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4 feb 2025

Sueños al son del rebuzno

 

Burro de Lyudmila Ryabkova

    Entré en la cocina e hice un gesto a Joan para que me mirara. Le señalé el móvil que tenía pegado a la oreja. Entendió que se trataba de la llamada que estábamos esperando. Dejó el vasito de café sobre la encimera y se colocó delante de mí con los brazos cruzados.

    —Vale, sí, sí, ¿hoy?, sí, sí podríamos. —Le agarré a Joan de la muñeca y con un claro gesto le pedí que me mostrara el reloj: las 10.20, dijo en voz alta—. Sin problema, a las 15.00 podemos estar allí. Mándame, por favor, la localización exacta porque en la web no aparece… Ah, perdona, y ¿el precio es negociable? Entiendo, sí… Vale, perfecto, vale, pues hasta esta tarde. —Colgué la llamada y me metí el móvil en el bolsillo del pijama, después miré a Joan fijamente—.  Cariño, necesitamos un coche.

    Mandé un audio a Almudena para pedirle prestado su viejo Citröen Xsara, me contestó enseguida con otro audio explicándome que en una hora salía con Abel y dos de sus amigos a Rascafría, tenían partido. Probé con Bea y, como era de esperar, me dejó muy claro que su BMW solo lo conducía ella. Así que pasamos al plan C. Antes de las 12.00 estábamos en la estación de Atocha ante el mostrador de alquiler de coches. Lo gestionó Joan, no sin darle muchas vueltas, el alquiler se había puesto a un precio prohibitivo en los últimos años. Es lo que hay, amor… me dijo resignado con las llaves en la mano de camino al aparcamiento.

    Ya en la carretera le comenté que tenía muy buenas sensaciones. Algo me decía que aquella casa sería para nosotros, que si las fotos no mentían se conservaba muy bien, es cierto que iba a necesitar reforma, por supuesto, la cocina y baños estaban inhabilitados, pero no sería tanta inversión. Joan sonreía, tiene buena pinta, decía. 

    Miré una vez más las fotos que la inmobiliaria había colgado en la web. Las agrandaba con los dedos y suspiraba, me veía viviendo allí. Tenía porche, tenía terreno y tenía aislamiento social. Una de las fotos parecía haber sido tomada por un dron y se podía identificar la casa más cercana a unos 500 metros, distancia suficiente para creernos estar solos y, al mismo tiempo, sentirnos arropados en caso de emergencia. Todo era perfecto.

    Tras algo más de dos horas conduciendo llegamos. No podíamos fingir, estábamos muy ilusionados. Era obvio que las fotos no decían toda la verdad porque sí, la casa era rústica y grande pero el estado en el que se encontraba era muy cuestionable.  

    —La restauración será un poquito mayor de lo que pensábamos —dijo Joan gesticulando una mueca que me hizo reír. Le di la mano estrujándome contra su brazo y le contesté que me seguía pareciendo de ensueño.

    Esperando al agente inmobiliario, hicimos tiempo paseando por los alrededores. Llegamos hasta la casa del “vecino”, era una casona restaurada al detalle, parecía no haber nadie. Dedujimos, al no oír a perros ladrar, que la utilizarían como residencia de verano. De regreso a nuestra futura casa, enumeré un sinfín de animales que me gustaría tener en la finca. Joan se rio y añadió un burro, lo llamaría Willie Nelson.

    A lo lejos vimos un coche acercarse. Los dos echamos a correr hacia la casa, parecía una competición, Joan me empujaba hacia atrás poniéndome la mano en la cara, yo, desgreñada por completo, le gritaba que no tenía compasión, que me faltaba un ojo, ¡que cómo era capaz!, así que cambió de estrategia y comenzó a empujarme desde atrás. Me iba tropezando con mis propios pies, empecé a reírme, parecía una marioneta con más de una cuerda rota, terminé cayéndome al suelo y Joan, saltándome por encima, me adelantó. Al levantarme, lo vi llegar a la par que el coche, de él se bajó un hombre joven y trajeado, desentonaba con el paisaje, Joan le estrechó la mano y me señaló en la distancia, yo, con sonrisa de político, los saludé. 

    La casa por dentro no nos decepcionó. Una vez más estuvimos de acuerdo en que había mucho trabajo por hacer, el dinero no nos sobraba precisamente, pero el tiempo sí, lo haríamos poco a poco. Hice un par de preguntas sobre el terreno que el joven no pareció entender.

    —Me refiero a la limitación del terreno, ¿dónde limita?

    —Bueno —comenzó diciendo—, generalmente no se limita con cercas, cada vecino sabe cuál es su parcela. Cuenten veinte metros desde el porche trasero y ahí tendrán la limitación.

    —¿Cómo que veinte metros? —preguntó Joan. Me acarició la espalda, reconozco este gesto siempre que se siente algo desorientado y busca tierra firme.

    —La casa se vende con veinte metros de jardín, el terreno no está a la venta. Creía que lo habían entendido. —Joan y yo nos miramos. ¿Qué quería que entendiéramos si el anuncio no explicaba nada del asunto?—. El propietario construirá dos casas más. Algo que, si lo piensan bien, revalorizará el precio de su propiedad el día de mañana. Es más que probable que el camino lo asfalten, no se trata de dos casas sino de cuatro. Todo el mundo sale ganando.

    —¡¿Quién sale ganando?! ¡Es una vergüenza! —espeté con rabia—. ¡¡¡El anuncio no especifica… 

    —Vámonos, amor —me cortó Joan—. Vámonos, déjalo estar, no es lo que buscamos, no hay nada de qué discutir. —Me dio la mano y llevándosela al pecho salimos juntos de la casa.

    Nos montamos en silencio en el coche. No estés triste, me dijo. No lo estoy, mentí. Recorrimos a la inversa el camino de gravilla y vimos empequeñecer ambas casonas. Joan sonrió y señaló su lado izquierdo de la carretera.

    —¿Lo has visto? —preguntó. Me quité el cinturón de seguridad y me incliné hacia su lado, por su ventanilla no veía nada más que campo amarillo—.  ¿No lo ves ahí, amor? 

    —¿El qué…? No… Pero ¿dónde…? —preguntaba con ingenua curiosidad.

    —Ahí, justo ahí, míralo, Willie Nelson, creo que nos está siguiendo.


13 abr 2024

Terror en la Mancha (II)

 

Fotograma de Los tres cerditos de Walt Disney

Nota: Este relato es la continuación de Terror en la Mancha (I)

Me acomodé la almohada bajo la cabeza y estiré el brazo sobre el pecho de Joan. Quería cosquillitas. Por lo blanco y en círculos, le indiqué. Con la primera caricia ya tenía piel de pollo, él se rio no sin recriminarme que lo trataba como a un esclavo. Los dos, boca arriba sobre la cama, mirábamos las enromes vigas de madera que por alguna mala decisión habían sido pintadas de blanco.

—¿Por qué? —pregunté—. Me asusta la incapacidad de la gente para valorar lo original. Creo que la belleza de lo genuino es insustituible y, sin embargo, mira el desprecio constante que se ejerce sobre la propia pieza de arte. Sí, es una viga, ahora es una viga, ahora. Aunque sabemos que eso no es cierto en origen, el arte es una mentira que nos acerca a la verdad, ¿fue Picasso quien dijo esto?, creo que sí, ¿y a qué se refería? A la narrativa. Narrativa, Joan. ¿Qué es la vida si no pura narrativa? Ocultamos la esencia de nuestra existencia bajo falacias encajadas a martillazos en una sociedad que nos empuja a ello. ¿Por qué mostrarnos tal y como somos?, ¿qué sentido tendría?, ¿a quién le interesan los oleos en blanco? Bueno, sí, al Guggenheim, pero dime, dime, Joan, ¿cuántas vidas han sido pintadas de blanco cual cutres vigas de diseño escandinavo? ¿Cuántas?

Joan se incorporó sobre la cama y serio me preguntó:

Guess my fart?

—Prrr-prrrrff —contesté con la misma seriedad.

Joan se lo tiró y el sonido fue exacto al de mi interpretación. Los dos morimos de risa. Nuestra vida de pareja transcurría entre disertaciones filosóficas y pedos.

Sin embargo, la risa se nos cortó de cuajo al oír un fuerte golpe en la planta de abajo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

—No sé.

—Ve a ver.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—Porque eres el hombre.

—Y dijo la feminista quemando su sujetador.

—Vale, vamos los dos, pero tú delante.

—Cariño, pensemos. No es necesario bajar, habrá sido la madera crujiendo.

—¿Desde cuándo la madera cruje como si la estuvieran demoliendo?

El ruido se repitió. Me agarré del brazo de Joan quien se había colocado frente a la puerta.

Vale, llama a la policía —me ordenó.

—¿Cómo?, ¡si no hay cobertura!

—¡No grites!

—¡¡No grito!!

—Van a oírnos.

—¿Quién…? —pregunté esta vez susurrando.

—Bloqueemos la puerta —dijo.

—¿Para qué…?

—Para que no entren.

—¿Quién…?

—Los que están abajo.

—¿Los? ¿Cuántos crees que hay?

—Pondremos la cómoda y las dos mesillas y también esa butaca, ¡trae la butaca!

—Amor, no puedo coger peso, ya lo sabes, mi glaucoma… Tampoco debo estresarme.

—¿Pero qué haces ahí? —espetó al verme en el suelo.

—Tumbarme boca arriba con los brazos en cruz y las piernas un poquito en alto va bien para la tensión ocular.

—Cariño, cariño, cariño, cariño, por favor, escúchame, escúchame bien: vamos-a-morir.

—Amor, ya lo tenemos hablado, morirme no me importa, pero sí quedarme ciega, no puedo perder el ojo que me queda —dije y volví a mi postura en el suelo.

No fue un nuevo estruendo en el piso de abajo, sino dos, tres, cuatro y hasta cinco seguidos. Quien estuviera en el salón lo estaba destrozando. Me levanté tomando conciencia de la situación.

—Joan, vamos a morir… —musité.

Joan me abrazó e intentó tranquilizarme, me aseguró que si nos encerrábamos en la habitación no pasaría nada, lo repitió una y otra vez hasta que empecé a reaccionar. Acerqué la butaca y las mesillas. Joan las iba dejando sobre la cómoda que ya había colocado bloqueando la manilla. Los dos observamos el resultado, estábamos agarrados de la mano y en silencio pensando, muy probablemente ambos, que de una patada aquel parapeto se vendría abajo sin esfuerzo. Acabábamos de construir nuestra casita de paja, el lobo no tardaría en llegar y soplaré y soplaré y… La luz se fue. Grité. Me aferré a Joan. En bajito me dijo que teníamos que mover el armario. Con la linterna de su móvil me dio indicaciones. Los dos arrastramos el armario un par de metros. Después, alumbró la puerta y me pidió que retirara los muebles ya asentados, le obedecí mientras él seguía acercando el armario. Entre los dos le dimos la vuelta y lo empujamos contra la entrada de la habitación, luego pusimos de nuevo la cómoda y encima de ella la butaca y las mesillas. Así, los dos cerditos observaron su casita de madera, yo no le temo al lobo feroz…

En el coche sonaba Come to life de Arthur Russell. Hacía veinte minutos que Joan conducía de vuelta a Madrid.

—Sigo pensando que no debemos pagar nosotros los desperfectos del piso de abajo —dije.

Joan bajó la música y contestó:

—No voy a ser yo quien discuta con esa mujer. Pagaremos y ya está. Solo quiero olvidar esta noche.

—No nos lo dijo, Joan.

—No, no nos lo dijo, pero ella asegura que sí y no hay manera de probarlo. Ya está.

—¡Qué energúmena! ¡Menudos gritos! Como si fuera culpa nuestra, ¿qué quería que hiciéramos si no sabíamos nada? Claro que nos habló de las mantas, de las toallas, del café… ¡incluso del wifi cuando se lo pregunté!, ¡pero nada de la puerta trasera! Oh, sí, da a un jardín sin acotar, ¡cuidado con la Serranía! No, perdona, ¡cuidado con lo que hay en la Serranía!

Joan sonrió asintiendo con la cabeza.

—Cariño, ya está, si dice que nos advirtió de que no cerraba bien esa puerta, pues ya está. Si dice que nos avisó de que la Serranía estaba llena de jabalíes hambrientos, pues ya está. Y si dice que dos más dos son cuatro y que la culpa es nuestra, pues ya está. No lo voy a discutir, de verdad, no lo voy a discutir.

Joan además de tirarse pedos sabe vivir la vida apartando las piedras sin ni siquiera tocarlas. Yo, en cambio, soy de ir metiéndomelas una a una en la mochila.

—No nos lo dijo… —volví a alegar—. No pienso pagar, que lo haga su seguro privado que no dudo que tendrá uno como buena capitalista.

Joan soltó una carcajada.

—Bueno, entonces lo de mudarnos al campo lo retrasamos, ¿no?



 

22 oct 2023

Música entre mis favoritos

 

Ilustración de Javi Avi

Enrique y yo bailábamos en su saloncito. Yo sostenía un trozo de pizza en el aire y con los ojos cerrados me balanceaba al ritmo de Aloha! de Tapia De Veer y supongo que Enrique haría lo mismo, aunque no pudiera verlo. Era nuestra manera de clausurar la sesión de escritura. Llevábamos 5 semanas escribiendo una obra de teatro a 4 manos. Nuestras reuniones se habían fijado los jueves de 9 a 11 de la noche. Supongo que lo de escribir era una excusa a muchos niveles. En primer lugar, podíamos vernos semanalmente sin la necesidad de llamarnos y asumir que queríamos vernos. En segundo lugar, podíamos desplegar nuestra sociopatía sin la necesidad de justificarnos con un “era broma” final. Y, en tercer lugar, podíamos fingir que éramos expertos dramaturgos sin la necesidad de avergonzarnos por lo escrito.

 

Beatriz acababa de aparcar el coche dos manzanas más allá del portal de su psicóloga, así que las dos empezamos a agitar los brazos en alto al ritmo de Can you English,please de Fäaschtbänkler. La música estaba a todo volumen y muchos de los transeúntes miraban al interior del coche molestos, mientras que otros, pocos, lo hacían con envidia disimulada. No la acompañaba todos los martes, solo cuando me lo pedía y podía. El agujero emocional que le había dejado estar dos años involucrada en un grupo sectario iba cicatrizando muy poco a poco. Entretanto, nos gustaba desgañitarnos en alemán.

 

Seguía a Almudena con el carrito de libros por entre las estanterías del segundo piso de la biblioteca. Me gustaba llevarlo. Cuando era pequeña soñaba con ser actriz o bibliotecaria, porque en todas las películas norteamericanas veía que llevaban uno y me parecía fascinante. Con 8 años, paseaba el cochecito de muñecas vacío por el pasillo de mi casa de Bilbao y, de las infinitas estanterías, iba cogiendo y dejando libros sin ningún orden hasta que mi madre ponía el grito en el cielo. Nunca imaginé que tendría una amiga que me permitiría arrastrar el suyo cuando fuera a buscarla para comer juntas. Compartíamos los auriculares, ella el derecho y yo el izquierdo, Rosalía nos cantaba Me quedo contigo. Cuando terminó la canción, Almudena se dio la vuelta con la mano en el pecho:

Qué bonita, ¿verdad?

 —Como tú —respondí.

 

Resoplé y dejé el móvil sobre la encimera de la cocina y seguí bebiéndome el café allí de pie. Joan entró y dijo que haría croquetas con el pollo que sobró ayer. Levanté los hombros sin decir nada. Qué pasa, preguntó una vez. Qué pasa, preguntó dos. Le mostré el móvil y leyó el email en el que se rechazaba mi propuesta para un congreso en la Universidad de Salamanca. Es la tercera negativa, dije. No encajo entre ellos, dije también. Soy una farsa, y callé. Joan fue al salón, lo escuché rebuscar entre sus centenares de discos. Varios sorbos de café después, la cascada voz de Rosendo asomaba por los altavoces.

—¿Listos para la reconversión? —preguntó Joan entrando de nuevo en la cocina —. ¿Listos?

—Listos —contesté y dejé el vaso en la mesa para que pudiera abrazarme como solo él sabe hacerlo.


7 abr 2023

Alma en calma

 

Los gatos de Carmen Mansilla

Estaba sentada de lado en una silla de hierro y mimbre de una de las terracitas en una céntrica plaza de Madrid. Daba vueltas a la segunda página de un libro que acababa de empezar a leer. No lo estaba entendiendo. Miré la contraportada y releí la sinopsis de nuevo. Seguía sin entenderlo. Pensé en mi novela, en lo fácil que resultaba frente al libro, en que quizá fuera eso por lo que ninguna editorial estaba dispuesta a publicármela. Resoplé y tiré el libro sobre la mesa. Me quité las gafas de leer y me puse las de sol. Un niño gritó en la mesa de al lado, lo miré con asco y luego me di cuenta de que su padre, leyendo el periódico, llevaba ignorándolo un buen rato. No le quité la vista hasta que levantó la cabeza y me vio. Lo sonreí y luego le señalé a su hijo. El hombre miró al niño y no pareció entender así que me preguntó si pasaba algo.

—No, nada —dije sonriendo—, solo que si tú no lo quieres aguantar imagínate yo.

El hombre comenzó a increparme con una larga lista de insultos entre los que destacaban: egoísta y loca. Nada nuevo. De mi bolso saqué los auriculares, me los puse y abrí la aplicación de Spotify. Coloqué los pies en la silla de enfrente y cerrando los ojos dejé que Cesária Évora me cantara al oído. Tres canciones fueron las que pasaron antes de abrir los ojos y verlo sentado en mi mesa. Sorprendida solté una carcajada.

—¿Qué haces tú aquí? —pregunté. Replegué las piernas, me quité los auriculares y apoyé los brazos en la mesa extendidos. Markus me cogió una de las manos y entrecruzó los dedos con los míos.

—Estás vieja —dijo.

—Echaba de menos la sinceridad alemana. Tómate una cerveza conmigo —dije. Markus, obediente, levantó la mano y gritó al camarero, que no se movió de la puerta del bar, dos cañas—. Muy español.

No sé el tiempo que no lo veía, podría decir que un año, pero hacía casi tres que había terminado la pandemia y con ella su regreso a Múnich, así que quizá cuatro, no lo sé, sinceramente, no recordaba la última vez que habíamos estado juntos. De un tiempo a esta parte, me pasaba mucho y mi incapacidad para echar de menos a la gente no me ayudaba a retomar el contacto.

Markus se apoyó en la silla y me sonrió.

—Necesitaba algo de sol.

Siempre me cayó bien. Es cierto que pocas o, mejor dicho, ninguna pareja de mis amigas me caía bien. Se dividían en dos grupos: idiotas redomados y redomados idiotas. Sin embargo, siempre me entendí con Markus, posiblemente por su humor, ácido y crudo; por su virtuosismo con el español, en poco más de un año manejaba expresiones como un nativo; por su paciencia con Beatriz; por su sinceridad al dejarla, poco margen a las hadas y mariposas; por su buena conversación y gusto literario…

—Peter Weiss —dijo cogiendo el libro de la mesa.

—Peter Weiss —repetí.

Lo abrió y repasó las amarillentas páginas de esa edición de 1968. Lo dejó de nuevo sobre la mesa y esperó en silencio a que el camarero trajera las cervezas. Cuando lo hizo, me ofreció la mía y pegó un trago a la suya.

—Esta mañana he estado con Beatriz, en su casa —dijo. Se echó hacia adelante—. No está bien.

Bajé la cabeza y fingí sacudirme migas de mis pantalones.

—Ya —dije—. Hace casi un año que no tengo ningún tipo de relación con ella.

—Lo sé, me lo ha dicho.

Apreté los labios, no quería seguir hablando de ella.

—Te echa de menos —insistió.

—Qué suerte. Mi psicopatía impide que sea recíproco.

Markus se acercó con la silla y me agarró por detrás de las rodillas.

—Les he alquilado la casa de Múnich a unos amigos. Voy a quedarme una temporada en España. Tres semanas en Madrid y después trabajaré desde Almería, quizá hasta octubre o noviembre, no lo sé. Voy a alquilar una casita en Níjar, en medio de la nada, de las que te gustan, ya la tengo apalabrada. Estás invitada.

—¿Hace cuánto que no nos vemos?

—Poco más de año y medio —contestó. Sorprendida negué con la cabeza—. Sí, desde la fiesta de inauguración de la casa de Beatriz, que terminó con varias complicaciones…

—Dios mío… —Mi cabeza voló hasta encontrarme en esta misma plaza un año atrás cruzándola de madrugada, amoratada, del brazo de Almudena con un tiesto de petunias—. Dios mío, por favor, es cierto… —Me eché a reír, Markus también. Me embriagó una nostalgia que tardé en reconocer como sentimiento propio y tuve inmensas ganas de llorar. Me aparté de Markus y tomé un sorbo de mi cerveza—. ¿Sigue viviendo en el palacete?

—¿Beatriz? —Asentí—. Sí —contestó.

—¿Y tú?

—He alquilado un Airbnb aquí. —Levantó el brazo y señaló el edificio de enfrente—. Te he visto llegar, pedir el café, leer y enfadarte con tu vecino de mesa.

—¿Me estabas espiando?

—Te estaba esperando. Eres animal de costumbres. ¿Hablarás con ella?

Tres días más tarde salí de casa explicándole a Joan que no sabía si tardaría en volver.

—¿A dónde vas? —preguntó extrañado.

—No lo tengo muy claro.

Ya en la calle, rebusqué en mi bolso y saqué los auriculares. Me conecté a Cesária Évora y la escuché sin moverme del portal. No fue hasta la cuarta canción cuando decidí emprender el camino. Siete minutos después estaba frente al palacete de Beatriz. Me acerqué al portalón de 1842 y lo acaricié con una mano. Pensativa me quité con lentitud los auriculares y los guardé en el bolso. Conté hasta 25 y toqué el timbre del primer piso. Esperé nerviosa, nadie contestaba. Repetí la operación hasta en tres ocasiones. Nada. Me rendí. Di un par de pasos hacia atrás y observé el distinguido edificio. Tenía que haberla llamado, pensé, tenía que haberlo hecho, pero qué iba a decirle, qué podía decirle que sonara bien… Retomé el camino a casa dudando de si tendría en otra ocasión el valor para hacerlo de nuevo. Así que me detuve y retrocedí hasta el palacete. Me senté en el segundo escalón del portalón y la esperé. Escuché dos veces el disco completo de Radio Mindelo de Cesária Évora, después busqué canciones al azar. En mitad de Tell me what de Fine Young Cannibals, unas Nike del 38 se pararon frente al escalón, levanté la cabeza y vi a Beatriz delante de mí con ropa de deporte. Dejé a Roland Gift cantando en el escalón de piedra y me puse de pie.

—Hola —dije.

—Hola —dijo.

19 mar 2023

Esa niña sí, no, esa no soy yo

 

Festival de viña, 1976. Mari Trini, Yo no soy esa

—Ya sé por qué vienes a verme cada dos semanas —dijo el viejo. Elvira apoyó la cabeza en la butaca y, mirando el techo de escayola, cerró los ojos—. Quieres certificarla.

Elvira abrió los ojos y se echó hacia adelante.

—¿Qué quiero certificar? —preguntó.

—Mi muerte.

Agustín, llevas muerto mucho tiempo.

—Igual que tú, querida. Y quizá sea eso lo que nos une.

—¿El purgatorio? —Se levantó y de su bolso sacó un sobre amarillo tamaño folio. Lo sostuvo con ambas manos—. Te he traído algo —. Se acercó a él y sobre sus rodillas depositó el sobre no demasiado grueso.

—¿Qué es esto? —Alzó la vista con una desdibujada sonrisa—. ¿Es tu investigación?

—Sabes cómo hacerme sentir mal. Mi investigación pesa cuatro veces más y dice cuatro veces menos.

El viejo profesor cogió el sobre y lo sostuvo en el aire con un leve balanceo.

—Cierto, poco hay aquí. ¿Tu testamento?

—¿Quieres verme muerta?

—Quiero verte.

Elvira sonrió y se sentó en el borde de la mesita de café. Juntó los pies y se los miró. Tenía dos pares de zapatos, los botines marrones de polipiel y las botas altas negras de tacón que ya nunca se ponía.

—No sé cuando fue la última vez que fui de compras tampoco sé por qué debería hacerlo. No necesito nada. —Alzó la vista y miró a su viejo profesor—.  Es mi novela.

Agustín, sosteniendo su mirada, lanzó el sobre al suelo.

—Agustín…

—¡Dolores! ¡Dolores! ¡Dolores!

—Agustín, necesito que la leas.

—¡Dolooores!

—Solo recibo negativas de las editoriales. Necesito que la leas y que seas sincero conmigo. Agustín, por favor.

—¡Dolores! ¡Maldita mujer! ¡Dolores!

—¡Virgen santa, virgen santa!, pero ¿qué pasa? —Dolores apresurada entró en el salón con un trozo de papel de aluminio que sostenía con dos dedos—. ¡A puntito de meter el bizcocho en el horno, señor mío, pero así no se puede, no se puede!

—¡Elvira se va! —gritó el viejo.

La mujer miró a Elvira sin entender demasiado.

—Bueno, bueno, pero si la chica conoce la salida de sobra.

—¡Se va, he dicho!

—Me voy, Dolores. —Elvira se levantó, tomó el bolso y el abrigo y se acercó a la puerta.

—¿Y eso? —dijo Dolores señalando el sobre en el suelo—. ¿Es tuyo, cariño?

—¡Eso es basura! —gritó el viejo—. ¡Llévatelo y tíralo!

Elvira vio como Dolores, sin preguntar nada más, se agachó a recogerlo del suelo, lo dobló por la mitad y se lo metió bajo el sobaco, también hizo una pelotita con el papel de aluminio y se lo guardó en el bolsillo del delantal. Después, las dos salieron del salón cerrando la puerta. En el descansillo, Elvira se puso el abrigo.

—Cariño, no se lo tomes en serio —dijo Dolores mientras le sostenía el bolso—. No ha vuelto a ser el mismo desde el derrame, ya lo sabes. Y es triste verlo así porque ya nadie viene a visitarlo, con lo que él ha sido, ¡con lo que esta casa ha sido! Es un cascarrabias, pero él te…

—Es difícil, Dolores —dijo cogiéndole el bolso y colocándose en el hombro—. Es difícil.

Se despidieron con un beso, Elvira bajó las escaleras y Dolores volvió a la cocina. Allí botó el sobre amarillo a la basura y volvió a recortar un trozo de papel aluminio que colocó sobre el molde del bizcocho. Vertió la masa sobre el recipiente y lo extendió con la espátula de goma para unificarla. Pensó que este le quedaría mucho mejor que el último, el truco estaba en añadir la justa medida de anís en grano. Empezó a tararear Yo no soy esa de Mari Trini: …de haber jugado con el amor de los demás…

—¡Doloooores!

Calló en seco. Colocó las manos sobre la encimera y farfulló:

—Señor, dame paciencia, porque si me das fuerza… —Siguió cantando—. Si de verdad me quieres, yo ya no soy esa que se acobarda en una borrasca…

—¡Dolores! ¡Doloooores!

La mujer abrió la puerta del horno, metió el pastel. Se sacudió las manos sobre el delantal y siguió cantando: luchando entre olas encuentra la playa, esa niña sí, no, esa no soy yo…

—¡Dolores! ¡Dolores! ¡Maldita seas entre todas las mujeres!, ¡Doloooooores!

Dolores entró en el salón fingiendo agitación.

—¡Ay, virgen!, pero ¿qué pasa ahora?

—Que está sorda, sorda, ¡sorda! —gritó el viejo.

—Ay, señor Agustín, la casa, que es muy grande, muy pero que muy grande y claro, cuando me meto en la cocina… Estaba con el bizcocho que ya sabe que mi prima Angelines me dijo: no pongas licor de anís, hazlo en grano, porque el licor lo amarga, ¡oiga!, ¿y se puede creer que probando solamente la masa así, un poquito…?, ¿sabe lo que le digo?, ¡qué diferencia!, porque Ana María, la mujer de mi cuñado Antonio, vamos, mi cuñada, la que tiene el hijo abogado, que gracias a eso, sus vecinos, los de Cedillo, ya sabe, allí en Toledo, no perdieron la casa porque si…

—¡Vale, vale, calle, calle, por dios, calle! No conozco a persona que escupa tanta información en tan poco tiempo —dijo pasándose la mano por la cabeza—. La basura.

—¿Qué basura?

—Qué basura va a ser: la basura.

Dolores aturdida se registró a sí misma y del bolsillo del delantal sacó la pelotita de aluminio.

—¿Esto? ¿La quiere?

—¿Y para qué voy a querer yo eso? ¡La basura! ¡El sobre!

—Válgame dios, el sobre, el sobre, virgen santa, ¡el sobre!

—Sí, sí, el sobre, Dolores, el sobre, deje de repetir las cosas cuatrocientas veces. El sobre, tráigamelo.

—Pero… Lo tiré a la basura.

—¡¿Y por qué hizo usted semejante cosa, Dolores?!

—Porque era basura. Usted me dijo que era basura.

—¡Tráigamelo!

Al cabo de diez minutos Dolores volvió a entrar en el salón con Mari Trini en la cabeza y el sobre en las manos.

—… yo no soy esa que tú te imaginas, una señorita tranquila y sencilla… ¡El sobre, aquí está! Lo he limpiado, no se preocupe. Limpio está, ya me conoce. ¿Se lo dejo aquí, en su escritorio?

—No, no, no, démelo, es importante, es muy importante.

—Bueno, pues para ser tan importante casi lo tira —dijo al dárselo—. … Que un día abandonas y siempre perdona, esa niña sí, no, esa no soy yo…

 

4 feb 2023

Mesa para cuatro

Escena de Our realtions de Harry Lachman (1936)

Nuestros amigos dicen que somos una pareja rara, pero yo finjo no serlo y por eso se lo propuse a Joan aun sabiendo cuál sería su respuesta.

—No —contestó y volvió a su pantalla del ordenador.

—¿No? —insistí.

Joan se giró de nuevo y me miró. No, repitió.

—Yo lo haría por ti —dije.

—Tú no lo harías por mí, tú no lo harías por nadie.

—Soy buena —dije rodeándole el cuello con los brazos.

—No he dicho que no lo fueras. —Me dio un beso en el antebrazo y con un par de palmaditas en la muñeca me pidió que lo soltara. Lo hice y me volví a sentar en mi escritorio, junto al suyo.

—Es por Almudena, pobre, ha pasado por mucho… Sigue pasando por mucho: su hijo, su madre… —Le iba mirando de reojo, pero él mantenía la vista en su ordenador—. Y lo de Darío, ya sabes. —Seguía sin mirarme—. Muy fuerte lo de Darío, muy, muy, muy fuerte... —¡Me miró!

—¿Qué pasó con Darío?

—Que la dejó.

—Ya, ¿y qué es lo fuerte?

Joan y yo teníamos un extraño concepto del amor y un todavía más extraño concepto de la pareja. Que alguien rompiera, se volviera a juntar, saliera con varias personas a la vez, mantuviera relaciones sexuales con todo Madrid o fuera devoto del celibato era algo que, sinceramente, nos importaba más bien poco por no decir nada. Si en general la vida de los demás no nos creaba ningún tipo de interés, qué decir de ciertas parejas en particular. Así que me quité la careta, la manipulación con Joan no me serviría de nada en este campo.

—Vale, yo tampoco quiero ir, pero es Almudena. Lo ha conocido por Tinder, está emocionada y quiere que lo conozcamos. Será una cena rápida. Joan, te lo prometo, no pediremos ni postre.

—Hombre, si hay tarta de queso...

—Mesa para cuatro —dijo Almudena al camarero nada más entrar en el restaurante.

Habíamos quedado a las 20.00 para tomarnos unos vinos antes de cenar. En el caso de Joan, quien dice vinos dice… Pidió un Bitter Kas, al chico Tinder de Almudena no pareció cuadrarle así que le insistió en que se pidiera una cerveza, Joan amablemente la rechazó, pero el chico Tinder erre que erre. Soy abstemio, aclaró Joan.

—¡Joder! ¿Y eso? —preguntó.

Eso son las personas que no beben alcohol —contesté yo con una irónica sonrisa.

—Ya, pero ¿por qué? ¡Tómate una cerveza!

Hay dos tipos de personas a las que pondría contra un muro y las fusilaría: a las que les suena el móvil en el teatro y a las que insisten a un abstemio a beber alcohol. Bueno, también es cierto que fusilaría a los coach motivacionales y a las doulas. Y a los que andan despacio por la calle, y a los baristas que te explican que el café se toma sin azúcar, y a los que te dicen que tienes mala cara sin haberles preguntado nada, y a los que visten a sus mascotas, y a los que dicen que un padre es un padre, y a los que leen a David Foster Wallace creyéndose especiales, y a los que se pasan la lengua entre los dientes después de comer, y a los que, y a los que, y a los que… Sí, me cargaría a medio mundo, pero no tengo fusíl.

En el restaurante las cosas parecían haberse calmado.

—Y vosotros, ¿tenéis hijos?

Y a los que preguntan si tienes hijos o no.

—No —contesté.

—Ya, ¿y eso?

Y a los que preguntan por qué no.

—Teníamos miedo de que nos saliera preguntón —contestó Joan.

Llegaron los entrantes y el chico Tinder nos recalcó que se llamaba Eudald y no Eduard como la mayoría de las personas creían. Agradecí que lo aclarara porque hasta ese momento no lo había podido llamar de ninguna manera.

—Es de Girona, Joan —dijo Almudena mirándolo, luego se dirigió a Eudald—. Es que Joan es de Barcelona, cariño. Creo que vais a tener muchas cosas en común.

Almudena estaba pletórica. Reía de manera imparcial los comentarios de unos y otros sin entender que eran puñales. Nos acercaba los platos y nos instigaba a comer como si hubiera sido ella misma quien los hubiera preparado. Estaba contenta, muy contenta.

Cuando el camarero dejó frente a Joan la tarta de queso, Eudald volvió a la carga.

—Entonces te dedicas a hacer cómics, ¿no, Joan?

—No —contestó. Porque lo había explicado hasta en tres ocasiones a lo largo de toda la noche.

—¿No? ¿Y eso?

Y a los que pregunta con ¿y eso?

—Porque no hago cómics. Me dedico a la ilustración para grupos musicales.

—Ya, pero vamos, es lo mismo, me refiero a que te pasas el día haciendo dibujitos, ¿no?

—Joan tiene mucho talento —intervino Almudena.

—Si no lo niego, pero no es comparable a las 12 horas diarias que le dedico a la consultoría.

Y a los que presumen de hacer horas extras en negocios que ni siquiera son propios.

Fuera ya del restaurante, Almudena y yo nos abrazamos, me preguntó al oído por Eudald y le mentí, ella me sonrió emocionada y me prometió llamarme al día siguiente. Se subieron a un taxi y los despedimos desde la acera. Después, Joan me agarró por la cintura y encaminamos Gran Vía arriba.

—Simpático este Eduard —me dijo.

—Eudald —corregí.

—¿Eudald?

—Sí, Eudald, de Girona, con hijos y consultor.

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

Y es que Joan podía haber estado cenando con una cabra verde con ukelele que le hubiera importado lo mismo. Le sonreí con admiración y le pregunté si quería escuchar la lista actualizada de la gente a la que me encantaría fusilar.