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4 jul 2025

Viejo, sordo y ciego

 

Viaggio alla fine de la notte  de Carmen Mansilla

Pegaba un sorbito de café con la mirada baja, fingía ser complaciente, era lo menos que podía hacer por él, a fin de cuentas, era el marido de mi amigo Enrique.

Me agradeció por octava vez haberlo invitado al Museo del Prado. Dejé la taza en el platito y lo sonreí.

—No, dáselas al Gobierno, que me concede la entrada gratuita… y de paso también al que me lleve del brazo. Maravillas del sistema: si eres ciega, puedes pasarte la vida yendo a ver cuadros gratis. Creo que lo hacen porque saben que no los desgastamos.

Évidemment. Con vosotrrgos no hasen gasto de mantenimiento.

Al final iba a resultar que el francés tenía sentido del humor. Me explicó que el martes debía visitar el Reina Sofía y el jueves y el viernes el Thyssen. Prometió compensarme, decía ser consciente del dineral que se estaba ahorrando en las entradas y de mi tiempo dedicado.

—No te preocupes, me encantan las cafeterías de los museos. —Levanté la tacita y mostré una artificiosa sonrisa—. Cuando termines tu TFM ya me invitarás a una buena cena, ¿no?

Au final, seremos buenos amis.

—Tampoco te pases, ¡ni amís ni amós! Seremos eternamente conocidos y ya.

—Ah, mais non! ¡Nous somos familia! Yo soy el esposo de tu hegmano, de tu mejog amigo.

Sonreí vanidosa.

—¿Eso dice Enrique?

Quoi?

Que soy su mejor amiga. —Me retiré el flequillo hacia un lado y después, con delicadeza, apoyé el codo sobre la mesa con la mano bajo la barbilla.

Me llamó infantil. Sí, claro que era infantil. Últimamente iba tirando amigas del tren deseándoles una buena caída; las que me quedaban se podían contar con los dedos de una mano y me sobraban cuatro. Así que, sí, elevar un camarada a la categoría de mejor amigo me daba la vida.

—¿Cómo está? —Debía preocuparme, eso hacen las mejores amigas.

Jérôme apretó los labios y supe que quizá debía ponerme seria.

—Bueno, tú sabes, él es así como él es. Habla poco de eso.

No añadió mucho más, me dejó intranquila. Así que, antes de despedirnos, le propuse que el martes, en vez de vernos en la entrada del museo, le iría a recoger a casa y que, con la excusa, me tomaría un café con Enrique. Le pedí que no le dijera nada, que pareciera todo improvisado.

Seis días más tardes Jérôme me abría la puerta de su casa.

Oh, Elviga, oh, oh, mais, oh, ¿cómo es posible? Mais, yo he pensado que nos encontrrrgamos en el museo, mais, ah, quelle surprise!!!, ¡Bebé, Elviga está aquí! Mon doudou, me escuchas?

Con la mirada le recriminé su terrible actuación. Entré al salón. En el precioso sofá de ante verde estaba Enrique con Vicente despeluchado en el regazo.

—Hola, camarada —dije.

—Hola, amiga.

Me senté a su lado y acaricié al perro.

—¿Cuántos años dices que tiene? ¿Setenta? —pregunté.

—Once.

—¿No había perro más viejo para adoptar?

Sí, había dos de trece y uno de catorce, pero Vicente es sordo y ciego de un ojo. Vamos, irresistible.

Enrique siempre ha sido complicado, seco, con ese encanto de persona que parece que te tolera por obligación. Pero luego va y rescata un fósil peludo…  Supongo que el cambio climático le afecta a cada uno de diferente manera.

Alargué la mano y acaricié el lomito de Vicente, dije que lo veía mucho mejor que la última vez; hacía tres meses tenía calvas, ahora el pelaje parecía algo más uniforme. Lo arrastré hacia mí y lo abracé, era pequeño y escuálido, lo que provocaba quererlo sin condición. Lo besé en la cabeza y le rasqué detrás de las orejas mientras lo llamaba “feo-feo-refeo-requetefeo” con voz de niña. Miré a Enrique y afirmé:

—Te estará ayudando mucho estás semanas. Tenerlo se te hará más fácil.

—¿A qué has venido, Elvira?

¡C’est qui que quiega café que se levantas el mano! —gritó Jérôme desde la puerta del salón.

—¿Tu marido nunca va a aprender español? —dije y levanté la mano—. Con leche sin lactosa, porfi.

Oui, bien sûr, je sais. Bebé, Elviga y yo ya somos súper amis.

—Me alegro, cariño, eso es todo un logro.

—¡No es cierto! ¡Jamás seré amiga de un francés!

—Tarde, ma chérie… —y regresó a la cocina tarareando Count on me de Bruno Mars.

Me reí, Jérôme tenía algo como Vicente, había que quererlo.

—Entiendo que te casaras con él no solo por ser un yogurín de treinta y tres años.

Enrique cogió de la mesita de café el tabaco de liar. Se hizo un cigarro, lo encendió y, sujetando el cenicero con la otra mano, saboreó la primera calada y exhaló el humo con calma. Aquella manera de sostener el cenicero me recordó a mi tío Dámaso, pensaba en él como en un viejo fumador, pero tendría la misma edad que Enrique ahora, cerca de los cincuenta. La perspectiva del tiempo te rejuvenece o avejenta a su antojo.

Cruzó las piernas y volvió a preguntarme que qué quería. En nuestra amistad no cabían los formalismos.

—Saber cómo estás.

Estoy bien. Tú andas bastante peor, tu ojo izquierdo empieza a fallar y ya no te quedan más flotadores, te hundes, Elvira.

Apreté a Vicente contra mi regazo, sentirlo me recordaba que Enrique no era un carroñero. No dije nada y mirando al frente esperé los cafés. Al poco, Jérôme llegó portándolos sobre una bandejita de cristal naranja. Los repartió y se sentó en el suelo, al otro lado de la mesita, frente a nosotros. Me aconsejó que dejara a Vicente en el suelo, me dijo que estaría más cómoda. Le hice caso y, con una sincera sonrisa, le agradecí el café, también le recordé que era mejor llegar antes de las cinco al museo, que si no habría demasiada gente. Me fijé en Enrique, parecía completamente ausente sosteniendo el cenicero con la colilla retorcida dentro.

***

Jérôme me dice que mi hermana ha llamado. Que tenga diecisiete años más que yo hace que sea una madre más que una hermana, que insista con su llamada mensual de rigor al teléfono fijo me enferma. El infantilismo con el que me trata se me atasca. Suspiro y me dejo caer en el sofá. Vicente me mira desde el suelo, lo ayudo a subir. Todos deberíamos ser así: viejos, sordos y ciegos, pocos problemas tendríamos con los demás, suficiente aguantarnos a nosotros mismos. Es tu padre, dice Jérôme. Me incorporo y le pido que me lo repita. Mi hermana se lo había dicho. El viejo ha muerto. En el coche de camino a Toledo, Jérôme me habla de una compañera del Máster, lo oigo y lo intento escuchar, sin embargo, las palabras se convierten en chicle, pegajosas se solapan unas a otras, quizá ya me esté quedando sordo, quizá siempre lo haya sido: sordo y perro. Aparco frente a la casa. Veo primero el coche de la funeraria, luego los dos de policía y después a mi hermana. A dónde vas, me pregunta. Quiero subir a casa. No puedes, me dice. Sí puedo, quiero subir. No puedes, Enrique, nadie puede, está la policía. La veo vieja, lo que es. El pelo corto le hace parecerse a mamá. Su forma de decirme las cosas le hace parecerse a mamá. Sus prohibiciones le hacen parecerse a mamá. ¡Sí puedo, voy a subir!

—Enrique… —Mi hermana me sujeta del brazo—. Llevaba muerto dos semanas.

***

Giró la cabeza y me miró con inmensa pena sin soltar su sucio cenicero, como mi tío Dámaso.

Perdóname, amiga —dijo—. Cuando siento dolor yo también me ciego.

 

 

10 mar 2025

Cuando la lluvia arda

 

Rain, steam and speed (1844) de Joseph Mallord William Turner


Me dicen unos que hable.

Otros que silencie.

Unos que espere.

Otros, que corra.

Ellos que recuerde,

aquellos que desuelle la memoria a tiras.

Me dicen que las cosas son así.

Así. Jamás. Estuvieron.  

Me dicen y hablan,

escucho y (los) callo.

Al cristal, tumba líquida, velo muda,

como sorda amortajada al repique incisivo.

Si la ventana fuera carne,

lluvia como fuego caería,

ahogando mi pulso en llamas.



19 jun 2022

Y cuando no distingas la noche del día

 

Tratado sobre la ceguera "el día de la pedid de mano" pensando en Goya y sus caprichosos de Carmen Mansilla


—¿Así me lo pagas?

—No te debo nada, Agustín —responde Elvira—. No debo nada a nadie.

—¡Necia! —El viejo profesor golpea con debilidad el apoyabrazos del sillón—. ¡Necia! ¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡Estúpida!

—¿Qué es lo que pasa? —Dolores entra al salón y agarra del brazo a Elvira.

—¡Estúúúúúúúpida!

—Pero, ¡virgen santa!, señor Agustín, no le diga semejantes barbaridades.

—Déjale, Dolores, déjale. Yo me voy.

—¡Sí, que se vaya, que se vaya! ¡Necia, malcriada! ¡Fuera, desagradecida! ¡Fuera, estúpida!

Elvira nerviosa recoge su boso del extremo del sofá central y sale del salón. Detrás, a paso apurado, la sigue Dolores.

—Por Dios santo, no se lo tomes en cuenta, cielo, no se lo tomes…  —Elvira abre la puerta de la casa y sale al rellano—. Cariño, ya sabes que desde que le dio eso —se toca con el índice la sien—, no ha vuelto a ser el mismo. Él te quiere, lo sabes, ¿verdad? Oh, cielo, no llores ven aquí, anda, ven.  —La abraza con fuerza y Elvira solo piensa en el fracaso de Toulouse, sus consecuencias.

—Es que salió todo mal… todo mal…

—Bueno, bueno, ellos son franceses, no son como nosotros; hablan diferente, comen diferente, ellos pues son…, son franceses, muy franceses. —A Elvira se le escapa la risa, se separa un poco y se limpia los mocos con el dorso de la mano—. Cochina, espera, que te saco algo para que te limpies. —Entra en casa y al cabo de un minuto sale sacudiendo un trapo al aire—. Toma, hija, está limpio, del cajón. Pobrecita mía.

—Me superó  —dice devolviéndole el trapo—, no sabía que me fuera a costar tanto la estancia, ni 5 días pude aguantar, no lo soporto, es un país que me ahoga, no puedo, yo no, no puedo, no puedo, Dolores, aunque me suponga tirar a la mierda toda la investigación, no puedo estar allí, no puedo...

—¡Pues si no puedes, no puedes y se acabó! Que estoy yo de tanto héroe… ¿Te digo hasta dónde estoy de todos esos súper héroes que lo hacen todo bien?, ¿te lo digo? —Se acerca a ella y baja la voz—. Hasta el culito de delante, me entiendes, ¿no? —Agacha la cabeza y se mira la entre pierna—. ¡Hasta ahí! A esta vida hemos venido a pasárnoslo bien, que ya nos tocará sufrir en el purgatorio. Y si es tan humillante para el señor Agustín que te hayas vuelto, pues mira, que levante ese culo enrome del sillón y que lo encamine a Toulouse, que ¡aquí paz y luego gloria! —Las dos se ríen—. Eso, cielo, tú ríete, ríete que es muy bueno, la risa almidona el alma. Oye, ¿te parto un poco de sandía y te la llevas en un táper?, que con este calor te va a saber a gloria bendita.

Dice que no y la abraza de nuevo antes de irse.

Elvira entra en Pepe Botella. La cafetería tiene una luz demasiado tenue y tropieza con la primera mesa. Oye un “qué torpe” que llega dos mesas más adelante de dos chicos jóvenes que se ríen. Ella los mira, los sonríe  y les desea un glaucoma calentito a cada uno de ellos, porque para eso siempre es muy generosa.

Se sienta en la mesita junto a la ventana y se coloca el bolso sobre el regazo.

—¿Qué va a tomar?

Elvira levanta la cabeza y ve a una mujer de mediana edad frente a la mesa.

—Un café solo, por favor.

—Enseguida. ¿Se ha hecho daño?

—¿Cómo?

—Cuando se ha caído.

—No me he caído.

—Ya. Es por la luz, le pasa a mucha gente.

Elvira agacha la mirada lamentándose de su carácter. Se pellizca los pulgares.

—Tengo baja visión  —dice alzando la cabeza.

—Vaya, ¿quiere que suba la intensidad de la luz?

—No —sonríe—, es muy amable, junto a la ventana estoy bien.

La camarera se va y Elvira saca su móvil del bolso. Lo deja sobre la mesa y se detiene viendo, a través de la ventana, a una adolescente tomándose un selfie, y reflexiona sobre lo vieja que se ha hecho de repente porque aquella chica le parece insultantemente joven. Apoya el codo en la mesa y la cabeza en la mano y suspira.

—Señor, señor, señor, estas cafeterías tan antiguas son incómodas para todo. Lo de sentarse le lleva a una la mismísima eternidad. Eternidad, que por otro lado, ya no tengo.

En la mesa de al lado una vieja intenta sentarse. Es delgada, tremendamente arrugada y con un corte a lo Cleopatra, el pelo blanquísimo pero poca cantidad. Elvira no la considera especialmente elegante pero le llama la atención su largo abrigo blanco casi hasta los pies. La observa. Es ciega. Pliega el bastón y lo guarda en su bolso.

—Es un abrigo muy bonito y es usted muy valiente al llevarlo en esta ola de calor —dice Elvira un tanto sorprendida de sí misma, porque nunca entabla conversación con desconocidos.

La vieja gira la cabeza en busca de la voz.

—A mí edad, una ya no siente ni frío ni calor. ¿Te gusta? —pregunta acariciándose las solapas.

—Sí, mi madre tenía uno igual. No sé dónde estará ahora.

—¿El abrigo o tu madre?

—El abrigo —responde sonriendo.

—El café —anuncia la camarera depositándolo sobre la mesa—. Y usted, ¿qué va a tomar, señora?

—¿Yo? —pregunta la vieja—. Soy ciega no sé a quién pregunta.

—Oh, lo lamento, sí, le digo a usted, señora.

—Un café solo, por favor.

La camarera se va y Elvira la sigue observando detenidamente.

—¿Qué miras?

Elvira da un respingo.

—Pensaba que era ciega.

—Lo soy, pero tienes la respiración de un jabalí y está en mi dirección.

Elvira se ríe, después pregunta:

—¿Cómo es? ¿Cómo es ser ciega?

—¿Qué quieres escuchar? ¿Que es un regalo de Dios? ¿Que es un aprendizaje diario? ¿Que es un reto apasionante? ¿Que las cosas ocurren por algo? ¿Qué quieres que te diga?

—La verdad.

La vieja se atusa el flequillo y se ahueca su fina melena.

—Ser ciega es la mayor tragedia de mi vida, pero a todo se acostumbra una. El cuerpo, desgraciadamente, se adapta y entonces tú te adaptas con él. Y todos los pensamientos de acabar con tu vida, todas las diferentes maneras de poner fin a tu existencia empiezan a evaporarse porque la tragedia pasó a ser simple resignación. Está bien, dices, vale, mi vida ahora es así, bien, bien y, mira, seamos sinceras, lo agradeces porque suicidarse es un jaleo, que si me ahorco pero el nudo nunca te lo haces demasiado fuerte y te quedas tirada en el suelo del salón con la cuerda en la mano y con cara de idiota, que si me corto las venas ya que parece fácil en las películas, lo consiguen con dos pequeños cortes en la muñeca, pero ¡virgen santa del amor misericordioso!, ¿alguien me puede decir cuántas venas tienes que cortarte para morirte? —Elvira estalla en una carcajada—. Así que optas por quedarte, vivir a oscuras y esperar a morirte algún día.

—Supongo que eso lo esperamos todos.

—¿Hoy no ha sido un buen día?

—¿Cuándo lo es?

—Vaya, vaya, vaya. Huelo a drama. —Elvira, con calma y confianza, le relata su bochornosa huida de Toulouse y, como consecuencia, su fracaso en la investigación de más de 4 años, y del poco sentido que tiene nada—. Tranquila, tranquila, la terminarás, de verdad, terminarás esa dichosa investigación.

—¿ Y luego?

 —¿Luego? Luego te preguntarás y ahora qué. Y entonces intentarás lo de la cuerda dos veces y lo de la cabeza en el horno una, solo por emular a Sylvia Plath porque tu horno será eléctrico. Te separarás porque tu dolor ensuciará el amor de odio. Verás a tu hermano morir de otra enfermedad heredada de tu padre y aborrecerás tanto que él siga vivo, mientras que a los que amaste murieron, que creerás volverte loca, hasta desear matarlo con tus propias manos, y tendido en la cocina lo dejarás con un suspiro de aire para hacerlo sufrir en su propia agonía. Marcharás lejos, a una pequeña casa en mitad de la sierra manchega, y asumirás tu cegara sin tratamiento pasando las tardes en una descolchada silla en el jardín mirando al frente y, cuando no distingas el día de la noche, te cortarás las venas y corriendo buscarás tiritas porque tu cuerpo no desparramará suficiente sangre como para dejarte sin vida, y comprenderás que estás condenada a vivir. Mirarás, entonces, a tu perro Orfeo y le explicarás que es hora de volver a la civilización. Regresarás a Madrid y vivirás en una nueva buhardilla del centro, y te llamarán la loca del abrigo blanco. Y ansiarás encontrarte con tu yo de hace 45 años para decirle que no sufra, que nada importa, que no intente cambiar las cosas porque todo vuelve al mismo lugar. Aquí.

 —El café solo, señora. Se lo digo a usted. —La camarera toca el antebrazo de la vieja y se va.


8 ene 2022

Mutaciones

 

Miquinemi de Eugenia Velis

—No sé qué más decirte, Elvira. Sé que no he estado a la altura y lo siento, lo siento, ¡lo siento, joder!

Beatriz tenía las manos en alto, me miraba con fijeza, no parecía del todo sincera así que no dije nada. Me senté en uno de los taburetes altos de la isla de su cocina y le pedí una cerveza.

Mi vida se había desmoronado en poco más de una semana y durante tres meses había estado chapoteando en un pozo ciego. Por si fuera poco, Óscar, mi psicólogo, había decidido dejar Madrid y mudarse a Galicia. Morriña rural, lo llaman. Regresaba a Pontevedra, a su aldea de la infancia, a atragantarse con grelos y a bailar muñeiras. Necesito un cambio, me dijo.

 —¿Y qué pasa conmigo? —pregunté, porque a una psicópata narcisista es lo único que le importa.

—Puedo derivarte a un colega. Antes de marcharme podemos encontrarnos los tres.

—¿Los tres? ¿Un trío? —Y deseé que una meiga lo convirtiera en percebe.

Asumía el abandono como decorado permanente en mi vida. Quien se quiera marchar que se vaya y que cierre la puerta al salir, gracias.

Sonó el timbre de casa y Beatriz salió de la cocina. Regresó acompañada de Enrique y Jèrôme. Este último me saludó desde la puerta y se apoyó en el quicio. Enrique, en cambio, entró.

—Cuánto tiempo —me dijo sentándose en el taburete de al lado—. Pensaba que ya te habrías suicidado.

—Con las últimas lluvias, se ensanchó la madera de mi ventana y no pude abrirla.

—Qué lástima.

—Bien, bien, bien —intervino Bea—, me alegro de que os haya hecho tanta ilusión volver a veros. Vale, ¿vamos al salón? Jèrôme, ¿te llevo una cerveza, corazón?

Una vez sentados en el salón, con una cerveza en la mano y mirando al suelo, sonó de nuevo el timbre. Un minuto después entraron Darío y Almudena. Almu me saludó con la manita y se sentó junto a mí, inmediatamente entrelazamos los brazos y nos agarramos de la mano, estábamos imantadas. Restregó la nariz en mi hombro y me dio un beso.

—De acuerdo, chicos, por favor —Beatriz, de pie frente a nosotros, tamborileó su botellín pidiendo atención—. Os he pedido que vinierais porque ha sido un fin de año movido, ¿verdad? Han pasado cosas y pocas buenas. —Se sentó en el antebrazo del sofá y continuó—: Todos hemos sido arrollados por el Corona y para algunos no ha sido una simple gripe. —El grupo entero miramos a Darío que tuvo que ser ingresado durante dos semanas a principios de diciembre, supongo que el asma no le allanó el camino—. Y qué queréis que os diga, entre unas cosas y otras yo he reflexionado un poco, ya que a veces es obligatorio hacerlo.

Con disimulo miré a Almudena que prefirió bajar la cabeza porque de encontrarse nuestras miradas nos reiríamos como quinceañeras.

—Así que —continuó— no quiero perder más el tiempo y he decidido casarme. Ya está, ya lo he dicho, me caso, ¡me caso!

El silencio cayó como una losa sobre el salón. Impertérritos no podíamos dejar de mirar a Bea que sonreía como una loca ausente.

—¿Con quién? —me atreví a preguntar por fin, porque a no ser que aquella lámpara de pie fuera en realidad Markus con una tulipa en la cabeza, no podía ni imaginar quién sería el agraciado.

—No importa con quién.

Su respuesta hizo acordarme de algunas amigas de Bilbao que estuvieron más preocupadas por el bodorrio en sí que por certificar si el hombre elegido sería el idóneo para compartir pedos en el sofá de su casa, en el hipotético caso de un eterno confinamiento pandémico.

Dejé la cerveza sobre la mesita y empecé a aplaudir. ¡Bravo!, decía. Todos, de a poco, empezaron a imitarme y en unos minutos la jaleábamos el grupo entero.

—¡Viva la novia!

—¡Guapa, valiente!

—¡Bravoooo!

Beatriz se puso en pie, dejó el botellín en el suelo, cruzó los brazos agarrándose los hombros con las manos e, inclinándose como una antigua actriz de teatro, agradeció la ovación.

Nadie en ese salón daría positivo en un test de cordura, por eso dejamos que Bea disfrutara de su papel aquella noche porque nos iría tocando interpretar el nuestro poco a poco. El dolor no tiene una cara definida, muta en diferentes cepas y sorprende con la reacción de cada uno, a veces es suficiente con un par de vinos y un grito agudo sobre el puente de Segovia. Sin embargo, otras necesitas aferrarte a la esperanza de ser una persona diferente para dar sentido de nuevo a tu vida.

Al salir de su casa y despedirme de Almu y Darío, que juntos tomaron un taxi, saqué el móvil, busqué su contacto en el WhatsApp y le dejé un audio:

—Hola, Óscar, solo es para pedirte que, cuando tengas tiempo o ganas o las dos cosas, me dieras, por favor, el contacto de tu colega, creo que tengo que comentarle algunas cosas antes de que quiera casarme con ni siquiera saber quién. Y, bueno, ya. Solo eso. Gracias.

Miré el móvil y volví a apretar el botón de grabado de audio:

—Y, y… yo… te abrazo, te abrazo fuerte, percebe.


1 ene 2021

Múnich, tenemos un problema

 

Brindis con distancia social, de Javier Avi

Mierda. Me acababa de quemar la lengua con el café. Siempre lo pido frío. Por favor, un café con leche fría, gracias. Y no hay día que el café no esté ardiendo.

—¿Entiendes? —me preguntó Darío.

Pestañeé rápidamente. Sí, dije. No sabía de qué me estaba hablando, me acababa de quemar la lengua, estaba abstraída.

—No tiene sentido —añadió.

No, contesté. Eran las 08.00. Darío parecía tener prisa por contarme algo, así que habíamos quedado para desayunar. Me toqué la punta de la lengua y con dos dedos me la estiré con la intención de vérmela.

—¿Qué haces?

Lo miré con la lengua fuera sujeta por mi dedo índice y pulgar. No dije nada. No podía. Esperó a que guardará la sin hueso y me secará la mano con una servilleta para preguntármelo:

—¿Hablarás con ella?

—¿Con quién?

—Elvira, joder… ¿Dónde has estado todo este tiempo mientras te lo contaba? —Resopló y dio vueltas a su taza de café vacía—. Escúchame, ¿vale?

Ese escúchame me sonaba. Me lo había dicho Joan hacía día y medio. Escúchame, no hemos comprado nada para Navidad, me dijo. Lo sé, le respondí. Entonces, ¿no nos vamos a comprar ningún regalo?, preguntó. Por supuesto que no, contesté, ¡rechazamos el consumismo!, ¡rechazamos esta sociedad capitalista!, no somos lo que tenemos, somos lo que somos. Ya, dijo él, somos-somos. Exacto: somos, puntualicé. Vale, y para mi cumpleaños ¿seguiremos siendo somos o te podré pedir una PS5?

—…Múnich porque él tiene un apartamento que se lo deja su tía. Y como Beatriz es incapaz…

—¿Qué?

—Que Beatriz es incapaz…

—No, antes.

—Que el apartamento es de su tía.

—No, antes.

—Múnich.

—¿Múnich? —¡Zas! de un manotazo me zafé de todos mis entrometidos pensamientos.

—Elvi, que Bea se muda a Múnich con Markus a finales de enero.

—¡¿Pero cómo no me lo has contado nada más llegar?!

Darío se echó hacía atrás frotándose la cara desesperado. Después, con infinita paciencia me lo volvió a explicar. Markus tenía una tía que se mudaba a Wiesbaden, así que le dejaba su apartamento de Múnich a cambio de que se lo cuidara y corriera con los gastos de suministros, ojalá Joan tuviera una tía así, ¿no?, aunque estoy encantada de ser somos-somos. Bien, sigamos: Markus le propuso a Beatriz marcharse juntos en cuanto la situación del Covid-19 les diera un respiro, ella aceptó y dos días más tarde llamó a Darío para contárselo.

Pegué un sorbito a mi café ya templado y respiré profundamente. Muchas cosas no me encajaban.

—¿Vas a hablar con ella? —preguntó.

—Es su decisión, Darío, poco le puedo decir.

—Elvira, no se puede ir, es su sentencia de muerte. ¿Múnich? ¿Qué hay en Múnich?

—Hombres con pantaloncitos cortos y tirantes, borrachos de Paulaner.

—Elvira, hablo en serio. No podemos dejar que se vaya, no está bien. Es incapaz de tomar decisiones en su estado. Berlín es teatro pero Múnich… ¿Múnich? Hay tres capitales del teatro: Buenos Aires, Nueva York y Berlín. ¡Punto! —Le pedí que se tranquilizara—. Entiéndeme, a mí me da igual, yo tengo una vida aquí con Eva, las clases de Expresión Corporal funcionan bien online, la gente ya no quiere salir. Estoy bien, estamos bien. Pero me preocupo por Beatriz. ¿La has visto últimamente? —Asentí—. No está bien. No parece ella. ¿Es que Markus no se da cuenta?, ¿no entiende que en cuanto Bea pongo un pie en una ciudad como esa se va a morir de pena? Múnich no es Berlín. No es Berlín. ¡Múnich no es Berlín!

—Sí, Darío, ya te he entendido, no es Berlín, no es Berlín, ¿y?

—Beatriz ama Alemania por el teatro y Múnich no es teatro, hay tres capitales del teatro: Buenos Aires…

Nueva York y Berlín. Buff, adoraba a Darío, pero podía ser repetitivo hasta la extenuación.

—…Beatriz no va a sobrevivir al invierno de Múnich y mucho menos en pandemia. Frío, oscuridad y alejada de lo que más le gusta. Markus la va a matar.

Para estar tan bien con Eva creo que su rechazo hacia Markus era cuanto menos significativo.

—¿No crees que estás exagerando un poquito? Markus es un tío encantador y muy divertido, no parece alemán. —Esperé a que se riera pero no lo hizo—. Está bien. Oye, mira, comparto tu opinión, Alemania no es el país más alegre de este mundo, es cierto, si no no tendríamos España llena de viejos alemanes jubilados disfrutando de sus últimos días. Los pobres vienen buscando un poquito de sol y caras sonrientes. No estoy diciendo que Alemania sea el país de La invasión de los ultracuerpos, pero todavía no entiendo cómo son capaces expresar emociones sin mover un ápice las cejas. —Conseguí hacer reír a Darío y le sonreí cómplice—. Markus es genial y, en serio, habrá sopesado mucho la situación para proponer a Bea, en su estado, mudarse a Múnich. Markus la quiere con locura.

—Y Beatriz, ¿lo quiere a él?

Esa reflexión me desmarcó. Sabía lo que sentía por Darío, me lo dejó claro la última vez que fui a verla, pero ¿y por Markus, qué sentía? ¿Y si aquello de mudarse a Múnich era solo una treta para darle celos a Darío? ¿Y si solo quería llamar su atención? Claro, sí, por eso a mí no me había comentado nada, porque sería mentira, qué tonta había sido. Únicamente pretendía agitar a Darío para que reaccionara, quizá Bea también se había dado cuenta de que algo no marchaba bien con Eva, si no ¿por qué tanta preocupación por su amiga?

No dije nada. Calmé a Darío y le prometí que hablaría con ella. Y así lo hice, pero para disimular una situación tan incómoda, le pedí a Almudena que me acompañara. Le conté la conversación con Darío y mi teoría sobre la estrategia de Bea, así que nosotras solamente íbamos a su casa a tomar café y a desenmascararla entre risas. Todo iba a ser muy, muy, muy divertido.

—Importante —dije a Almudena en el ascensor justo antes de llegar al piso de Beatriz—: nosotras no hemos hablado con Darío.

—Sí.

—¡No!

—Ay, que sí, que no hemos hablado. Nosotras no hemos hablado con Darío.

—Eso es. Nosotras no hemos hablado con Darío.

Todo estaba yendo sobre ruedas. El café estaba templado, Beatriz tenía bastante buen ánimo, se reía sin parar de las últimas trastadas que Almudena contaba de su hijo, y Markus acababa de anunciar que salía a correr. Nos íbamos a quedar solas y Bea podría hablarnos sin tapujos sobre su plan para reconquistar a Darío. Todo era perfecto.

—Me marcho a vivir a Múnich —dijo. Almudena y yo reaccionamos como dos suricatas observando el Kalahari—. Me lo propuso Markus, creo que es una buena idea. Nos vamos a finales de enero o en febrero, depende de la situación del coronavirus.

—Oh, oh, oh, Múnich, qué bien, Bea, ¿verdad, Elvi? Qué buena idea.

—Sí, sí, sí, Múnich, muy buena idea, sí, sí, porque Múnich tiene, tiene, tiene…

—¡Salchichas! —gritó Almu.

—Sí, salchichas de Múnich, ¡uy, qué ricas!

—Salchichas bávaras.

—¡Ay, Almu, me encantan las salchichas bávaras!

—Y a mí, rositas…

—Blanditas…

—¡Salchichas!

—¡¡Salchichas!!

—¿Qué mierda os pasa? —preguntó Bea.

—Nada —contesté.

—Nada, nada. Nosotras no hemos hablado con Darío.

Y con el ano contraído me pregunté por qué, de los 7 mil millones de habitantes en el mundo, había elegido a Almudena como mi persona favorita.

Beatriz cogió una manta del sofá se la colocó sobre los hombros y salió a la terraza. Un minuto más tarde volvió a entrar, se sentó frente a nosotras y comenzó a hablarme muy despacio.

—Sé, Elvira, que tienes una vida muy aburrida y de verdad que lo siento, pero eso no te da derecho a entrometerte en la mía.

—No es tan aburrida...

—Elvi lo hace porque está muy preocupada por ti. Sabemos por lo que has pasado y no terminamos de entender que quieras refugiarte en Múnich.

Ahí sí comprendí por qué Almudena era mi persona favorita. Me quedé mirándola embobada. Bonita, pensé.

—No voy a refugiarme. Huyo. Así de claro. Huyo de Madrid, de vosotras, de... Huyo de Darío. No tengo la capacidad de escuchar un no. Otro no. No puedo volverme a ilusionar con él. Se acabó. Desperté. Tiene su vida y yo la mía. Y nunca serán la misma. Markus me ha ofrecido un sí y lo he aceptado, es lo que necesito, alguien que organice mi vida en estos momentos, porque estoy agotada. La vida me ha superado. Me sigue superando. Markus me ofrece una nueva alternativa y necesito creer que eso va a cambiar algo las cosas. Anhelo el yo que era antes y quizá Múnich me lo devuelva, pero si no es así siempre podré echar la culpa a la ciudad, a un Múnich frío y despersonalizado, no a mí misma. Necesito un verdugo en la recámara para atreverme a tener esperanza.

No dijimos nada. Nada más se podía decir.

Tres días más tarde tenía la lengua dentro de un vaso de agua.

—¿Qué haces? —preguntó Darío.

—En esta cafetería no entienden el concepto de leche fría.

—¿Hablaste con ella?

Dejé a un lado el vaso de agua y apoyé toda la espalda en la silla.

—Sí, hablé con ella —dije. Hice una pausa apretando los labios y continué—: Se va porque está enamorada de Markus y lo quiere intentar.

—Lo sabía. Lo sabía pues, es verdad, es un buen tío. —Nos miramos un instante—. ¿Alguna vez has sentido que eres la persona que más boicotea tu propia vida? Que sabes lo que quieres pero, por alguna extraña razón, haces lo contrario. ¿Nunca has sido infiel a tus sentimientos o ideas conscientemente?

—¿Yo? Nunca. Soy completamente consecuente con lo que digo y hago. —Darío agachó la cabeza—. Por cierto, ¿después del café me puedes acompañar a hacer un recado? Tengo que ir a PcComponentes a reservar una PS5.