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15 feb 2011

Sueños

Sueños Noctámbulos por Salvador Dalí

Tomo un café con Silvi. Estamos sentadas en la alfombra granate de mi casa. La veo reírse pero no la oigo. Me toco detrás de la oreja derecha buscando el audífono. No lo tengo. No lo tengo, Silvi, no te oigo. Puedo ver cómo se ríe más fuerte, se tumba y se tapa la cara con ambas manos. Me levanto preocupada y busco el audífono. Lo veo sobre la estantería de la cabecera de la cama. Voy hasta allí. Está roto. Lo sostengo con una mano y comienzo a llorar. Está roto, Silvi, no te puedo oír, no puedo. Me doy la vuelta y le muestro con la palma de la mano abierta las dos partes en que se ha convertido el pequeño aparato. No me mira. Se está besando con mi profesor de Creación Literaria sobre la alfombra granate de mi casa. Grito, quiero que se vayan, ¡FUERA! Mi profesor se levanta, lleva en la mano una libretita negra y me sonríe. Se acerca despacio. Doy un paso atrás. Él avanza uno. Retrocedo otro. Él llega hasta mí y me empuja suavemente con un dedo diciendo: Cuidado, Elvira, que te vas a caer... El suelo se abre y siento el vacío. Se me encogen las entrañas y el estómago me oprime la garganta. Rojo y azul ante mí, rojo y azul, rápido y más rápido y más rojo y más azul. Todo se para. Me pongo de pie sujetándome la tripa. Es el Days Inn, estoy delante del Days Inn Hotel de Nueva York. Me río a carcajadas. ¡Estoy en Nueva York! En la 94 con Broadway. Me aprieto el pecho, me siento feliz. Estoy libre. Corro Broadway abajo, corro, corro y corro sin cansarme, me río sin cesar. Paso la 77, 76, 75 y la 73 también y no dejo de reírme. Me llaman, me giro, estoy en la 63 y no veo a nadie, la calle está vacía. Cruzo una desértica Columbus Circle y tomo la Octava Avenida. Frente a mí hay un joven con el cartel verde de la 54th St. en una mano y con un niño pelirrojo en la otra. Lo abrazo con ansia, Etienne…, le susurro al oído, Etienne... Quiero tragarme su olor, aspirarlo hasta hacernos una sola esencia, lo aprieto contra mí, lo anhelo, lo aprieto fuertemente sintiendo su carne pero sigo anhelándolo como si lo que sostuviera fuera aire. Etienne se separa de mí, en silencio me da el cartel de la calle y se aleja. Los veo caminar cogidos de la mano. Me derrumbo contra el suelo y con los puños cerrados me atravieso el vientre que se ha convertido en un inmenso orificio. La voz de una mujer me hace levantar la cabeza. La miro extrañada. Es una azafata china y me pregunta en español si prefiero pollo o fideos. Fideos, le respondo. Me ofrece la bandeja. La coloco en mi mesita plegable. Miro por la pequeña ventanilla. Sonrío al ver el intenso color granate de las nubes. ¿A dónde vamos?, pregunto al señor de mi lado. A Dalian, me responde. ¿A Dalian?, ¿por qué? Porque vives allí, chica, me dice. No, no, no, no, yo ya no vivo en Dalian, vivo en Madrid. El hombre se carcajea y con sorna me repite que vivo en Dalian. Pensativa me toco la cabeza, me doy cuenta de que tengo el pelo corto, tan corto que me hace cosquillas al rozármelo con los dedos. ¡Rafa!, grito hacia el pasillo. Lo veo caminar con el uniforme de piloto. Qué guapo es. ¡Rafa!, vuelvo a gritar y me pongo de pie para que me vea. Me mira pero no me dice nada. Está serio. No parece él. ¡Rafa, soy yo! No me reconoce, ¿por qué no me reconoce? Me pongo nerviosa, me falta el aire, quiero salir de aquí. ¡Quiero salir!, grito. El hombre a mi lado me sujeta, es grande, me hace daño. No me deja moverme. Tengo miedo y le suplico con la mirada que me suelte, él se ríe y empieza a tararear una melodía, me suena esa melodía, sigue tarareándola, me suena, me suena, me suena…

Sobresaltada me aparto de la cara las páginas de un aburridísimo Buzzati. Y, aún tumbada en el sofá, consigo encontrar el móvil tanteando la mesita con una sola mano. Cesa la melodía al cogerlo, resoplo y digo:
―Dime, mamá…

25 abr 2010

Vuelta a empezar

Road to nowhere by Rich Legg

—Oh, cariño, cuánto lo siento…, de verdad que lo siento —decía Kayla apoyada en la puerta de mi despacho. Yo ni la miraba, seguía con la vista puesta en mi ordenador quitando importancia al asunto—. Ellos se lo pierden, ¿qué quieres que te diga?, ¡tú vales mucho!
—¿Qué pasa? —Mi jefa, al oírla, acababa de entrar en mi despacho.
—A Elvira no le han dado la beca —contestó Kayla en un tono confidencial.
—Oh, ¿la de Nueva York?
—Sí —afirmó Kayla.
—¡Asquerosos! —gritó mi jefa.
—No, Luisa —dije yo mirándola—, la cuestión es que no me han dado la beca porque ni siquiera me han admitido en el máster.
—¡Ay! ¡Más asquerosos todavía!
—Luisa, hija, que te estaba buscando, que dice Richard que si la reunión de las tres se puede pasar a las cuatro y cuarto, que tiene no sé qué cosas que hacer —preguntó Juan Manuel desde el pasillo mientras se abanicaba con una carpetita amarilla.
—Bien, pero que no venga más tarde, que luego tengo cena a las seis en casa y todavía me queda por preparar todo.
—Pues na’, que ya se lo digo —confirmó con su acento cordobés. Después nos miró a las tres y, entrando en la oficina, preguntó—: Y ¿de qué tenéis esa cara tan mustia?, hijas, que parece que os deben y no os pagan.
—A Elvira no le han dado la beca —explicó nuevamente Kayla con solemnidad.
—Porque no me han admitido —puntualicé.
Juan Manuel apartó a Luisa para colocarse delante.
—Mira, Repollo, la culpa la tienes tú —inquirió enfadado, señalándome con el dedo—, que si no volaras tan alto, las caídas no serían tan gordas, porque ya puestos ¿por qué no solicitaste Yale o Harvard?
—¡Juan Manuel, deja a la niña!
—Pero Luisa, si la niña ya tiene sus treinta añitos y mira el disgusto que se está llevando. —Juan Manuel volvió a mirarme—. Pero ¿de dónde ibas a sacar tú los cincuenta mil dólares que costaba el máster?, ¿eh? Que se trata de una de las universidades más prestigiosas de este país y tú no tienes un duro. Que está muy bien que seamos de Bilbao, Repo, y que vayamos a lo grande pero, 'ja mía, ¡una pizquita de sentido común!
Apoyé los codos en la mesa y me sostuve la cabeza entre las manos. Tenía toda la razón del mundo. Me sentía mal, muy mal. Empezaba a tener inmensas ganas de llorar. Sí, que se fuera todo el mundo, quería llorar.
—¡Hey, estáis aquí! —Richard asomó la cabeza por la puerta—. Luisa, ¿te ha comentado Juan Manuel lo de...
—Sí, ya me ha dicho, no hay problema —dijo sin dejarle terminar. Después se hizo el silencio otra vez y todos volvieron a mirarme.
—Es que a Elvira no le han dado la beca… —susurró Kayla a Richard.
—No me han admitido… no es que no me hayan dado la beca, es que no me han admitido… —dije desganada, sin levantar la cabeza.
—No la han admitido… —se autocorrigió Kayla manteniendo el bajito tono de voz.
—¿El máster de New York…? —preguntó Richard imitando el mismo susurro.
—Sí…
—Pobre…
—Sí, me da penita porque tenía mucha ilusión…
—Ay, pobre…
—¡Hala, ya está! —gritó Juan Manuel dándose la vuelta hacia ellos y haciendo aspavientos con la carpeta al aire—. ¡Que parecéis dos viejas en misa! Tanto chisme, tanto chisme, ¡ya está!, ¡no se lo han dado y punto!
—Bueno, chica, ¿y qué vas a hacer ahora? —me preguntó Luisa sin parecer oír los gritos de Juan Manuel.

Levanté la cabeza. Vi a los cuatro mirándome con intriga. Un reguero de angustia me avinagró la garganta. Tragué saliva pero el ardor no se me iba. ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿Qué iba a hacer…?
—La Repollo se queda. Si no se va a Nueva York, la Repo, se queda otro año —afirmó con seguridad Juan Manuel.
—Hombre, podría —dijo Luisa antes de empezar a explicarse—, pero claro, como me dijo que se iba, pues la plaza se la ofrecí a Justyna Swiderska, que es polaca.
—¿Polaca? —preguntó sorprendido Juan Manuel.
—Sí, polaca de Kentucky.
—¿Polaca de Kentucky?
—Profesora de español e italiano.
—¡Joder con los polacos!
—Pero al final que no, porque su marido ha encontrado plaza en Ohio State.
—¿Polaco?
—¿Su marido?
—Sí.
—No, ¡qué va! Es ruso.
—Ah, bueno.
—Sí, ruso de Minnesota.
—Ah, mira, éste es de Minnesota…
—Sí, profesor de física cuántica.
—¡Joder con los rusos! Bueno, a lo que vamos —dijo Juan Manuel pretendiendo centrar nuevamente la conversación—, y ¿Elvira?
—¿Elvira? Elvira es de Bilbao —y diciendo esto mi jefa se quedó más ancha que larga.
—La madre que la parió… —empezó diciendo Juan Manuel—, y no te digo más porque, como Chair del departamento, mereces un respeto pero, hija mía…
A mí me entró tímidamente la risa pero Kayla y Richard, que se habían mantenido en un segundo plano hasta el momento, estaban a carcajada limpia.
—Bueno, pues si la polaca al final no ha aceptado, tú te quedas con la plaza, niña, que es muy tuya —me dijo el cordobés con convicción.

Las risas se acabaron y todos me miraban esperando mi confirmación. Pero, lo cierto es que, yo allí no me quería quedar. No tenía queja con respecto a mi trabajo pero mi vida personal… buff, mi vida personal estaba hipotecada.
Era divertido ver, por la tele, las rocambolescas situaciones a las que se enfrentaba diariamente el doctor Fleichman en Alaska, pero cuando tú te convertías en la protagonista de la serie dejaba de tener su gracia. Odiaba la naturaleza bruta y vivía en plena montaña de West Virginia. Las calles estaban vacías a cualquier hora del día. Las arañas eran tan grandes que hasta tenían el pelo rizado. Las carreteras estaban llenas de agujeros y cuando preguntaba que por qué no las arreglaban, me decían que porque vivíamos en un estado pobre. Los bancos no sabían lo que era el IBAN porque nunca antes habían hecho una transferencia internacional. Mis alumnos de las nueve de la mañana llegaban en pijama a clase. Tuve que aguantar, en casa, dos gastroenteritis y un dolor de muelas de infarto porque el seguro médico de la universidad no cubría asistencia médica de urgencias. Era deprimente ver como el setenta por ciento de la población era obesa por pura dejadez. Y echaba de menos mis tacones, mis mechas en el pelo y el sexo porque la vida monacal, a la que esa ciudad me había sometido, estaba haciendo estragos en mi cutis. Todo ello, sin mencionar esa soledad espesa que se te agarra a la piel y, como sanguijuela cualquiera, te chupa hasta las ganas de vivir. Necesitaba salir de allí.

—No… —dije finalmente—, no me voy a quedar… no, buscaré otra cosa, no sé.
—Ay, Repo, qué disgusto me das —dijo Juan Manuel atizándome con la carpetilla amarilla.
—Bueno, chica, es tu decisión, algo encontrarás. El mundo es muy grande y, como a ti no te importa viajar, pues vete a saber dónde terminas —dijo mi jefa y, dándome un golpecito en la espalda, salió del despacho.
Todos se marcharon menos Kayla que se acercó y se apoyó en mi mesa.
—Desertora —me dijo con una mueca de medio lado—. ¿Nos echarás de menos?
—Claro —dije sin levantar la vista.
—Pero qué mentirosa eres, cariño.
La miré y a las dos nos entró la risa.
—Venga, desertora, que te invito a un café —propuso al tiempo que me golpeaba el brazo.
Recogí las cosas, me coloqué el bolso al hombro y, junto a Kayla, salí del despacho. Antes de cerrar, eché un vistazo para cerciorarme de que no me olvidaba de nada. No, nada me dejaba allí. Click. La puerta se cerró.

23 mar 2010

Carta desde NY

Rainy day in Manhattan, por Jonelle Summerfield

Quiero contarte que ayer me corté el pelo, le dije que cuatro dedos pero está claro que sus dedos no eran como los míos. Que sentada en un banco de Central Park me di cuenta de que odio todos los parques del mundo. Que terminé el libro de Hosseini anoche en el hotel. Que el sábado conseguí una entrada por 30 dólares para ver a Scarlett Johansson en el teatro, y la columna era muy linda. Que las cafeterías están llenas de gente sola, una persona por mesa, por eso nunca encuentro sitio. Que un taxista afgano me preguntó cuatro veces adónde iba porque no me entendía, será por mi acento de West Virginia, le dije. Que cenando en un Tailandés, de la calle 95 con Broadway, estornudé y se me salió un grano de arroz por la nariz, me reí sola. Que lleva todo el día lloviendo. Que me acabo de comprar en Barnes la novela “Perdona si te llamo amor”. Que me encanta pasearme por Manhattan con el café en vaso de plástico, muchas veces lo llevo vacío pero, aun así, no lo tiro, es cool. Que el domingo escribí un cuento nuevo en el muelle, frente al puente de Brooklyn. Que me he hecho la manicura en Chinatown por seis dólares, ahora llevo las uñas negras. Que tomé el metro para ir a Washington Square pero, para cuando me di cuenta, estaba en Malcom X Boulevard. Que, mientras esperaba mi Carrot Cake en Magnolia de la Sexta Avenida, observé a una pareja que no tenía nada que decirse. Que a nosotros nunca nos faltan palabras sino tiempo. Que no existen ciudades espectaculares sino buena compañía. Que te escribo porque mi ego no me deja llamarte. Que te echo de menos.

5 mar 2010

Pide un deseo...

—Y ¿cuándo te dicen si te han dado la beca?
—¿Qué? —preguntó Elvira levantando la cabeza de su taco de exámenes.
Era lunes, la semana acababa de empezar y las dos profesoras estaban compartiendo su momento post weekend en el despacho de Elvira.
—La beca, para el Máster, ¿cuándo te lo confirman?
—Buff, no sé… ¿en mayo?, ¿junio? —y ladeando la cabeza volvió a la corrección de exámenes—. No me la van a dar, es imposible, no me la van a dar… —musitaba enormemente desanimada.
—Bueno, no adelantemos acontecimientos, ¿eh? No lo sabemos, ¿vale? Además, ¿qué más te da la beca? —dijo Kayla sin darle demasiada importancia a lo que acababa de preguntar.
—¡¿Que qué más me da la beca?! —repitió con rintintín poniéndose de pie—. ¡Kayla, el Máster cuesta cuarenta y dos mil dólares, y la universidad está en una de las ciudades más caras del mundo, New York! Me quieres decir ¿cómo podría pagar semejante gasto? ¡Kayla, por favor, piensa!
—Bueno… bueno… tranquila…—decía moviendo los brazos lentamente, hacia arriba y hacia abajo, para que volviera a tomar asiento y se tranquilizara. Elvira la obedeció y se sentó refunfuñando—. Muy bien, así, tranquilita, cariño. Ahora vamos a buscar la manera de pagar los cuarenta y dos mil dólares del Máster más los otros cuarenta mil que te costaría vivir en New York por dos años, ¿sí?
Elvira se desplomó sobre la mesa al oír aquellas cantidades de dinero. Ay… me voy a morir, decía, ay… que me muero…
A Kayla le entró la risa viendo a su compañera de trabajo tan apesadumbrada dándose cabezazos contra la mesa. Esperó un poquito y después decidió intervenir para evitar aquel haraquiri de oficina.
—Cariño, puedes trabajar al mismo tiempo.
—Tendría visado de estudiante y sería ilegal trabajar, necesitaría conseguir el J1 otra vez —dijo sin levantar la cabeza.
—Ya… mmm… —pensaba Kayla con la mano apretándose los labios—. Y ¿un crédito?
—No tengo permiso de residencia, ningún banco americano me daría un préstamo, ayyyyyyy... —dijo esta vez elevando un poco más el tono de sus gemidos.
—Ya, claro… bueno, pues… —Kayla se rascó la cabeza, después se frotó el cuello poniendo labios de pato y, al final, también se golpeó la cabeza contra la estantería, se daba por vencida —Oh, lo siento, cariño, no sé…—dijo dando un manotazo a la balda. Del golpe un libro cayó al suelo. Kayla lo miró primero y, sin mucha decisión, lo recogió con un lento movimiento, como si lo estuviera meditando. Con el libro ante sus ojos exclamó:
—¡Elvira, ya lo tengo!, ¡tu libro!
—¿Eh? —dijo incorporándose en la silla con carilla de ojos tristes—. Ah, bah, tranquila, déjalo por ahí —y volvió a la posición haraquiri—. Ayyyy...
—¡No! ¡Éste no, tu libro! Elvira, ¡tu libro, el de verdad!
—¿Qué libro? —preguntó esta vez sin intención de levantar la cabeza.
—Tu libro, ¡tu-no-ve-la! —deletreó agitando el libro delante de su cara.
Elvira reaccionó pero no dijo nada, no sabía si estaba entendiendo lo que quería decir Kayla, pero algo estaba captando, así que dejó que continuara.
—Elvira, ¿ves esto?, hojas —y abrió el libro sacudiendo las páginas de un lado a otro—, pastas, título —y subrayó el título de la portada con el dedo índice—. Cariño, derechos de autor, ¡así de fácil! —y chasqueó los dedos victoriosa—. Sólo tienes que vender un número determinado de ejemplares de tu novela y ¡voilà!, tus gastos cubiertos.
—¿Número determinado de ejemplares? Kayla, ¡¡tendría que vender ochenta mil ejemplares para conseguir ochenta mil dólares!!
—Bueno, pues los vendes.
—Kayla, por favor, es mi primera novela, nadie la va a comprar —dijo desganada apoyando la nuca en el respaldo de la silla.
—Así, no, ¿eh? Cariño, así, no —echó un vistazo rápido al despacho y luego tomó una silla que estaba junto a la puerta y la arrastró hasta colocarse frente a Elvira—. Vale, ¿cómo se llama tu editor?
—¿Qué editor? —preguntó erguiéndose de golpe, como si le picara el culo.
—Tu editor, cariño, has firmado un contrato con una editorial, vas a publicar una novela, eso significa que tienes un editor.
—¿Yo? Yo no tengo de eso.
Kayla resopló, se retiró el pelo hacia atrás y rumiando las palabras en la boca volvió a decir:
—Sí tienes un editor. A ver, piensa en la persona que te dijo que le gustaba la novela, la que te ofreció el contrato…
—Ah, ¿ése? —dijo sin dejarla terminar.
—Sí, ése es tu editor.
—Vaya, tengo un editor, mi editor… —repitió saboreando el jugoso posesivo en su boca.
—Bueno, ¿cómo se llama?
—Chete.
—¿Chete? ¡Ése no es nombre de un editor!
—Hombre, imagino que será un diminutivo, ¿no?
—¿De qué? ¿De Tranchete o de Chochete?
Elvira rompió en un tremendo ataque de risa, porque la verdad es que nunca se había percatado de ello. Siempre lo había visto escrito con nombre y apellido: Chete Bustamante, y las pocas veces que había hablado con él nunca lo llamaba por su nombre de pila, le parecía poco respetuoso.
—Chica, no sé —intentó explicarse todavía entrecortada por la risa—. Imagino que será de Francisco, ¿no? Fancisco, Francisquete…
—Sí, sí, claro, lo veo, ahora lo veo, Francisco, Francisquete, Casquete, cuidado que te veo el Chete, ¡Elvira, por favor!
Pero Elvira estaba tronchada de la risa, haciendo verdaderos esfuerzos para no caerse de la silla.
—Cariño —empezó diciendo Kayla fingiendo seriedad aunque su propio chiste le había hecho tanta gracia como a Elvira—, vamos a visualizar la situación, ¿sí? La cuestión es que el señor Chete te llamará un día y te soltará el rollo de que una novela es como un hijo y bla, bla, bla, pero que hay problemas.
—¿Hay problemas con mi novela?
—Sí y tú, a todo esto, ya estás viviendo en New York, compartiendo un diminuto apartamento con cuatro personas más en Queens, fregando platos en un restaurante y dando clases particulares porque tu visado no te va a permitir otro tipo de trabajo. Asistirás todas las tardes al Máster y por las noches escribirás tu segunda novela.
—Vaya, ¿y cuándo duermo? —preguntó angustiada agarrándose las tetas.
—No dormirás pero Chete, como te he dicho, te llamará y te dirá que lo lamenta pero la publicación de tu novela se retrasa hasta finales de octubre.
—Oh, no… ¿finales de octubre? —seguía agarrándose las tetas.
—Sí, pero nos conviene, ¿por qué?
—¿Por qué?
—Porque en esos meses de retraso tú, que te repito que ya estarás viviendo en New York, harás una extraordinaria publicidad de tu novela, moviéndote por lo más bohemio e intelectual de la ciudad.
—Pero ¡si iba a estar fregando platos!
Se le escapó la risa a Kayla, le empezaba a dar penita su amiga, reflejaba en su cara tanta tensión.
—Tonta, ya me entiendes. Y ¿entonces?
—¿Entonces?
—Llega noviembre, tu novela en la calle, primera semana los mil ejemplares vendidos. Segunda edición, otros mil en dos semanas. Te vuelve a llamar Chete y te propone hacer una tercera edición de diez mil ejemplares, confían en ti.
—¡Ay, madre mía! —dijo con las manos aplastándose la carita.
—Vendidas. Cuarta, quinta, sexta edición, esto es un no parar. Va de boca en boca. Se convierte en el regalo por excelencia de las navidades. Elvira.
—¿Qué?
—Llega febrero del año que viene, y tu novela lleva vendidas casi cien mil copias.
Elvira se puso en pie de un brinco.
—¡Con eso tengo más que de sobra! —gritó entusiasmada.
Kayla se rió y dándole un beso en la mejilla se despidió, tenía dos clases más antes de terminar el día.

Era viernes y la semana estaba terminando. Elvira guardaba los manuales de español en el primer cajón de su escritorio, cuando el teléfono de su despacho sonó.
—¿Dígame? … Uy, sí, sí, soy yo… sí, claro, pero me sorprende que me llames, ¿todo bien?... ah, ya… ya… sí… vale, entiendo… claro, claro… normal ¿no?... ya… imagino, claro… bueno, pues si es así… vale… no te preocupes, son cosas que pasan, está bien, lo entiendo… gracias por llamarme… sí, sí, adiós, adiós, sí, adiós.
Elvira colgó el teléfono y todavía tardó un instante en reaccionar. Se apretó la nariz con los dos deditos pinza de la mano derecha, aguantó la respiración, miró la puerta y tras contar hasta tres, salió disparada.
—¡Kayla! —dijo tocando con los nudillos la puerta abierta del despacho de su compañera—. ¿A que no adivinas quién me ha llamado?
Kayla se dio la vuelta porque estaba girada hacia el ordenador. Levantó los hombres, ni idea, dijo.
—Chete.
—¿Francisquete?
Elvira se rió como una boba. Después añadió:
—Hay problemas con mi novela. No sabe muy bien, pero es seguro que para septiembre no la pueden editar, por lo menos habrá que esperar hasta octubre, dice.
Kayla se tapó la boca con ambas manos. Su expresión era una mezcolanza de pánico e ilusión. Por fin, se levantó, extendió sus brazos hacia Elvira y gritó:
—¡Cariño, tenemos poderes! ¡Tenemos poderes! —y mirando al techo y alzando las manos empezó a recitar—: ¡Por favor, yo quiero que sea médico, cirujano plástico, forrado y que todas las noche me masajeé los pies! ¡Casa en Los Ángeles con playa privada! ¡Un Mini Cooper verde descapotable y un…

3 feb 2010

Decepción

¿No lo has probado todavía? No, todavía no, tendré que ir. Vete, de verdad, no sabes lo que te pierdes. Vale, ¿New York?, ¿se llama el New York? Sí, el New York, increíble, en serio. ¿De qué habláis? De nada, que Elvira no ha probado el New York. ¿El New York de Jeannie’s? Sí. Oh, ¡demonios!, ¡no me lo puedo creer! Bueno, siempre que voy se ha terminado así que al final me pido lo mismo, un Cherry Pie. Claro, no llega al lunes, lo sacan el domingo y para el lunes al mediodía ya se ha terminado. Es que es como un orgasmo, ¿a que sí, Kayla? Sí, mira, Elvira, cariño, con el primer pellizquito que le des con el tenedor ya vas a sentir ese contorneo tan cremoso. ¡Uy, uy, uy!, y cuando lo tengas en la boca ni te quiero contar, es un orgasmo de los grandes, de los de mi Terry en sus buenos tiempos. Ya… como un orgasmo… ¿no? Elvira, chica, ¡con más entusiasmo! Déjala que a ésta se le han olvidado lo que son los orgasmos. ¡Ja, ja, ja, ja!, ¡ay, Kayla, qué mala!, pobre chica. Bien, pues iré este lunes antes de clase, a las nueve, y ¡claro que me acuerdo de los orgasmos!

—Hola, Jeannie.
—Hola, abejita.
—Bueno, quiero un trozo del New York.
—Cariño, no queda.
—Pero, Jeannie —dije mirando mi reloj—, es lunes y no son ni las nueve de la mañana.
—Lo siento, cuenquito de miel, se terminó ayer, vino Edna con un grupo de amigas y no dejaron nada.

Esperé junto a la puerta. Era domingo, las diez de la mañana. La cafetería seguía cerrada, sería la primera en entrar y la primera en probar el maravilloso New York. Vi a Jeannie acercarse.
—Abejita, ¿qué haces aquí?
—No quiero que nadie se coma mi porción de New York.
—¿El New York, dices? Hoy no es posible, Shannon lleva toda la semana enferma, no tenemos nada de repostería, ya sabes que es la única que sabe de esto. Ninguna otra se atreve a meterse en la cocina y competir con ella. ¡Ven la próxima semana!, te guardaré un trozo, te lo prometo.
—No Jeannie… —dije desmoralizada—, me voy a España por navidades, no volveré hasta enero.
—Oh, cariño, lo siento, bueno, pues en enero tendrás tu porción de New York, el mejor pastel que jamás hayas comido.

Bueno, ¿qué te pareció? Pero si todavía no lo he probado. ¿Cómo que no? ¿De qué habláis? De nada, que Elvira sigue sin conocer el orgasmo del New York. ¡Ay, dios mío!, ¡puro pecado!, ¿a qué esperas, chica? Si yo quiero comerlo pero no he tenido suerte hasta el momento, además me pillaron las vacaciones de navidad por medio. Vale, pero estamos casi a febrero, cariño. Lo sé, lo sé, Kayla, pero como es un poco caro quiero esperar a un momento realmente especial. ¡Ja, ja, ja, ja!, esta chica, es un encanto. Boba, diría yo. ¡Son casi doce dólares de trozo de pastel! Dentro de tres meses y medio es tu cumpleaños, ¿te parece razón suficientemente especial, cariño? ¡Uy!, a mí me lo parecería, chica, ¡vete!

Eran las cuatro de la tarde, miré por la ventana del salón. Había dejado de nevar. Al ser domingo las carreteras estaban cubiertas de nieve, casi no había movimiento de coches que las despejaran, así que decidí ir andando. Me calcé las botas de oso y el forro polar, me encasqueté el gorro y me metí, en el bolsillo de los apretados jeans, los quince dólares que había separo para la ocasión.
—Hola, Jeannie.
—Hola, abejita.
Me senté en la barra. Saqué de mi bolsillo los quince dólares y los coloqué en el mostrador, frente a ella.
—Un-New-York, por favor —dije muy lentamente, vocalizando a la perfección el nombre.
Jeannie, tras reírse burlona un rato, se dio media vuelta y acercándose a la neverita giratoria me preguntó con misterio:
—¿Estás segura de que quieres probarlo…?
—¡Jeannie, tráelo de una vez! —grité impaciente porque me moría de ganas, salivaba como el perro de Pávlov. Llevaba meses esperando aquel momento, mi New York y yo nos íbamos a ver las caras por fin.
Jeannie se acercó con un platito, lo portaba ceremoniosamente con ambas manos, y tarareaba una facilona melodía de intriga.
—Y… ¡Ta-chaaaaaán! —exclamó Jeannie dejando el plato en el mostrador, bajo mi depredadora mirada.
Lo miré, lo volví a mirar, me acerqué el platito un poco más por si no lo estaba viendo bien y finalmente dije:
—Pero… Jeannie, tiene crema…
—Claro, abejita, el secreto del pastel New York es su crema.
—Jeannie, no me gusta la crema… —dije bajándome del taburete y con paso lento llegué hasta la puerta.
—Pero, abejita, ¡¿adónde vas?!
—A mi casa, a comerme un yogur.