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2 jun 2025

Pestañas largas, puñales cortos

 

Ilustración creada por IA

Tener una amiga como Beatriz nunca ayuda, pero que fuera tu única compañía en San Isidro era como aceptar la invitación personal de Dante al séptimo círculo.

—Estás pálida.

—Soy así, Bea, gracias.

Sacó su abanico y comenzó a agitarlo a un centímetro de mi cara.

—¡Por favor, no se acerquen tanto! ¡Mi amiga está perdiendo la vista y la concentración de gente le provoca síncope vasovaginal!

—¡¿Vasovaginal…?!

—No hay más que verte la cara, Elvi. ¡Señora, deje el espacio de cortesía, hágame el favor! ¡No se puede andar en este país! ¡Apártense, apártense!

Cruzar el barrio de La Latina medio ciega, entre setecientos cincuenta mil millones de personas, mientras tu amiga de metro ochenta te lleva del cuello como si fueras su zombi-escudo en Walking Dead, no era lo que había previsto para aquel sábado por la mañana.

Llegamos a una calle más tranquila y Bea me recolocó el pañuelo de la cabeza atusándome el flequillo como si fuera una niña.

—Estás ideal.

—Parezco Doña Rogelia —dije.

Ella, en cambio, impecable, como si el viento le consultara antes de moverle un pelo. El mismo pañuelo que a mí me daba pinta de señora atracada en un bingo, a ella le marcaba las facciones con ese tipo de elegancia que una finge no notar. Impresionantes pestañas de catálogo de perfumería de aeropuerto, y una sonrisa color cereza que no era amable ni sincera, solo perfectamente colocada. Suspiré y pensé que si existía Dios, era un cabrón.

Me dejó aparcada en una esquina y fue a pedir a una de las barras que durante las fiestas improvisaban en la calle. Me ajusté las gafas como pude, porque el pañuelo me incomodaba y saqué el móvil, tenía varios mensajes de WhatsApp, los empecé a leer.

—Vale, aquí está tu zumito de piña —interrumpió Bea sin dejar esa mirada paternalista—. ¿Qué haces?  —Le mostré el móvil—. ¿Joan?

—No, mis amigas de Bilbao.

—¿Qué amigas? —Y pegó un sorbo rápido a su botellín de cerveza.

—Las de Bilbao —repetí.

Hizo lo de siempre: puso sus labios de pato y desvió la mirada hacia un lado buscando a esa testigo imaginaria para confirmar que yo estaba cu-cu. La odiaba, un poco más cada vez.

—¡¿Qué?!

—Nada, nada, Elvi, no he dicho nada. No te alteres, venga, que no es bueno para tu tensión ocular.

—Bea, tengo amigas, tengo muchas amigas en Bilbao.

—Sí, sí, lo sé, lo sé, ¿cómo lo llamas?, ¿cuadrilla?, que sois como una manifestación, ¿treinta, cuarenta?

—Somos catorce.

—Catorce, catorce, sí, catorce, que os vais a comer y habláis todas juntas, tú con las catorce, con lo que te gusta hablar a ti... Te imagino perfectísimamente.

—Tengo catorce amigas en Bilbao.

—Elvira, por favor, si cuando nos juntamos más de cinco ya te sale urticaria. Empiezas a echar a la gente de-mi-casa: ¡Aquí sobra gente, aquí sobra gente! ¡Tú, tú y tú fuera! No te rías, Elvi, porque sabes que es tal cual lo cuento. Odias a la humanidad, solo se salvan Almudenita y Joan y quien te conozca me dará la razón, al resto nos metes en un saco y nos tiras al Manzanares.

—Está seco.

—Ya no.

—Tengo catorce amigas por mucho que te pese.

—Ya. ¿Y quién te ha escrito?

—Una de ellas.

—Ya. ¿Y qué te ha dicho esa amiga tuya? —Labios de pato y desvío de mirada.

—Que se casa.

—Bueno, bueno, oye, pues es una información relevante, importante, quizá sí estemos ante una amiga real, de esas que dices que son de la infancia, igual no todo te lo inventas... ¿Y cuándo se casa?

—En tres semanas.

—Ya. Cariño, ¿te lo explico yo o tú solita vas atando cabos?

—Es amiga mía de toda la vida.

—Elvi, no tienes amigas y no me extraña. Eres intratable. Y esa chica te ha dicho que se casa porque alguien cercano le habrá comentado que te estás quedando ciega y le habrá dado penita y la compasión nos puede. Además, una ciega en una boda luce, luce porque la inclusividad está de moda, y tú, ahí sentadita en la mesa de las amigas le haces brillar a la novia por inclusivista e inclusividora. Elvi… que yo sé que te hace ilusión decir lo de la cuadrilla, lo de que si en Bilbao esto, que si en Bilbao lo otro, pero yo no veo muchas visitas por aquí… Vamos, tus amigas a Madrid ni se han acercado, ¡eso o las has escondido! A ver, pero entiéndeme, no estoy diciendo que te lo estés inventando. Si tú dices que tienes catorce amigas, yo te creo, porque eres muchas cosas: insoportable, maniática, egoísta, vinagres, huraña, antipática, sabelotodo, pero mentirosa no eres, esa es la verdad, no mientes, me jode porque de esta manera tendría muchas más cosas que achacarte, pero no mientes, eres un asco de mujer, pero un asco de mujer-sincera. Bien, así que yo sí te creo: tienes catorce amigas. Aunque quizá vaya siendo hora de admitir que en verdad CREES que tienes catorce amigas, esto nos encajaría con la realidad que vives, ¿no? Es decir, que Almudena y Joan son las dos únicas personas en este mundo que te aguantan. Bueno, vale, y yo cuando no tengo a nadie más, oseasé hoy. No sé, ¿tú qué piensas?

—Que creo que me está dando un síncope vasovaginal.

 

4 feb 2025

Sueños al son del rebuzno

 

Burro de Lyudmila Ryabkova

    Entré en la cocina e hice un gesto a Joan para que me mirara. Le señalé el móvil que tenía pegado a la oreja. Entendió que se trataba de la llamada que estábamos esperando. Dejó el vasito de café sobre la encimera y se colocó delante de mí con los brazos cruzados.

    —Vale, sí, sí, ¿hoy?, sí, sí podríamos. —Le agarré a Joan de la muñeca y con un claro gesto le pedí que me mostrara el reloj: las 10.20, dijo en voz alta—. Sin problema, a las 15.00 podemos estar allí. Mándame, por favor, la localización exacta porque en la web no aparece… Ah, perdona, y ¿el precio es negociable? Entiendo, sí… Vale, perfecto, vale, pues hasta esta tarde. —Colgué la llamada y me metí el móvil en el bolsillo del pijama, después miré a Joan fijamente—.  Cariño, necesitamos un coche.

    Mandé un audio a Almudena para pedirle prestado su viejo Citröen Xsara, me contestó enseguida con otro audio explicándome que en una hora salía con Abel y dos de sus amigos a Rascafría, tenían partido. Probé con Bea y, como era de esperar, me dejó muy claro que su BMW solo lo conducía ella. Así que pasamos al plan C. Antes de las 12.00 estábamos en la estación de Atocha ante el mostrador de alquiler de coches. Lo gestionó Joan, no sin darle muchas vueltas, el alquiler se había puesto a un precio prohibitivo en los últimos años. Es lo que hay, amor… me dijo resignado con las llaves en la mano de camino al aparcamiento.

    Ya en la carretera le comenté que tenía muy buenas sensaciones. Algo me decía que aquella casa sería para nosotros, que si las fotos no mentían se conservaba muy bien, es cierto que iba a necesitar reforma, por supuesto, la cocina y baños estaban inhabilitados, pero no sería tanta inversión. Joan sonreía, tiene buena pinta, decía. 

    Miré una vez más las fotos que la inmobiliaria había colgado en la web. Las agrandaba con los dedos y suspiraba, me veía viviendo allí. Tenía porche, tenía terreno y tenía aislamiento social. Una de las fotos parecía haber sido tomada por un dron y se podía identificar la casa más cercana a unos 500 metros, distancia suficiente para creernos estar solos y, al mismo tiempo, sentirnos arropados en caso de emergencia. Todo era perfecto.

    Tras algo más de dos horas conduciendo llegamos. No podíamos fingir, estábamos muy ilusionados. Era obvio que las fotos no decían toda la verdad porque sí, la casa era rústica y grande pero el estado en el que se encontraba era muy cuestionable.  

    —La restauración será un poquito mayor de lo que pensábamos —dijo Joan gesticulando una mueca que me hizo reír. Le di la mano estrujándome contra su brazo y le contesté que me seguía pareciendo de ensueño.

    Esperando al agente inmobiliario, hicimos tiempo paseando por los alrededores. Llegamos hasta la casa del “vecino”, era una casona restaurada al detalle, parecía no haber nadie. Dedujimos, al no oír a perros ladrar, que la utilizarían como residencia de verano. De regreso a nuestra futura casa, enumeré un sinfín de animales que me gustaría tener en la finca. Joan se rio y añadió un burro, lo llamaría Willie Nelson.

    A lo lejos vimos un coche acercarse. Los dos echamos a correr hacia la casa, parecía una competición, Joan me empujaba hacia atrás poniéndome la mano en la cara, yo, desgreñada por completo, le gritaba que no tenía compasión, que me faltaba un ojo, ¡que cómo era capaz!, así que cambió de estrategia y comenzó a empujarme desde atrás. Me iba tropezando con mis propios pies, empecé a reírme, parecía una marioneta con más de una cuerda rota, terminé cayéndome al suelo y Joan, saltándome por encima, me adelantó. Al levantarme, lo vi llegar a la par que el coche, de él se bajó un hombre joven y trajeado, desentonaba con el paisaje, Joan le estrechó la mano y me señaló en la distancia, yo, con sonrisa de político, los saludé. 

    La casa por dentro no nos decepcionó. Una vez más estuvimos de acuerdo en que había mucho trabajo por hacer, el dinero no nos sobraba precisamente, pero el tiempo sí, lo haríamos poco a poco. Hice un par de preguntas sobre el terreno que el joven no pareció entender.

    —Me refiero a la limitación del terreno, ¿dónde limita?

    —Bueno —comenzó diciendo—, generalmente no se limita con cercas, cada vecino sabe cuál es su parcela. Cuenten veinte metros desde el porche trasero y ahí tendrán la limitación.

    —¿Cómo que veinte metros? —preguntó Joan. Me acarició la espalda, reconozco este gesto siempre que se siente algo desorientado y busca tierra firme.

    —La casa se vende con veinte metros de jardín, el terreno no está a la venta. Creía que lo habían entendido. —Joan y yo nos miramos. ¿Qué quería que entendiéramos si el anuncio no explicaba nada del asunto?—. El propietario construirá dos casas más. Algo que, si lo piensan bien, revalorizará el precio de su propiedad el día de mañana. Es más que probable que el camino lo asfalten, no se trata de dos casas sino de cuatro. Todo el mundo sale ganando.

    —¡¿Quién sale ganando?! ¡Es una vergüenza! —espeté con rabia—. ¡¡¡El anuncio no especifica… 

    —Vámonos, amor —me cortó Joan—. Vámonos, déjalo estar, no es lo que buscamos, no hay nada de qué discutir. —Me dio la mano y llevándosela al pecho salimos juntos de la casa.

    Nos montamos en silencio en el coche. No estés triste, me dijo. No lo estoy, mentí. Recorrimos a la inversa el camino de gravilla y vimos empequeñecer ambas casonas. Joan sonrió y señaló su lado izquierdo de la carretera.

    —¿Lo has visto? —preguntó. Me quité el cinturón de seguridad y me incliné hacia su lado, por su ventanilla no veía nada más que campo amarillo—.  ¿No lo ves ahí, amor? 

    —¿El qué…? No… Pero ¿dónde…? —preguntaba con ingenua curiosidad.

    —Ahí, justo ahí, míralo, Willie Nelson, creo que nos está siguiendo.


6 oct 2024

Bucolismo en un biplaza

 

Dos viejos comiendo sopa de Francisco de Goya (Museo del Prado, Madrid)

—Podría haber venido Joan, ¿no? Digo yo que también será su casa.

—Beatriz, tienes un biplaza, ¿lo habrías metido en el maletero?

—Mira, Elvi, no vas a conseguir que me sienta culpable por tener un nuevo BMW. ¿Por qué todos los comunistas sois así? ¡Jodeos por vivir en la inmundicia, no es nuestro problema! ¿Tú no eres feliz con la chatarra de tu amiguita Almudena?, os la presta a todos, ¿no?, esa antigualla verde metalizada que ni sé cómo no está en el Museo Arqueológico, ¡cualquier día os matáis en ella! Sois unos inconscientes, pero, claro, en eso radica ser roja, ¿verdad?: en ser una inútil, no facturar y, culpando al sistema capitalista, decir que lo tuyo es mío y lo mío ya veremos, ¡lo mío ya veremos!

—Beatriz, este coche te lo acaba de comprar tu padre.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Nada, no quiero decir nada. —Suspiro y sigo mirando a la carretera.

—Si lo que tienes es envidia, chica, le digo que te compre otro a ti.

Me mira con sorna y nos reímos. Tener de vuelta a Beatriz en mi vida es volver a contemplar la vida desde otra perspectiva y eso me divierte. Lo cierto es que la había echado mucho de menos. La personalidad de Bea encendía cada momento que comparto con ella. Sí, es cierto, tengo envidia, no precisamente de su caprichoso BMW Z4 sino de su fuerza y seguridad en sí misma. Podía convencerte del mayor disparate jamás contado solo por cómo lo estaba exponiendo, te llevaba a su terreno con tal zalamería que nunca nadie le negaría nada. Y por ese motivo le había pedido que me acompañara. En la búsqueda de nuestra casita de campo, Joan y yo habíamos visto una en la Sierra del Segura. En realidad, se trataba de una casona derruida y un establo en medio de la nada, sin embargo, la podíamos pagar y ya veríamos cómo sacarla adelante. Aun así, queríamos bajar el precio, cuanto más pudiéramos reservar para la reforma, mejor. Y nadie como Beatriz para negociar una venta y salir ganando.

Llegamos y Bea sale del coche con coquetería poniéndose las gafas de sol y sonriendo al hombre de la inmobiliaria que espera frente al terreno. A mí me cuesta algo más, enseguida me doy cuenta de que desencajarme de aquel deportivo no iba a ser cosa fácil. Primero me agarro con una mano al techo, pero así, mis cortas piernas no alcanzan a tocar el suelo, así que las vuelvo a meter; esta vez me sujeto a ambos lados de la puerta, en cruz, y con impulso saco las piernas y de puntillas toco el suelo, sintiendo tierra firme voy arrastrando el culo hasta ponerme al filo del asiento, pego un salto y salgo con un gritito.

—Es discapacitada —señala Beatriz al hombre quien no deja de mirarme perplejo.

El hombre nos muestra la casa. La miro desde fuera y decepcionada digo:

—No tiene porche.

—¿Porche?, no tiene paredes... —añade Beatriz.

—Señoras, estamos ante una finca rústica con casi diez mil metros cuadrados de terreno. Podrán poner los porches que deseen una vez sea suya.

—A mí no me mire, la que quiere estas cuatro piedras es la tullida.

Sonrío al señor y él, acercándose, empieza a dibujar en el aire el plano de una supuesta casa de tres plantas conectada con el establo a través de un pasillo exterior de cristal.

—¿Lo ve? —me pregunta.

—Lo veo, lo veo —y vuelvo a sonreír con la misma condescendencia que antes.

Beatriz entra en conversación y con verdadero encanto le hace ver al gestor que semejante reforma triplicaría el gasto que había previsto, él parece entenderla, no obstante, le asegura que el terreno en sí ya vale el precio fijado. Me alejo de la discusión y camino sin rumbo, sigo un sendero que parece haber sido marcado por pisadas de ganado. A unos trescientos metros veo una casita. Me acerco, está a medio vallar, bastante descuidada, diría que abandonada. El ladrido de un perro me asusta y me alejo unos pasos, pero al ver un juguetón Border Collie, me acerco de nuevo. Hola, le digo, ¿vives aquí?

—¿Esperas que te conteste? ¡Es un perro!

Levanto la cabeza y en la entrada de la casa hay una vieja sentada en lo que parece una silla roñosa de playa.

—¡Hola! —saludo gritando—. ¡Pensaba que la casa estaba abandonada!

—Estoy medio ciega no sorda, deja de gritarme de esa manera.

—¡¡Lo siento!!

—Y dale… Anda, entra antes de que me sangren los tímpanos.

Abro una destartalada puerta de madera con alambre y entro en su terreno. Junto al perro, atravieso un pequeño jardín lleno de maleza.

—Hola —digo al llegar a la entrada.

—Hombre, sabes hablar en un tono normal.

—¿Vive usted aquí sola?

—¿Te parece que mi perro no es suficiente compañía?

—No, no, claro, o sea sí, sí, un perro lo es todo. Yo tengo un gato.

—Odio los gatos.

—Vale.

—¿Qué haces aquí?

—Usted me ha dicho que entrara porque estaba gritando demasiado.

—Esta conversación va a ser larga… Que qué haces aquí, en medio de la nada.

—Ah, he venido a ver la finca de arriba, igual la compro.

—¿La finca de los Gallardo? ¿Por qué?

—Mi chico y yo queremos dejar la ciudad, hay muchas cosas que ya no entendemos de ese estilo de vida.

—Ya. ¿Y creéis que vais a entender el estilo de vida del campo?

Levanto los hombros.

—No lo sé, pero parece un mejor lugar para vivir, más bonito.

La vieja suelta una fuerte carcajada.

—¿Más bonito?

—No quiero decir la apariencia, sino me refiero a bonito en esencia, todo aquí es más puro.

—¿Puro? ¿Quieres que te cuente algo puro? —Vuelvo a levantar lo hombros y la vieja comienza—: Mi marido murió hace cuatro años, aquí, en esta casa. Se levantó mareado, que no quería café, me dijo. Bueno, pues tómate aunque sea un poco de zumo, te hará bien. Se desplomó en la cocina. Los Gallardo habían dejado la finca hacía casi 20 años y los Benjumeda se habían ido a pasar la pandemia a casa de su hijo mayor. Me quedé sola y aislada, sin poder conducir por esta ceguera que tengo. Los servicios de emergencia, con la que estaba cayendo, aparecieron diecisiete días después. Diecisiete días conviviendo con mi marido muerto. Dime, guapa, ¿te parece bonito?

Beatriz me ve aparecer a lo lejos.

—¡¿Dónde te habías metido?! ¡¿Sabes que hay animales salvajes por aquí?!

Me acerco y contesto que lo siento, que estaba por ahí, que se me fue el tiempo. Beatriz me agarra por el brazo y al oído me susurra que ha conseguido bajar veinte mil euros del precio.

—No la quiero —le digo.

—¿Cómo que no la quieres? ¿Estás loca? No vas a encontrar nada mejor. ¿Por qué no la quieres?

—Porque no tiene porche. Vámonos.

 

 

14 sept 2024

Domingo bidireccional

 

Joan Crawford, 1927

Era domingo por la tarde y Enrique había invitado a casa a sus tres amigos ‘Teatreros’, según su grupo de WhatsApp, para celebrar su despedida de soltero. Se conocieron hace catorce años en un Máster en Estudios Teatrales del que todos creían que saldrían triunfando en las artes escénicas. Para algunos fue así al principio, pero todos, ahora, tenían sus propios trabajos alejados del espectáculo, aunque seguían incurriendo en el mundo del teatro sin éxito alguno.

En ningún momento se barajó la idea de salir de fiesta, ni siquiera de alquilar una casita en la sierra madrileña para un fin de semana. Se sentían cuarentones maniáticos y compartir habitación o baño no le ilusionaba en absoluto. Enrique les propuso una tarde en su casa con cerveza y patatas de la Esteban y a los teatreros les pareció perfecto.

Darío estaba en pleno alegato contra la actriz Carmen Machi, cuando de manera enérgica Beatriz lo mandó callar.

Lo siento, Darío, es solamente que me estoy dando cuenta de que…  —Hizo una pausa y se retiró su larga melena al lado derecho. Se repasó los labios con la lengua y siguió—: ¿Qué hace Almudena aquí?

—¿Y a ti qué más te da? —preguntó Elvira alzando la barbilla.

—A mí me da exactamente igual, pero si se dijo que iba a ser una reunión de los teatreros, pues…

—Oye, no, no, por favor, si queréis yo me voy —dijo Almudena intentando ponerse en pie, pero Elvira la agarró de la muñeca y la volvió a sentar a su lado de un tirón.

—Tú de aquí no te mueves. Si a Bea le molesta que hayas venido que se vaya ella.

Enrique pidió calma y aseguró que nadie se iría a ningún sitio e inmediatamente después añadió:

—Y sí, bueno, Machi en cine tiene un pase, sin embargo, en teatro no vale nada.

Beatriz se levantó, se sacudió con ímpetu los anchos pantalones y con paso decidido fue a la cocina. Al entrar se apoyó en la mesa y cruzó los brazos. Enana asquerosa, murmuró. Dio una vuelta a la mesa y terminó apoyando los codos en la encimera enterrando los dedos en el pelo. Elvira entró y Beatriz sobresaltada se irguió. Al percatarse, Elvira se justificó:

—Quieren más cervezas. —De la nevera sacó un pack de seis y se las mostró.

—No sé cómo lo haces —dijo Bea.

—Cómo hago el qué.

—Fingir que no ha pasado nada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó y dejó las cervezas en la mesa, empezaban a pesarle, empezaba a pesarle el domingo entero.

—Sabes muy bien qué ha pasado. Llevas un año sin hablarme y ahora de repente llegas aquí con tu amiguita del alma, a la que utilizas como parapeto, y a la carga otra vez. A por Beatriz. Así funcionas. Primero castigas con el silencio y cuando la presa vuelve a confiar en ti, ¡zas!, a la jaula y vuelta a empezar.

Elvira sacó su móvil del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Lo dejó sobre la mesa y lo señaló.

—Ese trasto tiene exactamente once años, de hecho, ya no existe su fabricante. Es un BQ, míralo, cógelo, no me importa, cógelo. —Beatriz lo miró sin moverse—. Es un ladrillo, solo tengo descargadas 12 aplicaciones porque no me caben más. Suficiente para mí: mensajes, llamadas, internet y fotos.

—Muy bien, precioso, ¿qué quieres?, ¿una medallita por anti consumista? ¿Hay que aplaudirte? ¿Nos tenemos que postrar ante tu personalidad incorruptible? No sé, dime qué quieres que haga con el discursito que te has marcado.

—Lo que te quiero explicar es que mi móvil me es suficiente porque es bidireccional. Puedo hacer llamadas y mandar mensajes, pero también los recibo. Muy práctico, ¿verdad? —Elvira lo recogió de la mesa, abrió la aplicación de WhatsApp y con el dedo parecía buscar algo concreto—. Nuestra última conversación es del fatídico 13 de octubre de 2023, dos mensajes. El mío, leo: “Loca, dice Almu que llega tarde. Hacemos tiempo en Malpica con un vinillo? En el metro ya, llego en 15 mins.”. Respuesta tuya, leo: “Ok, saliendo de casa, en 25’, sorry, pago yo, no enfadarse.” Y ya, nada más. Ni por mi parte, ni por la tuya. Nada más. Bidireccional. Yo no te he escrito en un año, cierto, pero tú tampoco. No obstante, no-obs-tan-te, por alguna extraña razón, tú has decidido coronarte como la víctima. Pues ya me explicarás, porque estoy un poco harta de que por ser la rara, la insociable, la huraña, la especialita..., se me carguen culpas que no tengo. Así que la pregunta te la hago yo a ti: ¿Por qué no me has escrito en un año?

Beatriz salió de la cocina sin responder. Elvira cogió las seis cervezas y también regresó al salón. Allí, Enrique mirando primero a una y luego a la otra les preguntó si todo iba bien. A lo que respondieron que sí con sendas sonrisas.

El tema Machi no daba más de sí, así que derivaron el debate al clan Larrañaga-Merlo y su omnipresencia en la producción privada teatral de la capital. Uno decía que por lo que había que luchar era por los teatros públicos, otro preguntó que por qué lo llamaba “públicos” si las obras eran programadas por deditocracia,  otra que si las patatas se habían acabado, otro que las salas teatrales pequeñas se ahogaban en impuestos, otro que el gazpacho de la Esteban no era tan bueno como las patatas, otra que por qué no se representaba el teatro de Unamuno, otra que estaba pensando en pasar las navidades en Túnez, otro que porque Unamuno no sabía escribir teatro, otra que quien quisiera más cerveza que levantara la mano, otro que si la boda al estar tan llena de franceses habría que llevar mascarilla, otra que no tenía claro si Tabarka o Hammamet, otra que esas cuatro cervezas eran las últimas, otro que si se callaban un poco podría recitar a Cossa, otra que hacía tres meses que no follaba, otra que reconocía que su tesis de Unamuno era una mierda, otro que si lo de no follar era porque no quería o no podía, otra que si Nayua Rinri era así o se lo hacía, otro que si no había más cerveza habría que abrir el vino, otra que solo un culín, otro que era Najwa Nimri, la otra que qué, el otro que si quieres vino, la otra que si se lo hace o es así, otra pues lo que sea pero con Luis Merlo te partes, otra que cuando se ríe tose, otra que también, que también qué, que cuando como sandia me ahogo.

Era casi medianoche y Elvira le servía otro culín a Almudena que no podía dejar el vaso quieto. Enrique desparramado en el sofá se reía frente a Darío quien interpretaba unas líneas de La Nona. Y Beatriz escribía un mensaje de WhatsApp.

—¡Almu, me vibra el culo! —gritó Elvira y las dos se rieron como idiotas. Elvira sacó su móvil del bolsillo trasero y leyó el mensaje en voz alta con cierta dificultad—: “Cómprate otro móvil, tacaña de mierda.” —Elvira se giró hacia Beatriz y sonriendo le mostró el móvil triunfante—: ¡Bidireccional!

—Bidireccional —repitió Bea, y estiró el brazo para que también le sirviera más vino a ella.

 

4 nov 2023

La mesa de la discordia

 

Pelea en la taberna, grabado de Gaetano Gandolfi (Museo del Prado)

En una mesa de un conocido restaurante de Malasaña están comiendo las tres amigas: Almudena, Beatriz y Elvira. En realidad, todavía no han empezado. Un joven camarero con el cutis esculpido en cera les toma nota.

—Perdone, señora, pero menestra ya no nos queda.

Elvira gira la cabeza y lo mira seria.

—Cada vez que me llaman señora se muere un gatito —dice.

—Lo siento, señora.

—Dos gatitos… —Vuelve la vista a su móvil donde ha descargado el menú—. Revuelto de gulas.

—Bien.

—Con mucho ajo.

—De acuerdo.

—Y ¿le echáis guindilla?

—Sí, ¿con mucha guindilla también?

—No, sin guindilla. Es decir, con guindilla al cocinar, pero al emplatar me la quitáis y…

—Elvira… —le corta Beatriz—. Para mí ensalada de queso de cabra.

—Vale, ¿la quieres con rúcula o con hojas de espinacas?

—¡Perdona! —espeta Elvira—. Cómo que “la quieres”. ¿A ella no la llamas señora?

—No, a ella no, señora.

—Tres gatitos…

Almudena se ríe y pide otra ensalada de queso de cabra también con rúcula. Cuando el camarero se marcha, les cuenta que ha conocido a alguien, Elvira sorprendida le pregunta por Eudald. Almudena resopla y le recuerda que lo dejaron hace casi dos meses.

—¿Y yo cómo iba a saberlo?

—Porque te llamé llorando al enterarme de que mantenía otra relación paralela.

—Ya… igual me quiere sonar, sí.

El camarero se acerca y deja sobre la mesa una botella de Navaherreros abierta y dos entrantes. Beatriz va llenando las copas:

—Almudena, que no te importe, ya conocemos a Elvira.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunta la aludida.

—Que no destacas precisamente por tu empatía ni por tu generosidad con las amigas.

—Ya —contesta seca—. Me lo dice la mujer que se metió en una secta de yoga dos años mientras tenía a sus padres en vilo y a sus amigos desesperados.

—Bien, vale, vale, bueno, pues lo he conocido por Tinder, se llama Luisfer, vamos, Luis Fernando, pero yo, bueno, todos: sus amigos, familia…

—¡Sucia tarada! —gritó Beatriz.

—… colegas del trabajo le dicen Luisfer. Así que yo también, Luisfer. Y es…

—¿Tarada yo? Me lo dice la que desaparecía durante meses dejando a unos padres poniendo denuncias en la policía días sí y días también, pero resulta que la niña se había ido a hacer yoga en medio del Sahara, flipando porque estaba encontrando la verdad, ¡descubriendo el sentido de su vida! ¡Oh, Osho, muéstrame el camino ante esta inmensidad de arena! ¿Tarada yo? ¿Ta-ra-da-yo?

—…matemático, es matemático, trabaja en un instituto dando clases y bueno, es así como bajito, a ver, más alto que yo, claro, un poco gordo, no suena bien, pero es muy guapo, vale, no, guapo no, pero eso que lo ves y dices, bueno, si me preguntan digo que ni guapo ni feo, o sea que...

—Elvira, eres una persona tan podrida por dentro que necesitas…

—¿Las ensaladas eran para? —El camarero ante la mesa. Almudena y Beatriz levantan la mano—. Estupendo, entonces las gulas para la señora.

—¡Cuatro gatos!

—¿Disculpe, señora?

—¡Y cinco!

Almudena intercede y el camarero se va. Se hace un largo silencio. Elvira toma el tenedor y enrosca algo del sucedáneo.

—Elvira —comienza Beatriz en un tono pausado—, estás tan llena de mierda, que con tan solo abrir un poquito la boca la esparces cual aspersor. Eres retorcida. Eres un ser negro y despreciable.

Elvira deja el tenedor en el plato con delicadeza y responde imitando con ironía su sosegada voz:

—Y tú eres una pija malcriada con demasiado tiempo libre para mirarse el ombligo. Que mientras sollozabas embriagada de emoción al ver la vastedad del desierto, a pocos kilómetros se estarían muriendo cientos de subsaharianos cruzándolo para intentar escapar de la cárcel en la que África se ha convertido gracias a Europa. ¿En serio soy yo la retorcida? Háztelo mirar, Beatriz.

Beatriz se levanta y sin decir nada coge su chaqueta y bolso y sale del restaurante.

—Ay, Elvi, te has pasado… —Almudena.

—¿Yo? ¿Por qué siempre soy yo la mala?

—No eres la mala, pero tienes esa forma de hablar que… Anda, vete a buscarla.

—¡No voy a ir!

—¿Todo bien por aquí? ¿Más vino? —El camarero de nuevo ante la mesa.

—No, está todo bien, gracias —responde Almudena.

—¿Suficiente ajo, señora?

—Si lo que pretendes es un genocidio felino, lo estás consiguiendo.

Una vez más Almudena intercede y se quedan solas. Elvira la mira y sonríe, admira con envidia lo buena persona que es. Le pide que le cuente sobre su nuevo novio, cómo se llama, le pregunta.

—Luisfer, ya te lo he dicho.

—¿Cuándo me lo has dicho?

—No importa. ¿Quieres un poco de ensalada?

—No, ¿y tú gulas?

—No me gusta el ajo.

—Ya. ¿Tú crees que volverá?

—¿Beatriz?

—Sí.

—No.