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27 jul 2024

Más tiempo que vida

 

La silla de Gauguin de Vicent van Gogh

Jérôme me abrió la puerta. Me dio un beso en la mejilla y me preguntó cómo estaba, no lo hizo como un simple saludo, sino que aguardó a que respondiera sin dejar de mirarme. Lo sonreí y le dije que bien. Era la primera vez que estaba en aquel apartamento, Enrique y él lo acababan de alquilar en un barrio del sur de Madrid. Es muy bonito, dije.

—Nesesitábamos dos piesas. Y en el sentrgo… pouah!, c’est impossible!

Asentí con implicación, sabía muy bien a qué se refería, y repetí lo bonito que era. Entramos en la cocina, Enrique preparaba café.

—¿Qué pasa, amiga? —Puso los brazos en jarra y esperó mi respuesta que no terminó de llegar—. Vale, vamos al salón y me cuentas.

Me senté en un peculiar sillón naranja chillón y Enrique frente a mí, en el sofá de ante verde. Jérôme nos dijo que nos traería los cafés enseguida y se cercioró de que yo lo tomara con leche sin lactosa. Lo vi marchar y le dije a Enrique lo atento que me parecía su chico.

—Ahora va a resultar que te gustan los franceses. —Me reí. Él se encendió un cigarrillo, apoyó los codos sobre las rodillas y espetó—: Empieza, ¿qué te dijeron esos cabrones?

 

La novela la envié haría cosa de cuatro meses. Me parecía una editorial especial. La formaba un trío de editores jóvenes (argentino, chileno y español), que apostaban principalmente por autores poco o nada conocidos que pudieran aportar algo sugerente al mercado literario chino. Sí, lo llamativo de esta empresa, y lo que me hizo enviarles mi texto, era que publicaban en China. A mi parecer todo tenía sentido. Editorial pequeña e independiente que editaba novelas de autores hispanohablantes con temática china. Perfecto. Mi lienzo se ajustaba a su marco.

No tardaron en contestarme, me pidieron tiempo para valorar la novela, se pondrían en contacto en unos meses. Cinco semanas después me escribieron un email pidiéndome el teléfono, querían tener una reunión conmigo en línea. Por WhatsApp concretamos el día y la hora. Hubo complicaciones por el desfase horario, ¿tus once o las mías?, entonces, imposible, allí, si no me equivoco, serán las cuatro y media, ¿hora española?, sí, no, las cinco y media, ¿seguro? Tras un largo baile de horas y fechas, se fijó la reunión dos días después a las siete de la tarde hora española.

Llegaron los dos días después y las siete de la tarde. Sin noticias en el frente. Esperé diez minutos de cortesía y envié un mensaje por WhatsApp para informar que ya estaba disponible. Silencio. Envié otro treinta minutos después, algo más inquisitiva. Silencio. Una hora más tarde, les volví a escribir para confirmar que la reunión quedaba cancelada. Un minuto después, uno de ellos me escribió asegurándome que tenía anotado que la reunión era a las siete de la tarde hora argentina. Leí el mensaje barajando tres opciones: 1. El tipo era lento o directamente gilipollas, porque era de cajón que nunca habría aceptado una reunión a medianoche (hora española). 2. El tipo manejaba la estrategia casposa de creerse el fuerte y por lo tanto debía hacer esperar al débil. 3. El tipo era un desorganizado, lo había olvidado, y estaba dotado de la incapacidad de pedir disculpas.

Enseñé el mensaje a Joan. Se tocó la nariz, huele mal, me dijo. Me piden diez minutos, dicen que me llaman ahora. Joan levantó los hombros, si ya había esperado una hora qué importaban unos minutos más. No fueron diez, fueron treinta y cinco. Contesté la llamada con furia contenida. Lo dejé hablar, me explicó no sé qué de su catálogo editorial, de sus próximos títulos para el 2025, me recalcó que ya estaban todos seleccionados, pero que había un hueco para mi novela. Sin embargo, al ser a última hora llevaría unos costes superiores y que, sin problema, podría pasarme el presupuesto para que lo aceptara.

—¿Me estás hablando de autoedición? —pregunté mientras mis orificios nasales ardían.

—Ya tenemos el 2025 completo, asimismo tu novela encaja con lo que buscamos, pero es imposible que nos hagamos cargo de su proceso de edición.

—Tajantemente no. No puedo estar más en contra de la autoedición. Si yo escribo, y os gusta, vosotros pagáis. Punto.

—En ese caso me temo que tendrás que moverla tú sola.

Y el tipo gilipollas, casposo e incapacitado colgó.

 

Enrique se echó hacia atrás y dio una larga calada al cigarro. Cruzó las piernas, extendió uno de los brazos sobre el respaldo del sofá y fijó la vista al frente. Después de un largo silencio, habló:

—Bueno, estafadores. El mundo editorial está lleno de ellos, no es nuevo. Editores intelectualoides que dicen abrazar el mundo cultural alternativo mientras por debajo de la mesa facturan como verdaderos trileros. —Me miró—. Elvira, tú novela no es ninguna maravilla, pero te aseguro que es muy superior a toda la morraña que se está vendiendo últimamente. Muy superior. Tus sesenta páginas son buenas y publicables. Hay que esperar.

—Ya he esperado tres años.

—Pues esperaremos otros tres y otros tres y otros tres… Porque hay más tiempo que vida, camarada. —Dio otra larga calada al cigarro y soltó el humo con trazo lento. Miró a la puerta—: ¡Bebé!, ¿y esos cafés?



 

21 ago 2021

En el nombre del Padre


Iván el terrible y su hijo por Iliá Repin


―Es un Gobierno deshumanizado ―dijo Elvira apoyada en el escritorio que el viejo profesor Pardos tenía en su estudio―. Siento una enorme decepción.

―Querida ―dijo él desde su butaca―, la decepción no es más que la mala percepción que tenemos a priori de las cosas. China es un monstruo capaz de devorar a sus propias crías. El que tú lo estés descubriendo ahora no significa que no lo haya sido siempre.

Elvira agachó la cabeza y acarició la vieja madera del escritorio con delicadeza.

―El mundo se acaba ―dijo.

―El mundo acabó hace tiempo. Llevamos siglos dejándonos arrastrar por movimientos temporales cíclicos, repetitivos, previsibles y sin embargo, con cada nuevo acontecimiento, fingimos sorpresa y lo hacemos, mi querida alma, porque si no qué sentido tendría seguir respirando, quién soportaría lo absurdo de una existencia ya vivida, para qué.

―Para qué…

―Dame un beso. ―Elvira alzó la cabeza y lo miró con ternura, se acercó y se acuclilló junto a la butaca―. Tonta idealista de besos dosificados. ―Acariciándole la mano, Elvira se levantó.

―Siento dolor.

―Porque todavía no estás muerta. ¡Dolores, Dolores, Dolores! ―gritó el viejo. La puerta del estudio se abrió con ímpetu y Dolores apareció con un trapo entre las manos.

―Pero ¿qué pasa, qué pasa, qué es lo que pasa? Tanto grito, tanto grito.

―No lo repita todo, que parece el corifeo. Tráigale sandia a Elvira, haga el favor.

―¿Sandía? Pues sandía, sandia, sandía se traerá.

―¡Y dale con el repiqueteo!

―No, no quiero sandia, gracias, Dolores ―intervino Elvira.

―Sí quiere, sí, tráigale sandia.

―Sí quiere, sí quiere, sí, sí, pues sandía, sandía se traerá.

―¡Paciencia, señor!

Elvira se rio y Dolores agitando el trapo al aire salió de la estancia repitiendo paciencia, paciencia, paciencia.

La antigua estudiante del profesor se acercó a la biblioteca, a una de las tres paredes de aquel enorme estudio que estaba forrada por estanterías que iban del suelo al techo. Los libros se amontonaban sin ningún tipo de orden, aunque ella conocía a la perfección su disposición. Examinó el estante que más cerca le quedaba a la vista.

―Tengo en casa cuatro libros tuyos, te los devolveré en la próxima visita.

―Voy a cumplir 80 años, no creo que haya próxima visita.

―Entonces te los llevaré a tu tumba.

―¡La sandía! ―exclamó Dolores entrando en la sala. Dejó un plato con la fruta troceada sobre el escritorio―. ¡Hala, que con este calor es mano de santo! ―y dirigiéndose a Elvira añadió―: ¿Te quedas a comer, preciosa?

―No, Dolores, gracias, hoy no puedo.

―No, no puede, debe adornar de flores mi lápida.

―¡Oy, oy, oy, qué cosas, qué cosas, qué cosas, señor Agustín, qué cosas! ―y con un baile de aspavientos salió.

Elvira se acercó a la mesa y observó el plato. El profesor Pardos la miraba desde su butaca.

―Ojalá pudiera templar tu dolor pero solo tengo fruta ―dijo.

 



3 jul 2021

Empollones

Desconocido


Estaba en el salón del apartamento de Verónica, sentada en el sofá con su portátil sobre las rodillas.

—¡Pasa la siguiente imagen! —me increpó.

—Ah, vale, sí, sí, la siguiente —y presionando intro cambié la diapositiva del PowerPoint.

Vero me había pedido que escuchara su discurso de presentación de la Universidad de Osaka, así que después de cenar crucé el descansillo y me planté en su casa. Llevaba casi 20 minutos oyendo no sé qué en japonés.

—Vale, eso sería todo, ¿qué te ha parecido?

—¡Muy bien, muy bien, muy bien! ¡Es una presentación soberbia!

—¡Elvi, pero si no has entendido ni una palabra! —Cierto, pero creo que las dos teníamos claro que mi presencia allí era como simple figura de apoyo y eso era lo que estaba haciendo—. ¡No está bien, sé que no está bien! Voy a hacer el ridículo y es posible que al escucharme cambien de opinión y rescindan mi contrato.

Bien, admiro mucho a mi compañera pero hay que matizar que Verónica era la típica empollona del colegio que lloraba histéricamente después de cada examen asegurando que lo iría a suspender, y yo era esa compañera mediocre de al lado que la tenía que consolar aun sabiendo que no solo no suspendería sino que además sacaría un sobresaliente. Sí, todos tenemos en la cabeza a alguien así, ¿verdad?

Apreté la mandíbula con disimulo y me froté la frente con la vista fija en el portátil.

—¡Elvi, no lo puedes entender pero me juego mucho! ¡Mucho! ¡Los japoneses no se andan con tonterías!

—Lo sé, lo sé pero, Vero, vamos, no te van a rescindir el contrato, por favor. Tu CV es brillante y has alcanzado un C1 de japonés en poco más de año y medio, ¡eres un prodigio de mujer! Tienes que estar tranquila.

—¿Tranquila? ¡¿Tranquila?! ¿Qué quieres, que sea como tú? ¿Cómo va tu alemán?

Sí, ese es otro golpe muy habitual de las empollonas: recordarte lo inepta que eres. En vez de gestionar su inseguridad prefieren el ataque hiriente a terceros. Respiré hondo de manera exagerada para mostrarle mi molestia y dejé con calma su portátil sobre la mesita de café.

—Ya no me mudo a Leipzig.

—¿Y eso? ¿Te han descartado?

—No, no, no, he sido yo, les escribí para abandonar la candidatura. Seamos sinceras, no iba a aprobar el examen de alemán. Además… bueno, además… —titubeé recordando que a pesar de que Vero y yo habíamos retomado la relación seguía sin contarle muchas cosas—, me han ofrecido algo interesante en Madrid. Vuelvo a Madrid.

—Pero ¿y Leipzig? No me puedo creer que hayas rechazado la posibilidad de trabajar en una de las mejores escuelas de teatro de Europa solo porque no has sido constante con el alemán. ¡Elvira, por favor!

Sí, y vamos con un nuevo golpe: las empollonas, durante su brote de ansiedad, son únicas en humillarte.

—Vero… —dije resoplando—, no descarto Leipzig en un futuro, pero ahora necesito Madrid, lo necesito con toda mi alma, necesito volver a casa y estoy muy contenta con lo que me ha salido. No busco más.

—Bien, si te conformas con eso...

Dadme un cuchillo, por favor.

Al día siguiente preparaba café a las 5.20 de la mañana. Observaba la cafetera en el fuego y pensaba que ya que me había sincerado con Vero debía hacerlo con Max. Hacía casi dos semanas que me había llegado la oferta de Madrid y todavía no me había atrevido a decirle que dejaba nuestras clases secretas de alemán. Había invertido mucho tiempo en ayudarme y, sinceramente, no sabía cómo se lo iba a tomar. Sé que no había hecho bien las cosas, me sentía muy culpable.

Empujé los hombros hacia atrás delante de su puerta. Saqué el móvil, eran las 5.58, sin dejar de mirarlo esperé hasta las 6 en punto. Dibujé una falsa sonrisa en mi cara y toqué a la puerta. Max abrió.

Guten Morgen, Herr Srrraiba!

Entré sin mirarle a la cara y dejé mi bolso sobre la mesa del comedor. Saqué el termo de café y mi cuaderno y los dispuse con orden. Cuando sentí que se había acercado, levanté la vista.

—Hoy tengo que contarte una casa —dije en inglés. Fui a sentarme pero como él permanecía de pie decidí imitarlo—. Es muy graciosa. La cosa. La cosa es muy graciosa. Muy, muy graciosa. Vas a reírte mucho, Max. —Pero por el momento no parecía hacerle ninguna gracia y me miraba como un cirujano a su paciente antes de operarlo—. Bueno, los dos vamos a reírnos mucho, mucho. ¡Qué divertido! ¡Qué divertido! ¡Oh, dios mío! ¡No te tomo en pelo! ¡En serio! ¡Morimos de la risa! ¡Oh, mi señor! ¡Voy a romper tu culo! —Y al ver su cara me di cuenta de que no había hecho una correcta traducción de “partirse el culo”. Él se sentó así que lo imité inmediatamente—. Vale, sí, es mejor sentarnos. Verás, Max —tragué saliva—, me estás ayudando mucho a aprobar el examen de nivel que me piden en Leipzig, y yo te lo agradezco mucho, mucho, mucho. Pero no me voy a presentar, ¿vale?, no lo voy a hacer. Yo, no. No —dije y sellé la boca sobreponiendo un labio sobre el otro con fuerza.

—¿Por qué no? —preguntó con calma.

—Porque no voy a aprobar.

—No, no vas a aprobar —dijo, agaché la cabeza con vergüenza.

—Me llegó una oferta de Madrid y he aceptado.

—Entonces, ¿regresas a Madrid?

—Sí.

Por un momento me sentí como una niña pequeña justificándose ante un padre autoritario cuestionando sus infantiles decisiones.

—Está bien. Se acabaron las clases de alemán. Nada más que comentar.

—Voy a pagarte, Max, voy a pagar por tu tiempo, por supuesto.

—No necesito el dinero. Está bien así. Entiendo tu decisión, de verdad. Y creo que, por el momento, es la forma más coherente de actuar. Sé lo mucho que deseas regresar a Madrid, no hay día que no lo menciones. Te entiendo y estoy contento por ti.

Lo miré sorprendida, tras el episodio de Verónica pensaba que me iría a encontrar con un frío Max que destrozaría mi poca autoestima insultando mi escasa capacidad para los idiomas. Pero no fue así, como el primer día de clase volvía a enternecerme.

—Voy a pagarte, en serio, voy pagarte —repetía sin poder soltar ni un ápice de mi culpa tras sus palabras.

—Solo te pido que digas algo mejor de mí, ¿no?

—¿Cómo? —pregunté desorientada.

—¿Gollum?

—¿Qué?

—En tu blog Novelife, donde escribe tus cosas, me llamaste Gollum.

Y a veces, solo a veces, se juntan mis dos mundos y cuando ocurre me siento desnuda. Me contó que fue fácil encontrarlo introduciendo mi nombre en internet y que Google le daba la opción de traducir los relatos directamente a alemán. Cerré los ojos y solo quería desintegrarme en mitad de su salón.

—Te pido perdón, pero no es la realidad, son tonterías que escribo, no es la realidad. —Aquella no-realidad me había costado más de un enfado de varios amigos míos, cierto.

—Solo di algo mejor, creo que no todo es tan feo en mí, mis ojos por ejemplo —dijo entornando su silenciosa mirada de azul intenso—. Puedes decir que se parecen al mar Báltico —sugirió y lo miré absorta, engullida por sus ojos, como quien admira el mar Báltico desde el tranquilo paseo marítimo de Travemünde.

—Lo haré —dije sonriendo.

Recogí mis cosas y sin atreverme a abrazarlo salí al descansillo, nuestro descansillo.

—Gracias por todo, Max, es probable que vuelva a intentar Leipzig en un par de años.

—Bien, a mí no me llames para ayudarte.

Solté una carcajada que no esperaba. Y después quedé en silencio mientras en mi cabeza lo abrazaba con fuerza y le agradecía que fuera un empollón diferente.

  

24 jun 2021

Azaleas entre cajas


'Marlene Dietrich with her luggage' por Martin Munkácsi, 1936


Mi estudiante me pidió que lo esperara al fondo. Lo vi acercarse al mostrador sorteando los sacos y paquetes que inundaban el suelo de la oficina de Correos del campus.

—¡Profesora! —Al girarme vi a una alumna de último año de Grado cargando una enorme bolsa de plástico duro amortajada con cinta aislante—. Profesora, ¿qué hace usted aquí? ¿También quiere mandar sus cosas a España? ¿Cuándo se va? ¿Se va para siempre?

No sabía ni por dónde empezar, así que di la vuelta al cuestionario.

—¿Y tú? ¿A dónde mandas ese bulto tan grande?

—Oh, profesora, ¡24 kilos, 24 kilos! ¡Madre mía, madre mía, madre mía!

—¡Sí, madre mía! —dije riéndome. A los estudiantes les encantaba utilizar expresiones como aquella, les hacía sentir que hablaban un español fluido.

—¡Ya nos hemos graduado, profesora! Ahora debo meter estos 4 años en cajas porque me traslado a Guangdong, he conseguido trabajo en una compañía muy importante de importación y exportación.

Qué poco valemos, pensé, si nuestra vida se puede plegar en una maleta. La miré con cariño, adivinaba su ilusión, empezaba una nueva vida, no recuerdo la última vez que sentí el vacío de empezar de cero con ese entusiasmo.

Mi estudiante regresó con la información.

—Ya no quedan cajas, profesora, debe traer aquí sus cosas y ellos mismos se encargarán de empaquetarlo.

—Es lo más conveniente —intervino la alumna—. Traiga sus cosas, no se preocupe, aunque sean de valor. Todo llegará a su destino.

—Bien, bien  —dije mirando a uno y luego a la otra—, eso haré.

—De acuerdo, ahora vamos a salir de aquí, hay demasiada gente —Y mi estudiante, abriéndose paso, me mostró el camino de salida.

—¡Suerte en Guangdong! —grité a mi alumna dejándola atrás.

Ya en la calle mi estudiante volvió a explicarme con más calma las posibilidades que tenía de enviar a España los 6 kilos que no me entraban en la maleta. Lo escuchaba con la cabeza baja mientras dibujaba eses en el suelo con la punta de mi chancleta. Pensaba en lo vieja que me sentía, en lo vieja y cansada que me sentía. Pensaba en mi futuro tan mal trazado y en lo, curiosamente, poco que me importaba, aterrizaría en algún lugar, como siempre. Como siempre. Levanté la cabeza.

—Gracias por tu ayuda y tu tiempo —dije a mi estudiante que se fue con las manos metidas en su sudadera arrastrando los pies.

Antes de llegar al edificio de apartamentos para extranjeros oí nuevamente gritar detrás de mí: “¡Profesora, profesora!”. Me di la vuelta y un estudiante de mi grupo de teatro alzaba la mano entre zancadas.

—Profesora… —repitió recobrando el aire una vez que me hubo alcanzado. Apoyó las manos en sus rodillas mientras gesticulaba con cansancio—. Dicen que se va.

—Sí, estamos casi en julio, todos regresamos a nuestras casas.

—Dicen que no va a volver. ¿No va a volver el próximo curso?

Tomé aire y levanté los hombros.

—No, no voy a volver.

—¿Y el teatro?

—Vendrá otro profesor, pedidle formar un grupo teatral universitario, seguro que lo hace encantado.

—Profesora —se irguió—, profesora, por favor, por favor… Yo, voy a echarla mucho de menos…

Comenzó a llorar sin esquivar mi mirada, la contuvo y lloró con entereza. Me dobló por dentro. Me agarré del estómago, estas situaciones no se me daban bien. Me acerqué a él y con un torpe “anda, ven aquí” lo abracé con muchísima fuerza. Había pasado 4 meses espantosos en China, comenzando por una cuarentena en un hotel donde los derechos humanos brillaron por su ausencia y terminando con un ambiente de película de terror en el departamento de la universidad. Sin embargo, aquel abrazo me devolvió el sosiego que creí haber perdido un día y al que nunca me molesté en buscarlo de nuevo. Respiré hondo y lo apreté con más fuerza porque me di cuenta de que era el primer abrazo que daba en 4 meses.

 —¿Usted también llora? —me preguntó al separarnos. Asentí con la cabeza—. Dicen que los abrazos convierten piedras en azaleas.

—¿Eso dicen? —sonreí.

—Sí, eso dicen.

Subí las escaleras de mi edificio con lentitud mientras me sonaba los mocos. Al llegar al descansillo de mi piso me percaté de que la puerta de la casa de Verónica estaba entreabierta. Asomé la cabeza. La vi sentada en el suelo del salón rodeada de cajas vacías a medio montar, ropa esparcida a su alrededor al igual que un montón de papeles y fotografías.

—Hola, ¿y todo esto? —pregunté ya con medio cuerpo dentro.

—Estoy decidiendo qué me llevo y qué tiro a la basura. Odio las mudanzas, nunca sé qué hacer, no me sé organizar, ¡las odio, las odio!

Entré en el salón, me senté junto a ella y la abracé con fuerza.

—Pero ¿qué haces?

—Convertirte en azalea.

Verónica soltó una carcajada y me pidió que la soltara. La solté y me quedé allí sentada viéndola organizar sus cosas y pensando en lo mucho que la iba a echar de menos sin atreverme a decirle nada.

 

17 jun 2021

Extraños en un descansillo

Strangers on a train de Alfred Hitchcock (1951)


—Por eso necesito que me ayudes —dije en inglés.

Era la primera vez que hablaba con él y lo hacía en el descansillo del tercer piso, junto a su puerta. Max y yo éramos vecinos, lo fuimos desde el primer día que me instalé en el campus chino pero, a pesar de conocernos, nunca nos habíamos dirigido la palabra porque él tenía fama de raro y supongo que yo también.

—Lo siento, no puedo —contestó.

—¡Eres profesor de alemán! —Sí, me acababa de cabrear—. ¿Por qué no puedes darme clases?

—Puedo darte clases, pero no quiero, no vas a aprobar el examen de nivel, por lo tanto es perder el tiempo, no me gusta perder el tiempo.

Lo último que necesitaba en ese momento era aquella lógica aplastante de un hombre tan hirientemente directo.

—Vale, imagina que necesitas aprobar un examen de español muy importante en 6 semanas, yo te ayudaría —argumenté mostrando mi cara más dulce.

—No necesito aprobar ningún examen de español.

—Lo sé, lo sé, solo imagínalo.

—Imaginar algo que no va a ocurrir es absurdo.

—¡Virgen santa! ¡Deja de ser tan alemán! —grité en español. Me miró sin mover un músculo de su cara, parecía estar hecho de cera—. Perdona, perdona  —dije de nuevo en inglés—, no te estoy gritando, de verdad, lo parece pero no. Es solo mi carácter que es muy alegre y a veces grito con alegría cosas, cosas, así… Soy española, demasiado sol, el sol da alegría, en Alemania no hay sol pero… hay coches, muchos coches, coches bonitos, rápidos, caros, capitalismo… Necesito que me ayudes, por favor.

Max resopló.

—Está bien. Voy a ayudarte.

—¿De verdad? Gracias, gracias, gracias, muchas gracias, danke, super danke, mil millones de dankes.

—Mañana baja a mi casa a las 6.30 de la mañana. Sé puntual, por favor.

—Claro, sí, sí, sin problema, puntual, puntual, soy española: sol y puntual. Hasta mañana, Herr Max.

—Herr Schreiber.

—Oh, perdón, Herr Srraiba. Ich bin Frau Rebollo… —¡Pum!—. Hallo?

Cerró la puerta con desprecio pero yo respiré tranquila, tenía lo que quería, yes! Sin embargo la gozadera me duró poco tiempo porque antes de llegar al descansillo del cuarto piso me topé con ella.

—¡Verónica! ¿Qué…? —Hacía algo más de dos semanas que no nos veíamos a pesar de vivir puerta con puerta y trabajar en el mismo departamento.

—Elvi, Elvira, Elv… ¿subes?

—Sí, ¿tú bajas?

—Sí, sí.

—¿Bajas abajo?

—Sí, sí, abajo voy. Tú subes, ¿no?

—Sí, sí, arriba. A casa. Subo arriba.

—Ah, vale, bien, sí, vale, pues… Me gusta tu pantalón, el peto…

—¿Eh? Oh, es… sí, parezco una granjera, ¿no?

—Es muy bonito, estás, estás, estás muy guapa.

—No, no, no, tú, tú, tú… —Jo, la echaba de menos, si la pudiera retener un poquito más—. ¿Qué tal todo? ¿Tu japonés progresa?

—Sí, sí, muy bien. Sí. —Sonrió, qué bonita era cuando sonreía—. ¿Y tu alemán?, ¿bien?

—Uy, sí, sí, mi alemán fenomenal, muy fluido, mi alemán ya vuela solo, sí, sí.

—Vaya, me alegro. Podrías practicar con nuestro vecino, Hans creo que se llama.

—Max.

—Sí, eso, Max, ¿ya has hablado con él?

—¿Yo? No, no, nunca, no sé ni quién es, no me viene su cara ahora mismo. —Está bien, la echaba de menos, pero tenía claro que iba a mantener mi vida alejada del pozo que Narumi y ella representaban, ya me tiraron una vez, no les iba a dar información para que me tiraran una segunda. 

—Bueno, podría ayudarte pero dicen que es muy raro, no habla con nadie y siempre con la misma ropa, ese pelo, no sé…

—Ni idea, ni idea.

En ese momento se abrió la puerta del tercero derecha. Max salió de casa, al verme en lo alto del siguiente tramo de escaleras me señaló, nerviosa fijé la mirada rápidamente en Verónica.

—¡Ey, Elvira!, mejor a las seis, hay mucho trabajo. Mañana a las seis en mi casa —dijo y sin esperar respuesta bajó a zancadas las escaleras.

Verónica me miró, yo la seguía mirando a ella sin parpadear y Max ‘Gollum’ ya estaría en la calle buscando el anillo.

—Entonces, ¿te va a dar clases? —preguntó.

—¿Qué clases?

—Las del vecino.

—¿Qué vecino?

—¡El alemán!

—¿Qué alemán?

Esta técnica la aprendí de los chinos: “¿Los tanques aplastaron a más de diez mil estudiantes en Tiananmen?”; “¿Qué tanques?, ¿qué estudiantes?, ¿qué Tiananmen? Next!”. Y así es como China construye su historia sobre unos hechos encadenados de atrezzo. Nunca negar, solo ignorar.

—Vamos, Elvira, somos amigas —dijo.

—Sí, claro, lo somos, Vero. —Pero no quería que mis actos estuvieran en boca de todos y Verónica seguía siendo una grieta al estar tan unida a Samara.

—Narumi y yo nos hemos distanciado, ¿sabes? Bueno, sin más, que entiendo que no quieras contarme nada pero que sepas que puedes hacerlo.

—No hay nada que contar, Vero —Y con cierta tristeza comencé a subir de nuevo los escalones despidiéndome con la mano.

A las seis de la mañana del día siguiente, Max me abría la puerta de sus casa.

—¡Buenos días, Herr Srraiba, he traído café! —dije con el entusiasmo de una niña.

—Schreiber.

—Sí, Srraiba. Café.

Nos sentamos en la mesa del comedor. Estaba ciertamente conmovida porque Max había preparado muchísimo material, también había organizado el trabajo por semanas junto a un plan de acción que me explicó al detalle.

—Vaya, no sé qué decir, Max, eres muy amable.

—Bien, ya te lo he dicho, no me gusta perder el tiempo, debes comprometerte a cumplir estos objetivos y desde ahora solo hablaremos en alemán, ¿de acuerdo?

—Claro, perfecto, perfecto.

Y entonces empezó:

—Fr$kschsstrgt&β chw%rthgdc€rrkgrt bxβjsschl@ lprthch, Pfvbrrd.

—Perdona, lo de no pronunciar vocales ¿es por una cuestión cultural o para ver quién se ahoga antes?

No lo podría confirmar al cien por cien pero creo que se rio.

La siguiente hora y media la pasamos entre ejercicios, estructuras gramaticales, textos y un bochornoso intento de expresión oral por mi parte. En todo momento Max, sin separarse un ápice de su gesto serio, me animaba con frases en positivo: correcto, así es, bien-bien, sí, suenas muy alemán. Y cuando cometía errores tan solo me pedía que repitiera la frase y con su bolígrafo me señalaba donde estaba la confusión. Al final, aquel desgarbado e huidizo desconocido escondía a un magnífico profesor, paciente y muy amable.

—¿Quieres comer algo? —preguntó en inglés al levantarme de la mesa para irme, pero antes de que pudiera contestar me ofreció una rebanada de pan de molde—. Si quieres tengo mostaza.

—Genial, pan con mostaza, todo un chef —dije cogiendo la rebanada con dos dedos.

—Además de mi tiempo, ¿quieres robarme la comida?

—Lo siento, de verdad. —Me reí—. Estoy muy agradecida, en serio, eres un profesor excelente.

—Lo sé pero no vas a aprobar.

—Y un coach de mierda.

—¿Acaso hay algún coach bueno?

Heeeeeeeey! —grité levantando la mano.

—¿Qué haces?

—¡Choca! ¡Choca esos cinco! ¡Choca! Por la mierda-coach.

—No voy a chocar.

—Vale, no vas a chocar… —y me metí parte de la rebanada en la boca.

Recogí todas mis cosas y aunque insistí en que se quedara con el café que había sobrado en el termo, no quiso, así que también lo metí en el bolso.

—Está bien —me dijo en la puerta de su casa—, mañana a las seis. Sé puntual, por favor.

—Claro, puntual, puntual. Muchísimas gracias por tu tiempo y trabajo, estoy impresionada, de verdad.

—Normal. —Apoyó la espalda en el marco de la puerta, metió las manos en los bolsillos y con una sonrisa torcida dijo—: Dicen que soy perfecto.

—Oh, sí, sí, no hay más que ver tu mugrienta ropa y ese churretoso pelo.

Fue decirlo y lamentarme. Cerré los ojos con culpa. Solo quise ser divertida, pensaba que el momento lo permitía pero está claro que no supe hacerlo. Max dio un paso adelante, yo con miedo di uno hacia atrás. Sabía que había cruzado la línea de lo asumible como “broma”, siempre me pasaba lo mismo, mi cerebro parecía confundir chiste con impertinencia, por eso estaba tan sola. Antes de que pudiera pedirle disculpas, Max dijo:

—¿Qué ropa?, ¿qué pelo?

Sonreí aliviada. Dos raros inadaptados saben entenderse, pensé.

—Hasta mañana, Herr Srraiba.

Bis morgen, Frau Grebolo.