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22 jul 2020

ESO

Patti Smith

—¿Una cerveza? —preguntó Almudena abriendo la nevera.
—No puedo beber alcohol —contesté apoyándome en la encimera, junto al fregadero.
Estaba en su casa, me había llamado sobre la 19.00 h., pidiéndome que me acercara para ayudarla a organizar ropa vieja que quería vender por Vinted.
—Sí, perdona, es verdad. Te recuperas tan bien de las operaciones que olvido que vas hasta arriba de cortisona. Seguro que es la última intervención, ya lo verás.
—No, no lo será —contesté algo molesta.
—Mujer, ten esperanza. La medicina avanza mucho, darán con el remedio.
—No hagas eso, Almudena.
—¿El qué?
—Eso.
—¡Hola, Elvira! —El hijo de Almu acababa de entrar en la cocina—. ¡Joder, te has cortado el pelo!
—¡Esa boca, Abel! —le espetó su madre.
—¿Te gusta? —pregunté y me atusé el flequillo—. Mucho cambio, ¿no? Lo he hecho para disimular mis ojos.
—Te pareces mogollón a una de mi clase.
—Abel, acabas de hacer inmensamente feliz a una mujer de 43 años —dije y Almu se rio.
—¿Qué les pasa a tus ojos?
—Que se están quedando ciegos  —contesté.
—Los tienes perfectos, no digas bobadas —dijo Almudena sentándose en uno de los taburetes de la mesa.
—¿Ciegos?, ¿te vas a quedar ciega? ¿Por eso te operan tanto?
—¡Abel, se acabó! ¡Vete a tu cuarto!
—Déjale, Almu. Si no sabe tendrá que preguntar, ojalá lo hicieran los demás en vez de hacer eso otro constantemente. —Miré a Abel y le contesté—: Sí, me voy a quedar completamente ciega.
—Joder, qué mierda, ¿no?, ¡pero mierda chunga!
—Esa boca, Abel, por favor…
—¿Y qué vas a hacer cuando te quedes completamente ciega?
—¡¡Abel!! —gritó su madre.
—Voy a suicidarme.
—¡¡Elvira!!
—Jodeeeer, qué mierda ¿no? Buah, chaval, ¿y ya sabes cómo?
—¡Se acabó! ¡Abel, a tu cuarto! ¡Elvira, te prohíbo que hables así a mi hijo!
—¡Me ha preguntado él!
—¡Es un niño, por dios!
—Joder, mamá, hago 12 en septiembre.
—¡Esa boca! ¡Esa puta boca!
Abel y yo nos reímos.
—Me sacáis de mis casillas, no os aguanto… No os soporto… Abel, por favor, no te lo vuelvo a repetir, vete a tu cuarto.
Le guiñé un ojo y el chico hizo amago de irse pero antes:
—Elvi, ¿quieres que te haga una lista de formas de morir?
—Oh, estaría genial, gracias.
—Si escribes esa lista te mando al pueblo todo el verano con tu abuela, ¿me has oído?
Abel asintió y salió obediente de la cocina cerrando la puerta. Almu me miró con ira.
—Jamás vuelvas a decirle esas cosas a mi hijo.
—También es mío. Lo hemos criado entre las dos.
—¡Por favor! Pero si tú no sabes ni criar a tu gato.
—¡Pir fivir! Piri si ti ni sibis ni criir i ti guiti.
Nos miramos un instante y empezamos a reírnos como dos auténticas idiotas. Luego me hizo un gesto para que me sentara en el taburete de al lado.
—No lo decías en serio, ¿verdad? —preguntó.  
—¿El qué?
—Eso.
—¿Eso? ¿Qué es eso?
—Elvira…
—Almudena…
Alargó la mano sobre la mesa y acarició la mía.
—Te queda muy bien el pelo así. Te pareces a Patti Smith.
—No vuelvas a negar la realidad. Tu hijo de 11 años no puede ser más inteligente que tú, así que no lo vuelvas a hacer.
—No la niego, es la verdad, te pareces mucho a Patti Smith.

21 abr 2020

Con clases y a lo loco

Con clases y a lo loco de Javier Avi


—No puedo… —suplicaba a Joan que me estiraba de las piernas para sacarme de la cama.
—Sí puedes. Elvi, en 20 minutos empiezas la clase, venga.
—No puedo…
Sí pude. Me arrastré hasta la cocina, Joan me había preparado el café.
—¿Qué jersey te vas a poner?
—El granate —contesté.
Joan trajo el jersey de la habitación. Me lo puse por encima del pijama.
—¿Tengo muy malos pelos?
—Lávate por lo menos la cara, anda.
—No puedo… —farfullaba de camino al baño.
Al regresar a la cocina Joan me abrazó.
—Cuando termines la clase de hoy habla con la decana. Dile que te dé más asignaturas de posgrado, así no puedes seguir.
Sí, la profesora Wang me había castigado ese semestre dándome el curso de Fonética con alumnos de primero. Lo que significaba que dar clases, y además online, se había convertido en una verdadera tortura china, literal. “Te necesito en los primeros cursos, no tienen buena base”, me dijo. Yo lo que necesitaba era pensar en la forma de abandonar este mundo. Barajaba la defenestración, el envenenamiento y, cómo no, el horneado de cabeza.
Por fin me senté delante del ordenador. Lo encendí. Resoplé. “No puedo…”, dije unas 13 veces más. Apreté los ojos. Busqué los archivos de fonética. Fijé la unidad 3. Coloqué mi móvil  en el manos libres y a través del Wechat llamé, por videollamada, a los primeros 8 estudiantes del grupo A.
La imagen se conectó.
—¡Hola! —exclamé una falsísima sonrisa—. ¿Qué tal, chicos?
Y con aquella pregunta comenzaba la tortura.
—Plofesola, bien, plofesola, ¿y usted?
—Profesora, ¿verdad? Prrrrofesora, -ra, -ra, ¿verdad? Estoy bien, sí.
—Sí, plofesorrzzzrrzzza.
—Perfecto, ¿me decís los nombres, por favor?
—Cántalo.
—¿Te llamas Cántaro? —Los estudiantes chinos se ponían nombres en español para que los profesores que no sabíamos mandarín pudiéramos recordarlos con mayor facilidad, pero la elección de estos era cuanto menos singular.
—Sí, Cántalo.
—Perfecto, ¿más?
—Pau Gasol.
—Muy bien.
—Plofesorrrzzza, me llamo Arcoíris.
—Fenomenal. ¿Más? —Silencio—. Bueno, ya me iréis diciendo vuestros nombres. Ahora vamos a empezar. Por favor, unidad 3.  Hacemos el ejercicio 2, repetid detrás de mí, por favor: Cenicero.
—Maluma.
—¿Perdón? Cenicero. Repetid: Cenicero.
—Me llamo Maluma, plofesola.
—Ah, muy bien. Cenicero.
—No, Maluma, plofesola.
—Vale… —Respiré hondo y me imaginé mi caída desde el quinto piso, la degusté—. Cántaro, tú sola, ejercicio 2. Cenicero.
—Cenicero —todos.
—No, solo Cántaro. Cántaro, por favor.
—Sí, plofesola, aquí, aquí.
—Sí, ya sé que estás ahí. Cenicero.
—Cenicero —todos.
—Me llamo Piña, plofesola.
—Vale, bueno, no es necesario que me digáis más nombres, ¿sí? Hacemos los ejercicios. Siguiente palabra: Zozobra. Repetimos, por favor.
—Zozobla —algunos.
—Cenicero —otros con peor wifi.
—Zozobrrrrrrra, brrrrra, brrrra —subrayé.
—Zozobla, bla, bla, bla.
—Vale, repetimos: Rrrrrrrrrrrrrrr.
Todos se rieron.
—No nos reímos, por favor. Rrrrrrrrrr. Venga, Piña, tú sola.
—¿Yo?
—Sí, Piña, tú, tú.
—Sí, yo Piña, Piña.
Cerré los ojos un instante y reflexioné sobre lo mala persona que tuve que haber sido en mi otra vida.
—Rrrrzzzrrzzzrrrddddssssrrrzzss —algunos.
—Bla, bla, bla —otros.
—Tú, tú, tú —Piña.
—Continuamos. Ejercicio 4. Lee la palabra correcta y deletrea.
—Yo no hablo, plofesola.
—Sí, no hablamos todos, ¿vale? No podemos hablar todos, poco a poco.
—Poco, sí, complendo, plofesola, soy Tiburón. Poco.
—Eso es. Poco.
—Poco —todos.
—No, lo decía por Tiburón —yo.
—Poco —Tiburón.
—Vale, muy bien. Maluma, por favor, primera palabra, lee y deletrea.
—¡Sí! Ciluela.
—Ciruela —corregí.
—Sí, ciluerrrda.
—Muy bien. ¿Cómo se escribe?
—Sí, ge-i-ele-u-i-rrrrdddssrr-e.
—Ajá, perfecto. —Y aprieto los dientes porque de solo pensar que mi director de tesis me estuviera viendo, me entraban ganas de llorar—. Bien, y ahora vamos a cerrar los ojos y en estos 10 minutos que nos quedan, vamos a interiorizar, de forma individual y en completo silencio, todas las palabras que hemos visto en clase.
—Sí, plofesola.
—Sí, glacias, plofesola.
—Sí, cenicelo.
—En silencio, chicos, en completo silencio. Es importante el silencio en fonética. Muy importante.
La clase terminó y, antes de que me diera cuenta, ya tenía a los 8 siguientes estudiantes online.
—¡Hola! ¿Qué tal, chicos?
—Plofesola, bien, plofesola, ¿y usted?
—Profesora, ¿verdad? Prrrrofesora, -ra, -ra, ¿verdad? Estoy bien, sí.
—Sí, plofesorrzzzrrzzza —todos.
—Perfecto, ¿me decís los nombres, por favor?
—Messi.
—Me llamo Ballena, plofesola.
Y fue en ese momento cuando me decanté. Lo tuve claro, así que les pedí un minuto a mis estudiantes. Me levanté. Fui a la cocina. Abrí el horno y metí la cabeza. En mi último segundo de vida pude escuchar a Joan detrás de mí:
—¡Cenicero!

17 ene 2020

El profesor y la muerte

Teacher of drawing de Vasily Perov


—¿Estoy muerto? —preguntó el viejo.
—No, Agustín, no lo estás —respondió Elvira mirándolo desde la butaca de al lado.
—Si lo estuviera tampoco me lo dirías, te conozco.
—Es posible —dijo y se rio.
La casa de Agustín Pardos estaba en pleno centro de Madrid. Era antigua. Enorme. Desordenada. Elvira decía que destartalada. Lo decía porque le gustaba criticar a su viejo profesor pero, en verdad, envidiaba su forma de vida, su caos.
—¿Cuándo llegaste?
—El sábado —respondió Elvira.
—¿Cómo es aquello?
—Igual que esto.
—¿Sucio?
—Destartalado.
—¿Cómo un país con 1.400 millones de habitantes puede ser destartalado?
Elvira volvió a reírse. Se levantó de la butaca, se acercó a la de su profesor y le retiró el periódico que tenía sobre las piernas.
—¿Te vas  a quedar a cenar, preciosa? —preguntó Dolores entrando en el salón. La mujer cuidaba de Agustín Pardos desde que sufrió el ictus hacía dos años.
—No, gracias, Dolores, me marcho enseguida.
—Bien, como quieras. —Y salió.
Elvira la vio irse, dobló el periódico y lo dejó sobre la mesita de café.
—Me arrepiento —dijo el profesor.
—¿De qué? —preguntó ella acercándose a la ventana.
—De no haber llevado tu tesis. Me arrepiento.
Elvira miró a través de aquella ventana del sexto piso. Vio la calle. Vio a una pareja esperando el semáforo. No estaban cogidos de la mano. Quizá eran solo amigos, o quizá eran amantes y fingían no serlo, quizá eran hermanos, quizá él era su profesor, quizá ella admiraba su casa destartalada.
—Sí, yo también —dijo dándose la vuelta y sentándose de nuevo en la butaca—. Hubieras disfrutado con el tema.
—Tu tema es una sandez, los personajes suicidas no interesan a nadie. A mí no me interesan. Sin embargo habríamos pasado más tiempo juntos y de eso me arrepiento. Me arrepiento. Tengo 78 años y voy a morirme.
—Yo también voy a morirme, Agustín.
—Sí, tú también. De hecho no sé cómo estás tan segura de no estarlo ya.
—No lo estoy.
—¡Ves! Me arrepiento. Debería haber pasado más tiempo contigo, con una muerta como tú.
Elvira sonrió y el viejo apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca. Cerró los ojos.
—No te mueras ahora, Agustín.
—No voy a hacerlo, no te daré ese gusto —dijo. Abrió de nuevo los ojos y la vio reírse, le gustaba verla reír, lo hacía mucho, para todo lo que detestaba la vida, se reía a cada momento—. A veces hasta pareces feliz.
—A veces lo soy.
—Mentira —dijo y se pasó torpemente la mano sobre la cabeza. Después con la vista al frente continuó—: Sabes que no lo digo en serio, ¿verdad? No me lo parece. Tu tema de tesis. No me parece una sandez. No lo es. No lo es y me arrepiento. Me arrepiento —La miró, ella evitó hacerlo. Se hizo un silencio largo—. Quédate a cenar y charlamos un rato más.
—Está bien, voy a avisar a Dolores.
 Elvira salió del salón. Al entrar, 10 minutos más tarde, encontró a su profesor nuevamente con los ojos cerrados y con la cabeza apoyada en el respaldo. Se acercó a él, pero este no se movió. Lo llamó por su nombre, seguía sin reaccionar. Quieta se llevó la mano al pecho. Luego se inclinó sobre él, le rozó con su mejilla la frente.
—¿Estoy muerto?
Ella se enderezó conteniendo un suspiro.
—No, Agustín, no lo estás.
—¿Y tú?
—Yo tampoco —contestó sentándose de nuevo en la butaca de al lado.