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25 may 2025

Entre el bien y el yo

 

Cartel de la película: The integrity of Joseph Chambers (2022)

Son las 23.47 horas del viernes. Miro una película semi tumbada en el sofá de mi casa con las piernas de un Joan dormido en perpendicular sobre mi regazo. El protagonista está desenterrando al hombre que acaba de matar. Lo disparó por accidente en un remoto bosque de Alabama. Enterrarlo fue su primera opción, nadie podría encontrarlo. Los gusanos devorarían su pecado con cierta facilidad. Y negarse lo sucedido, ¿sería tan sencillo? ¿Cuál es la parte del cerebro capaz de sepultar nuestros actos atroces sin activar la alarma de culpa? Arrastró el cuerpo hasta su camioneta, lo colocó en la parte trasera y al llegar al pueblo se entregó a la policía. Decidió acatar las consecuencias de sus hechos y terminar con su idílica vida y la de su familia. ¿Qué habría hecho yo? Apago la televisión y, con cuidado de no despertar a Joan, me voy a la cama.

Son las 19.50 horas del viernes. Abstraída me observo las manos sobre la mesa del comedor. Joan pregunta desde la cocina por los cubiertos. Me pellizco los pulgares. Él repite la pregunta y respondo, esta vez, que sí, que está todo. Joan aparece con un enorme bol de ensalada de pasta. La coloca en el medio. Se hace un largo silencio, me observa, en realidad no lo sé, pero lo intuyo y termina diciendo:

Con mucho, mucho, mucho ajo.

Son las 16.10 horas del viernes. Doy vueltas a un café al que todavía no le he echado azúcar. El camarero me trae el cambio en un platillo de metal, lo deja sobre la mesa y con una sonrisa me da las gracias. A ti, le respondo. Saco el móvil, dudo si llamar o mandar un audio, pero termino llamándolo. Al otro lado Joan me escucha, no parece sorprendido y termina confesando que de mí se lo esperaba. Sonrío. Me promete hacerme una ensalada de pasta, como las que a mí me gustan, con mucho ajo y gambas. Sonrío de nuevo. Dejo el móvil a un lado y echo azúcar al café. Remuevo y bebo un sorbito. Llamo a dos compañeras de trabajo, también me escuchan, pero no me apoyan con un capricho gourmet, sino con consuelos de trámite: ya, ya, sí, claro, pasa mucho, es lo normal, bueno, si así te sientes mejor. ¿Mejor? ¿Busco mi higiene mental? ¿O de verdad pretendo cambiar algo, aunque solo esté soplando contra un muro que lleva años levantado?

Son las 15.35 horas del viernes. Me paro ante un semáforo en verde. Los transeúntes cruzan la carretera y los miro con mi móvil en la mano. Bajo la vista y presiono en la pantalla la opción de enviar. La denuncia ya está tramitada. Guardo el teléfono en el bolso y atravieso la calle.

Son las 13.05 horas del viernes. Acabo de entrar en el vestíbulo de un centro educativo. Voy a colaborar con ellos durante dos días, así me lo pidieron la semana pasada y a mí me pareció una gran idea. Por la mañana les he escrito para que preparen el contrato y firmarlo antes de empezar con los cursos. Detrás del mostrador aparece un hombre corpulento, de barba canosa, recriminándome, como si fuera una niña, por no haber dicho antes de cerrar el acuerdo verbal que quería un contrato.

—Los contratos laborales no se solicitan se dan —aclaro—, más que nada para que todo esté en regla y evitar cualquier problema legal o fiscal. —Añado con un sarcástico tono.

El hombre, que hasta ese momento me había tratado como a una discapacitada mental, cambia de registro y me asegura que al ser tan pocos días y tan poco dinero “no va a pasar nada”, de hecho, me explica que puede emitir un recibo, que todo el mundo lo hace así, ¡no pasa nada!, grita como si estuviera ante una histérica paranoica. Qué poco me gusta que me traten de loca, porque en el fondo lo estoy y mucho, así que, que me quiten la careta me violenta. Me acerco a él y le espeto sin ningún tacto que no minimice la ilegalidad, que naturalizar el fraude es parte del problema y que ningunear los derechos de los profesores no lo hace menos grave, sino más cómplice.

—¡Mira, chica, si no quieres trabajar, no trabajes! ¡La culpa es tuya buscando líos! ¡Pero qué teatro es este!

El teatro de la vida, pienso. Qué se le puede rebatir a un señor de casi sesenta años que lleva décadas despreciando la profesión docente y perpetuando malabares ilegales que solo afectan al trabajador porque, como empresa, conoce todas las estrategias para salir indemne. Qué se le puede rebatir a un señor que trata a las mujeres como niñas ignorantes en vez de respetarlas y respaldarlas como verdaderas profesionales. Qué se le puede rebatir a un imbécil. Lo miro y callo, porque no, no se le puede rebatir nada. Salgo.

Son las 00.27 horas del sábado. Saco una pierna de debajo del edredón y la agito en el aire. Empieza el calor en Madrid. Me acomodo en la almohada y cierro los ojos. Veo la fosa que acabo de cavar en mitad de un bosque de Alabama. Dentro hay un hombre muerto. Lo miro y pienso si mi conciencia podrá con ello. Lo tengo claro: depende del bando. Con la primera palada de tierra que arrojo al agujero, cubro parte de su corpulento cuerpo y algo de su barba canosa.

 

4 feb 2025

Sueños al son del rebuzno

 

Burro de Lyudmila Ryabkova

    Entré en la cocina e hice un gesto a Joan para que me mirara. Le señalé el móvil que tenía pegado a la oreja. Entendió que se trataba de la llamada que estábamos esperando. Dejó el vasito de café sobre la encimera y se colocó delante de mí con los brazos cruzados.

    —Vale, sí, sí, ¿hoy?, sí, sí podríamos. —Le agarré a Joan de la muñeca y con un claro gesto le pedí que me mostrara el reloj: las 10.20, dijo en voz alta—. Sin problema, a las 15.00 podemos estar allí. Mándame, por favor, la localización exacta porque en la web no aparece… Ah, perdona, y ¿el precio es negociable? Entiendo, sí… Vale, perfecto, vale, pues hasta esta tarde. —Colgué la llamada y me metí el móvil en el bolsillo del pijama, después miré a Joan fijamente—.  Cariño, necesitamos un coche.

    Mandé un audio a Almudena para pedirle prestado su viejo Citröen Xsara, me contestó enseguida con otro audio explicándome que en una hora salía con Abel y dos de sus amigos a Rascafría, tenían partido. Probé con Bea y, como era de esperar, me dejó muy claro que su BMW solo lo conducía ella. Así que pasamos al plan C. Antes de las 12.00 estábamos en la estación de Atocha ante el mostrador de alquiler de coches. Lo gestionó Joan, no sin darle muchas vueltas, el alquiler se había puesto a un precio prohibitivo en los últimos años. Es lo que hay, amor… me dijo resignado con las llaves en la mano de camino al aparcamiento.

    Ya en la carretera le comenté que tenía muy buenas sensaciones. Algo me decía que aquella casa sería para nosotros, que si las fotos no mentían se conservaba muy bien, es cierto que iba a necesitar reforma, por supuesto, la cocina y baños estaban inhabilitados, pero no sería tanta inversión. Joan sonreía, tiene buena pinta, decía. 

    Miré una vez más las fotos que la inmobiliaria había colgado en la web. Las agrandaba con los dedos y suspiraba, me veía viviendo allí. Tenía porche, tenía terreno y tenía aislamiento social. Una de las fotos parecía haber sido tomada por un dron y se podía identificar la casa más cercana a unos 500 metros, distancia suficiente para creernos estar solos y, al mismo tiempo, sentirnos arropados en caso de emergencia. Todo era perfecto.

    Tras algo más de dos horas conduciendo llegamos. No podíamos fingir, estábamos muy ilusionados. Era obvio que las fotos no decían toda la verdad porque sí, la casa era rústica y grande pero el estado en el que se encontraba era muy cuestionable.  

    —La restauración será un poquito mayor de lo que pensábamos —dijo Joan gesticulando una mueca que me hizo reír. Le di la mano estrujándome contra su brazo y le contesté que me seguía pareciendo de ensueño.

    Esperando al agente inmobiliario, hicimos tiempo paseando por los alrededores. Llegamos hasta la casa del “vecino”, era una casona restaurada al detalle, parecía no haber nadie. Dedujimos, al no oír a perros ladrar, que la utilizarían como residencia de verano. De regreso a nuestra futura casa, enumeré un sinfín de animales que me gustaría tener en la finca. Joan se rio y añadió un burro, lo llamaría Willie Nelson.

    A lo lejos vimos un coche acercarse. Los dos echamos a correr hacia la casa, parecía una competición, Joan me empujaba hacia atrás poniéndome la mano en la cara, yo, desgreñada por completo, le gritaba que no tenía compasión, que me faltaba un ojo, ¡que cómo era capaz!, así que cambió de estrategia y comenzó a empujarme desde atrás. Me iba tropezando con mis propios pies, empecé a reírme, parecía una marioneta con más de una cuerda rota, terminé cayéndome al suelo y Joan, saltándome por encima, me adelantó. Al levantarme, lo vi llegar a la par que el coche, de él se bajó un hombre joven y trajeado, desentonaba con el paisaje, Joan le estrechó la mano y me señaló en la distancia, yo, con sonrisa de político, los saludé. 

    La casa por dentro no nos decepcionó. Una vez más estuvimos de acuerdo en que había mucho trabajo por hacer, el dinero no nos sobraba precisamente, pero el tiempo sí, lo haríamos poco a poco. Hice un par de preguntas sobre el terreno que el joven no pareció entender.

    —Me refiero a la limitación del terreno, ¿dónde limita?

    —Bueno —comenzó diciendo—, generalmente no se limita con cercas, cada vecino sabe cuál es su parcela. Cuenten veinte metros desde el porche trasero y ahí tendrán la limitación.

    —¿Cómo que veinte metros? —preguntó Joan. Me acarició la espalda, reconozco este gesto siempre que se siente algo desorientado y busca tierra firme.

    —La casa se vende con veinte metros de jardín, el terreno no está a la venta. Creía que lo habían entendido. —Joan y yo nos miramos. ¿Qué quería que entendiéramos si el anuncio no explicaba nada del asunto?—. El propietario construirá dos casas más. Algo que, si lo piensan bien, revalorizará el precio de su propiedad el día de mañana. Es más que probable que el camino lo asfalten, no se trata de dos casas sino de cuatro. Todo el mundo sale ganando.

    —¡¿Quién sale ganando?! ¡Es una vergüenza! —espeté con rabia—. ¡¡¡El anuncio no especifica… 

    —Vámonos, amor —me cortó Joan—. Vámonos, déjalo estar, no es lo que buscamos, no hay nada de qué discutir. —Me dio la mano y llevándosela al pecho salimos juntos de la casa.

    Nos montamos en silencio en el coche. No estés triste, me dijo. No lo estoy, mentí. Recorrimos a la inversa el camino de gravilla y vimos empequeñecer ambas casonas. Joan sonrió y señaló su lado izquierdo de la carretera.

    —¿Lo has visto? —preguntó. Me quité el cinturón de seguridad y me incliné hacia su lado, por su ventanilla no veía nada más que campo amarillo—.  ¿No lo ves ahí, amor? 

    —¿El qué…? No… Pero ¿dónde…? —preguntaba con ingenua curiosidad.

    —Ahí, justo ahí, míralo, Willie Nelson, creo que nos está siguiendo.


6 oct 2024

Bucolismo en un biplaza

 

Dos viejos comiendo sopa de Francisco de Goya (Museo del Prado, Madrid)

—Podría haber venido Joan, ¿no? Digo yo que también será su casa.

—Beatriz, tienes un biplaza, ¿lo habrías metido en el maletero?

—Mira, Elvi, no vas a conseguir que me sienta culpable por tener un nuevo BMW. ¿Por qué todos los comunistas sois así? ¡Jodeos por vivir en la inmundicia, no es nuestro problema! ¿Tú no eres feliz con la chatarra de tu amiguita Almudena?, os la presta a todos, ¿no?, esa antigualla verde metalizada que ni sé cómo no está en el Museo Arqueológico, ¡cualquier día os matáis en ella! Sois unos inconscientes, pero, claro, en eso radica ser roja, ¿verdad?: en ser una inútil, no facturar y, culpando al sistema capitalista, decir que lo tuyo es mío y lo mío ya veremos, ¡lo mío ya veremos!

—Beatriz, este coche te lo acaba de comprar tu padre.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Nada, no quiero decir nada. —Suspiro y sigo mirando a la carretera.

—Si lo que tienes es envidia, chica, le digo que te compre otro a ti.

Me mira con sorna y nos reímos. Tener de vuelta a Beatriz en mi vida es volver a contemplar la vida desde otra perspectiva y eso me divierte. Lo cierto es que la había echado mucho de menos. La personalidad de Bea encendía cada momento que comparto con ella. Sí, es cierto, tengo envidia, no precisamente de su caprichoso BMW Z4 sino de su fuerza y seguridad en sí misma. Podía convencerte del mayor disparate jamás contado solo por cómo lo estaba exponiendo, te llevaba a su terreno con tal zalamería que nunca nadie le negaría nada. Y por ese motivo le había pedido que me acompañara. En la búsqueda de nuestra casita de campo, Joan y yo habíamos visto una en la Sierra del Segura. En realidad, se trataba de una casona derruida y un establo en medio de la nada, sin embargo, la podíamos pagar y ya veríamos cómo sacarla adelante. Aun así, queríamos bajar el precio, cuanto más pudiéramos reservar para la reforma, mejor. Y nadie como Beatriz para negociar una venta y salir ganando.

Llegamos y Bea sale del coche con coquetería poniéndose las gafas de sol y sonriendo al hombre de la inmobiliaria que espera frente al terreno. A mí me cuesta algo más, enseguida me doy cuenta de que desencajarme de aquel deportivo no iba a ser cosa fácil. Primero me agarro con una mano al techo, pero así, mis cortas piernas no alcanzan a tocar el suelo, así que las vuelvo a meter; esta vez me sujeto a ambos lados de la puerta, en cruz, y con impulso saco las piernas y de puntillas toco el suelo, sintiendo tierra firme voy arrastrando el culo hasta ponerme al filo del asiento, pego un salto y salgo con un gritito.

—Es discapacitada —señala Beatriz al hombre quien no deja de mirarme perplejo.

El hombre nos muestra la casa. La miro desde fuera y decepcionada digo:

—No tiene porche.

—¿Porche?, no tiene paredes... —añade Beatriz.

—Señoras, estamos ante una finca rústica con casi diez mil metros cuadrados de terreno. Podrán poner los porches que deseen una vez sea suya.

—A mí no me mire, la que quiere estas cuatro piedras es la tullida.

Sonrío al señor y él, acercándose, empieza a dibujar en el aire el plano de una supuesta casa de tres plantas conectada con el establo a través de un pasillo exterior de cristal.

—¿Lo ve? —me pregunta.

—Lo veo, lo veo —y vuelvo a sonreír con la misma condescendencia que antes.

Beatriz entra en conversación y con verdadero encanto le hace ver al gestor que semejante reforma triplicaría el gasto que había previsto, él parece entenderla, no obstante, le asegura que el terreno en sí ya vale el precio fijado. Me alejo de la discusión y camino sin rumbo, sigo un sendero que parece haber sido marcado por pisadas de ganado. A unos trescientos metros veo una casita. Me acerco, está a medio vallar, bastante descuidada, diría que abandonada. El ladrido de un perro me asusta y me alejo unos pasos, pero al ver un juguetón Border Collie, me acerco de nuevo. Hola, le digo, ¿vives aquí?

—¿Esperas que te conteste? ¡Es un perro!

Levanto la cabeza y en la entrada de la casa hay una vieja sentada en lo que parece una silla roñosa de playa.

—¡Hola! —saludo gritando—. ¡Pensaba que la casa estaba abandonada!

—Estoy medio ciega no sorda, deja de gritarme de esa manera.

—¡¡Lo siento!!

—Y dale… Anda, entra antes de que me sangren los tímpanos.

Abro una destartalada puerta de madera con alambre y entro en su terreno. Junto al perro, atravieso un pequeño jardín lleno de maleza.

—Hola —digo al llegar a la entrada.

—Hombre, sabes hablar en un tono normal.

—¿Vive usted aquí sola?

—¿Te parece que mi perro no es suficiente compañía?

—No, no, claro, o sea sí, sí, un perro lo es todo. Yo tengo un gato.

—Odio los gatos.

—Vale.

—¿Qué haces aquí?

—Usted me ha dicho que entrara porque estaba gritando demasiado.

—Esta conversación va a ser larga… Que qué haces aquí, en medio de la nada.

—Ah, he venido a ver la finca de arriba, igual la compro.

—¿La finca de los Gallardo? ¿Por qué?

—Mi chico y yo queremos dejar la ciudad, hay muchas cosas que ya no entendemos de ese estilo de vida.

—Ya. ¿Y creéis que vais a entender el estilo de vida del campo?

Levanto los hombros.

—No lo sé, pero parece un mejor lugar para vivir, más bonito.

La vieja suelta una fuerte carcajada.

—¿Más bonito?

—No quiero decir la apariencia, sino me refiero a bonito en esencia, todo aquí es más puro.

—¿Puro? ¿Quieres que te cuente algo puro? —Vuelvo a levantar lo hombros y la vieja comienza—: Mi marido murió hace cuatro años, aquí, en esta casa. Se levantó mareado, que no quería café, me dijo. Bueno, pues tómate aunque sea un poco de zumo, te hará bien. Se desplomó en la cocina. Los Gallardo habían dejado la finca hacía casi 20 años y los Benjumeda se habían ido a pasar la pandemia a casa de su hijo mayor. Me quedé sola y aislada, sin poder conducir por esta ceguera que tengo. Los servicios de emergencia, con la que estaba cayendo, aparecieron diecisiete días después. Diecisiete días conviviendo con mi marido muerto. Dime, guapa, ¿te parece bonito?

Beatriz me ve aparecer a lo lejos.

—¡¿Dónde te habías metido?! ¡¿Sabes que hay animales salvajes por aquí?!

Me acerco y contesto que lo siento, que estaba por ahí, que se me fue el tiempo. Beatriz me agarra por el brazo y al oído me susurra que ha conseguido bajar veinte mil euros del precio.

—No la quiero —le digo.

—¿Cómo que no la quieres? ¿Estás loca? No vas a encontrar nada mejor. ¿Por qué no la quieres?

—Porque no tiene porche. Vámonos.

 

 

27 jul 2024

Más tiempo que vida

 

La silla de Gauguin de Vicent van Gogh

Jérôme me abrió la puerta. Me dio un beso en la mejilla y me preguntó cómo estaba, no lo hizo como un simple saludo, sino que aguardó a que respondiera sin dejar de mirarme. Lo sonreí y le dije que bien. Era la primera vez que estaba en aquel apartamento, Enrique y él lo acababan de alquilar en un barrio del sur de Madrid. Es muy bonito, dije.

—Nesesitábamos dos piesas. Y en el sentrgo… pouah!, c’est impossible!

Asentí con implicación, sabía muy bien a qué se refería, y repetí lo bonito que era. Entramos en la cocina, Enrique preparaba café.

—¿Qué pasa, amiga? —Puso los brazos en jarra y esperó mi respuesta que no terminó de llegar—. Vale, vamos al salón y me cuentas.

Me senté en un peculiar sillón naranja chillón y Enrique frente a mí, en el sofá de ante verde. Jérôme nos dijo que nos traería los cafés enseguida y se cercioró de que yo lo tomara con leche sin lactosa. Lo vi marchar y le dije a Enrique lo atento que me parecía su chico.

—Ahora va a resultar que te gustan los franceses. —Me reí. Él se encendió un cigarrillo, apoyó los codos sobre las rodillas y espetó—: Empieza, ¿qué te dijeron esos cabrones?

 

La novela la envié haría cosa de cuatro meses. Me parecía una editorial especial. La formaba un trío de editores jóvenes (argentino, chileno y español), que apostaban principalmente por autores poco o nada conocidos que pudieran aportar algo sugerente al mercado literario chino. Sí, lo llamativo de esta empresa, y lo que me hizo enviarles mi texto, era que publicaban en China. A mi parecer todo tenía sentido. Editorial pequeña e independiente que editaba novelas de autores hispanohablantes con temática china. Perfecto. Mi lienzo se ajustaba a su marco.

No tardaron en contestarme, me pidieron tiempo para valorar la novela, se pondrían en contacto en unos meses. Cinco semanas después me escribieron un email pidiéndome el teléfono, querían tener una reunión conmigo en línea. Por WhatsApp concretamos el día y la hora. Hubo complicaciones por el desfase horario, ¿tus once o las mías?, entonces, imposible, allí, si no me equivoco, serán las cuatro y media, ¿hora española?, sí, no, las cinco y media, ¿seguro? Tras un largo baile de horas y fechas, se fijó la reunión dos días después a las siete de la tarde hora española.

Llegaron los dos días después y las siete de la tarde. Sin noticias en el frente. Esperé diez minutos de cortesía y envié un mensaje por WhatsApp para informar que ya estaba disponible. Silencio. Envié otro treinta minutos después, algo más inquisitiva. Silencio. Una hora más tarde, les volví a escribir para confirmar que la reunión quedaba cancelada. Un minuto después, uno de ellos me escribió asegurándome que tenía anotado que la reunión era a las siete de la tarde hora argentina. Leí el mensaje barajando tres opciones: 1. El tipo era lento o directamente gilipollas, porque era de cajón que nunca habría aceptado una reunión a medianoche (hora española). 2. El tipo manejaba la estrategia casposa de creerse el fuerte y por lo tanto debía hacer esperar al débil. 3. El tipo era un desorganizado, lo había olvidado, y estaba dotado de la incapacidad de pedir disculpas.

Enseñé el mensaje a Joan. Se tocó la nariz, huele mal, me dijo. Me piden diez minutos, dicen que me llaman ahora. Joan levantó los hombros, si ya había esperado una hora qué importaban unos minutos más. No fueron diez, fueron treinta y cinco. Contesté la llamada con furia contenida. Lo dejé hablar, me explicó no sé qué de su catálogo editorial, de sus próximos títulos para el 2025, me recalcó que ya estaban todos seleccionados, pero que había un hueco para mi novela. Sin embargo, al ser a última hora llevaría unos costes superiores y que, sin problema, podría pasarme el presupuesto para que lo aceptara.

—¿Me estás hablando de autoedición? —pregunté mientras mis orificios nasales ardían.

—Ya tenemos el 2025 completo, asimismo tu novela encaja con lo que buscamos, pero es imposible que nos hagamos cargo de su proceso de edición.

—Tajantemente no. No puedo estar más en contra de la autoedición. Si yo escribo, y os gusta, vosotros pagáis. Punto.

—En ese caso me temo que tendrás que moverla tú sola.

Y el tipo gilipollas, casposo e incapacitado colgó.

 

Enrique se echó hacia atrás y dio una larga calada al cigarro. Cruzó las piernas, extendió uno de los brazos sobre el respaldo del sofá y fijó la vista al frente. Después de un largo silencio, habló:

—Bueno, estafadores. El mundo editorial está lleno de ellos, no es nuevo. Editores intelectualoides que dicen abrazar el mundo cultural alternativo mientras por debajo de la mesa facturan como verdaderos trileros. —Me miró—. Elvira, tú novela no es ninguna maravilla, pero te aseguro que es muy superior a toda la morraña que se está vendiendo últimamente. Muy superior. Tus sesenta páginas son buenas y publicables. Hay que esperar.

—Ya he esperado tres años.

—Pues esperaremos otros tres y otros tres y otros tres… Porque hay más tiempo que vida, camarada. —Dio otra larga calada al cigarro y soltó el humo con trazo lento. Miró a la puerta—: ¡Bebé!, ¿y esos cafés?



 

12 may 2024

El regreso

 

Frida Kahlo de María Hesse

—¿Y ese flequillo?

Levanté la cabeza de la cómoda donde estaba guardando unas toallas y vi a mi madre en mitad del pasillo. Llevaba el huipil que su amiga Camila le trajo de México, blanco bordado de flores. Le gustaba llevarlo en verano. En aquella casa, la de la playa, la recordaba yendo de un lado a otro con ese vestido.

Me toqué el flequillo y la sonreí.

—Lo llevo desde hace tres o cuatro años —dije.

—No sé si es buena idea con lo grasiento que tienes el pelo. La coleta te hace a pobre, ¿no ves que lo tienes muy lacio?

Me di la vuelta para seguir guardando las toallas. Me supuse que al voltearme ya no estaría, me supuse que habría vuelto al país de los difuntos. Sin embargo, al cerrar el último cajón de la cómoda y girarme, allí seguía, con su tradicional vestido, sus chanclas y su moño en alto.

—¿Has venido a enterrar a tu padre?

—Si vas a quedarte, haré café para las dos.

Entró en la cocina detrás de mí.

—Siempre me encantó esta cocina —dijo—, en cambio ahora con tanta construcción enfrente no hay monte que ver, qué pena, qué pena…

Preparé la cafetera italiana. Me senté en un taburete frente al suyo. Ella tenía las piernas cruzadas y balanceaba la chancla en el aire.

—Te veo como siempre —dije.

—Sin embargo, tú estás muy avejentada.

—Diez años son muchos.

—Una eternidad… Bien, ¿y a qué has venido? Porque parece que reniegas de tu familia.

—Gerardo baja mucho a Madrid.

—Tu hermano… Menos mal que lo tuve a él, solo me dio alegrías, qué hijo, qué hijo, inteligente, guapo, y una bellísima persona. —A mi madre le encantaba pronunciar ‘bellísima’ con opulencia—. El único que me ha querido en esta familia, ¡el único! Tú una egoísta y tu padre, ¿qué voy a decir de tu padre?

Escuché el gorgoteo del café al fuego. Lo retiré y lo serví en dos tazas. Una la dejé sobre la mesa de la cocina y la otra la sostuve entre las manos.

—He venido para ver a mis amigas, a algunas no las veo desde tu funeral —dije.

—Una eternidad… —Miró por el ventanal—. Siempre fuiste muy independiente, demasiado. Nunca te ha importado la gente. —Volvió a mirarme—: ¿Me echas de menos?

—No me lo pusiste fácil, ama.

—Jamás asumirás tu culpa.

—Asumo la culpa de mi vida, no la de la tuya.

—Entonces, ¿no me echas de menos?

Sorbí un poquito de café, demasiado agrio, me había acostumbrado a nuestra cafetera express de Madrid. Sorbí otro poquito y apoyé la taza sobre las rodillas.

La puerta de la calle se abrió y entró mi hermano sacudiendo el paraguas.

—¿No has salido a dar una vuelta? —gritó desde la entrada.

—Con esta lluvia ¿a dónde querías que fuera? —respondí.

La puerta de la cocina estaba abierta y lo vi descalzarse. Entró con los zapatos en la mano.

—Sí, está cayendo una buena. ¿Estás sola?

—Sí, en este pueblo no hay nadie —contesté y lo vi señalar con la barbilla la taza de café sobre la mesa—. Ah, es mía, me gusta hacerme dos, primero me tomo uno y luego el otro, así no me levanto.

—Siempre pensé que el experto en logística era yo. —Nos reímos. Dejó los zapatos mojados junto a la puerta de la terraza y después se sentó en el taburete de mamá—. ¿Cuándo has quedado con tus amigas?

—Mañana, cenamos en Ledesma.

—Bien, ¿no? Lo pasaréis muy bien, supongo que irán todas, Blanquita, Marieta, Saioa, Carolina… Sois tantas.

Me vi treinta años atrás, en aquella misma cocina, con un hermano mayor amenazándome con decirle a mamá que no había llegado a las dos sino a las dos y media de la mañana.

—Si vuelvo tarde no se lo digas a mamá. —Mi hermano sonrió. Luego me dijo que su mujer me mandaba un beso, que no podía venir porque en su empresa no le permitían teletrabajar—. No pasa nada, la verá cuando vuelva.

—¿Y cuándo será eso?

—Ya sabes que no me gusta esto, Gerardo. Me cuesta venir, demasiados fantasmas. Puedes quedarte con esta casa, no la quiero.

—Pronto para repartirse la herencia, ¿no?, papá sigue vivo.

—Ya, bueno, ya me entiendes. Y con la de Bilbao. Puedes quedarte con las dos casas, no las quiero.

—Algo querrás, ¿no?

—Los libros, los libros de la biblioteca son para mí. Joan y yo vamos a comprar una casita en la Mancha. Tendremos gallinas. Comeremos huevos y leeremos libros.

—Parece un buen plan. Ningún parámetro por ajustar.

Se levantó y me dijo que se iba a duchar.

—¿Tú te sientes culpable? —pregunté.

—¿Culpable de qué? —respondió desde la puerta—. ¡Eres tú quien no quiere las casas!

Me hizo reír, mucho. Sí, era una bellísima persona.



 

13 abr 2024

Terror en la Mancha (II)

 

Fotograma de Los tres cerditos de Walt Disney

Nota: Este relato es la continuación de Terror en la Mancha (I)

Me acomodé la almohada bajo la cabeza y estiré el brazo sobre el pecho de Joan. Quería cosquillitas. Por lo blanco y en círculos, le indiqué. Con la primera caricia ya tenía piel de pollo, él se rio no sin recriminarme que lo trataba como a un esclavo. Los dos, boca arriba sobre la cama, mirábamos las enromes vigas de madera que por alguna mala decisión habían sido pintadas de blanco.

—¿Por qué? —pregunté—. Me asusta la incapacidad de la gente para valorar lo original. Creo que la belleza de lo genuino es insustituible y, sin embargo, mira el desprecio constante que se ejerce sobre la propia pieza de arte. Sí, es una viga, ahora es una viga, ahora. Aunque sabemos que eso no es cierto en origen, el arte es una mentira que nos acerca a la verdad, ¿fue Picasso quien dijo esto?, creo que sí, ¿y a qué se refería? A la narrativa. Narrativa, Joan. ¿Qué es la vida si no pura narrativa? Ocultamos la esencia de nuestra existencia bajo falacias encajadas a martillazos en una sociedad que nos empuja a ello. ¿Por qué mostrarnos tal y como somos?, ¿qué sentido tendría?, ¿a quién le interesan los oleos en blanco? Bueno, sí, al Guggenheim, pero dime, dime, Joan, ¿cuántas vidas han sido pintadas de blanco cual cutres vigas de diseño escandinavo? ¿Cuántas?

Joan se incorporó sobre la cama y serio me preguntó:

Guess my fart?

—Prrr-prrrrff —contesté con la misma seriedad.

Joan se lo tiró y el sonido fue exacto al de mi interpretación. Los dos morimos de risa. Nuestra vida de pareja transcurría entre disertaciones filosóficas y pedos.

Sin embargo, la risa se nos cortó de cuajo al oír un fuerte golpe en la planta de abajo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

—No sé.

—Ve a ver.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—Porque eres el hombre.

—Y dijo la feminista quemando su sujetador.

—Vale, vamos los dos, pero tú delante.

—Cariño, pensemos. No es necesario bajar, habrá sido la madera crujiendo.

—¿Desde cuándo la madera cruje como si la estuvieran demoliendo?

El ruido se repitió. Me agarré del brazo de Joan quien se había colocado frente a la puerta.

Vale, llama a la policía —me ordenó.

—¿Cómo?, ¡si no hay cobertura!

—¡No grites!

—¡¡No grito!!

—Van a oírnos.

—¿Quién…? —pregunté esta vez susurrando.

—Bloqueemos la puerta —dijo.

—¿Para qué…?

—Para que no entren.

—¿Quién…?

—Los que están abajo.

—¿Los? ¿Cuántos crees que hay?

—Pondremos la cómoda y las dos mesillas y también esa butaca, ¡trae la butaca!

—Amor, no puedo coger peso, ya lo sabes, mi glaucoma… Tampoco debo estresarme.

—¿Pero qué haces ahí? —espetó al verme en el suelo.

—Tumbarme boca arriba con los brazos en cruz y las piernas un poquito en alto va bien para la tensión ocular.

—Cariño, cariño, cariño, cariño, por favor, escúchame, escúchame bien: vamos-a-morir.

—Amor, ya lo tenemos hablado, morirme no me importa, pero sí quedarme ciega, no puedo perder el ojo que me queda —dije y volví a mi postura en el suelo.

No fue un nuevo estruendo en el piso de abajo, sino dos, tres, cuatro y hasta cinco seguidos. Quien estuviera en el salón lo estaba destrozando. Me levanté tomando conciencia de la situación.

—Joan, vamos a morir… —musité.

Joan me abrazó e intentó tranquilizarme, me aseguró que si nos encerrábamos en la habitación no pasaría nada, lo repitió una y otra vez hasta que empecé a reaccionar. Acerqué la butaca y las mesillas. Joan las iba dejando sobre la cómoda que ya había colocado bloqueando la manilla. Los dos observamos el resultado, estábamos agarrados de la mano y en silencio pensando, muy probablemente ambos, que de una patada aquel parapeto se vendría abajo sin esfuerzo. Acabábamos de construir nuestra casita de paja, el lobo no tardaría en llegar y soplaré y soplaré y… La luz se fue. Grité. Me aferré a Joan. En bajito me dijo que teníamos que mover el armario. Con la linterna de su móvil me dio indicaciones. Los dos arrastramos el armario un par de metros. Después, alumbró la puerta y me pidió que retirara los muebles ya asentados, le obedecí mientras él seguía acercando el armario. Entre los dos le dimos la vuelta y lo empujamos contra la entrada de la habitación, luego pusimos de nuevo la cómoda y encima de ella la butaca y las mesillas. Así, los dos cerditos observaron su casita de madera, yo no le temo al lobo feroz…

En el coche sonaba Come to life de Arthur Russell. Hacía veinte minutos que Joan conducía de vuelta a Madrid.

—Sigo pensando que no debemos pagar nosotros los desperfectos del piso de abajo —dije.

Joan bajó la música y contestó:

—No voy a ser yo quien discuta con esa mujer. Pagaremos y ya está. Solo quiero olvidar esta noche.

—No nos lo dijo, Joan.

—No, no nos lo dijo, pero ella asegura que sí y no hay manera de probarlo. Ya está.

—¡Qué energúmena! ¡Menudos gritos! Como si fuera culpa nuestra, ¿qué quería que hiciéramos si no sabíamos nada? Claro que nos habló de las mantas, de las toallas, del café… ¡incluso del wifi cuando se lo pregunté!, ¡pero nada de la puerta trasera! Oh, sí, da a un jardín sin acotar, ¡cuidado con la Serranía! No, perdona, ¡cuidado con lo que hay en la Serranía!

Joan sonrió asintiendo con la cabeza.

—Cariño, ya está, si dice que nos advirtió de que no cerraba bien esa puerta, pues ya está. Si dice que nos avisó de que la Serranía estaba llena de jabalíes hambrientos, pues ya está. Y si dice que dos más dos son cuatro y que la culpa es nuestra, pues ya está. No lo voy a discutir, de verdad, no lo voy a discutir.

Joan además de tirarse pedos sabe vivir la vida apartando las piedras sin ni siquiera tocarlas. Yo, en cambio, soy de ir metiéndomelas una a una en la mochila.

—No nos lo dijo… —volví a alegar—. No pienso pagar, que lo haga su seguro privado que no dudo que tendrá uno como buena capitalista.

Joan soltó una carcajada.

—Bueno, entonces lo de mudarnos al campo lo retrasamos, ¿no?