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12 may 2024

El regreso

 

Frida Kahlo de María Hesse

—¿Y ese flequillo?

Levanté la cabeza de la cómoda donde estaba guardando unas toallas y vi a mi madre en mitad del pasillo. Llevaba el huipil que su amiga Camila le trajo de México, blanco bordado de flores. Le gustaba llevarlo en verano. En aquella casa, la de la playa, la recordaba yendo de un lado a otro con ese vestido.

Me toqué el flequillo y la sonreí.

—Lo llevo desde hace tres o cuatro años —dije.

—No sé si es buena idea con lo grasiento que tienes el pelo. La coleta te hace a pobre, ¿no ves que lo tienes muy lacio?

Me di la vuelta para seguir guardando las toallas. Me supuse que al voltearme ya no estaría, me supuse que habría vuelto al país de los difuntos. Sin embargo, al cerrar el último cajón de la cómoda y girarme, allí seguía, con su tradicional vestido, sus chanclas y su moño en alto.

—¿Has venido a enterrar a tu padre?

—Si vas a quedarte, haré café para las dos.

Entró en la cocina detrás de mí.

—Siempre me encantó esta cocina —dijo—, en cambio ahora con tanta construcción enfrente no hay monte que ver, qué pena, qué pena…

Preparé la cafetera italiana. Me senté en un taburete frente al suyo. Ella tenía las piernas cruzadas y balanceaba la chancla en el aire.

—Te veo como siempre —dije.

—Sin embargo, tú estás muy avejentada.

—Diez años son muchos.

—Una eternidad… Bien, ¿y a qué has venido? Porque parece que reniegas de tu familia.

—Gerardo baja mucho a Madrid.

—Tu hermano… Menos mal que lo tuve a él, solo me dio alegrías, qué hijo, qué hijo, inteligente, guapo, y una bellísima persona. —A mi madre le encantaba pronunciar ‘bellísima’ con opulencia—. El único que me ha querido en esta familia, ¡el único! Tú una egoísta y tu padre, ¿qué voy a decir de tu padre?

Escuché el gorgoteo del café al fuego. Lo retiré y lo serví en dos tazas. Una la dejé sobre la mesa de la cocina y la otra la sostuve entre las manos.

—He venido para ver a mis amigas, a algunas no las veo desde tu funeral —dije.

—Una eternidad… —Miró por el ventanal—. Siempre fuiste muy independiente, demasiado. Nunca te ha importado la gente. —Volvió a mirarme—: ¿Me echas de menos?

—No me lo pusiste fácil, ama.

—Jamás asumirás tu culpa.

—Asumo la culpa de mi vida, no la de la tuya.

—Entonces, ¿no me echas de menos?

Sorbí un poquito de café, demasiado agrio, me había acostumbrado a nuestra cafetera express de Madrid. Sorbí otro poquito y apoyé la taza sobre las rodillas.

La puerta de la calle se abrió y entró mi hermano sacudiendo el paraguas.

—¿No has salido a dar una vuelta? —gritó desde la entrada.

—Con esta lluvia ¿a dónde querías que fuera? —respondí.

La puerta de la cocina estaba abierta y lo vi descalzarse. Entró con los zapatos en la mano.

—Sí, está cayendo una buena. ¿Estás sola?

—Sí, en este pueblo no hay nadie —contesté y lo vi señalar con la barbilla la taza de café sobre la mesa—. Ah, es mía, me gusta hacerme dos, primero me tomo uno y luego el otro, así no me levanto.

—Siempre pensé que el experto en logística era yo. —Nos reímos. Dejó los zapatos mojados junto a la puerta de la terraza y después se sentó en el taburete de mamá—. ¿Cuándo has quedado con tus amigas?

—Mañana, cenamos en Ledesma.

—Bien, ¿no? Lo pasaréis muy bien, supongo que irán todas, Blanquita, Marieta, Saioa, Carolina… Sois tantas.

Me vi treinta años atrás, en aquella misma cocina, con un hermano mayor amenazándome con decirle a mamá que no había llegado a las dos sino a las dos y media de la mañana.

—Si vuelvo tarde no se lo digas a mamá. —Mi hermano sonrió. Luego me dijo que su mujer me mandaba un beso, que no podía venir porque en su empresa no le permitían teletrabajar—. No pasa nada, la verá cuando vuelva.

—¿Y cuándo será eso?

—Ya sabes que no me gusta esto, Gerardo. Me cuesta venir, demasiados fantasmas. Puedes quedarte con esta casa, no la quiero.

—Pronto para repartirse la herencia, ¿no?, papá sigue vivo.

—Ya, bueno, ya me entiendes. Y con la de Bilbao. Puedes quedarte con las dos casas, no las quiero.

—Algo querrás, ¿no?

—Los libros, los libros de la biblioteca son para mí. Joan y yo vamos a comprar una casita en la Mancha. Tendremos gallinas. Comeremos huevos y leeremos libros.

—Parece un buen plan. Ningún parámetro por ajustar.

Se levantó y me dijo que se iba a duchar.

—¿Tú te sientes culpable? —pregunté.

—¿Culpable de qué? —respondió desde la puerta—. ¡Eres tú quien no quiere las casas!

Me hizo reír, mucho. Sí, era una bellísima persona.



 

15 abr 2022

Procesiones en Madrid

 


Son las 23.10 de la noche y camino por Fuencarral a paso lento. En mis orejas los auriculares y en ellos Rigoberta Bandini. Me toco una teta y grito: “¡Mamá, mamá, mamá, paremos la ciudad!”. Nadie me mira. Amo Madrid. Me ajusto la mochila a los hombros. “Mamamamamamamamamamá”. La gente ha huido de la ciudad y postea en redes fotos de felicidad precalentada. La gente vuelve con ansia a la normalidad. Creo que a mí nunca me gustó, por eso me quedo en la ciudad, encerrada. “No sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas”. Un perro me mira, le saco la lengua, su dueña le regaña. Es vieja. Es vieja y le dice que está feo señalar con el dedo. No es su perro quien señala, le digo. Me ajusto de nuevo la mochila a los hombros y levanto los brazos “¡Porque nadie me puede prohibir ladrar!”. Bandini calla y salta llamada entrante. Espero a que cesen los tonos. Llego hasta la Gran Vía queriendo ser una perra. Bandini vuelve a callar, salta otra vez llamada. Paro y me descuelgo la mochila. Del bolsillo pequeño saco el móvil, miro la pantalla, “Gerardo Bro”. Me fijo en la hora, las 23.21, nunca mi hermano me llama tan tarde. Espero a que cuelgue. Reviso las llamadas, tres perdidas. Algo ha pasado. Mi padre. Marco rellamada.

—Te he llamado cuatro veces.

—Tres —corrijo—. Estaba en la biblioteca.

—¿Hasta las once de la noche?

—Sí. —No—. ¿Todo bien por Bilbao?

—Sí, todo bien.

—¿Papá bien?

—Sí.

—¿Sigue vivo?

—Sí, Elvira, sigue vivo.

—Ya. ¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—Pensaba que se habría muerto.

—Si se hubiera muerto te habría avisado.

—Bueno, lo estarías haciendo ahora, ¿no?

—Sí, si estuviera muerto sí.

—Por eso te lo he preguntado.

—Ya, pero está vivo, Elvira.

—En este preciso instante ninguno de los dos lo puede asegurar.

—Yo lo puedo asegurar.

—Tú estás hablando conmigo. Tu línea está ocupada así que no podría llamarte para decírtelo.

—¿Cómo va a llamarme para decírmelo si está muerto?

—Ah, ¿entonces lo está?

—¡Elvira!

Me adelanta la vieja con su perro. Lanzo un beso al animal, me ladra.

—Si papá sigue vivo, ¿para qué me llamas a las once de la noche?

—Porque estoy pensando en bajar la próxima semana a Madrid, un par de días, ¿cómo lo ves?

—Muy bien, baja y diviértete —le oigo reírse. No somos de decirnos “quiero verte” ni por supuesto “te echo de menos”, somos más bien de: idiota, pedorra y tonta del culo.

—Podríamos ir al teatro, algo ligerito, no me lleves a tus tragedias existencialistas, por favor. —Esta vez me río yo.

—Vale. —Quedamos en silencio— ¿Y si se muere mientras estás aquí?

—Ah, pero ¿no se había muerto ya?

Nos insultamos y nos despedimos. Guardo el móvil de nuevo en el bolsillo pequeño de la mochila, me coloco los auriculares y, tras caminar poco más de 20 pasos, tarareo junto a Bandini “In Spain we don’t know where to go”.

 

26 dic 2020

Cerebro fraternal

 

Emociones abstractas por Agnes Cecile

Esta pandemia no está siendo nada fácil, no nos vamos a engañar, pero lo que más duro me está resultando es fingir que echo de menos a la gente.

—Ay, Elvi, ni te imaginas las ganas que tengo de abrazarte —me decía alguien por teléfono.

—Sí, y yo, y yo, y yo…

Mi sistema límbico nunca había funcionado acorde a lo establecido.

—Cuando todo esto termine vamos a organizar una gran cena, ¡todos juntos, bien juntos! —me decía otro alguien por teléfono.

—Sí, sí, juntos, juntos…

No le daba demasiadas vueltas, había nacido sin la amígdala cerebral. La incapacidad absoluta de sentir empatía por alguien que aseguraba echarme de menos era cuanto menos curiosa.

Cuidado, por favor, no equivoquemos el mensaje: quiero a la gente, quiero mucho, muchísimo a la gente, pero no tengo ninguna necesidad de verla. Y la pandemia me brinda la oportunidad de relacionarme, aparentemente normal, con la sociedad. Y esta es para mí la tan codiciada normalidad de la que la gente no para de hablar.

Cuando me di cuenta de que hacía algo más de año y medio que no veía a mi hermano y de que ninguno de los dos lo acusábamos, entendí que mi malformación cerebral era una cuestión genética.

—¿Me has llamado? —dije por teléfono tras ver dos llamadas perdidas de mi hermano.

—Sí, esta mañana.

—¿Dos veces? ¿Me has llamados dos veces?

—Sí, te digo que he sido yo.

—¿Y eso? ¿Se ha muerto papá?

—No, no se ha muerto papá.

—¿Seguro? ¿No se ha muerto?

—No, no se ha muerto.

—Ya. Vale.

—Te llamé hace mes y medio y no me cogiste el teléfono así que…

—Ah, pensaste que la que se había muerto era yo.

—No, no he pensado eso.

—¿Por qué no? Podría estar muerta.

—Sí, podrías pero nos hubiera avisado Joan.

—Sí, es cierto. Ya. ¿Y todo bien?

—Sí, todo bien. ¿Tú?

—¿Yo?

—Sí, tú, ¿todo bien?

—Sí, todo bien.

—Vale, pues a ver si nos vemos pronto.

—Sí, a ver, pero con la pandemia es muy difícil.

—Sí, es muy difícil. Oye, y Feliz Navidad por si no hablamos la próxima semana.

—Ah, vale, sí, eso, Feliz Navidad.

Mi hermano era un pilar fundamental en mi vida. Saber que estaba vivo y saber que estaba bien era esencial para mí, pero no necesitaba nada más y, aunque nunca me lo hubiera dicho, intuía que era algo recíproco. Y con esto aclaro que mi hermano es solo un ejemplo del conglomerado social que configura mi vida. Desde hace casi un año estoy exultante de tener a todos mis seres queridos lejos. La pandemia había materializado las idílicas relaciones sociales con las que tanto había soñado durante toda mi existencia. Te quiero pero no te acerques.

—¡La vacuna ya está aquí! —gritó Joan desde el salón.

Salí de la cocina.

—¿A qué te refieres? —pregunté, Joan no apartaba la vista del televisor.

—A que en 6 meses más del 70% estaremos vacunados y todo volverá a ser como antes, volveremos a la normalidad.

—¿A qué normalidad…?

Sentí cómo la parte vacía de mi cerebro, la interna del lóbulo temporal medial, se agitaba con fuerza y solo me calmó figurarme a mi hermano en la misma situación.

21 jun 2014

Agur, ama




Sobre el ring todo preparado para el combate. En una de las esquinas, en la categoría de peso pesado: Vitatis Fastus; en la de enfrente: mi madre, en la categoría de minimosca. Injusto, lo sé, pero las trampas en este juego las conocemos todos.
—Ama, solo debes estar tranquila, pero pon de tu parte porque esta mala bestia te va a machacar como te despistes —le dije desde el otro lado de las cuerdas mientras le daba un enérgico masaje de hombros.
—Hija, de verdad, estate quieta ya con las manitas, ¡que me vas a descoyuntar! Tanta mierda con el combate. Mira, me tienes, me tienes, ¡vamos!, ¡no te digo hasta dónde me tienes!, ¡pero cómo me tienes! ¡HARTA! Haz esto, ahora lo otro, así no, asá, que lo haces mal, tienes que… ¡Hasta la mismísima tolola! Todo el día con el consejito en la boca, eres la Doña yo sé, ¿eh? ¿Te digo yo cómo deberías hacer las cosas?, ¿eh?, ¿te lo digo? ¡No!, y que conste que sé que hago mal porque tu vida no tiene ni pies ni cabeza, perdiste el norte hace mucho tiempo, pero allá cuidados, ¡allá cuidados! Así que ¿sabes quién va a luchar?, ¿sabes?, ¡pues Rita la Pollera! ¿Que no la conoces?, pues te la presento un día de estos. Harta ya de tanta mierda, hija, de verdad. Te lo repito: déjame un poquito ya a mi aire, que yo también me merezco descansar, ¿o no? No voy a luchar, no voy a luchar y no voy a luchar. ¡Dame un respiro, por favor!, ¿eh?, ah, y una lima que me acabo de partir la uña, si es que me pones de los nervios...
Me bajé del ring mirándola. Sentada en el pequeño taburete sobre la lona, se ajustaba el albornoz con coquetería, como si todo aquello no fuera con ella.
De camino al vestuario a por la lima y un botellín de agua, me encontré con mi hermano Gerardo.
—¿Cómo la ves? —me preguntó dándome un abrazo.
—No hay nada que hacer, dice que no va a luchar y que no va a luchar y que no va a luchar, no hay manera, dice que la dejemos tranquila, creo que es lo mejor. Esa mole la va a machacar, no merece la pena, Gerardo, estamos hablando de Vitatis Fastus. Creo que es mejor anular el combate y que se vaya sin un golpe.
—Ah, fenomenal, así que tiras la toalla. Muy bien. El camino fácil. La huida. Creo que así no se hacen las cosas, Elvira.
Lo miré como se mira a un muro, con la certeza de que las palabras seguirían rebotando.
—Voy a coger una lima, se le ha roto una uña —y me marché.
—Pues luchará, ¿me has oído, Elvi?, ¡luchará como que me llamo Luis Gerardo Rebollo!
Amén.
Diez minutos después regresé al cuadrilátero. Mi hermano de cuclillas frente a mi madre le hablaba con una enorme sonrisa. Ella lo miraba embelesada, podría ser su hijo como el amor de su vida. Me acerqué.
—… así que no te preocupes, no vamos a atacar, lo importante es la defensa, evitar golpes. Eres muy ágil, mamá, sabrás escaquearte. Recorre la lona e intenta cansarlo, necesitamos ganar tiempo, ¿me has entendido? —mi madre asentía embobada—. Cuanto más tiempo consigamos mejor podremos invertirlo en una nueva estrategia, pero tú por eso no te preocupes, nos encargamos nosotros, ¿vale? Solamente sal ahí y defiéndete, sabrás hacerlo muy bien, vales mucho, ama. —Se abrazaron. Gerardo, al oído menos malo, le susurró un te quiero y luego haciéndome un gesto bajó del ring.
Me senté en la lona, junto a ella, apoyada sobre las cuerdas.
—Tienes un hermano maravilloso —dijo mirando al frente, directa a su oponente Vitatis Fastus—. Sé que no me lo merezco como hijo, es excepcional, tan inteligente, siempre supe que iba a ser ingeniero, el mejor de su promoción. Es único, como él no hay dos, eso te lo digo yo.
—¿Y entonces? —pregunté.
—Entonces , ¿qué?
—Que si vas a luchar.
—¡Y dale la burra al trigo! —gritó girando con rapidez la cabeza hacia mí—. ¿Tú qué es lo que no entiendes?, ¡porque no creo que sea tan difícil!
—Mamá, escúchame —dije levantándome y colocándome frente a ella—. Acabas de prometer a Gerardo que lucharías, ¿sí?, ¿te acuerdas?
—¿A Gerardo?
—A Gerardo.
—Gerardo… —se observó la uña rota y se la rozó con la yema del pulgar—. Tu hermano Gerardo es guapísimo, esos ojos verdes que tiene te dejan sin palabras, es guapo de verdad. —Derrotada me dejé caer sobre la lona y la seguí escuchando allí sentada, sintiéndome todavía más pequeña si cabe—. Los tuyos bonitos no son, eso ya lo sabes, no vamos a andar ahora con tonterías pero tienen ese brillito, un brillito que te hace ser muy especial.
Me levanté y la abracé, quería estrujarla completamente pero estaba tan delgadita que me daba la sensación que iría a romperla.
—¿Vas a luchar? —pregunté mirándola. Las dos llorábamos. Nos volvimos a abrazar, y se lo volví a preguntar—: Ama, ¿vas a luchar?
—Anda, dame la lima que esta uña me está dando mucha dentera.
De repente el estadio entero rugió. Al ring saltó el árbitro. Del techo bajó un micrófono de mano que alcanzó y pidió a los púgiles acercarse. Nerviosa ayudé a mi madre a quitarse el albornoz, salí del cuadrilátero y busqué a mi hermano. Llegaba corriendo por uno de los estrechos pasillos que daban al centro. Me cogió por el hombro y juntos observábamos la escena bajo las cuerdas de la esquina.
—Todo va a ir bien —me dijo Gerardo—. No te preocupes.
No pude mirarlo, abrí el botellín de agua y bebí despacio.
El árbitro presentó a los luchadores y cuando todo tendría que dar comienzo, mi madre se acercó a él y le dijo algo al oído. Luego, con calma y sin parar de sonreír, se dirigió a la esquina donde estábamos, se volvió a poner el albornoz y se atusó el pelo.
—Pero, mamá, ¿qué haces? —preguntó mi hermano desde abajo.
—¿Yo?, marcharme. El señor de la pajarita, que es encantador, me ha dicho que la puerta está allí —y señaló al fondo.
Antes de que mi madre pudiera bajar del ring, el árbitro alzaba el brazo de su contrincante y todo el estadio gritó enloquecido. Ya era oficial, Vitatis Fastus había ganado el combate. Me llevé el botellín de agua contra el pecho y me quedé así quieta hasta que me di cuenta de que mi hermano saludaba a alguien con la mano. Me di la vuelta y vi a mi madre ya en la puerta del fondo del estadio. Agitaba la mano y nos mandaba besos al aire. Parecía una reina. Nos hizo reír. Volvíamos a ser dos niños, sus dos niños. Abrió la puerta y se marchó.
—Agur, ama… —dije bajito.
—Agur, ama —dijo Gerardo con un poquito más de voz.

A mi ama

30 jun 2013

Locura parental

  Castigo divino de Javier Avi

Cuando crees que las cosas no pueden ir a peor, recibes esa llamada telefónica de tu madre:
Que vamos.
Que venís, ¿a dónde? —pregunto.
A Madrid, a verte.
Y es entonces, cuando se te empieza a nublar la vista y crees que un tumor cerebral está a punto de acabar con tu vida de forma inminente, pero no, no tienes esa suerte. Dos días más tarde te ves en la estación de tren esperando la llegada de tus padres con un cartel en la frente que dice: lo intenté pero sigo viva.
Dejamos las cosas en el hotel de al lado de mi casa. Mientras mi madre mea por quinta vez, mi padre me pregunta si ya he encontrado un trabajo serio. Salimos y nos sentamos en una terracita no muy lejos de allí.
Para mí una caña doble, por favor —pido al camarero.
Mi padre quiere un crianza, un Rioja, y mi madre un zumito de piña.
No hay, señora.
Ay, madre, que no hay, Elvira, que no hay. Si es que lo cuentas y no lo creen, no hay nada que me salga bien, oye...
Bueno, mamá, no pasa nada, ¿eh? ¿Tienen de melocotón?
Sí, de melocotón sí.
Mamá, ¿de melocotón entonces?
Pues qué le vamos a hacer, si no hay de piña pues será de melocotón. He aprendido en esta vida a resignarme, hija, otra cosa no, pero vivir con lo que me ha tocado es mi sino, nadie como yo para...
De melocotón, por favor —digo al camarero que se va agitando los hombros.
Tu hermano está bien —dice mi padre.
Lo sé, hablé ayer con él.
Su mujer también está bien.
Lo sé, que te digo que hablé ayer con Gerardo.
Y ¿tú estás bien?
¡Cuantos árboles tiene Madrid! —dice mi madre desde el país de Nunca Jamás.
Sí, papá, yo estoy bien.
Si necesitas algo, no tienes más que pedirlo —dice—, porque los dos sois iguales para nosotros, nunca hemos hecho ninguna diferencia. Nunca. Siempre os hemos tratado por igual. Tu hermano es inteligente, serio, responsable y su opción fue casarse con Anke, una mujer muy válida, e irse a vivir a Alemania llevando una vida impecable y tú, tú Elvira, eres nuestra hija igualmente, nadie es menos. Nadie. Vives aquí y tienes tus cositas. Y no por eso debes sentirte inferior, porque no lo eres, por lo menos no a nuestros ojos. Sois nuestros hijos, los dos, sois nuestros hijos. Pedid y se os dará.
Amén.
... 21, 22, 23, 24, 25... —Mi madre contando las hojas de los árboles.
Llegan las bebidas y mi padre cree que es buen momento para comer, así que le pide al camarero que espere y nos pregunta qué queremos. Miro la carta plastificada que hay sobre la mesa y pido ensalada César y unas alitas de pollo picantes.
Para mí, a ver —dice mi madre pensativa—. Mire, verá acabo de venir de Bilbao, ¿sabe?, entonces ando revueltilla, porque el tren es cómodo pero son muchas horas, hasta que no hagan el AVE, que sinceramente no entiendo cómo no lo han hecho, vamos para atrás, en vez de avanzar, es una cosa...
Mamá, que qué quieres.
Pues eso estoy diciendo, hija, que te entran las prisas y te pones muy digna y ni me dejas hablar, como tu padre, de verdad, que no me dejáis respirar, ¡ni respirar! Sois tal para cual, machacándome todo el día, y dale, dale, todo el día...
Mientras lo piensa la señora, a mí me va a traer el carpaccio de buey.
Muy bien, caballero.
... todo el día, y eso que tengo paciencia, pero cojo y me largo si quiero, pero no quiero porque a ver qué haríais sin mí. En fin, ni me molesto, porque sois dos egoistas que poco os importo y yo ya no estoy para perder el tiempo. Así que si es tan amable, me va a hacer una tortillita con espárragos, por favor, para que se me asiente el estómago.
Señora, solamente servimos lo que hay en la carta.
Lo que yo te diga, vamos, que hoy no es mi día, ¿no?
No sé cómo lo hago, pero la intento convencer y, finalmente, se pide un tartar de salmón.
Cojo aire y espero a que el mundo se acabe en ese momento, pero continúa, dando vueltas y vueltas y más vueltas.
Me llamaréis loca, pero en Bilbao no hay plaza con tanto árbol.
Loca —digo. Mi madre se ríe y me cuenta que la semana pasada vio en Indautxu a mi amiga Virginia embarazada.
Sí, del segundo —le confirmo.
¡Pero si es una niña!
¡Mamá, tiene 35 años!
Ay, ella, que tiene amiguitas mayores, mayores, mayores de verdad, casadas y con hijos.
¡Mamá, tengo 35 años!
No aparentas más de 13, ¿qué quieres que te diga?, mírate.
Pero es ya toda una mujercita —añade mi padre—. Una mujer adulta, ¿verdad?, que ha decidido vivir como una niña, y ojo, es muy lícito. Hay opciones en esta vida y ella ha decidido vivir así, su hermano tomó otro camino, ¿mejor o peor?, nadie es mejor o peor. Los dos sois nuestros hijos y os queremos por igual.
Pego un enorme trago a mi cerveza. Mi madre me coge de la mano y:
Ay, pitititititititi, ¿pititipotó?, no, no, no, ¡pitititititititi! ¿Pititipotó?
¿Pero qué dices, mamá?
Tienes que decir: ¡no, no, no, pitititititititi!
Empiezo a no poder respirar. Más que seguro, ahora sí, es un cáncer de pulmón fulminante, me muero, ya no estoy aquí...
Pues aquí está lo que han pedido, señores.
Pues no, no era cáncer.
Comemos. Sigue habiendo muchos árboles en Madrid, y mi padre sigue teniendo dos hijos iguales, los dos. Regresa el camarero y pregunta si queremos postre.
¿Postre? —vuelve a preguntar mi padre como si no lo hubiéramos oído.
Yo quiero un yogur natural, por favor.
Señora, solamente servimos lo que hay en la carta.
De verdad, que no es cosa mía, ¿no? Nunca, pero nunca de los jamases, en esta vida, he tenido lo que he querido, ¡nunca!, ni cuando...
Mientras lo piensa la señora, a mí me va a traer helado de pistacho.
Muy bien, caballero.
...o que me digas que mis padres me dieron lo que que quise, pero ¿de qué?, ¿de qué?, ¿eh? Si hubiera nacido ahora, las cosas serían muy diferentes, toda la mierda me tocó de golpe y es cuando...
Y tú, hija, ¿ya sabes qué quieres? Pide lo que quieras, con absoluta libertad. Nadie aquí es menos. ¿Ya lo sabes?
Sí —respondo sin titubear. Miro al camarero—. Un revólver, por favor.
¿Con tres balas, señorita?
No, con una es más que suficiente, gracias.