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27 jul 2024

Más tiempo que vida

 

La silla de Gauguin de Vicent van Gogh

Jérôme me abrió la puerta. Me dio un beso en la mejilla y me preguntó cómo estaba, no lo hizo como un simple saludo, sino que aguardó a que respondiera sin dejar de mirarme. Lo sonreí y le dije que bien. Era la primera vez que estaba en aquel apartamento, Enrique y él lo acababan de alquilar en un barrio del sur de Madrid. Es muy bonito, dije.

—Nesesitábamos dos piesas. Y en el sentrgo… pouah!, c’est impossible!

Asentí con implicación, sabía muy bien a qué se refería, y repetí lo bonito que era. Entramos en la cocina, Enrique preparaba café.

—¿Qué pasa, amiga? —Puso los brazos en jarra y esperó mi respuesta que no terminó de llegar—. Vale, vamos al salón y me cuentas.

Me senté en un peculiar sillón naranja chillón y Enrique frente a mí, en el sofá de ante verde. Jérôme nos dijo que nos traería los cafés enseguida y se cercioró de que yo lo tomara con leche sin lactosa. Lo vi marchar y le dije a Enrique lo atento que me parecía su chico.

—Ahora va a resultar que te gustan los franceses. —Me reí. Él se encendió un cigarrillo, apoyó los codos sobre las rodillas y espetó—: Empieza, ¿qué te dijeron esos cabrones?

 

La novela la envié haría cosa de cuatro meses. Me parecía una editorial especial. La formaba un trío de editores jóvenes (argentino, chileno y español), que apostaban principalmente por autores poco o nada conocidos que pudieran aportar algo sugerente al mercado literario chino. Sí, lo llamativo de esta empresa, y lo que me hizo enviarles mi texto, era que publicaban en China. A mi parecer todo tenía sentido. Editorial pequeña e independiente que editaba novelas de autores hispanohablantes con temática china. Perfecto. Mi lienzo se ajustaba a su marco.

No tardaron en contestarme, me pidieron tiempo para valorar la novela, se pondrían en contacto en unos meses. Cinco semanas después me escribieron un email pidiéndome el teléfono, querían tener una reunión conmigo en línea. Por WhatsApp concretamos el día y la hora. Hubo complicaciones por el desfase horario, ¿tus once o las mías?, entonces, imposible, allí, si no me equivoco, serán las cuatro y media, ¿hora española?, sí, no, las cinco y media, ¿seguro? Tras un largo baile de horas y fechas, se fijó la reunión dos días después a las siete de la tarde hora española.

Llegaron los dos días después y las siete de la tarde. Sin noticias en el frente. Esperé diez minutos de cortesía y envié un mensaje por WhatsApp para informar que ya estaba disponible. Silencio. Envié otro treinta minutos después, algo más inquisitiva. Silencio. Una hora más tarde, les volví a escribir para confirmar que la reunión quedaba cancelada. Un minuto después, uno de ellos me escribió asegurándome que tenía anotado que la reunión era a las siete de la tarde hora argentina. Leí el mensaje barajando tres opciones: 1. El tipo era lento o directamente gilipollas, porque era de cajón que nunca habría aceptado una reunión a medianoche (hora española). 2. El tipo manejaba la estrategia casposa de creerse el fuerte y por lo tanto debía hacer esperar al débil. 3. El tipo era un desorganizado, lo había olvidado, y estaba dotado de la incapacidad de pedir disculpas.

Enseñé el mensaje a Joan. Se tocó la nariz, huele mal, me dijo. Me piden diez minutos, dicen que me llaman ahora. Joan levantó los hombros, si ya había esperado una hora qué importaban unos minutos más. No fueron diez, fueron treinta y cinco. Contesté la llamada con furia contenida. Lo dejé hablar, me explicó no sé qué de su catálogo editorial, de sus próximos títulos para el 2025, me recalcó que ya estaban todos seleccionados, pero que había un hueco para mi novela. Sin embargo, al ser a última hora llevaría unos costes superiores y que, sin problema, podría pasarme el presupuesto para que lo aceptara.

—¿Me estás hablando de autoedición? —pregunté mientras mis orificios nasales ardían.

—Ya tenemos el 2025 completo, asimismo tu novela encaja con lo que buscamos, pero es imposible que nos hagamos cargo de su proceso de edición.

—Tajantemente no. No puedo estar más en contra de la autoedición. Si yo escribo, y os gusta, vosotros pagáis. Punto.

—En ese caso me temo que tendrás que moverla tú sola.

Y el tipo gilipollas, casposo e incapacitado colgó.

 

Enrique se echó hacia atrás y dio una larga calada al cigarro. Cruzó las piernas, extendió uno de los brazos sobre el respaldo del sofá y fijó la vista al frente. Después de un largo silencio, habló:

—Bueno, estafadores. El mundo editorial está lleno de ellos, no es nuevo. Editores intelectualoides que dicen abrazar el mundo cultural alternativo mientras por debajo de la mesa facturan como verdaderos trileros. —Me miró—. Elvira, tú novela no es ninguna maravilla, pero te aseguro que es muy superior a toda la morraña que se está vendiendo últimamente. Muy superior. Tus sesenta páginas son buenas y publicables. Hay que esperar.

—Ya he esperado tres años.

—Pues esperaremos otros tres y otros tres y otros tres… Porque hay más tiempo que vida, camarada. —Dio otra larga calada al cigarro y soltó el humo con trazo lento. Miró a la puerta—: ¡Bebé!, ¿y esos cafés?



 

3 jun 2020

Ovejas verdes

Por GwensArt

Enrique vio llegar a Elvira por la Plaza de la Paja. Levantó la mano para saludarla. Ella sonrió y se acercó a la terraza, hasta su mesa.
—Hola, camarada —dijo y se sentó a su lado.
—Hola, amiga. ¿Me lo has traído?
—Aquí está. —Señaló su bolso que colocó sobre la mesita.
Los dos se miraron.
—¿Estás nerviosa? —preguntó él.
—Hombre, contigo nunca se sabe.
—Tranquila, voy a ser piadoso. No te preocupes.
—No necesito piedad.
—Sí la necesitas, amiga mía.
Elvira sonrió.
—¿Qué vas a tomar? —preguntó el camarero a metro y medio de distancia.
—¿Me lo preguntas a mí o a los de la otra mesa?
El camarero se rio.
—¡Puta distancia de seguridad! —dijo y después apuntó una caña para ella y otro terció para él.
Solos otra vez, Elvira sacó de su bolso los 54 folios impresos a letra Times New Roman 12, doble espacio y márgenes justificados. Los dejó frente a Enrique.
—Aquí está —dijo él.
—Ahí está —dijo ella.
Enrique cogió la primera página y leyó el título.
—Lo cambiarás, ¿verdad? Los títulos que resumen la novela son un chiste.
—¿Y cómo quieres que la llame?
—“Hipopótamo azul”, por ejemplo. La gente se volvería loca buscando la conexión entre el título y la novela.
El camarero apareció de nuevo. Dejó las bebidas sobre la mesa. Elvira hizo hueco entre los folios y su bolso. Luego pagó con tarjeta y el camarero se fue. Pegó un trago a su caña y dijo:
—El título es lo de menos, quiero que me digas qué te parecen esos 4 primeros capítulos.
—¿Ya les has mandado algo a tus ojeadores?
—No, cuando esté terminada.
—Bien, pues la leeré. Hablamos este fin de semana.
—No, léela ahora, Enrique. Ahora.
—Elvi, coño, ¿por qué estás tan nerviosa? —Elvira giró la cabeza, miró a la pareja de la mesa de al lado y se acarició los labios como si buscara un pellejito que arrancar—. Está bien, está bien. La leo ahora, pero dame tiempo, joder.
Elvira lo miró y sonrió.
—Claro, voy a dar una vuelta. Vuelvo en una hora.
Se puso en pie, bebió la caña de trago, cogió su bolso y, levantándose su veraniega falda, le enseñó las bragas a su amigo. Él se rio y ella se marchó.
63 minutos después, Enrique dejó los folios sobre la mesa y levantó la mano para avisar al camarero, que estaba apoyado en la puerta del bar, de que quería otro tercio.
Mientras pegaba el segundo trago al botellín vio aparecer a Elvira. No se saludaron. Ella se sentó, se acomodó el bolso en el regazo, lo miró y esperó.
—Está bien escrita —dijo.
—Siempre dices lo mismo cuando lo que te enseño no te gusta.
—Es que escribes muy bien. El problema es que lo que cuentas no le interesa a nadie. Escribes tonterías.
Elvira con gesto cansado se ajustó las gafas.
—Está bien —dijo.
—Elvira, escucha. A esa gente no le puedes enviar esto porque te estarías lapidando.
—¿Tan mala es?
—Es una mierda y de las gordas.
A Elvira le dolió pero hizo por reírse. Enrique se dio cuenta, no hacía falta conocer demasiado a su amiga para percatarse de semejante trampantojo. Intentó acariciarle el brazo pero ella se apartó molesta. Luego hubo silencio. Un silencio largo.
—¿Entonces?
—Hipopótamo azul, amiga.
Ella apretó los labios. Levantó la mano y pidió al camarero la última cerveza antes de volver a casa y empezar de nuevo.

8 oct 2019

Proceso creativo

Typewriter Four Hands. Desconocido

Nota: Para contextualizar este relato, te recomiendo leer la entrada anterior Viernes de Joker

          ―Elvira, ¿qué vamos a hacer con esto?
Elvira acababa de salir del ascensor, en la séptima planta de la facultad de la Universidad China donde trabajaba desde hacía dos semestres. Frente a los despachos encontró a su compañero Rober que le mostraba una pelota de papel arrugada.
―¿Y qué es eso?
―Nuestra novela.
―¿Nuestra novela? ¿Qué novela?
―La de los amantes reencontrados 15 años después. Antonio y Vero. Nuestra novela.
―Querrás decir mi obra de teatro. Es una obra y es solo mía.
Roberto puso las manos en jarras y respiró fuerte.
―Ya sabes que Antonio ha vuelto a llamar a Vero, ¿no?
―Sí, lo sé.
―Para quedar.
―Sí, lo sé.
―Está claro que Antonio no es inmensamente feliz.
―Sí, lo sé.
―Bien, pues si lo sabes, tenemos historia.
―La historia, Rober, la tengo yo. Dos actores, un único espacio, 70 minutos y una sala off de Madrid. La empiezo a escribir en unos días y la monto en enero cuando regrese a España.
―Ya. ¿La vas a montar igual que tus otras obras?
―Gracias, Rober, eres un mierda.
Elvira entró en clase con rabia. Dejó sus cosas en la silla junto al atril. Encendió el ordenador y desplegó la pantalla del proyector. Pidió silencio. Se quitó las gafas, se frotó los ojos, miró por la ventana y resopló. Podría gritar, reír y llorar al mismo tiempo. Se puso de nuevo las gafas y pidió, por segunda vez, silencio. Miró al proyector, lo señaló y comenzó.
―Bueno, como ya dije la semana pasada, Valle-Inclán revolucionó el teatro…
Tocaron a la puerta. Rober entró.
―¿Puedes salir? ―preguntó.
―Acabo de empezar la clase.
Rober la miró y ella, apretando los dientes, salió del aula.
―Joder, Elvi, lo que intento decirte es que es posible que tus obras no funcionen porque quizá, y solo quizá, no sepas contar las historias.
Elvira recibió la bofetada fingiendo no haber sentido ni una pizca de escozor aunque tuviera la cara ardiendo.
―Gracias por tus consejos, mi querido literato, sin embargo te aseguro que esta historia de amor la voy a saber contar muy pero que muy bien.
―¡Lo ves! Ahí está tu error, porque esto-no-es-una-historia-de-amor, ¡mendruga!
Rober cruzó el pasillo y entró en su clase. Elvira entró en la suya repitiendo “imbécil de mierda” como si fuera un mantra. Pidió a sus alumnos abrir un par de ventanas. Se arremangó el jersey. Se frotó los ojos, pero está vez por debajo de las gafas y pidió silencio aunque nadie estuviera hablando.
―Valle-Inclán con la construcción de Max Estrella puso de manifiesto… ―Pausa. Elvira clavó los ojos en una de la estudiantes de la primera fila―. Dadme un minuto, chicos, por favor.
Salió de la clase y tocó a la puerta del otro lado del pasillo. Rober salió.
―¿Antonio no busca a Verónica, 15 años después, porque la ama? ―preguntó ella.
―No.
―¿Quieres decir que Antonio pone en jaque su matrimonio por una infidelidad que ni le va ni le viene?
Rober se agachó a la altura de su compañera que apenas medía un metro y medio y le susurró:
―Antonio no es el personaje infiel en esta historia. ―Y entró en clase.
Elvira cruzó el pasillo de vuelta. Cerró la puerta de su sala pensativa y miró a sus alumnos.
―Bien, decía que Valle-Inclán, ¿verdad?, con sus más de 50 personajes arma a uno solo: Max Estrella. Todos y cada uno de ellos, con sus intervenciones, cimientan sus rasgos. Todos. ¡Todos! Incluso aquellos que en un principio parecen estar relegados a figurantes son… ―Silencio―. Dadme un minuto, chicos.
Y la profesora salió corriendo de clase.
Ya en el pasillo frente a Rober:  
―¡Es la mujer, Rober! ¡El personaje infiel es la mujer!
Su compañero le dio una palmadita en el hombro.
―Bien, pedazo de mendruga, lo vas pillando. Está claro que su mujer disfruta en Barcelona del salario y de la libertad que le ofrece un marido expatriado en China.
―Vale, a veces los hechos son complicados de explicar, pero sigo sin entender el punto de inflexión, ¿por qué Antonio llama a Vero si hemos decido no otorgarle el rasgo de marido infiel? ―Rober adoptó su postura en jarras y sonrió con aquella pregunta, sabía que Elvira era de procesamiento lento, así que esperó―. ¡Coño! ¡Antonio lo sabe!
―Ay, amiga mía, tú los has dicho: a veces los hechos son complicados de explicar.
―No me gusta. Muy folletinesca. ¿Antonio actúa por venganza?
―Joder, no diría venganza, ¿torpeza?
―Sí, Antonio es torpe emocionalmente. Cree que mueve ficha. Antonio sigue enamorado de su mujer.
―¿Enamorado? Joder, Elvi, 10 años de matrimonio, 3 de noviazgo, 2 hijas, ¿enamorado?, ¡macho, ni en Walt Disney!
―Sí… ―La profesora se apretó el labio inferior mascullando palabras que solo ella parecía entender―. Está bien. Antonio es muy competitivo y ha perdido por primera vez, pero decide jugar en la siguiente partida: Vero.
―Antonio ha perdido por primera vez… Vale, te lo compro.
―¡Sí!
Elvira regresó a su clase dando palmaditas.
―¡Muy bien, muy bien! ¡Vamos que lo tenemos! ―jaleaba a sus estudiantes como si de futbolistas se trataran, y ¡plas, plas, plas!, y más ¡plas, plas, plas! ―¡Lo tenemos!
―Profesora ―un alumno de la tercera fila levantaba la mano―, yo no entiendo el valor que aporta  el Preso.
―¿El Preso? ¡Es un personaje indispensable!
―Sí, profesora, ¿pero cuál es su valor?
Alguien tocó a la puerta y Rober entró. Subió a la tarima y acercándose a la profesora le dijo al oído:
―¿Qué valor le damos a Verónica?
Elvira miró a su estudiante de la tercera fila y luego hizo un barrido a la clase entera.
―Dadme un minuto, chicos, por favor.
―Hemos dejado a Vero como mero instrumento funcional de Antonio.
Elvira arrastró a Rober a la pizarra, daban la espalda a los estudiantes.
―Dale la vuelta ―dijo Elvira―. Si hemos dicho que Antonio era muy torpe emocionalmente, hagamos que pierda esta segunda partida también. Convirtámoslo en el objeto fetiche del arco dramático de Vero.
―Objeto fetiche… Vale, te lo compro.
―Entonces, ¿estamos de acuerdo en que Vero sea nuestra heroína?
―No lo veo, había pensado en la mujer ―respondió Rober, en jarras, su postura favorita.
―Vero parte con unos valores legítimos que marcan los supuestos cimientos de la novela: el amor verdadero; esto, por supuesto, irá cambiando. A la mujer necesitamos presentarla adulterada desde el principio, no nos sirve.
―Entiendo, pero no veo a Verónica como voz narrativa, nos fallaría en Barcelona. Y no me coloques a un omnisciente en tercera persona, se carga la historia.
―Sí, pero un narrador deficiente podría funcionar. Sería engañoso… ―Elvira escribió los nombres de los personajes en la parte baja de la pizarra. Rober se agachó apoyando las manos en las rodillas.
―No aporta nada que sea engañoso.
―La duda. Y no deja de ser una novela que trata sobre la mentira y la apariencia ―explicó ella.
―Ya, y ¿por qué no dejamos que hablen los tres?
Elvira asintió, pareció gustarle la idea. Marcó primero a la mujer en la pizarra:
―Ella es inteligente, cínica, controladora y manipuladora. Voz narrativa en segunda persona, siempre se dirige a Antonio. Rápida, frases cortas y vocativos insultantes. ¿Me encargo yo?
―Sí, toda tuya. ¿Antonio? Competitivo, pragmático y cero inteligencia emocional, ¿no?
―Eso es, y hay que dibujarle como un hombre bastante frustrado, incluso acomplejado diría yo. Primera persona. Frases largas e inacabadas. Que introduzca reflexiones figuradamente existencialistas pero que sean de lo más elementales.
―Un papanatas.
―Un perdedor ―matizó Elvira―. ¿Tuyo?
―No, creo que le vas a sacar más jugo tú.
―Vale, pues para ti la heroína.
―¿Profesora?
―Un momento, chicos ―respondió a la clase sin darse la vuelta.
―Vero sería el personaje antagonista de Antonio.
―Cuidado, Rober, porque también lo sería de la mujer. Ten en cuenta que los conflictos se establecerán directamente con Antonio pero no dejan de ser una consecuencia de los establecidos entre Antonio y su mujer.
 ―¿Profesora? Es que…
―Sí, chicos, un segundo.
Rober miró a Elvira. Elvira, que seguía observando los garabatos en la pizarra, dejó la tiza y se llevó las manos al cuello, se lo frotó.
―Lo tenemos, Rober…
―Lo tenemos, mendruga.
―¿Profesora?
―¿Quééééé? ―respondió por fin dándose la vuelta.
Al girarse la vio. La Decana Wang estaba en medio de la clase, con las manos cruzadas sobre su falda, mirándolos con curiosidad.
―Roberto, ¿podría preguntarte por qué tus alumnos llevan más de 20 minutos solos en su clase?
Los dos profesores se miraron y finalmente Rober contestó:
―Profesora Wang, es que… a veces los hechos son complicados de explicar.