guapísimo.

Que la muerte y yo fuéramos íntimas amigas no significaba que lo fuera también de los muertos. Eran cosas muy diferentes. Aquella veneración por los seres inertes nunca la había entendido.

—No, todavía no, ahora enseguida voy a verlo… —dije y frotándole el brazo derecho me di media vuelta.

—Venga, nos vamos… —susurré al reencontrarme de nuevo con Abel—. Coge un par de pulguitas para tu madre y vámonos.

Abel obediente, envolvió los bocadillos en servilletas y se metió cada uno de ellos en los bolsillos de la cazadora. Mientras se lo veía hacer, era consciente de que algo no correspondía con lo que supuestamente tendría que ser. Di un paso atrás para ver la escena con mayor perspectiva y fue entonces cuando me di cuenta.

—Abel, ¿dónde está tu abuela?

Abel, a modo de periscopio, hizo un rápido recorrido a su alrededor.

—Estaba aquí —dijo—. La he soltado un minuto para que comiera mejor el triangulito.

—¡¡¡Abeeeel…!!! —grité sin hacerlo—. Te doy un nanosegundo para que la encuentres.

El bolso me vibró. Mientras veía desaparecer a Abel entre los sentidos familiares, saqué el móvil: Almudena.

—Ya he aparcado.

Tragué saliva, dejé en la mesa la servilleta con el huevo espachurrado e intenté aclararme la voz carraspeando.

—Fantástico, Almudena, eso es genial, ¡genial!, ¡bravo!, ¡bra-vo!

—…

—…

—¿Qué pasa, Elvi?

—¿Qué pasa de qué?

—Elvira, ¿estáis en la sala 304? ¿Has visto a mi tía?

—La he visto. La he visto, sí. Aunque no era exactamente tu tía.

—…

—Digamos que era otra tía. Muy maja también, muy atenta y considerada. Me ha preguntado por el viaje.

—¡¡¿Qué viaje?!!

Me derrumbé.

—Ha sido problema del ascensor, Almu, yo quería ir hacia la derecha, pero nos guiaban hacia la izquierda y luego, tu hijo, ya sabes, está en una edad tan difícil…, y los huevos, Almu, han sido los huevos.

—¡¡Elvira!!

—Estamos en la sala 321 —y colgué.

Localicé la cabeza de Abel entre el tumulto.

—¿La has encontrado?

—No.

—Pues tu madre viene hacia acá. A ver cómo le explicas la que has liado.

—¿Yo? ¡Ha sido culpa tuya! Se lo pienso decir a mamá. ¡Tú y tus huevos!

—¡Mis huevos!

—Sandra… pero Sandra, oh, Sandra, oh, cariño. —Un hombre octogenario me estaba abrazando—. Cariño mío, estando tan lejos y has venido. ¿Raúl está contigo? —Atónita miré a Abel, el viejo también lo hizo—. ¡Mecachis en la mar salada! Raúl, hijo, no te hubiera reconocido en la vida, mírate, qué mayor, ¿diecisiete, dieciocho?

—Mmm… Dieciocho.

—¡Mecagüen la leche! ¡Meca…! —Y lo abrazó con fuerza—. ¿Ya has visto a tu abuelo? ¿Ya lo habéis visto? —preguntó está vez mirándome a mí.

—No, ahora vamos —contesté.

—Id, porque transmite mucha paz. Se fue como era él, sin dar guerra y eso se nota. Es como si estuviera dormidito, plácido. Además, le hemos puesto el traje militar. —Abel y yo abrimos los ojos cual tarseros amarrados a un árbol—. Imponente, está imponente.

—¿Hola? —Almudena—. De la frase “Sala 304”, ¿qué no entendéis?

El viejo miró a Almudena. Almudena a Abel. Abel a mí y yo al viejo. Y esta vez, todos estábamos en el árbol.

—¿Dónde está tu abuela?

—Le han puesto el traje militar —contestó Abel.

—Imponente —añadí yo.

—¿Dónde-está-mi-madre?

—¿Eres hija de María Asunción? —el viejo.

—¡¡¿Dónde… —Abel se la llevó antes de que pudiera terminar su alarido.

 —Está muy afectada —expliqué al octogenario de quien me despedí inmediatamente después.

Intenté buscarlos por la sala. No daba con ellos. Pensé que desde la esquina del fondo tendría buena visibilidad. Allí, con los dedos pegados a la vitrina, encontré a Sabina. Miraba fijamente el féretro.

—Sabina, te estábamos buscando, anda, ven. —Le cogí una de las manos e intenté separarla del cristal.

—Lo han vestido como a un payaso —dijo.

—Sabina, este no es nuestro muerto. Vámonos —dije.

 

25 jun 2023

En la niebla manchega (tercera y última parte)

Cabeza de venado de Diego Velázquez

 Nota: Para contextualizar este relato es mejor leer la primera parte aquí y la segunda aquí.

Abel intentaba desencajar a Elvira de su silla. La tela que cubría la endeble estructura de aluminio se había roto y el culo de Elvira se había deslizado hasta rozar el suelo. Las rodillas las tenía paralelas a la barbilla y pedía auxilio desesperada. Abel hacía todo lo posible hasta que le entró la risa. La soltó de golpe y la masa amorfa que formaba Elvira cayó de lado. Los gritos y las risas hicieron que Almudena, desde dentro de la casa, se asomara a la ventana. Vio la escena frente al portalón y sonrió. Elvira completamente inmóvil empezó a reírse a carcajadas sin dejar de pedir ayuda exasperada. Sabina, sentada en otra silla similar a su lado, también se reía, bien por la situación tan circense o por las propias carcajadas. Las de Elvira eran profundas, parecían salirle del estómago, fuertes y contagiosas; mientras que las de Abel eran tímidas, como si estuviera luchando por no reírse. Abel tomó las manos de la amiga de su madre y, en un intento por liberarla, la arrastró por medio jardín, las carcajadas de ambos fueron en aumento hasta que Abel se desplomó en el suelo y boca arriba siguió riéndose. Almudena que había seguido toda la escena tras la ventana, pasó por última vez el trapo sobre la encimera de la cocina y, doblándolo por la mitad, lo colgó de la puerta del horno. Se restregó las manos en los pantalones y salió de la casona. Se acercó a su madre, tienes frío, mamá, le preguntó.

—¿Cómo voy a tenerlo? —y señaló con una risa tonta a su nieto y amiga.

—Sí, con semejante distracción una se olvida del frío.

Almudena entró de nuevo en la casa y del perchero de la entrada cogió su parka y las botas de gomas. Apoyada en el portalón se las puso. De una zancada bajó los tres escalones que separaban la entrada del jardín. Ayudó a su hijo a levantarse y entre los dos desencajaron a Elvira de la silla que seguía riéndose.

—¡Tu hijo es una bestia! —dijo.

—Tú que lo ayudas a serlo —replicó Almudena quien intentaba sacudirle la tierra que tenía en la parka y pantalones—. ¡Los dos tenéis mucho peligro! —Siguió limpiando a su amiga y cuando hubo terminado la miró y sonrió—. ¿Vamos a dar un paseo?

—Claro —contestó Elvira con cierta ilusión porque después del incidente de la escopeta Almudena había estado muy distante durante el almuerzo y parte de la tarde.

—Abel, quédate pendiente de la abuela, que no entre sola a la casa, si quiere ir al baño acompáñala.

Su hijo le contestó con un bajísimo “vale”, se sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y se sentó de nuevo junto a su abuela.

—Parece que tu madre está un poquito mejor —dijo Elvira. Ambas amigas se alejaban de la casa por un marcado sendero que conducía al bosque.

—Sí, según avanza el día se va centrando, es como si tras la noche su cerebro se volviera a reiniciar y todo lo que se hubiera ido asentando a lo largo de la jornada se hubiera perdido.

—Es triste.

—Lo es. Muchas veces me pregunto dónde está, en qué momento de su vida se encuentra. ¿Está viviendo en sus 84 años, en sus 50, en sus 20?, ¿dónde está?, ¿dónde narices está?

Elvira la miró con arrepentimiento y le agarró del brazo.

—Siento mucho lo de la escopeta de esta mañana, complico más las cosas. Lo siento de verdad —dijo.

Almudena sonrió sin mirarla.

—No te preocupes, perdí los nervios. —Tomó aire con pausa y añadió—: A veces creo que es envidia. Veo complicidad entre vosotros dos, sé que le caes muy bien y a mí solo me odia, mi hijo solo me odia...

Elvira se paró y tirando de ella la abrazó.

—Si yo fuera su madre me odiaría más porque estaría haciendo las cosas mucho peor, créeme, es fácil caer bien cuando no hay compromiso ni responsabilidad, es fácil, muy, muy, muy fácil. ¿Por qué crees que a partir de los 40 todo el mundo casado está desesperado por encontrar un amante? —Almudena rio—. Amo con locura a Abel, es el único hijo de amiga que tengo.

Almudena se separó sorprendida.

—Pero si todas tus amigas de Bilbao tienen hijos.

—Sí, bueno, pero no conozco a ninguno, son como trescientos, ya sabes lo que se dice: “En Bilbao no se folla solo se reproducen”. Me los pones a todos juntos y no sé de quién es cada uno. Además… —Hizo una larga pausa—. Son niños diferentes, son niños de Bilbao.

—¿Qué significa eso?

—No sé, Bilbao es como Narnia, un paraíso que no representa la realidad. Van a colegios privados o concertados, algunos hasta católicos, crecen en estupendas casas pagadas por sus padres y ¡por sus abuelos!, sin mudanzas cada dos o tres años debido a la subida de renta, los inviernos en la nieve, los veranos en un precioso pueblecito costero, formando grandes cuadrillas, sintiéndose seguros en su entorno y creyendo que el resto del mundo vive como ellos porque piensan que es lo normal. —Las dos amigas retomaron el paseo cabizbajas—. Ninguno de ellos a sus catorce años ha pasado por dos comas etílicos, ni se ha escapado hasta en tres ocasiones para buscar a un padre maltratador sin saber cuáles son sus sentimientos hacia él, ni se hace cargo de su abuela demente a la que quiere con pasión y le duele verla así.

—Narnia…

—No estoy diciendo que mis amigas no estén haciendo un trabajo extraordinario con sus hijos, pero sus circunstancias son absolutamente favorables para hacerlo. Con todo esto, Almu, lo que quiero decir es que eres alucinante y no puedo admirarte más, es imposible. Eres tan bonita, tan, tan bonita... Estás criando a Abel de la mejor manera posible, bajo tus circunstancias que no son fáciles.

Almudena se apoyó en una alta piedra y estiró la mano, Elvira se la tomó.

—Siento mucho lo que te he dicho con lo de la escopeta, no es verdad, no lo haces todo mal, solo algunas cosas…

Las dos mujeres se rieron y aprovecharon el momento para desprenderse de cierta tensión a la que la conversación les había llevado. Elvira se sentó junto a ella.

—Me puse nerviosa, perdóname, no fui justa contigo.

—Almu, está bien, no te excuses más, de verdad, tenías razón. Lo entiendo.  

—No, no lo entiendes, Elvi, me puse nerviosa, muy nerviosa. —Almudena se levantó—. Mi padre se lo llevó de caza, Arturo solo tenía 8 años, pero ya sabes cómo eran las cosas antes, a esa edad podías ayudar a llevar las piezas pequeñas. Solo tenía 8 años. Inquieto y nervioso como un cervatillo, como un cervatillo. Era lo que decía mi padre durante los tres años siguientes: como un cervatillo, se me cruzó como un cervatillo. Lo mató de un solo disparo. Mi padre arrastró la culpa tan solo tres años, luego se ahorcó de la encina. Mi madre lleva arrastrando el dolor por su hijo toda la vida, antes en silencio y ahora su memoria se revela en voz alta.

—Almu… yo…

—Ver tan ingenuo a mi hijo con la escopeta, aunque fuera de perdigones me…

Elvira con lentitud se puso en pie y dio la mano a su amiga. Cogidas con fuerza retrocedieron el camino en silencio hasta que divisaron la casona desde lejos. Almudena se paró en seco y la observó con detenimiento.

—Tenías razón, Elvi —dijo—, es una casa llena de fantasmas.

 

23 may 2023

En la niebla manchega (segunda parte)

 


Nota: Este relato es la segunda parte de este.

Elvira escuchó una voz junto a la cama. Abrió los ojos asustada y buscó entre la oscuridad de la habitación algo de lógica que pudiera relacionarse a ese susurro. Extendió la mano detrás de sí y notó la cama vacía. ¿Almudena?, preguntó al aire, ¿Almudena?, volvió a preguntar. Intentó encender la lamparita de la mesilla, pero no atinó a encontrar el interruptor. ¿Almudena?, preguntó por tercera vez. Alcanzó el móvil, miró la hora: 03.36 a.m. Soltó aire por la nariz lentamente y conectó la linterna. Iluminó la estancia con miedo. La recorría con lentitud. La butaca, el armario, la ventana, la cómoda y el lado de la cama vacío a su derecha. Apagó la linterna y escuchó de nuevo un susurro. Quieta, con el aire estancado en el pecho, dejó que el ruido se repitiera. Lo hizo. Un meloso y continuado chasquido de lengua provenía del pasillo. ¿Almu, eres tú?, preguntó encendiendo la linterna de nuevo. Salió de la cama, se llevó el brazo con el que no sostenía el móvil al estómago y anduvo unos cuatro pasos. La puerta de la habitación estaba cerrada, aun así se colaba una fina línea de luz por debajo. Elvira se paró delante y agarró el pomo. ¿Almu?, preguntó con la nariz rozando el quicio. Escuchó un grito al otro lado tan fuerte que hizo que se le cayera el móvil. Angustiada se agachó para recogerlo, las voces iban in crescendo. Apoyó primero la oreja en la puerta y después las yemas de los dedos. Un golpe sordo la hizo despegarse, parecía como si algo se hubiera caído al suelo de baldosas. Abrió la puerta con recelo y se percató de que la luz del baño estaba encendida y la puerta entreabierta. Los susurros se volvieron claros y contundentes. Cruzó el pasillo que separaba ambas estancias y con una mano poco segura empujó la puerta del baño. ¿Almudena…?, preguntó con la esperanza de que fuera ella. Sin embargo, era a Sabina a quien vio apoyada en el lavabo y hablando a su imagen reflejada en el espejo.

Sabina, ¿estás bien? ―Elvira se acercó y le tocó el hombro.

―No se quiere ir. No se va, digo vete, no es tu casa. No se quiere ir.

―¿Quién…? ¿Quién no se quiere ir?

―¡Ella! ¡Ella! ―señaló el espejo.

Elvira observó el reflejo, en él aparecían la vieja y ella misma agarrándola del hombro.

―Eres tú, Sabina.

―¿Quién?

―Vale, vamos a la cama, yo te acompaño.

Sabina obediente salió del baño no sin antes darse la vuelta y farfullar algo al espejo.

―Se llevó a mi hijo ―dijo entrando en la habitación.

―Anda, métete en la cama. ¿Estás bien así o quieres más cojines?

―Hace años, pero yo me acuerdo, ¡me lo robó!

―Yo creo que Almudena te pone más cojines porque dice que te gusta dormir recostada, ¿verdad?

―¿Y tú?

No, no, no ―contestó Elvira sonriendo―, a mí me gusta dormir con almohadas muy bajas. Porque si no me duele el cuello, bueno, el cuello, la espalda, los hom…

―¿Y tú?, ¿tienes hijos?

―No, no tengo, Sabina ―contestó parándose frente a ella.

―¿También te los robó?

Elvira sonrió con cierta condescendencia.

―No, nunca quise tenerlos.

―Los hijos te matan por dentro. Te agujerean el esternón como gusanos hambrientos y cavan grutas en tus pulmones hasta que un día te falta el aire y sabes que debes morir para que ellos sigan respirando.

Elvira se sentó en el borde de la cama. La arropó y la contempló en silencio. Le acarició una de las piernas por encima de la manta.

―Tú todavía respiras, Sabina.

―¿Qué? ¿Te preparo leche con galletas?

La vieja sonreía con inocencia.

 

―Te digo que no sé. Que no oí nada anoche y cuando me he despertado mi madre ya no estaba, en plan missing. ¡Pero así no puedes disparar! ―gritó Abel. Elvira lo miró y le pidió paciencia―. Que no, es que no vas a poder, si la apoyas en tierra en plan…

―En plan, en plan, en plan, ¿en serio? Llevo 23 años intentado enseñar una gramática impecable del español y llega vuestra generación y se la carga con tanto en plan, rollo, tipo, sí-soy, bro, me renta, ¿pero qué idioma habláis? ―Resopló y, tumbada en el suelo, se ajustó la culata al hombro. Después acercó el ojo izquierdo hasta alinearlo con la mira trasera.

Ok, boomer! Pereza máxima…  ―El chico miró a la amiga de su madre y gritó―: ¡Ni de coña le vas a dar! ¡Es a la botella pequeña no a la grande! ¡Estás torcida!

―Abel, cariño, un pequeñito consejo, jamás pongas nerviosa a una mujer con una escopeta en las manos.

El joven se acuclilló detrás de ella y esperó. El perdigón salió disparado impactando en el culo de la botella de plástico llena de tierra.

―¡Toma! ―exclamó Elvira. Se levantó y se sacudió la tierra de los pantalones.

―¿Cómo puto lo has hecho? ―preguntó Abel recogiendo la escopeta del suelo―. Eres una ciega de mierda y la carabina pesa más que tú.

―Lo llevo en la sangre, mi madre era igual.

―¿Cazaba?

―No, arrasaba en las casetas de tiro de las ferias. Me decía, qué muñeco quieres. Y pum, pum, pum, los tres palillos quebrados a la primera y el muñeco era mío. Traía de cabeza a los feriantes.

―Joder. ¿De qué murió?

―¿Mi madre? ―Elvira se quedó pensativa mirando la escopeta colgada del hombro de Abel―. Sabía disparar muy bien pero no supo apuntar al objetivo correcto.

―¿Qué haces con la escopeta?

Almudena estaba frente a ellos de la mano de Sabina que seguía en camisón y bata.

―Almu, solo estábamos…

―Cállate, estoy preguntando a mi hijo. ¿Qué haces con la escopeta?

―El tío José me deja cogerla.

―El tío José no está. ¿Qué haces con la escopeta?

―Joder, mamá, no sé… pasarlo bien, obvio.

―Vamos, Almu, es de perdigones… ―intentó apaciguar Elvira.

Almudena soltó la mano de su madre y se encaró a su amiga.

―Por qué será, Elvira, que todo lo haces tan mal.

Elvira no dijo nada. Nunca había visto así a Almudena, la conocía desde hacía 13 años y en todo este tiempo jamás la había sentido con tanta rabia contenida.

―La guardaré ―dijo el chico.

―Que la guarde Elvira ―respondió su madre tomando otra vez la mano de Sabina―. Tú ayúdame a vestir a tu abuela, hoy está muy desorientada.

Abel le dio la escopeta a Elvira quien la recogió fingiendo una sonrisa para calmar al chico. Los tres se encaminaron a casa con paso procesionario. Elvira los estaba mirando cuando la vieja se dio la vuelta y gritó con un hilillo de voz:

―Me lo mataste, tú, mujer.

                                                                                                             (continuará…)