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4 jul 2025

Viejo, sordo y ciego

 

Viaggio alla fine de la notte  de Carmen Mansilla

Pegaba un sorbito de café con la mirada baja, fingía ser complaciente, era lo menos que podía hacer por él, a fin de cuentas, era el marido de mi amigo Enrique.

Me agradeció por octava vez haberlo invitado al Museo del Prado. Dejé la taza en el platito y lo sonreí.

—No, dáselas al Gobierno, que me concede la entrada gratuita… y de paso también al que me lleve del brazo. Maravillas del sistema: si eres ciega, puedes pasarte la vida yendo a ver cuadros gratis. Creo que lo hacen porque saben que no los desgastamos.

Évidemment. Con vosotrrgos no hasen gasto de mantenimiento.

Al final iba a resultar que el francés tenía sentido del humor. Me explicó que el martes debía visitar el Reina Sofía y el jueves y el viernes el Thyssen. Prometió compensarme, decía ser consciente del dineral que se estaba ahorrando en las entradas y de mi tiempo dedicado.

—No te preocupes, me encantan las cafeterías de los museos. —Levanté la tacita y mostré una artificiosa sonrisa—. Cuando termines tu TFM ya me invitarás a una buena cena, ¿no?

Au final, seremos buenos amis.

—Tampoco te pases, ¡ni amís ni amós! Seremos eternamente conocidos y ya.

—Ah, mais non! ¡Nous somos familia! Yo soy el esposo de tu hegmano, de tu mejog amigo.

Sonreí vanidosa.

—¿Eso dice Enrique?

Quoi?

Que soy su mejor amiga. —Me retiré el flequillo hacia un lado y después, con delicadeza, apoyé el codo sobre la mesa con la mano bajo la barbilla.

Me llamó infantil. Sí, claro que era infantil. Últimamente iba tirando amigas del tren deseándoles una buena caída; las que me quedaban se podían contar con los dedos de una mano y me sobraban cuatro. Así que, sí, elevar un camarada a la categoría de mejor amigo me daba la vida.

—¿Cómo está? —Debía preocuparme, eso hacen las mejores amigas.

Jérôme apretó los labios y supe que quizá debía ponerme seria.

—Bueno, tú sabes, él es así como él es. Habla poco de eso.

No añadió mucho más, me dejó intranquila. Así que, antes de despedirnos, le propuse que el martes, en vez de vernos en la entrada del museo, le iría a recoger a casa y que, con la excusa, me tomaría un café con Enrique. Le pedí que no le dijera nada, que pareciera todo improvisado.

Seis días más tardes Jérôme me abría la puerta de su casa.

Oh, Elviga, oh, oh, mais, oh, ¿cómo es posible? Mais, yo he pensado que nos encontrrrgamos en el museo, mais, ah, quelle surprise!!!, ¡Bebé, Elviga está aquí! Mon doudou, me escuchas?

Con la mirada le recriminé su terrible actuación. Entré al salón. En el precioso sofá de ante verde estaba Enrique con Vicente despeluchado en el regazo.

—Hola, camarada —dije.

—Hola, amiga.

Me senté a su lado y acaricié al perro.

—¿Cuántos años dices que tiene? ¿Setenta? —pregunté.

—Once.

—¿No había perro más viejo para adoptar?

Sí, había dos de trece y uno de catorce, pero Vicente es sordo y ciego de un ojo. Vamos, irresistible.

Enrique siempre ha sido complicado, seco, con ese encanto de persona que parece que te tolera por obligación. Pero luego va y rescata un fósil peludo…  Supongo que el cambio climático le afecta a cada uno de diferente manera.

Alargué la mano y acaricié el lomito de Vicente, dije que lo veía mucho mejor que la última vez; hacía tres meses tenía calvas, ahora el pelaje parecía algo más uniforme. Lo arrastré hacia mí y lo abracé, era pequeño y escuálido, lo que provocaba quererlo sin condición. Lo besé en la cabeza y le rasqué detrás de las orejas mientras lo llamaba “feo-feo-refeo-requetefeo” con voz de niña. Miré a Enrique y afirmé:

—Te estará ayudando mucho estás semanas. Tenerlo se te hará más fácil.

—¿A qué has venido, Elvira?

¡C’est qui que quiega café que se levantas el mano! —gritó Jérôme desde la puerta del salón.

—¿Tu marido nunca va a aprender español? —dije y levanté la mano—. Con leche sin lactosa, porfi.

Oui, bien sûr, je sais. Bebé, Elviga y yo ya somos súper amis.

—Me alegro, cariño, eso es todo un logro.

—¡No es cierto! ¡Jamás seré amiga de un francés!

—Tarde, ma chérie… —y regresó a la cocina tarareando Count on me de Bruno Mars.

Me reí, Jérôme tenía algo como Vicente, había que quererlo.

—Entiendo que te casaras con él no solo por ser un yogurín de treinta y tres años.

Enrique cogió de la mesita de café el tabaco de liar. Se hizo un cigarro, lo encendió y, sujetando el cenicero con la otra mano, saboreó la primera calada y exhaló el humo con calma. Aquella manera de sostener el cenicero me recordó a mi tío Dámaso, pensaba en él como en un viejo fumador, pero tendría la misma edad que Enrique ahora, cerca de los cincuenta. La perspectiva del tiempo te rejuvenece o avejenta a su antojo.

Cruzó las piernas y volvió a preguntarme que qué quería. En nuestra amistad no cabían los formalismos.

—Saber cómo estás.

Estoy bien. Tú andas bastante peor, tu ojo izquierdo empieza a fallar y ya no te quedan más flotadores, te hundes, Elvira.

Apreté a Vicente contra mi regazo, sentirlo me recordaba que Enrique no era un carroñero. No dije nada y mirando al frente esperé los cafés. Al poco, Jérôme llegó portándolos sobre una bandejita de cristal naranja. Los repartió y se sentó en el suelo, al otro lado de la mesita, frente a nosotros. Me aconsejó que dejara a Vicente en el suelo, me dijo que estaría más cómoda. Le hice caso y, con una sincera sonrisa, le agradecí el café, también le recordé que era mejor llegar antes de las cinco al museo, que si no habría demasiada gente. Me fijé en Enrique, parecía completamente ausente sosteniendo el cenicero con la colilla retorcida dentro.

***

Jérôme me dice que mi hermana ha llamado. Que tenga diecisiete años más que yo hace que sea una madre más que una hermana, que insista con su llamada mensual de rigor al teléfono fijo me enferma. El infantilismo con el que me trata se me atasca. Suspiro y me dejo caer en el sofá. Vicente me mira desde el suelo, lo ayudo a subir. Todos deberíamos ser así: viejos, sordos y ciegos, pocos problemas tendríamos con los demás, suficiente aguantarnos a nosotros mismos. Es tu padre, dice Jérôme. Me incorporo y le pido que me lo repita. Mi hermana se lo había dicho. El viejo ha muerto. En el coche de camino a Toledo, Jérôme me habla de una compañera del Máster, lo oigo y lo intento escuchar, sin embargo, las palabras se convierten en chicle, pegajosas se solapan unas a otras, quizá ya me esté quedando sordo, quizá siempre lo haya sido: sordo y perro. Aparco frente a la casa. Veo primero el coche de la funeraria, luego los dos de policía y después a mi hermana. A dónde vas, me pregunta. Quiero subir a casa. No puedes, me dice. Sí puedo, quiero subir. No puedes, Enrique, nadie puede, está la policía. La veo vieja, lo que es. El pelo corto le hace parecerse a mamá. Su forma de decirme las cosas le hace parecerse a mamá. Sus prohibiciones le hacen parecerse a mamá. ¡Sí puedo, voy a subir!

—Enrique… —Mi hermana me sujeta del brazo—. Llevaba muerto dos semanas.

***

Giró la cabeza y me miró con inmensa pena sin soltar su sucio cenicero, como mi tío Dámaso.

Perdóname, amiga —dijo—. Cuando siento dolor yo también me ciego.

 

 

14 sept 2024

Domingo bidireccional

 

Joan Crawford, 1927

Era domingo por la tarde y Enrique había invitado a casa a sus tres amigos ‘Teatreros’, según su grupo de WhatsApp, para celebrar su despedida de soltero. Se conocieron hace catorce años en un Máster en Estudios Teatrales del que todos creían que saldrían triunfando en las artes escénicas. Para algunos fue así al principio, pero todos, ahora, tenían sus propios trabajos alejados del espectáculo, aunque seguían incurriendo en el mundo del teatro sin éxito alguno.

En ningún momento se barajó la idea de salir de fiesta, ni siquiera de alquilar una casita en la sierra madrileña para un fin de semana. Se sentían cuarentones maniáticos y compartir habitación o baño no le ilusionaba en absoluto. Enrique les propuso una tarde en su casa con cerveza y patatas de la Esteban y a los teatreros les pareció perfecto.

Darío estaba en pleno alegato contra la actriz Carmen Machi, cuando de manera enérgica Beatriz lo mandó callar.

Lo siento, Darío, es solamente que me estoy dando cuenta de que…  —Hizo una pausa y se retiró su larga melena al lado derecho. Se repasó los labios con la lengua y siguió—: ¿Qué hace Almudena aquí?

—¿Y a ti qué más te da? —preguntó Elvira alzando la barbilla.

—A mí me da exactamente igual, pero si se dijo que iba a ser una reunión de los teatreros, pues…

—Oye, no, no, por favor, si queréis yo me voy —dijo Almudena intentando ponerse en pie, pero Elvira la agarró de la muñeca y la volvió a sentar a su lado de un tirón.

—Tú de aquí no te mueves. Si a Bea le molesta que hayas venido que se vaya ella.

Enrique pidió calma y aseguró que nadie se iría a ningún sitio e inmediatamente después añadió:

—Y sí, bueno, Machi en cine tiene un pase, sin embargo, en teatro no vale nada.

Beatriz se levantó, se sacudió con ímpetu los anchos pantalones y con paso decidido fue a la cocina. Al entrar se apoyó en la mesa y cruzó los brazos. Enana asquerosa, murmuró. Dio una vuelta a la mesa y terminó apoyando los codos en la encimera enterrando los dedos en el pelo. Elvira entró y Beatriz sobresaltada se irguió. Al percatarse, Elvira se justificó:

—Quieren más cervezas. —De la nevera sacó un pack de seis y se las mostró.

—No sé cómo lo haces —dijo Bea.

—Cómo hago el qué.

—Fingir que no ha pasado nada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó y dejó las cervezas en la mesa, empezaban a pesarle, empezaba a pesarle el domingo entero.

—Sabes muy bien qué ha pasado. Llevas un año sin hablarme y ahora de repente llegas aquí con tu amiguita del alma, a la que utilizas como parapeto, y a la carga otra vez. A por Beatriz. Así funcionas. Primero castigas con el silencio y cuando la presa vuelve a confiar en ti, ¡zas!, a la jaula y vuelta a empezar.

Elvira sacó su móvil del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Lo dejó sobre la mesa y lo señaló.

—Ese trasto tiene exactamente once años, de hecho, ya no existe su fabricante. Es un BQ, míralo, cógelo, no me importa, cógelo. —Beatriz lo miró sin moverse—. Es un ladrillo, solo tengo descargadas 12 aplicaciones porque no me caben más. Suficiente para mí: mensajes, llamadas, internet y fotos.

—Muy bien, precioso, ¿qué quieres?, ¿una medallita por anti consumista? ¿Hay que aplaudirte? ¿Nos tenemos que postrar ante tu personalidad incorruptible? No sé, dime qué quieres que haga con el discursito que te has marcado.

—Lo que te quiero explicar es que mi móvil me es suficiente porque es bidireccional. Puedo hacer llamadas y mandar mensajes, pero también los recibo. Muy práctico, ¿verdad? —Elvira lo recogió de la mesa, abrió la aplicación de WhatsApp y con el dedo parecía buscar algo concreto—. Nuestra última conversación es del fatídico 13 de octubre de 2023, dos mensajes. El mío, leo: “Loca, dice Almu que llega tarde. Hacemos tiempo en Malpica con un vinillo? En el metro ya, llego en 15 mins.”. Respuesta tuya, leo: “Ok, saliendo de casa, en 25’, sorry, pago yo, no enfadarse.” Y ya, nada más. Ni por mi parte, ni por la tuya. Nada más. Bidireccional. Yo no te he escrito en un año, cierto, pero tú tampoco. No obstante, no-obs-tan-te, por alguna extraña razón, tú has decidido coronarte como la víctima. Pues ya me explicarás, porque estoy un poco harta de que por ser la rara, la insociable, la huraña, la especialita..., se me carguen culpas que no tengo. Así que la pregunta te la hago yo a ti: ¿Por qué no me has escrito en un año?

Beatriz salió de la cocina sin responder. Elvira cogió las seis cervezas y también regresó al salón. Allí, Enrique mirando primero a una y luego a la otra les preguntó si todo iba bien. A lo que respondieron que sí con sendas sonrisas.

El tema Machi no daba más de sí, así que derivaron el debate al clan Larrañaga-Merlo y su omnipresencia en la producción privada teatral de la capital. Uno decía que por lo que había que luchar era por los teatros públicos, otro preguntó que por qué lo llamaba “públicos” si las obras eran programadas por deditocracia,  otra que si las patatas se habían acabado, otro que las salas teatrales pequeñas se ahogaban en impuestos, otro que el gazpacho de la Esteban no era tan bueno como las patatas, otra que por qué no se representaba el teatro de Unamuno, otra que estaba pensando en pasar las navidades en Túnez, otro que porque Unamuno no sabía escribir teatro, otra que quien quisiera más cerveza que levantara la mano, otro que si la boda al estar tan llena de franceses habría que llevar mascarilla, otra que no tenía claro si Tabarka o Hammamet, otra que esas cuatro cervezas eran las últimas, otro que si se callaban un poco podría recitar a Cossa, otra que hacía tres meses que no follaba, otra que reconocía que su tesis de Unamuno era una mierda, otro que si lo de no follar era porque no quería o no podía, otra que si Nayua Rinri era así o se lo hacía, otro que si no había más cerveza habría que abrir el vino, otra que solo un culín, otro que era Najwa Nimri, la otra que qué, el otro que si quieres vino, la otra que si se lo hace o es así, otra pues lo que sea pero con Luis Merlo te partes, otra que cuando se ríe tose, otra que también, que también qué, que cuando como sandia me ahogo.

Era casi medianoche y Elvira le servía otro culín a Almudena que no podía dejar el vaso quieto. Enrique desparramado en el sofá se reía frente a Darío quien interpretaba unas líneas de La Nona. Y Beatriz escribía un mensaje de WhatsApp.

—¡Almu, me vibra el culo! —gritó Elvira y las dos se rieron como idiotas. Elvira sacó su móvil del bolsillo trasero y leyó el mensaje en voz alta con cierta dificultad—: “Cómprate otro móvil, tacaña de mierda.” —Elvira se giró hacia Beatriz y sonriendo le mostró el móvil triunfante—: ¡Bidireccional!

—Bidireccional —repitió Bea, y estiró el brazo para que también le sirviera más vino a ella.

 

27 jul 2024

Más tiempo que vida

 

La silla de Gauguin de Vicent van Gogh

Jérôme me abrió la puerta. Me dio un beso en la mejilla y me preguntó cómo estaba, no lo hizo como un simple saludo, sino que aguardó a que respondiera sin dejar de mirarme. Lo sonreí y le dije que bien. Era la primera vez que estaba en aquel apartamento, Enrique y él lo acababan de alquilar en un barrio del sur de Madrid. Es muy bonito, dije.

—Nesesitábamos dos piesas. Y en el sentrgo… pouah!, c’est impossible!

Asentí con implicación, sabía muy bien a qué se refería, y repetí lo bonito que era. Entramos en la cocina, Enrique preparaba café.

—¿Qué pasa, amiga? —Puso los brazos en jarra y esperó mi respuesta que no terminó de llegar—. Vale, vamos al salón y me cuentas.

Me senté en un peculiar sillón naranja chillón y Enrique frente a mí, en el sofá de ante verde. Jérôme nos dijo que nos traería los cafés enseguida y se cercioró de que yo lo tomara con leche sin lactosa. Lo vi marchar y le dije a Enrique lo atento que me parecía su chico.

—Ahora va a resultar que te gustan los franceses. —Me reí. Él se encendió un cigarrillo, apoyó los codos sobre las rodillas y espetó—: Empieza, ¿qué te dijeron esos cabrones?

 

La novela la envié haría cosa de cuatro meses. Me parecía una editorial especial. La formaba un trío de editores jóvenes (argentino, chileno y español), que apostaban principalmente por autores poco o nada conocidos que pudieran aportar algo sugerente al mercado literario chino. Sí, lo llamativo de esta empresa, y lo que me hizo enviarles mi texto, era que publicaban en China. A mi parecer todo tenía sentido. Editorial pequeña e independiente que editaba novelas de autores hispanohablantes con temática china. Perfecto. Mi lienzo se ajustaba a su marco.

No tardaron en contestarme, me pidieron tiempo para valorar la novela, se pondrían en contacto en unos meses. Cinco semanas después me escribieron un email pidiéndome el teléfono, querían tener una reunión conmigo en línea. Por WhatsApp concretamos el día y la hora. Hubo complicaciones por el desfase horario, ¿tus once o las mías?, entonces, imposible, allí, si no me equivoco, serán las cuatro y media, ¿hora española?, sí, no, las cinco y media, ¿seguro? Tras un largo baile de horas y fechas, se fijó la reunión dos días después a las siete de la tarde hora española.

Llegaron los dos días después y las siete de la tarde. Sin noticias en el frente. Esperé diez minutos de cortesía y envié un mensaje por WhatsApp para informar que ya estaba disponible. Silencio. Envié otro treinta minutos después, algo más inquisitiva. Silencio. Una hora más tarde, les volví a escribir para confirmar que la reunión quedaba cancelada. Un minuto después, uno de ellos me escribió asegurándome que tenía anotado que la reunión era a las siete de la tarde hora argentina. Leí el mensaje barajando tres opciones: 1. El tipo era lento o directamente gilipollas, porque era de cajón que nunca habría aceptado una reunión a medianoche (hora española). 2. El tipo manejaba la estrategia casposa de creerse el fuerte y por lo tanto debía hacer esperar al débil. 3. El tipo era un desorganizado, lo había olvidado, y estaba dotado de la incapacidad de pedir disculpas.

Enseñé el mensaje a Joan. Se tocó la nariz, huele mal, me dijo. Me piden diez minutos, dicen que me llaman ahora. Joan levantó los hombros, si ya había esperado una hora qué importaban unos minutos más. No fueron diez, fueron treinta y cinco. Contesté la llamada con furia contenida. Lo dejé hablar, me explicó no sé qué de su catálogo editorial, de sus próximos títulos para el 2025, me recalcó que ya estaban todos seleccionados, pero que había un hueco para mi novela. Sin embargo, al ser a última hora llevaría unos costes superiores y que, sin problema, podría pasarme el presupuesto para que lo aceptara.

—¿Me estás hablando de autoedición? —pregunté mientras mis orificios nasales ardían.

—Ya tenemos el 2025 completo, asimismo tu novela encaja con lo que buscamos, pero es imposible que nos hagamos cargo de su proceso de edición.

—Tajantemente no. No puedo estar más en contra de la autoedición. Si yo escribo, y os gusta, vosotros pagáis. Punto.

—En ese caso me temo que tendrás que moverla tú sola.

Y el tipo gilipollas, casposo e incapacitado colgó.

 

Enrique se echó hacia atrás y dio una larga calada al cigarro. Cruzó las piernas, extendió uno de los brazos sobre el respaldo del sofá y fijó la vista al frente. Después de un largo silencio, habló:

—Bueno, estafadores. El mundo editorial está lleno de ellos, no es nuevo. Editores intelectualoides que dicen abrazar el mundo cultural alternativo mientras por debajo de la mesa facturan como verdaderos trileros. —Me miró—. Elvira, tú novela no es ninguna maravilla, pero te aseguro que es muy superior a toda la morraña que se está vendiendo últimamente. Muy superior. Tus sesenta páginas son buenas y publicables. Hay que esperar.

—Ya he esperado tres años.

—Pues esperaremos otros tres y otros tres y otros tres… Porque hay más tiempo que vida, camarada. —Dio otra larga calada al cigarro y soltó el humo con trazo lento. Miró a la puerta—: ¡Bebé!, ¿y esos cafés?



 

21 jun 2024

Pater Noster

 

La mujer barbuda de José de Ribera (Museo del Prado)

—Puedes dejar la bolsa bajo el asiento.

Enrique, al volante, le señala el lugar.

—Voy bien así —explica Elvira que se aferra a la bolsa de papel. Está llena de libros, los acaba de comprar en la Feria del Libro de Madrid. Aunque ahora, en el viejo coche de Almudena, vayan de camino a Toledo.

Enrique suspira y le pregunta a su amiga los años que tiene el coche. Elvira duda, cree que veinte o más. Explica que era de su ex.

—¿Del padre de Abel?

—Sí, lo dejó cuando huyó al norte o donde quiera que esté ahora.

Enrique suspira de nuevo. Le pide a Elvira que le dé las gracias de su parte, que sin el coche no sabría cómo podría recoger las cosas de la casa de su padre. Elvira asiente y se aprieta más la bolsa contra ella. Cruje. Después pregunta.

—Lo que no entiendo es por qué me traes a mí, ¿y Jérôme? —Enrique no contesta y finge tocar algo de la cabecera—. No lo sabe, tu padre no lo sabe.

Enrique suspira de nuevo con más fuerza y alterado se echa el pelo hacia atrás.

—¿Qué te has comprado?

—Libros —contesta Elvira sabiendo que colocar en una misma frase Jérôme y padre no es buena idea.

—Ya, libros, joder, pero ¿cuáles?

—De muerte, desesperanza, sinsentido existencial, tragedia, suicidio… Nada nuevo.

Enrique sonríe y la mira con complicidad. Le pide que cuando se los lea le preste los que más le hayan gustado. Ella niega rotunda y le recuerda lo caros que son los libros en este país.

—Eres una tacaña de mierda.

Elvira se ríe y le ofrece un servicio bibliotecario a treinta euros mensuales.

—Lo peor de todo, Elvi, es que lo dices en serio.

—Completamente —y rompe a reír.

Treinta minutos después, tras la repetitiva discusión sobre el negocio editorial, llegan a Toledo. Enrique aparca el viejo Citroën Xsara verde metalizado en un pequeño descampado. Le pide a Elvira que lo acompañe al portal, que lo espere abajo que no cree que tarde, y que irá bajando las cajas, ella las puede ir llevando al coche, que lo deja abierto, que allí no pasa nunca nada.

—¿Se lo vas a decir?  —pregunta Elvira. Enrique no contesta.

Llegan a una pequeña casa de piedra de tres pisos. Elvira, obediente, se sienta en el poyo de la entrada y Enrique sube hasta el segundo. Toca al timbre. Un hombre robusto, a pesar de ser casi octogenario, abre la puerta y lo abraza. Enrique le repite hasta en dos ocasiones que no lo quiere molestar, que coge las cajas y regresa a Madrid.

—Acabo de hacer café, te pongo una taza.

—No, una amiga me está esperando abajo.

—¿Amiga? Bueno, eso está bien, pues dile a tu amiga que suba, la quiero conocer.

—Ya hemos hablado de esto.

—No, hijo, no hemos hablado de esto ni de nada, contigo no se puede hablar de nada, solo dices bobadas, anda, siéntate.

Enrique se coloca frente a su padre, lo mira y despacio le explica que va a casarse con Jérôme, que es el hombre francés del que ya le ha hablado en alguna ocasión, que lo quiere, que lo quiere mucho, que será en octubre en Madrid, y que, por supuesto, está invitado, él mismo vendrá a recogerlo en coche.

—Da gracias de que tu madre no esté viva para escuchar semejante majadería. Eres un enfermo, un tarado mental, un desviado, un sucio, das asco…

Elvira se levanta de golpe al escuchar el portazo del segundo. Espera. Del portal sale Enrique.

—¿Y las cajas? —pregunta.

—No hay cajas, vámonos.

—¿Cómo que no hay cajas?

Enrique la empuja y le grita que no hay cajas, que qué es lo que no entiende, que si es subnormal, que lo parece, que siempre parece idiota redomada, que se calle la boca, que se calle la puta boca, joder, ¡joder!

Elvira entra en el coche poco después de que él ya lo hubiera hecho. Se sienta con cuidado y de debajo del asiento coge la bolsa de papel con los libros, se la coloca en el regazo.

—Lo siento.

—No pasa nada —contesta ella. Se pone el cinturón de seguridad y se aprieta la bolsa—. No llores, Enrique, no llores... Claro que voy a prestarte los libros cuando los lea.



 

22 oct 2023

Música entre mis favoritos

 

Ilustración de Javi Avi

Enrique y yo bailábamos en su saloncito. Yo sostenía un trozo de pizza en el aire y con los ojos cerrados me balanceaba al ritmo de Aloha! de Tapia De Veer y supongo que Enrique haría lo mismo, aunque no pudiera verlo. Era nuestra manera de clausurar la sesión de escritura. Llevábamos 5 semanas escribiendo una obra de teatro a 4 manos. Nuestras reuniones se habían fijado los jueves de 9 a 11 de la noche. Supongo que lo de escribir era una excusa a muchos niveles. En primer lugar, podíamos vernos semanalmente sin la necesidad de llamarnos y asumir que queríamos vernos. En segundo lugar, podíamos desplegar nuestra sociopatía sin la necesidad de justificarnos con un “era broma” final. Y, en tercer lugar, podíamos fingir que éramos expertos dramaturgos sin la necesidad de avergonzarnos por lo escrito.

 

Beatriz acababa de aparcar el coche dos manzanas más allá del portal de su psicóloga, así que las dos empezamos a agitar los brazos en alto al ritmo de Can you English,please de Fäaschtbänkler. La música estaba a todo volumen y muchos de los transeúntes miraban al interior del coche molestos, mientras que otros, pocos, lo hacían con envidia disimulada. No la acompañaba todos los martes, solo cuando me lo pedía y podía. El agujero emocional que le había dejado estar dos años involucrada en un grupo sectario iba cicatrizando muy poco a poco. Entretanto, nos gustaba desgañitarnos en alemán.

 

Seguía a Almudena con el carrito de libros por entre las estanterías del segundo piso de la biblioteca. Me gustaba llevarlo. Cuando era pequeña soñaba con ser actriz o bibliotecaria, porque en todas las películas norteamericanas veía que llevaban uno y me parecía fascinante. Con 8 años, paseaba el cochecito de muñecas vacío por el pasillo de mi casa de Bilbao y, de las infinitas estanterías, iba cogiendo y dejando libros sin ningún orden hasta que mi madre ponía el grito en el cielo. Nunca imaginé que tendría una amiga que me permitiría arrastrar el suyo cuando fuera a buscarla para comer juntas. Compartíamos los auriculares, ella el derecho y yo el izquierdo, Rosalía nos cantaba Me quedo contigo. Cuando terminó la canción, Almudena se dio la vuelta con la mano en el pecho:

Qué bonita, ¿verdad?

 —Como tú —respondí.

 

Resoplé y dejé el móvil sobre la encimera de la cocina y seguí bebiéndome el café allí de pie. Joan entró y dijo que haría croquetas con el pollo que sobró ayer. Levanté los hombros sin decir nada. Qué pasa, preguntó una vez. Qué pasa, preguntó dos. Le mostré el móvil y leyó el email en el que se rechazaba mi propuesta para un congreso en la Universidad de Salamanca. Es la tercera negativa, dije. No encajo entre ellos, dije también. Soy una farsa, y callé. Joan fue al salón, lo escuché rebuscar entre sus centenares de discos. Varios sorbos de café después, la cascada voz de Rosendo asomaba por los altavoces.

—¿Listos para la reconversión? —preguntó Joan entrando de nuevo en la cocina —. ¿Listos?

—Listos —contesté y dejé el vaso en la mesa para que pudiera abrazarme como solo él sabe hacerlo.