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12 may 2024

El regreso

 

Frida Kahlo de María Hesse

—¿Y ese flequillo?

Levanté la cabeza de la cómoda donde estaba guardando unas toallas y vi a mi madre en mitad del pasillo. Llevaba el huipil que su amiga Camila le trajo de México, blanco bordado de flores. Le gustaba llevarlo en verano. En aquella casa, la de la playa, la recordaba yendo de un lado a otro con ese vestido.

Me toqué el flequillo y la sonreí.

—Lo llevo desde hace tres o cuatro años —dije.

—No sé si es buena idea con lo grasiento que tienes el pelo. La coleta te hace a pobre, ¿no ves que lo tienes muy lacio?

Me di la vuelta para seguir guardando las toallas. Me supuse que al voltearme ya no estaría, me supuse que habría vuelto al país de los difuntos. Sin embargo, al cerrar el último cajón de la cómoda y girarme, allí seguía, con su tradicional vestido, sus chanclas y su moño en alto.

—¿Has venido a enterrar a tu padre?

—Si vas a quedarte, haré café para las dos.

Entró en la cocina detrás de mí.

—Siempre me encantó esta cocina —dijo—, en cambio ahora con tanta construcción enfrente no hay monte que ver, qué pena, qué pena…

Preparé la cafetera italiana. Me senté en un taburete frente al suyo. Ella tenía las piernas cruzadas y balanceaba la chancla en el aire.

—Te veo como siempre —dije.

—Sin embargo, tú estás muy avejentada.

—Diez años son muchos.

—Una eternidad… Bien, ¿y a qué has venido? Porque parece que reniegas de tu familia.

—Gerardo baja mucho a Madrid.

—Tu hermano… Menos mal que lo tuve a él, solo me dio alegrías, qué hijo, qué hijo, inteligente, guapo, y una bellísima persona. —A mi madre le encantaba pronunciar ‘bellísima’ con opulencia—. El único que me ha querido en esta familia, ¡el único! Tú una egoísta y tu padre, ¿qué voy a decir de tu padre?

Escuché el gorgoteo del café al fuego. Lo retiré y lo serví en dos tazas. Una la dejé sobre la mesa de la cocina y la otra la sostuve entre las manos.

—He venido para ver a mis amigas, a algunas no las veo desde tu funeral —dije.

—Una eternidad… —Miró por el ventanal—. Siempre fuiste muy independiente, demasiado. Nunca te ha importado la gente. —Volvió a mirarme—: ¿Me echas de menos?

—No me lo pusiste fácil, ama.

—Jamás asumirás tu culpa.

—Asumo la culpa de mi vida, no la de la tuya.

—Entonces, ¿no me echas de menos?

Sorbí un poquito de café, demasiado agrio, me había acostumbrado a nuestra cafetera express de Madrid. Sorbí otro poquito y apoyé la taza sobre las rodillas.

La puerta de la calle se abrió y entró mi hermano sacudiendo el paraguas.

—¿No has salido a dar una vuelta? —gritó desde la entrada.

—Con esta lluvia ¿a dónde querías que fuera? —respondí.

La puerta de la cocina estaba abierta y lo vi descalzarse. Entró con los zapatos en la mano.

—Sí, está cayendo una buena. ¿Estás sola?

—Sí, en este pueblo no hay nadie —contesté y lo vi señalar con la barbilla la taza de café sobre la mesa—. Ah, es mía, me gusta hacerme dos, primero me tomo uno y luego el otro, así no me levanto.

—Siempre pensé que el experto en logística era yo. —Nos reímos. Dejó los zapatos mojados junto a la puerta de la terraza y después se sentó en el taburete de mamá—. ¿Cuándo has quedado con tus amigas?

—Mañana, cenamos en Ledesma.

—Bien, ¿no? Lo pasaréis muy bien, supongo que irán todas, Blanquita, Marieta, Saioa, Carolina… Sois tantas.

Me vi treinta años atrás, en aquella misma cocina, con un hermano mayor amenazándome con decirle a mamá que no había llegado a las dos sino a las dos y media de la mañana.

—Si vuelvo tarde no se lo digas a mamá. —Mi hermano sonrió. Luego me dijo que su mujer me mandaba un beso, que no podía venir porque en su empresa no le permitían teletrabajar—. No pasa nada, la verá cuando vuelva.

—¿Y cuándo será eso?

—Ya sabes que no me gusta esto, Gerardo. Me cuesta venir, demasiados fantasmas. Puedes quedarte con esta casa, no la quiero.

—Pronto para repartirse la herencia, ¿no?, papá sigue vivo.

—Ya, bueno, ya me entiendes. Y con la de Bilbao. Puedes quedarte con las dos casas, no las quiero.

—Algo querrás, ¿no?

—Los libros, los libros de la biblioteca son para mí. Joan y yo vamos a comprar una casita en la Mancha. Tendremos gallinas. Comeremos huevos y leeremos libros.

—Parece un buen plan. Ningún parámetro por ajustar.

Se levantó y me dijo que se iba a duchar.

—¿Tú te sientes culpable? —pregunté.

—¿Culpable de qué? —respondió desde la puerta—. ¡Eres tú quien no quiere las casas!

Me hizo reír, mucho. Sí, era una bellísima persona.



 

20 jun 2019

De Kashgar a Tashkurgan



Lago Karakul, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo

—No pasar, no carretera, coche no pasar —dijo el hombre en un macarrónico inglés. Sujetaba el volante con ambas manos y me miraba esperando que le diera el visto bueno para darnos la vuelta y regresar a Kashgar pero no lo hice.
Era finales de septiembre de 2014, mi madre había muerto hacía tres meses. Nunca tuvo un especial aprecio por la vida, así que sabía que moriría joven, lo que era difícil de imaginar fue la forma tan cruel de hacerlo. Cuando mi hermano me llamó para decirme que ya había muerto, pensaba que el alivio no tardaría en llegarme, pensaba que ya había pasado todo, que se había acabado, pero pronto descubrí que aquello no había hecho más que empezar. Que el dolor y una pegajosa culpa no se irían jamás.
Carretera Karakórum, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
—A Pakistán —dije. Señalé la carretera desde el asiento del copiloto y añadí—: 400 yuanes por llegar a Tashkurgan.
Voy a recorrerme Xinjiang, dije a Joan mes y medio antes, mientras nos tomábamos una caña en un céntrico barrio de Madrid. Pensé que meter 4 camisetas , 7 bragas, 2 pantalones y la Lonely Planet en una mochila y perderme en la provincia más desconocida de China me ayudaría a enmascarar algo del agotamiento anímico que llevaba arrastrando los últimos meses. Claro, amor, ve y disfruta, contestó Joan sabiendo que no era una buena idea.
Carretera Karakórum, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
El hombre chasqueó la lengua y con desánimo puso en marcha el motor. Esperó un momento y arrancó. Me señaló con el dedo y dijo algo en uigur, estaba muy enfadado, mucho. Sonreí. Estábamos en la carretera de Karakórum, la única carretera que conectaba China con Pakistán, exactamente Kashgar con Islamabad, casi 1.400 km de una peculiar ruta. Todas las guías se referían a ella como una de las vías más famosas del mundo por tres razones: por ser la carretera internacional más alta del mundo, por pertenecer a la ruta de la seda y por tener una enorme belleza paisajística. Lo que perecían obviar todos aquellos libros viajeros era la descripción de las condiciones de dicha carretera, carretera que era inexistente en varios tramos.
—¡No, no, no, no! ¡No viajes por carretera Karakórum! ¡Gobierno prohíbe extranjeros, no viajes turistas, peligroso, no viajes ya! —me explicó con aspavientos el gerente del albergue en el que me hospedaba desde hacía dos días en Kashgar.
Yo le señalé mi Lonely Planet que para mí era la biblia.
—Aquí dice que sí, que se puede llegar a la frontera con Pakistán, a Tashkurgan, ¡no son ni 400 km!
—¡No, no!
—¡Aquí dice que sí!
—¡No!
—Mierda pa’ti… —dije en español y entre dientes. Y derrotada salí de su oficina arrastrando las chanclas.
Hostel Kashgar, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
Pasé aquella tarde en el patio del albergue. Un grupo de italianos me desaconsejó la idea también, lo habían intentado el día anterior con un coche particular y a los 100 km se dieron la vuelta. Un noruego me recomendó que insistiera, que en China todo era cuestión de dinero, pero que estaba convencido de que aquella carretera no era tal como la pintaban, que él no arriesgaría su vida. ¿Arriesgar la vida? Me reí.
Miré al frente, el terreno era arenoso, llevábamos por lo menos 50 km de tramo sin asfaltar. La vía zigzagueaba por entre impresionantes surcos montañosos. El hombre conducía despacio por si nos encontrábamos con un coche de frente, ambos vehículos no cabrían a lo ancho de la carretera, y a un lado teníamos montaña rocosa, pero al otro el vacío. Y no fue un coche sino un camión cargando piedras lo que vimos que se acercaba surcando la montaña, en menos de 3 minutos lo tendríamos de frente. Aguanté la respiración y me llevé las dos manos a la tripa, me la aplasté con todas mis fuerzas, apreté los labios y cerré los ojos, iba a morir.
—¡Chica! —gritó el gerente del albergue que con una seña me pidió que me acercara.
Me despedí del grupo de chicos del patio y al llegar a su oficina me pidió que saliéramos fuera porque era más conveniente. Allí, en la calle, me presentó a un hombre que al igual que él era de la etnia uigur no han.
—Él mi amigo, hermano, amigo —dijo—. Él lleva tú mañana a Tashkurgan. Con coche.
—¡Gracias! —Estaba entusiasmada.
 —Bien. 320 km, 400 yuanes ¿sí?
—Sí.
—¿Problemas con carretera? Más yuanes, ¿sí?
—Sí. —¡Claro que sí, lost to the river!
Y yo y mi infinita inconsciencia nos fuimos a dormir. Al día siguiente a las 07:20 de la mañana el gerente del albergue me esperaba en la calle con su moto. Me llevó hasta las afueras de Kashgar, allí paramos en el arcén de la autovía y esperamos un rato. Pronto se paró delante de nosotros una pequeña furgoneta sin morro, de tan solo 5 plazas. Se bajó el amigo-hermano del gerente, se saludaron y después me miraron si decir nada. Asentí, abrí el bolsillo central de la pequeña mochila que traía conmigo y saqué la cartera. Extendí a modo de árbol los 4 billetes de 100 yuanes. Los cogió el gerente, los contó y después se los dio a su amigo-hermano. Este los guardó en su cartera, y me hizo un gesto de subir al coche-furgoneta. El gerente alzó la mano, supongo que sería su forma de despedirse. Ambos hombres hablaron algo más de rato. Desde mi asiento los veía mientras me preguntaba a dónde iba yo exactamente.
El coche paró, abrí los ojos y encontré el camión frente a nosotros también parado. El hombre se frotó la cara con las manos, suspiró y salió del coche. Del camión bajaron tres hombres. Los tres me miraron con curiosidad. Hablaron con el hombre, parecían discutir. Alzaban las manos hacia diferentes direcciones, supongo que dirían: el coche aquí, no, mejor aquí, no, allí, el barranco, piedras, vacío, muerte. Muerte. Y llegó la imagen de mi madre atada a la cama de aquel hospital.
 —¡Salir coche! —me gritó el hombre asomado a la ventanilla del piloto.
Carretera Karakórum, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
Sobresaltada abandoné el hospital y salí del vehículo. Me pegué junto a la pared de la montaña. El hombre subió al coche y echó marcha atrás unos 20 metros, era un tramo recto y parecía que la inclinación hacia el barranco no era tan abrupta, el coche si no se resbalaba por la gravilla podría mantenerse allí hasta que pasara el camión, si no se resbalaba, claro. El camión avanzó lentamente y vi que el hombre no salía del coche, ya lo había estacionado por qué no se bajaba, ¡maldito imbécil! Y, entonces, me di cuenta de que no tenía manera de hacerlo, que quizá podría salir por la puerta del copiloto pero después, para subirse, cuanto menos se moviera el automóvil mejor. 
Carretera Karakórum, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
Me llevé las manos al cuello y me giré, prefería no verlo, era cobarde, siempre lo había sido, mirar para otro lado se me daba mucho mejor. No sé cuándo mi madre empezó a decir cosas inconexas, no sé cuándo su cabeza dibujó otra realidad, tampoco sé cuándo dejó de comer, solo sé que para entonces yo ya estaba mirando para otro lado. Me acuclillé en la carretera y con rabia clavé las uñas en el suelo arenoso y de las entrañas me salió un gemido contenido. Contenido. Como siempre.
—¿Lo llevas todo?
—Sí —contesté a Joan antes de salir de casa. No quería que me acompañara al aeropuerto, porque para qué, nunca hemos sido de grandes despedidas—. Enseguida estoy de vuelta, 22 días pasan volando.
—Disfruta y no hables con desconocidos.
—¿Pues tú me dirás cómo lo voy a hacer si pretendo cruzar todo Xinjiang en 20 días y no conozco a nadie allí?
—Ah, amiga, ese es tu problema no el mío.
Me hizo reír. Lo abracé y en silencio le agradecí que no me dijera que aquello era una locura, que el dolor no se cura empaquetándolo en una mochila, que me quisiera tan libre y que me dejara amarlo sin decírselo, contenida.
El coche pitó frente a mí. Me levanté del suelo, me sacudí las manos sobre los pantalones y entré. Al sentarme en el asiento del copiloto tuve vergüenza de mirar al hombre. Por mi irresponsabilidad había estado a punto de perder la vida. Yo quería llegar a la frontera con Pakistán y era capaz de cualquier cosa.
—Lo siento —dije.
—Más yuanes. ¿Problemas? Más yuanes.
—Sí, más yuanes —contesté—. Lo siento —repetí esta vez mirándolo, él asintió.
La siguiente hora fue más o menos tranquila, los 320 km no se irían a recorrer en 4 ó 5 horas sino más bien en 8 ó 9. Las condiciones de la carretera hacían que no superásemos los 40 km/h en la mayoría de los tramos. Saqué de mi mochila dos manzanas, una se la ofrecí al hombre.
—¿Manzana?
La rechazó con vehemencia.
—¿Pín guo? —le pregunté esta vez en chino.
Carretera Karakórum, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
El hombre se rio y me corrigió los tonos, después la tomó y me dio las gracias. Me hizo sentir un poco menos mal. Pero solo un poco.
Mientras nos comíamos nuestras respectivas manzanas yo iba enumerando palabras en chino, aquellas que me acordaba de cuando vivía en el norte de China. Amigo, fideos, profesor, dinero, libro, casa, y así. El hombre cuando me entendía me corregía el tono y cuando no, sacudía la mano enérgicamente y yo pasaba a la siguiente. Creo que fue cuando pronuncié la palabra “universidad” que el coche paró en seco. Con el golpe, la manzana se me atragantó. Comencé a toser y el coche inició la marcha atrás rápidamente. Nerviosa atiné a coger mi mochila y sacar el agua, no entendía qué pasaba, hasta que vi la polvareda que venía hacia nosotros. La polvareda cesó, el coche se detuvo y yo con cuidado bebí algo de agua, dejé de toser. Salimos del vehículo y lo vimos. El desprendimiento de rocas no había sido grande pero sí lo suficiente para bloquear la carretera. El hombre se quitó su chaqueta, la dejó en su asiento y se acercó a la montaña de piedras en el camino.  Y empezó a quitarlas una a una.
—¿Es broma? —grité desde el coche.
Carretera Karakorum, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
Pero el hombre no paraba, y una y luego otra y otra y otra y otra. Me vino a la cabeza el proverbio chino: “Un viaje de diez mil kilómetros empieza por un solo paso” o por una sola piedra, pensé. Me reí, salí del coche, me arremangué el jersey y comencé a quitar piedras. Lo cierto es que cada vez que oíamos un ruido salíamos corriendo por miedo a un nuevo desprendimiento. Después yo esperaba su señal, porque a veces corríamos en direcciones opuestas, y regresábamos a la montaña de piedras y continuábamos con la labor. Al principio con los ruidos salía con verdadero miedo, en línea recta sin pensar en nada, ¡corre!, pero a partir de la quinta vez me entraba la risa, sobre todo porque a veces me llevaba conmigo una pesada piedra y no podía parecer más ridícula. Entre una cosa y otra tardamos casi una hora en despejar el camino. Cuando lo hicimos, el hombre no me dejó subir al coche, me pidió que lo esperara al otro lado, él corrió con todo el riesgo.
—¿Más yuanes? —pregunté ya una vez dentro.
—Más yuanes.
Y los dos nos reímos.
Carretera Karakórum, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
Pasadas casi tres horas, el estrecho camino de gravilla, serpenteante entre montañas, se convirtió en una carretera semi-asfaltada entre la inmensidad de hermosos lagos a la derecha e infinitas cordilleras montañosas a la izquierda, aquello no podía ser más fastuoso. Bajé la ventanilla y respiré el aire húmedo, el hombre me miró y yo le sonreí.
—¿Foto? Lago Karakul. ¿Foto? —preguntó señalando el impresionante lago que teníamos a poco más de 300 metros.
—Sí, paramos, quiero tomar fotos.
Lago Karakul, Xinjiang. Foto: Elvira Rebollo
Paramos y bajé del coche con la cámara al cuello. Me acerqué a la orilla del lago. Me acuclillé y toqué el agua con las manos. Quizá fue el frescor o la belleza del lugar o superar la tensión de las últimas 7 horas, la cosa es que fue sumergir las manos en el agua y comenzar a llorar. Vi los ojos azules de mi madre fijos en mí, mamá, soy yo, le decía, no te oye, cariño, no te oye, me decían. ¿Cuándo dejaste de oírnos, mamá?, ¿cuándo te fuiste? Saqué las manos del agua y me las llevé a la cara, sentí el frío en las mejillas, me tranquilicé. Me levanté y tomé fotos del lugar que era  espectacular. Al poco tiempo llegó un grupo de hombres tayikos en moto y a caballo. Los observé desde lo alto de una pequeña colina donde habían levantado dos yurtas. Aquel paraje era un regalo. Después de media hora larga regresé al coche, allí, apoyado en él, estaba el hombre fumando un cigarro. Con paciencia y en su medio inglés-chino-uigur me explicó que era tarde, que no quería recorrer el camino de vuelta de noche porque la carretera no estaba iluminada y todas las dificultadas que nos habíamos encontrado al venir se multiplicarían al volver. Así que me propuso llegar a Tashkurgan y hacer noche allí, salir a Kashgar al día siguiente. Estuve completamente de acuerdo, creo que mi cupo de irresponsabilidad estaba cubierto hasta la fecha.
Al llegar a Tashkurgan, el hombre fue directo a un albergue, parece ser que también era de otro amigo-hermano suyo.  Nos ofrecieron para cenar una sopa con carne y cebolla y una especie de donuts duro, que cuando me lo llevé a la boca y le di un mordisco metí un grito de dolor porque aquello estaba más duro que una piedra, todos los que compartían la cena allí sentados, en las alfombras del suelo, se rieron. El hombre me mostró que debía meterlo en la sopa y luego, cuando ya estuviera blandito, comerlo. Lo cierto es que no recuerdo si la sopa estaba buena o mala o si el donuts terminó reblandeciéndose o no, solo que tenía tantísima hambre que en mi cuenco no quedó nada. La velada fue agradable, todos parecían conocer al hombre del coche y llegaron muchos de fuera a saludarlo. El saloncito donde habíamos cenado, se empezó a llenar de gente, todos eran uigur, así que comenzamos a colocarnos más apretaditos en el suelo para que cupiéramos todos. Hablaban animadamente, a veces parecían muy enfadados pero luego se reían a carcajadas. Yo no entendía nada pero les sonreía a todos, porque me gustaba estar allí, sentada en el suelo, sobre un cojín de fuertes colores, mirándolos y reconociéndome minúscula en un mundo inmenso. Cerré los ojos y vi a mi madre también en la sala, sentada sobre otro cojín, atusándose el pelo presumidamente como solo ella lo sabía hacer. Al rato, los abrí y alguien me dio un vasito rojo lleno de té, lo cogí y brindé aunque sin saber muy bien por qué.



Nota: Por favor, no utilices las fotografías sin mi permiso.