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2 jun 2025

Pestañas largas, puñales cortos

 

Ilustración creada por IA

Tener una amiga como Beatriz nunca ayuda, pero que fuera tu única compañía en San Isidro era como aceptar la invitación personal de Dante al séptimo círculo.

—Estás pálida.

—Soy así, Bea, gracias.

Sacó su abanico y comenzó a agitarlo a un centímetro de mi cara.

—¡Por favor, no se acerquen tanto! ¡Mi amiga está perdiendo la vista y la concentración de gente le provoca síncope vasovaginal!

—¡¿Vasovaginal…?!

—No hay más que verte la cara, Elvi. ¡Señora, deje el espacio de cortesía, hágame el favor! ¡No se puede andar en este país! ¡Apártense, apártense!

Cruzar el barrio de La Latina medio ciega, entre setecientos cincuenta mil millones de personas, mientras tu amiga de metro ochenta te lleva del cuello como si fueras su zombi-escudo en Walking Dead, no era lo que había previsto para aquel sábado por la mañana.

Llegamos a una calle más tranquila y Bea me recolocó el pañuelo de la cabeza atusándome el flequillo como si fuera una niña.

—Estás ideal.

—Parezco Doña Rogelia —dije.

Ella, en cambio, impecable, como si el viento le consultara antes de moverle un pelo. El mismo pañuelo que a mí me daba pinta de señora atracada en un bingo, a ella le marcaba las facciones con ese tipo de elegancia que una finge no notar. Impresionantes pestañas de catálogo de perfumería de aeropuerto, y una sonrisa color cereza que no era amable ni sincera, solo perfectamente colocada. Suspiré y pensé que si existía Dios, era un cabrón.

Me dejó aparcada en una esquina y fue a pedir a una de las barras que durante las fiestas improvisaban en la calle. Me ajusté las gafas como pude, porque el pañuelo me incomodaba y saqué el móvil, tenía varios mensajes de WhatsApp, los empecé a leer.

—Vale, aquí está tu zumito de piña —interrumpió Bea sin dejar esa mirada paternalista—. ¿Qué haces?  —Le mostré el móvil—. ¿Joan?

—No, mis amigas de Bilbao.

—¿Qué amigas? —Y pegó un sorbo rápido a su botellín de cerveza.

—Las de Bilbao —repetí.

Hizo lo de siempre: puso sus labios de pato y desvió la mirada hacia un lado buscando a esa testigo imaginaria para confirmar que yo estaba cu-cu. La odiaba, un poco más cada vez.

—¡¿Qué?!

—Nada, nada, Elvi, no he dicho nada. No te alteres, venga, que no es bueno para tu tensión ocular.

—Bea, tengo amigas, tengo muchas amigas en Bilbao.

—Sí, sí, lo sé, lo sé, ¿cómo lo llamas?, ¿cuadrilla?, que sois como una manifestación, ¿treinta, cuarenta?

—Somos catorce.

—Catorce, catorce, sí, catorce, que os vais a comer y habláis todas juntas, tú con las catorce, con lo que te gusta hablar a ti... Te imagino perfectísimamente.

—Tengo catorce amigas en Bilbao.

—Elvira, por favor, si cuando nos juntamos más de cinco ya te sale urticaria. Empiezas a echar a la gente de-mi-casa: ¡Aquí sobra gente, aquí sobra gente! ¡Tú, tú y tú fuera! No te rías, Elvi, porque sabes que es tal cual lo cuento. Odias a la humanidad, solo se salvan Almudenita y Joan y quien te conozca me dará la razón, al resto nos metes en un saco y nos tiras al Manzanares.

—Está seco.

—Ya no.

—Tengo catorce amigas por mucho que te pese.

—Ya. ¿Y quién te ha escrito?

—Una de ellas.

—Ya. ¿Y qué te ha dicho esa amiga tuya? —Labios de pato y desvío de mirada.

—Que se casa.

—Bueno, bueno, oye, pues es una información relevante, importante, quizá sí estemos ante una amiga real, de esas que dices que son de la infancia, igual no todo te lo inventas... ¿Y cuándo se casa?

—En tres semanas.

—Ya. Cariño, ¿te lo explico yo o tú solita vas atando cabos?

—Es amiga mía de toda la vida.

—Elvi, no tienes amigas y no me extraña. Eres intratable. Y esa chica te ha dicho que se casa porque alguien cercano le habrá comentado que te estás quedando ciega y le habrá dado penita y la compasión nos puede. Además, una ciega en una boda luce, luce porque la inclusividad está de moda, y tú, ahí sentadita en la mesa de las amigas le haces brillar a la novia por inclusivista e inclusividora. Elvi… que yo sé que te hace ilusión decir lo de la cuadrilla, lo de que si en Bilbao esto, que si en Bilbao lo otro, pero yo no veo muchas visitas por aquí… Vamos, tus amigas a Madrid ni se han acercado, ¡eso o las has escondido! A ver, pero entiéndeme, no estoy diciendo que te lo estés inventando. Si tú dices que tienes catorce amigas, yo te creo, porque eres muchas cosas: insoportable, maniática, egoísta, vinagres, huraña, antipática, sabelotodo, pero mentirosa no eres, esa es la verdad, no mientes, me jode porque de esta manera tendría muchas más cosas que achacarte, pero no mientes, eres un asco de mujer, pero un asco de mujer-sincera. Bien, así que yo sí te creo: tienes catorce amigas. Aunque quizá vaya siendo hora de admitir que en verdad CREES que tienes catorce amigas, esto nos encajaría con la realidad que vives, ¿no? Es decir, que Almudena y Joan son las dos únicas personas en este mundo que te aguantan. Bueno, vale, y yo cuando no tengo a nadie más, oseasé hoy. No sé, ¿tú qué piensas?

—Que creo que me está dando un síncope vasovaginal.

 

12 may 2024

El regreso

 

Frida Kahlo de María Hesse

—¿Y ese flequillo?

Levanté la cabeza de la cómoda donde estaba guardando unas toallas y vi a mi madre en mitad del pasillo. Llevaba el huipil que su amiga Camila le trajo de México, blanco bordado de flores. Le gustaba llevarlo en verano. En aquella casa, la de la playa, la recordaba yendo de un lado a otro con ese vestido.

Me toqué el flequillo y la sonreí.

—Lo llevo desde hace tres o cuatro años —dije.

—No sé si es buena idea con lo grasiento que tienes el pelo. La coleta te hace a pobre, ¿no ves que lo tienes muy lacio?

Me di la vuelta para seguir guardando las toallas. Me supuse que al voltearme ya no estaría, me supuse que habría vuelto al país de los difuntos. Sin embargo, al cerrar el último cajón de la cómoda y girarme, allí seguía, con su tradicional vestido, sus chanclas y su moño en alto.

—¿Has venido a enterrar a tu padre?

—Si vas a quedarte, haré café para las dos.

Entró en la cocina detrás de mí.

—Siempre me encantó esta cocina —dijo—, en cambio ahora con tanta construcción enfrente no hay monte que ver, qué pena, qué pena…

Preparé la cafetera italiana. Me senté en un taburete frente al suyo. Ella tenía las piernas cruzadas y balanceaba la chancla en el aire.

—Te veo como siempre —dije.

—Sin embargo, tú estás muy avejentada.

—Diez años son muchos.

—Una eternidad… Bien, ¿y a qué has venido? Porque parece que reniegas de tu familia.

—Gerardo baja mucho a Madrid.

—Tu hermano… Menos mal que lo tuve a él, solo me dio alegrías, qué hijo, qué hijo, inteligente, guapo, y una bellísima persona. —A mi madre le encantaba pronunciar ‘bellísima’ con opulencia—. El único que me ha querido en esta familia, ¡el único! Tú una egoísta y tu padre, ¿qué voy a decir de tu padre?

Escuché el gorgoteo del café al fuego. Lo retiré y lo serví en dos tazas. Una la dejé sobre la mesa de la cocina y la otra la sostuve entre las manos.

—He venido para ver a mis amigas, a algunas no las veo desde tu funeral —dije.

—Una eternidad… —Miró por el ventanal—. Siempre fuiste muy independiente, demasiado. Nunca te ha importado la gente. —Volvió a mirarme—: ¿Me echas de menos?

—No me lo pusiste fácil, ama.

—Jamás asumirás tu culpa.

—Asumo la culpa de mi vida, no la de la tuya.

—Entonces, ¿no me echas de menos?

Sorbí un poquito de café, demasiado agrio, me había acostumbrado a nuestra cafetera express de Madrid. Sorbí otro poquito y apoyé la taza sobre las rodillas.

La puerta de la calle se abrió y entró mi hermano sacudiendo el paraguas.

—¿No has salido a dar una vuelta? —gritó desde la entrada.

—Con esta lluvia ¿a dónde querías que fuera? —respondí.

La puerta de la cocina estaba abierta y lo vi descalzarse. Entró con los zapatos en la mano.

—Sí, está cayendo una buena. ¿Estás sola?

—Sí, en este pueblo no hay nadie —contesté y lo vi señalar con la barbilla la taza de café sobre la mesa—. Ah, es mía, me gusta hacerme dos, primero me tomo uno y luego el otro, así no me levanto.

—Siempre pensé que el experto en logística era yo. —Nos reímos. Dejó los zapatos mojados junto a la puerta de la terraza y después se sentó en el taburete de mamá—. ¿Cuándo has quedado con tus amigas?

—Mañana, cenamos en Ledesma.

—Bien, ¿no? Lo pasaréis muy bien, supongo que irán todas, Blanquita, Marieta, Saioa, Carolina… Sois tantas.

Me vi treinta años atrás, en aquella misma cocina, con un hermano mayor amenazándome con decirle a mamá que no había llegado a las dos sino a las dos y media de la mañana.

—Si vuelvo tarde no se lo digas a mamá. —Mi hermano sonrió. Luego me dijo que su mujer me mandaba un beso, que no podía venir porque en su empresa no le permitían teletrabajar—. No pasa nada, la verá cuando vuelva.

—¿Y cuándo será eso?

—Ya sabes que no me gusta esto, Gerardo. Me cuesta venir, demasiados fantasmas. Puedes quedarte con esta casa, no la quiero.

—Pronto para repartirse la herencia, ¿no?, papá sigue vivo.

—Ya, bueno, ya me entiendes. Y con la de Bilbao. Puedes quedarte con las dos casas, no las quiero.

—Algo querrás, ¿no?

—Los libros, los libros de la biblioteca son para mí. Joan y yo vamos a comprar una casita en la Mancha. Tendremos gallinas. Comeremos huevos y leeremos libros.

—Parece un buen plan. Ningún parámetro por ajustar.

Se levantó y me dijo que se iba a duchar.

—¿Tú te sientes culpable? —pregunté.

—¿Culpable de qué? —respondió desde la puerta—. ¡Eres tú quien no quiere las casas!

Me hizo reír, mucho. Sí, era una bellísima persona.



 

25 jun 2023

En la niebla manchega (tercera y última parte)

Cabeza de venado de Diego Velázquez

 Nota: Para contextualizar este relato es mejor leer la primera parte aquí y la segunda aquí.

Abel intentaba desencajar a Elvira de su silla. La tela que cubría la endeble estructura de aluminio se había roto y el culo de Elvira se había deslizado hasta rozar el suelo. Las rodillas las tenía paralelas a la barbilla y pedía auxilio desesperada. Abel hacía todo lo posible hasta que le entró la risa. La soltó de golpe y la masa amorfa que formaba Elvira cayó de lado. Los gritos y las risas hicieron que Almudena, desde dentro de la casa, se asomara a la ventana. Vio la escena frente al portalón y sonrió. Elvira completamente inmóvil empezó a reírse a carcajadas sin dejar de pedir ayuda exasperada. Sabina, sentada en otra silla similar a su lado, también se reía, bien por la situación tan circense o por las propias carcajadas. Las de Elvira eran profundas, parecían salirle del estómago, fuertes y contagiosas; mientras que las de Abel eran tímidas, como si estuviera luchando por no reírse. Abel tomó las manos de la amiga de su madre y, en un intento por liberarla, la arrastró por medio jardín, las carcajadas de ambos fueron en aumento hasta que Abel se desplomó en el suelo y boca arriba siguió riéndose. Almudena que había seguido toda la escena tras la ventana, pasó por última vez el trapo sobre la encimera de la cocina y, doblándolo por la mitad, lo colgó de la puerta del horno. Se restregó las manos en los pantalones y salió de la casona. Se acercó a su madre, tienes frío, mamá, le preguntó.

—¿Cómo voy a tenerlo? —y señaló con una risa tonta a su nieto y amiga.

—Sí, con semejante distracción una se olvida del frío.

Almudena entró de nuevo en la casa y del perchero de la entrada cogió su parka y las botas de gomas. Apoyada en el portalón se las puso. De una zancada bajó los tres escalones que separaban la entrada del jardín. Ayudó a su hijo a levantarse y entre los dos desencajaron a Elvira de la silla que seguía riéndose.

—¡Tu hijo es una bestia! —dijo.

—Tú que lo ayudas a serlo —replicó Almudena quien intentaba sacudirle la tierra que tenía en la parka y pantalones—. ¡Los dos tenéis mucho peligro! —Siguió limpiando a su amiga y cuando hubo terminado la miró y sonrió—. ¿Vamos a dar un paseo?

—Claro —contestó Elvira con cierta ilusión porque después del incidente de la escopeta Almudena había estado muy distante durante el almuerzo y parte de la tarde.

—Abel, quédate pendiente de la abuela, que no entre sola a la casa, si quiere ir al baño acompáñala.

Su hijo le contestó con un bajísimo “vale”, se sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y se sentó de nuevo junto a su abuela.

—Parece que tu madre está un poquito mejor —dijo Elvira. Ambas amigas se alejaban de la casa por un marcado sendero que conducía al bosque.

—Sí, según avanza el día se va centrando, es como si tras la noche su cerebro se volviera a reiniciar y todo lo que se hubiera ido asentando a lo largo de la jornada se hubiera perdido.

—Es triste.

—Lo es. Muchas veces me pregunto dónde está, en qué momento de su vida se encuentra. ¿Está viviendo en sus 84 años, en sus 50, en sus 20?, ¿dónde está?, ¿dónde narices está?

Elvira la miró con arrepentimiento y le agarró del brazo.

—Siento mucho lo de la escopeta de esta mañana, complico más las cosas. Lo siento de verdad —dijo.

Almudena sonrió sin mirarla.

—No te preocupes, perdí los nervios. —Tomó aire con pausa y añadió—: A veces creo que es envidia. Veo complicidad entre vosotros dos, sé que le caes muy bien y a mí solo me odia, mi hijo solo me odia...

Elvira se paró y tirando de ella la abrazó.

—Si yo fuera su madre me odiaría más porque estaría haciendo las cosas mucho peor, créeme, es fácil caer bien cuando no hay compromiso ni responsabilidad, es fácil, muy, muy, muy fácil. ¿Por qué crees que a partir de los 40 todo el mundo casado está desesperado por encontrar un amante? —Almudena rio—. Amo con locura a Abel, es el único hijo de amiga que tengo.

Almudena se separó sorprendida.

—Pero si todas tus amigas de Bilbao tienen hijos.

—Sí, bueno, pero no conozco a ninguno, son como trescientos, ya sabes lo que se dice: “En Bilbao no se folla solo se reproducen”. Me los pones a todos juntos y no sé de quién es cada uno. Además… —Hizo una larga pausa—. Son niños diferentes, son niños de Bilbao.

—¿Qué significa eso?

—No sé, Bilbao es como Narnia, un paraíso que no representa la realidad. Van a colegios privados o concertados, algunos hasta católicos, crecen en estupendas casas pagadas por sus padres y ¡por sus abuelos!, sin mudanzas cada dos o tres años debido a la subida de renta, los inviernos en la nieve, los veranos en un precioso pueblecito costero, formando grandes cuadrillas, sintiéndose seguros en su entorno y creyendo que el resto del mundo vive como ellos porque piensan que es lo normal. —Las dos amigas retomaron el paseo cabizbajas—. Ninguno de ellos a sus catorce años ha pasado por dos comas etílicos, ni se ha escapado hasta en tres ocasiones para buscar a un padre maltratador sin saber cuáles son sus sentimientos hacia él, ni se hace cargo de su abuela demente a la que quiere con pasión y le duele verla así.

—Narnia…

—No estoy diciendo que mis amigas no estén haciendo un trabajo extraordinario con sus hijos, pero sus circunstancias son absolutamente favorables para hacerlo. Con todo esto, Almu, lo que quiero decir es que eres alucinante y no puedo admirarte más, es imposible. Eres tan bonita, tan, tan bonita... Estás criando a Abel de la mejor manera posible, bajo tus circunstancias que no son fáciles.

Almudena se apoyó en una alta piedra y estiró la mano, Elvira se la tomó.

—Siento mucho lo que te he dicho con lo de la escopeta, no es verdad, no lo haces todo mal, solo algunas cosas…

Las dos mujeres se rieron y aprovecharon el momento para desprenderse de cierta tensión a la que la conversación les había llevado. Elvira se sentó junto a ella.

—Me puse nerviosa, perdóname, no fui justa contigo.

—Almu, está bien, no te excuses más, de verdad, tenías razón. Lo entiendo.  

—No, no lo entiendes, Elvi, me puse nerviosa, muy nerviosa. —Almudena se levantó—. Mi padre se lo llevó de caza, Arturo solo tenía 8 años, pero ya sabes cómo eran las cosas antes, a esa edad podías ayudar a llevar las piezas pequeñas. Solo tenía 8 años. Inquieto y nervioso como un cervatillo, como un cervatillo. Era lo que decía mi padre durante los tres años siguientes: como un cervatillo, se me cruzó como un cervatillo. Lo mató de un solo disparo. Mi padre arrastró la culpa tan solo tres años, luego se ahorcó de la encina. Mi madre lleva arrastrando el dolor por su hijo toda la vida, antes en silencio y ahora su memoria se revela en voz alta.

—Almu… yo…

—Ver tan ingenuo a mi hijo con la escopeta, aunque fuera de perdigones me…

Elvira con lentitud se puso en pie y dio la mano a su amiga. Cogidas con fuerza retrocedieron el camino en silencio hasta que divisaron la casona desde lejos. Almudena se paró en seco y la observó con detenimiento.

—Tenías razón, Elvi —dijo—, es una casa llena de fantasmas.

 

2 nov 2020

¿Y si la vida fuera la opción B?

Fotograma de Back to the future de Robert Zemeckis

                          

—¡¡Eres un oso hormiguero!! —grité a Joan desde mi lado de la cama.

—¿Pero qué he hecho ahora? —preguntó desde el suyo.

—¡¡Respirar!!

—Ya, bueno, es que si no sería un oso hormiguero muerto, ¿no? —Y se rio.

—No se puede discutir contigo —dije desesperada y salí a la cocina.

—Es que no sé por qué discutimos —le oí contestar, así que me faltó tiempo para regresar a la habitación furiosa.

—¡Quiero el divorcio!

—No estamos casados.

—¿Tienes respuesta para todo?

—Amor, en serio, en vez de escribir teatro ¿por qué no lo interpretas? —Y volvió a reírse.

—Joan —dije— haces de mi vida un chiste y no siempre vale. —Levanté el dedo y lo señalé—. Esta es mi vida pero podría haber sido otra completamente diferente, solamente tendría que haber elegido la opción B y te aseguro que he tenido muchas opciones B, de haberlas elegido mi vida sería distinta y es posible que mucho mejor…

En la cocina de nuevo, me preparé un café aun siendo las 2 de la mañana. Pensé en por qué estábamos discutiendo, no podía recordarlo. Quizá porque se estaba llevando parte de mi nórdico, o porque había apartado sus muslos cuando intenté calentarme los pies, o porque empezó a besarme justo cuando estaba mirando las stories de Instagram, no lo sé. No podía recordarlo. Ahora ya no podía recordarlo. Con cierta culpa me llevé el café a los labios.

—Elvira Rebollo, ¿verdad?

Del susto se me cayó el vaso al suelo reventándose en mil pedacitos. En mi cocina había una mujer joven de rasgos asiáticos mostrándome unos papeles.

—¿Pero qué mierda es esto…? ¡Joan, Joaaaaaan! —grité aterrada.

—No puede oírte.

—¿Lo has matado? ¿Vas a matarme? ¿Ahora vas a matarme a mí? Que sea con un arma, por favor, no quiero sufrir. Un disparo, rápido, ¿vale? No pondré resistencia, pero no me tortures, por favor, te lo suplico… Muerte sí, dolor no. ¡Muerte sí, dolor no!

—Oye, flipada, que no estás en una puta manifestación. Soy tu ángel de la guarda.

—Mi qué…

—Tu ángel de la guarda. Me llamo Zhou Jing, pero puedes llamarme Carol. —Extendió su mano. Con miedo extendí la mía y la apretó con fuerza.

—¿Por qué te cambias el nombre? —pregunté intentado asimilar la situación con cierta calma.

—Porque si no, con tu pésima pronunciación en chino, me llamarías Chochín, y ante eso prefiero Carol.

—Claro.

—Carol.

Era alta y muy delgada. Ceñida en unos leggins imitación a cuero, con un jersey amplio, también negro, de cuello barco ladeado hacia el hombro derecho dejándolo completamente desnudo. Llevaba botas militar negras. Una media melena recta que no llegaba a rozarle los hombros y maquillada sutilmente, excepto los labios, que eran de color rojo mate.

—Ya te habrás imaginado por qué estoy aquí —dijo.

—Pues si te digo la verdad…

—Voy a mostrarte tus opciones B. Acompáñame.

—¿Qué, así? ¡Estoy en pijama!

—Estamos en una realidad paralela, nadie puede verte. ¡Vienes o qué!

Supongo que estaría soñando, soñando o que ya me había matado (y espero que lo hubiera hecho con un arma). De cualquiera de las maneras no tenía nada que perder, así que decidí ir. De un salto crucé el charco de cristales y la acompañé hasta el pasillo donde tenía una bicicleta. Se subió y me pidió que me colocara en la parrilla, que ella me llevaría.

—Será una broma, ¿no? ¿Una bicicleta? ¿No tienen presupuesto en el más allá?

—No vengo del más allá. ¡Te montas o qué!

Me monté y todo a nuestro alrededor empezó a dar vueltas. Grité o por lo menos lo intenté porque me faltaba el airé. Tras un fuerte golpe, caí al suelo. Abrí los ojos y vi a Carol apoyando su bicicleta en una pared color salmón. Me ayudó a levantarme.

—¿Dónde estamos? —pregunté todavía aturdida.

—En Bilbao. En tu casa de tu primera opción B.

Carol me pidió que la acompañara. Recorrimos parte de ese pasillo color salmón y entramos en la segunda puerta. Era un enorme salón con un ventanal al fondo desde donde se podía ver una amplia avenida. Carol me golpeó el hombro, quería que mirara al sofá y, al hacerlo, fue cuando me vi a mí misma. Di un pasito hacia atrás llevándome las manos a la boca, no podía creerlo. Estaba prácticamente igual pero llevaba el pelito muy corto. Me estaba riendo, me estaba riendo a carcajadas porque un hombre me abrazaba y parecía decirme algo al oído. Cuando dejó de hacerlo pude verle la cara.

—Dios mío… Mikel, Mikel, Mikel… No me lo puedo creer.

—Efectivamente: Mikel Igartua Zabaleta. Tu primer y único novio. Tras 12 años de noviazgo, os casasteis en la iglesia de los Jesuitas de Indautxu donde los dos trabajáis como profesores y donde vuestros hijos asisten al colegio.

—Pero, pero, pero ¿por la iglesia…? —Reaccioné— ¡¿Hijos?!

—Tienes tres hijos: Olaia de 11 años, Katixa de 9 y Markel de 6.

—Creo que me falta el aire…

—Normal si no te quitas las manos del cuello.

Intenté tranquilizarme y me observé de nuevo. Me acerqué un poquito más. Realmente parecía tan feliz, tan, tan, tan, tan feliz…

—Mikel… —dije extendiendo la mano, quería tocarlo. Hacía casi 21 años que no hablaba con él. Lo dejé por un chico alemán que apareció en mi vida y al que tomé como opción A. Mikel nunca me lo perdonó y jamás volvió a dirigirme la palabra. ¿Cómo iba a imaginar que aquella opción A iba a destrozar una vida tan idílica? Una vida sencilla pero perfecta. ¿Cómo iba a imaginármelo yo?, ¿cómo?, tan solo fue la inocente elección de una chica de 23 años. ¿Cómo iba a imaginar que cambiaría tanto el curso de mi vida? —Mikel… —repetí acercándome un poquito más a él.

Una niña entró en el salón corriendo.

—¡Aita, aita, aita! ¡Markel ha entrado en nuestra habitación! Jo, dice que no quiere dormir.

—Dile que como vaya yo le caliento el culo —dijo mi otro yo. Me reí. Había tenido 3 hijos pero de pedagogía seguía sabiendo más bien poco.

—¡Markel, cuento hasta tres! —gritó Mikel—. Uuuuuuno, dooooooooos, dos y meeeeeeedio…

Y escuché unos piececitos correr por el pasillo. La niña salió y mi otro yo se acurrucó junto a su marido.

Todo me parecía tan tierno, envidiaba tanto aquella escena...

—¿Saldremos de esta pandemia? —preguntó mirando la televisión

—Claro, tonta —contestó Mikel—, ¡mira a los chinos!, fueron los primeros en meterse en todo este lío y ahí están, haciendo vida normal ahora mismo.

—Pero nosotros no somos como ellos. No sé, ellos son especiales… muy diferentes. Me hubiera encantado vivir en China, conocerlos: su forma de vida, su forma de trabajar...

—Elvi, txiki, ¿qué hubieras hecho tú en China? Son muchos, ¡te habrías perdido!

Mi otro yo se rio como una tonta.

Miré incrédula a Carol.

—¿Nunca he vivido en China? —pregunté.

—Nunca —contestó ella—. Te dieron la beca del Gobierno en el 2003 para trabajar en una Universidad de Liaoning, al norte de China, pero tras hablarlo con Mikel decidiste rechazarla y prepararte el EGA.

Estaba perpleja.

—¿Me estás diciendo que rechacé una de las mejores becas del Gobierno para estudiar euskera?

—Sí, 5 años.

—¿CINCO años?

—Sí, estudiaste euskera 5 años, en Euskaltegis y Barnetegis. Al sexto año aprobaste el EGA y al año siguiente entraste con plaza en el colegio de los Jesuitas. Dos años más tarde consiguió plaza Mikel y hasta hoy, siempre juntos.

—¿Entonces nunca he vivido en China?

—No. Ni siquiera has ido de viaje.

—Joder, joder… ¿Y a Singapur? Dime por lo menos que viví en Singapur.

—Nunca. Aunque estuviste cerca. En Bali, de viaje de novios.

—Ya, qué típico… ¿Y en Cuba? ¿Trabajé en Cuba?

—No.

—¿Estados Unidos? ¿Francia? ¿Madrid?

—No. No. Y no.

—¿Solamente he vivido y trabajado en Bilbao?

—En Indautxu, para ser más precisos. Nunca has salido del centro de Bilbao.

—JO-DER. No me extraña que sea tan feliz ¡¡¡si no conozco lo que es la vida!!!

Me apoyé en la pared y volví a mirar a mi otro yo, en el sofá, tan ajena al mundo de fuera. Pobre, pensé.

—¿Hay algo más que deba saber? —pregunté a Carol derrotada.

—Votas al PNV.

—¡Vale!, ¡suficiente! ¡Larguémonos de aquí!

Carol empezó a reírse, era la primera vez que lo hacía desde nuestro accidentado encuentro en la cocina, creo que empezábamos a entendernos.

—¡Me encanta mi trabajo! —dijo. La seguí y desanduvimos el pasillo. Se subió a su bicicleta—. ¡Te montas o qué!

—¿Regresamos a Madrid?

—Nop. Vamos a conocer tu siguiente opción B.

                                                                                                   (Continuará…)