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27 sept 2011

Futuro frutal


Elvira caminaba sobre el bordillo de la acera. Feng Min a su lado. Las dos llevaban una pequeña bolsa de plástico llena de fruta. Elvira, cerezas. Feng Min, lichis. La primera emulaba ser una trapecista en la cuerda floja. La segunda la miraba preguntándose si todos los españoles serían igual de idiotas. Min era de Xi’an. Elvira de Bilbao. Ambas tenían 25 años y eran profesoras de español en una universidad al noreste de China.
―Y… ¡Doble salto mortal de Elvirova Reboskaya!

Y Elvirova cogió carrerilla para su arriesgada bajada de bordillo. El salto no fue mortal, pero sí un tanto accidentado. La bolsa salió disparada y ella quedó incrustada en el asfalto. Min la ayudó a levantarse mientras la llamaba idiota, y juntas empezaron a recoger las cerezas del suelo. Las metieron en la misma bolsa de los lichis.
―¿Se enfadará? ―preguntó Elvira.

―¿Quién?
―El Buda ―contestó señalando la bolsa.

Min negó con la cabeza, pero lo cierto es que tenía sus dudas. En silencio y preocupadas llegaron a la peluquería. Atravesaron la cortinilla de flecos con bolitas, que adornaba la puerta de la entrada. Una vez dentro, esperaron a que alguien les dijera qué hacer ahora. Pero nadie se les acercó. Había cuatro sillas alineadas frente a un largo espejo. En una, una mujer con rulos leyendo una revista. En otra, una joven con papel de aluminio en la cabeza depilándose las cejas a un milímetro de distancia del espejo. Otra estaba vacía, y en la última había un gato blanco.
―¿Estás segura de que era aquí…? ―preguntó Elvira en un susurro a su amiga. Ésta levantó los hombros sin contestar, y se pegó la bolsa de fruta contra el pecho.

―¿Xiaosong Zhu? ―se atrevió a preguntar en alto, apretándose cada vez más la bolsa.
―¿Xiaosong Zhu? ―repitió la chica de la plata en la cabeza, sin despegarse del espejo―. ¿Buscáis a Xiaosong Zhu?

Las dos profesoras, que no se habían movido de la entrada y que cada vez estaban más pegadas la una de la otra, asintieron con la cabeza.
―¡¡¡¡¡Xiaosoooooong Zhuuuu!!!! ―gritó la chica. Y es que el chino, como el pingüino emperador, es capaz de encontrar a su compañero de entre un millón con un solo grito, pero qué grito.

Al fondo de la peluquería, se corrió una cortina de tela amarilla, y apareció una mujer de mediana edad, que se acercó a las dos amigas y, después de mirarlas de arriba abajo, les preguntó si eran ellas las que venían a que el Buda les predijera el futuro. Las chicas dijeron que sí, así que la mujer las llevó a una habitación aparte. Era pequeña. Tenía una camilla de masajes contra la pared, un vaporizador junto a la puerta y bajo la ventana había un Buda de madera, de casi un metro de altura. Rodeándolo: mandarinas, ciruelas rojas y uvas.
―Hemos traído la ofrenda como nos pidió ―dijo Feng Min dándole la bolsa de la fruta.
―Dile lo de las cerezas ―dijo Elvira en español.
―Se nos cayeron las cerezas al suelo ―explicó Min en chino.
―Dile que si el Buda se va a enfadar, podemos comprar otras.
Min lo iba a traducir, pero pensó lo ridículo que sonaba aquello, así que miró a Elvira y le pidió que se callara.
La mujer colocó la fruta frente al Buda, no sin antes haberse inclinado ante él tres veces. Después pidió a las chicas que tomaran, cada una de ellas, un incienso, lo prendieran e, inclinándose ante el Buda, formularan en silencio tres preguntas sobre su futuro. Cuando terminaron, clavaron en incienso prendido sobre un tiesto de tierra, y se sentaron en la camilla. La mujer lo hizo en una silla, al lado de ellas. Abrió un enorme libro de pastas de cuero rojo y les preguntó la fecha de nacimiento. Cerró el libro, juntó las manos sobre él, alzó la cabeza y empezó a vocear frases sueltas en tibetano. Elvira pellizcó la mano de Min y Min pellizcó la de Elvira.
Al terminar de vocear, Xiaosong Zhu volvió a bajar la vista lentamente y, mirando a Elvira, le preguntó qué quería saber. Elvira carraspeó dos veces y sujetándose el cuello con ambas manos, como si se le fuera a caer, dijo finalmente:
―Dile que le pregunte al Buda sobre mi trabajo. Si me marcharé a Buenos Aires a terminar mi doctorado. Si falta mucho para casarme con Etienne, y dónde viviremos y cuántos hijos tendremos, y no sé, pues ¡todo!
Min lo tradujo al chino. La mujer, después de escucharla, levantó la cabeza y con los ojos cerrados, volvió a bramar un sinfín de frases en tibetano. Quedó en silencio un momento, y, sin bajar la vista, abrió el libro y comenzó a garabatear la última página.
―¡Hostia…!, ¡que ha entrado en trance, Min, que me cago…!
―¡Calla…!
―Vamos a morir…
Xiaosong Zhu paró de repente. Clavó la vista sobre el Buda. Cerró el libro. Y en chino explicó a Min lo que dos minutos después traduciría a Elvira. Que no, que no se marcharía a Buenos Aires, porque se quedaría en China por tres años. Que tras este periodo, viviría en un país vecino al suyo, pero que el dolor la llevaría a su ciudad natal en menos de un año. Y no, no se casaría nunca con Etienne ni tendría hijos con él. Lo haría con un hombre, de una notable diferencia de edad. Y tendría dos hijos pasados ya los 40.
―¡Pero qué mierda es esa!, ¡yo quiero vivir en Argentina con Etienne!

Min le tradujo su malestar. La mujer chasqueó la lengua, abrió de nuevo el libro y, tras repasar los garabatos, les confirmó que Elvira viviría en países muy diferentes, pero nunca en Argentina y que su destino final sería su propio país, donde se dedicaría a escribir.

―¡¿A escribir qué?!, ¡yo no sé escribir! ¡Yo quiero irme a Buenos Aires, terminar mi doctorado y bailar el tango con Etienne el resto de mi vida!

―Pues el Buda no dice eso ―dijo Min intentándola calmar.
Pero 30 minutos más tarde, era Elvira la que intentaba calmar a Min ya en plena calle.
―Pero, Min, seguro que se ha equivocado, imagino que…
―¡Claro que se ha equivocado! ¿Cómo me voy a casar con un extranjero? ¡Me parece una falta de respeto! ¡Llevo 11 años con Dong! ¡¿Quién puede pensar que no nos vayamos a casar?! ¡Con un extranjero, dice! ¿YO?
―Min, yo creo que esto ha sido cosa de las cerezas…
―¡Cállate!



Casi 10 años más tarde. Elvira se reía leyendo, en el sofá de su pequeña buhardilla madrileña, la última novela de Pablo Tusset. Su móvil sonó. Estiró la mano y lo alcanzó en la mesita.
―Dime, loca ―dijo.
―¿Hot Pot el viernes a las 3? Donde siempre. Hermosilla.
Poco quedaba de aquella ingenua Min, profesora de español. Ahora se había convertido en una rompedora ejecutiva de una gran empresa de Madrid.
―Vale, me lo apunto.
―Ah, acuérdate de bajarme dos ejemplares firmados de tu novela. Para Bo Zhang y Fanghui Sun. El lunes se los quiero enviar sin falta a Pekín. ¿Te acordarás?
―Me acordaré.
―Ah, y otra cosa. Javier y yo nos casamos.
Elvira soltó una risotada loca. Después la felicitó con sorna, y le dijo:
―Está claro que al final el Buda no se enfadó con nosotras.

19 abr 2010

¿Has comido ya?

Chinese food, por Takai-dono

Eran las once de la mañana. Cruzaba las canchas de baloncesto de la universidad, abarrotadas de estudiantes. Acaba de terminar mi última clase del día y me iba a comer a uno de los pequeños restaurantes fuera del campus. Había llegado a China hacía tan sólo dos meses y me costaba, enormemente, acostumbrarme a aquel horario.
—¡Profesora!
Un grupito de estudiantes pasaba por mi lado en ese momento.
—¿Has comido ya, profesora? —me preguntó una de ellas con cierta timidez.
—No, todavía no, voy ahora —respondí halagada porque lo más probable es que quisieran acompañarme. Sabían que, al no hablar chino, no podía leer el menú. Por ello, siempre deseaba que alguien me recomendara platos nuevos porque, al final, terminaba comiendo lo mismo todos los días.
—Ah, muy bien, adiós, profesora —dijo mi estudiante tímida.
—Adiós —dijo el resto al unísono mientras me adelantaban.
—Eh… adiós, adiós —dije yo con cara tonta.
Sin darle muchas más vueltas seguí caminando hasta salir del campus. Cruzando la carretera de la estrecha calle en la que desembocaba la universidad, un estudiante me saludó con energía y se acercó a mí.
—Profesora —dijo agachando un poquito la cabeza cuando ya lo tenía frente a mí.
—Hola, Carlos. —Todos los estudiantes chinos se rebautizaban con nombres originarios del idioma que estuvieran estudiando. Aquello me parecía muy curioso y a la vez, inmensamente, útil para los extranjeros porque si no, nos sería imposible recordar sus nombres chinos—. ¿Cómo estás?
—Bien, bien, ¿has comido ya?
Lo miré confusa, no sabía qué contestar.
—No, Carlos, todavía no, voy ahora —respondí finalmente.
—Vale, profesora, adiós —y sin más se fue.
Adiós, me dije a mí misma porque el estudiante ya se había marchado. Tras permanecer inmóvil un momentín, reflexionando el sentido de la pregunta, avancé hasta llegar al restaurante.

Los restaurantes del barrio universitario eran pequeñas lonjas en las que servían la comida rápida y a muy buen precio. El horario era el mismo para toda la universidad así que, antes del mediodía, siempre estaban a tope. Era un auténtico ir y venir de platos, risas y gritos de los estudiantes mientras comían a una velocidad increíble. Para ellos el tiempo era sagrado, así que no se concedían más de quince minutos para el almuerzo. Querían aprovechar todo el descanso del mediodía para ir a la biblioteca y estudiar o practicar un poco de deporte, pero lo de tomar un café de sobremesa y disfrutar de una buena charla, no iba con ellos.
Me senté en una mesa de dos, compartiéndola con un joven un poco gordito que apenas levantó la vista de su plato único. Pedí tofu japonés y un bol de arroz con huevo. No tuve mucho problema en hacerme entender, porque mi compañera Li Ni me había aconsejado aprenderme de memoria las páginas y el lugar, en el menú, de los platos que me gustaban. Por ejemplo, las alitas de pollo al wok con salsa de Cocacola, que me encantaban, estaban en la página 3 y era la segunda línea empezando por abajo. Revuelto de tomates, en la página 4, en la primera línea después del segundo título en negrita. Me había aprendido el lugar de unos cinco platos, en el menú de tres restaurantes diferentes, y cada vez que iba rezaba para que no hubieran cambiado los menús porque, si así era, estaba perdida.

Necesité más de cuarenta minutos para comer mi tofu y el arroz porque, por aquel entonces, los palillos no me resultaban nada fáciles de manejar. Me lo tomaba con calma.
Cuando terminé fui directa a la biblioteca. Había quedado con Feng Min para grabar material de audio para los estudiantes. Eran actividades que complementaban los temas del manual de español, principalmente para ayudar a los estudiantes con la fonética.
Aceleré el paso subiendo las escaleras porque me di cuenta de que llegaba tarde.
—Elvira.
Levanté la cabeza de los peldaños y vi al viejo profesor Chan, director del departamento de español, bajando las escaleras.
—Profesor Chan, ¿cómo está?
—Bien, bien, Feng Min te espera.
—Sí, llego un poco tarde, lo siento.
—Está bien. ¿Has comido ya?
—Sí… —dije titubeante.
—Bien, adiós, Elvira.
—Adiós, profesor Chan.

Abrí la puerta del estudio de grabación.
—Llegas tarde —Feng Min me acababa de dar la bienvenida.
Por alguna extraña razón no le caía demasiado bien a aquella chica. Imagino que ocuparse de una extranjera que no sabía chino, lo que la convertía en una ciega-sordo-muda, podía llegar a ser muy pesado. Y se notaba que, en algunas ocasiones, ella estaba un poco harta de mí.
—Sí, lo sé, es que he pedido tofu japonés, el que se resbala entre los palillos, como tiene esa salsa viscosa pues es muy difícil sujetarlo, por eso… —decidí callarme porque a ella no parecía interesarle lo más mínimo, estaba ordenando la mesa y comprobando los micros.
—¿Empezamos? —preguntó con una inexpresiva sonrisa.
Me senté a su lado, ajusté mi micrófono y comencé a leer un texto sobre una mujer que se llamaba Ema y su esposo Paco y que vivían en una casa grande a las afueras de la ciudad. De repente, dos párrafos más abajo, Paco preguntaba a uno de sus compañeros del trabajo si había comido ya, su compañero le dijo que no y ambos se despidieron en las líneas siguientes sin que el diálogo ofreciera más detalles. Levanté la cabeza como un resorte y pregunté a Feng Min con enorme intriga:
—Pero ¿qué tipo de pregunta es ésta?
Feng Min cerró los micrófonos y paró la grabación. Después me miró escondiendo cierta molestia.
—¿Qué pregunta?
—La de, ésta, la de que dice aquí: “¿has comido ya?”
—Bueno, es una pregunta sin más, para saludarse.
—¿Para saludarse?, ¡jajajajajaja! —¡Algo era ello! Y yo creyendo que todos mis estudiantes querían llevarme a comer, ¡qué ilusa! —. Claro, ahora comprendo, es como decir, hola, ¿qué tal?, bien/mal, y te vas, ¿no? O sea, ¿has comido ya?, sí/no, y te vas.
—Exacto —contestó esbozando la misma sonrisa inexpresiva de antes.
—Ay, es muy gracioso, ¿has comido ya?, ¿has comido ya?, ¿has comido ya? —repetía una y otra vez muerta de la risa.
—¿Continuamos? —sonrisa inexpresiva en acción.
—Joe, bufff, son textos aburridísimos, ¿no te cansas de grabar? —pregunté con el morro torcido. Ella estiró el cuello y apretó los labios, hay que hacerlo, dijo con sequedad y después añadió:
—No solucionas nada quejándote, sólo que perdamos más tiempo.
Aquello era disciplina china y lo demás tonterías.
Por supuesto me callé y en hora y media terminamos de grabar, con apenas un descanso de tres minutos.
Una vez fuera de la biblioteca Feng Min me recordó que al día siguiente deberíamos grabar cuatro textos más.
—Bien, vale —dije desganada—, ¿a qué hora?
—¿A las dos está bien para ti?
—Sí, no tengo nada que hacer por la tarde —respondí salpicando los hombros hacia adelante, después hice una pausa y pregunté—: ¿Te apetece un café?
—Oh… —Feng Min parecía sorprendida—. ¿Un café? No sé, siempre bebo té, pero vale, bien, sí.
—Vale, bueno, adiós —y, levantando la mano para despedirme, empecé a caminar hacia el lado contrario al que ella estaba, después me di la vuelta para mirarla, ella seguía quieta, así que me detuve y, acercándome de nuevo, le expliqué—: Feng Min, se trata de una pregunta para despedirse, se utiliza mucho en España: ¿te apetece un café?, es como decir, adiós, pasa un buen día. Pero no significa que te vaya a invitar a un café, ¿lo entiendes?
—Oh… ya, entiendo, no lo sabía.
Me empecé a reír como una loca, pobre Feng Min, qué carita tenía.
—¡Que no!, ¡que es broma, boba! —le grité muerta de la risa.
Feng Min me golpeó el brazo con su puño y se empezó a reír también. Qué delicia oírla. Y es que aquella chica de sonrisa inexpresiva tenía una de las carcajadas más bonitas y contagiosas que jamás había escuchado.
—Claro que te invito a café, loca —y agarrándola del brazo nos fuimos, con la risa tonta todavía, hacia mi apartamento.
Estaba claro que, aunque llevábamos dos meses hablando el mismo idioma, fue a partir de aquella tarde cuando empezamos a entendernos.

25 dic 2009

Un tío de cómic II


Norman por Martín Juaristi

Fui a recoger a Eva a Termibus. Después de terminar la carrera se fue a Londres a buscarse la vida, allí se enamoró locamente de un indio, quien olvidó contarle que estaba casado y con tres niños. Eva se enteró después de dos años de relación. Dejó Londres para refugiarse en Madrid, encontró enseguida trabajo en una galería de arte moderno.
Se me saltaron las lágrimas al verla bajar del autobús. Eva me abrazó con muchísima fuerza.
—No llores, loca, no merece la pena, y menos por un francés.
Llegamos a casa de sus padres para dejar la maleta.
—¡Uy, pero hija mía! —Asun, la madre de Eva me abrazó y me ametralló a besos—. El tiempo que hace, pues igual tres años ¿no?, claro, te nos vas a las Chinas y luego te nos casas con ese francés tan guapo, hija mía, naciste con estrella. Porque mira que es guapo, ¿eh? si es que los franceses son especiales y qué románticos, ¿eh? —Asun miró a su hija—, yo a ésta ya le digo, mejor con uno de fuera porque aquí todos tienen la boina metida a rosca.
—¡Hala, ama!, ¡ya, venga, largo!
—Uy, qué carácter, hija… pues os dejo solitas, ¿vale? Elvira, cariño, me alegro de verte, anda, dame un beso y muchos recuerdos a tu chico guapo.
Salimos a tomar algo.
—Hola Chema —dijo Eva al chico de la barra, mientras acercaba dos taburetes.
—¡Hombre! Mis dos preciosidades emigrantes —Chema nos besó y nos sirvió dos cañas.
—Joder, así que en diciembre te piras a China, otra vez. Que de puta madre, tía —Eva encendió un cigarrillo y continuó—, por lo del curro no te preocupes, algo te saldrá, además teniendo allí a la locaza de Roberto está hecho.
Eva se dio cuenta y, tras una calada, ladeó la cabeza para mirarme más de cerca.
—Pero, ¿de qué coño te ríes, perra? —me dijo.
—No me estoy riendo —contesté intentado disimular la risita.
—Sí te estás riendo que te veo yo desde aquí —dijo Chema desde la otra punta de la barra señalándose el ojo con el índice.
Exploté en una carcajada.
—Vale, no pasa nada, pero bueno, sólo que… bueno, viene Mario a Pekín.
—¿Qué Mario? —preguntó Eva frunciendo el ceño.
—Mario —contesté.
—¿Mario? ¿Mario…? Mario… ¡Ostías! ¿MARIO? ¿Mario–de-Bilbao-que-va–y-viene-todos–los-días-y–estudia-inglesa?
—El mismo.
Las dos empezamos a chillar y a reírnos como tontas.
—Vosotras tenéis treinta añitos, pero entre las dos, ¿no? —nos dijo Chema guiñando el ojo, y nos sirvió otras dos cañas.

Aunque nadie daba un duro por ello, terminé mi licenciatura y fui profesora durante tres años en una universidad del norte de China. Una etapa preciosa de mi vida. Durante el último año, envié a mis amigos de profesión en Bilbao una oferta de trabajo muy interesante: profesor de español en una escuela secundaria en el sur de China. El valiente que la aceptó sin poner ninguna condición fue Mario. Desde entonces vivía en China, hacía ya dos años y medio.


Hola Mario, cómo andamos? yo con mucho cambio pero ya te contaré. Oye, mira, la primera quincena de diciembre voy a Pekín a casa de un amigo, te subes y nos corremos una juerga a la pekinesa?
Besito, genio!
Elvira.


Locuela, lo de Pekín me hace. Ahora mismo ando muy justo de pasta pero creo que para esas fechas empezaré a levantar cabeza y, como te dije, tengo unas ganas enormes de verte y de salir de parranda contigo.
Muchísimos besos, guapísima, estamos en contacto.
Mario.


Roberto me llamó al móvil.
—Necesito que me hagas un súper favor antes de venirte.
—Dime.
—Se me ha roto la cafetera Nespresso, desastre total, así que mira a ver si me puedes comprar una nueva.
—¡Rober, qué pijo! —dije riéndome—. Vale… está hecho. Oye, una cosilla, creo que un amigo se viene también a Pekín, ¿habría algún problema si se queda en tu casa?
—Ninguno, perfecto, que se quede el tiempo que quiera. ¿Puedo preguntar qué tipo de amigo es?, ¿amiguito, amigote, ex novio, gay, novio de una amiga o el polvo platónico con el que siempre has soñado?
—¿Eh? ¿Qué andas? No sé, es un amigo normal, normalísimo.
—Ay, nena, no te enteras de nada, de ésos no existen. Tú y yo nos llevamos tan bien porque a mí, como a ti, me van los rabos, si no de qué…
Colgué el móvil muerta de risa prometiéndole que le llevaría la cafetera.

Eva, después de estar unos días en Bilbao, volvió a Madrid.
Las semanas iban pasando rápidamente. Quedaban menos de siete días para marcharme a Pekín cuando recibí su email. No me lo podía creer. Llamé inmediatamente a Eva.
—Galería de Arte Haddon, buenos días.
—Muy buenos, quería hablar con Eva Uriarte, por favor.
—¿De parte de quién?
—De Andy Warhol.
—Oh… un momentito, por favor, no cuelgue.
—Dime, Andy.
—Al final no se viene.
—Vale, ¿quién y a dónde?
—Mario a Pekín.
—¡No jodas! ¿Se ha hecho cacas la semana anterior a irse? ¿De qué va ese tío?
—Se ha quedado sin un duro.
—Ah, bueno, qué susto me habías dado, vale, no importa, págale el billete.
—¿Queeeeeeeeeeé?, ¡estás loca!
A las dos nos dio un ataque de risa.
—Bueno, tranquilicémonos, ¿eh? lo único que necesitamos es un plan.
—Eva, olvídalo, te llamo simplemente para darte esta información y para que me digas qué quieres que te traiga de Pekín.
—Oh, vamos Elvirita, no te rindas, este tío dentro de un par de años estará montado en el dólar vendiendo sus dibujos. ¡Es un genio!
—Por eso mismo, a los genios hay que dejarlos tranquilitos y libres.
—Vale… pues un collar de jade, el último que me trajiste se me rompió.

Estaba tumbada en la cama de la habitación de invitados con Roberto a mi lado. Su casa era grande, estaba en la zona de las embajadas. Había tomado la postura fetal porque de la risa no podía estirarme, me contaba sus aventuras con un japonés. Al día siguiente salía mi avión de vuelta a Bilbao. Se me habían pasado los diez días rapidísimos. No hicimos gran cosa, sólo reírnos, comer y salir de compras pero creo que lo necesitaba, porque fue genial, una terapia perfecta para dejar a un lado a Etienne. Durante la primera semana quedé con mi amiga Feng Min, acababa de tener un hijo, se había casado hacía un año y por eso se trasladó a Pekín. Ahora era profesora en una Universidad de la capital. Me propuso volver a trabajar juntas en la facultad, como antes, me decía. Le aseguré que le daría una respuesta en primavera. El fin de semana, Rober se salió con la suya y me presentó a un par de amigos con los que nos fuimos de copas por la zona más pija de Pekín. Uno de ellos no estaba nada mal, pero era un poco chapas y no hay cosa que me excite menos que un hombre parlanchín.
En la cama, Roberto y yo apurábamos la última noche juntos.
—Ya te digo, nena, era lo mismo que acostarse con Hello Kitty, qué cosa más pequeña, pero monísimo ¿eh?—me contaba Roberto mientras yo le hacía gestos con la mano pidiendo tiempo muerto, me dolía la tripa de tanto reírme.
Al día siguiente me acompañó al aeropuerto.
—Dime que vas a aceptar el trabajo y que te vuelves en septiembre para quedarte —me dijo mientras me abrazaba.
—Ya veremos…

En abril llamé a Feng Min y le dije que aceptaba el trabajo, que empezara a mandarme el contrato para ir echándole un ojo. En junio Roberto me llamó para decirme que ya me había encontrado un pisito de alquiler, no era gran cosa pero poco más podía permitirme. Y el veintidós de agosto, a las cuatro de la mañana, estaba cansadísima sujetando un vaso de kalimotxo celebrando el último sábado de fiestas de Bilbao.
—Chicas, creo que yo me voy a retirar, ¿eh? —dije a la cuadrilla tirando el vaso al suelo.
—No, Elvi, quédate, es tu último finde antes de volver a China.
Marieta, con el katxi de kalimotxo, rellenó otro vaso de plástico y me lo ofreció.
—Buff, si es que no puedo más, Marieta, de verdad.
—Calla, calla, anda y cuéntame cosillas.
Me reí al verla tan despierta y con tantas ganas de fiesta pero yo estaba reventada, así que me acerqué a ella para darle un beso y marcharme a casa.
—Venga, dame un beso —le dije mostrándole la mejilla—, te llamo esta semana y quedamos, ¿vale?
Me despedí del resto con la mano cuando ya estaba unos metros fuera del grupo, si no hubiera sido imposible.
Cruzando los Jardines de Albia alguien me llamó. Me di la vuelta, vi a un grupo de chicos pero no reconocí a nadie. Continué mi camino y otra vez escuché mi nombre, Elvira querida. Me volví a dar la vuelta, esta vez un tanto mosqueada y me encontré a un genio de ojos azules y tristes con los brazos abiertos completamente borracho llamándome:
—Mi Elvirita querida.
—Mario… —me acerqué y lo abracé metiendo mis brazos bajo los suyos abiertos.
—Ey, te escribí un email para decirte que ya estaba en Bilbao.
—Lo sé, lo sé, pero he estado muy liada este verano, ya sabes que la próxima semana me voy a Pekín a currar, ¿no?
—Sip, sip... sip. Genial, porque quiero conocer Pekín este año, así que te llamaré para abusar de tu hospitalidad.
—Pues a ver si es verdad y no me das el plantón del año pasado.
—¡Sssht! prometido —dijo y trazó una supuesta línea de juramento en el aire —. ¿Qué más me cuentas, guapísima?
—Pues nada más, como no quieras que te cuente el cuento de Un tío de cómic.
—Buah, vale, ¿tiene buen final? —me preguntó mientras se rascaba la frente con los cuatro dedos a la vez.
—No tiene final.
Mario se acercó mucho a mí y se agachó lentamente hasta dejar sus ojos a la altura de los míos y me dijo en voz muy bajita:
—Pues ése es un cuento de miellllda… ¿no...?
Eché la cabeza atrás riéndome muchísimo. Después me volví a acercar a él, le sujeté la carita entre mis manos y lo besé en los labios lentamente. Él no dijo nada.
—Es que a los genios hay que dejarlos tranquilitos y libres, por eso ese cuento nunca tendrá un final.
Mario me acarició la mejilla y sonriéndome me dijo:
—Nos vemos en Pekín.
—Nos vemos en Pekín —dije.
Le robé un último beso y me marché.

17 mar 2009

El tercer ojo

China ya se había despertado. Eran las seis y cuarto de la mañana. Lo sabía porque el restaurante de debajo de mi casa hacía un ruido insoportable cada vez que abría y levantaba la persiana de aluminio. El sol se colaba descarado en mi habitación. Oía a los estudiantes dirigirse a los comedores del campus. Me di la vuelta y me hundí debajo del edredón, hoy era viernes, mi día libre. Me iba a quedar toda la mañana en la cama, porque había pasado una noche horrible, la misma pesadilla de siempre se había repetido una y otra vez, estaba agotada.
¡Ríííííííííííínnnng, rííííííííííínnng!
Miré el reloj, siete y veinte.
Salí de la cama destemplada y cogí el teléfono con desgana.
—¿Seeeeeeé…?
—Elvira, ¿la he despertado?
Al oír su voz me erguí como si de un sargento se tratara y fuera a pasar lista.
—Profesor Liu, no, no, claro que no, estaba desayunando, dígame.

El Profesor Lui, decano de la facultad de lenguas extranjeras de la universidad, me metió una chapa eterna sobre las correcciones de los textos 44, 45 y 46 que debía entregar a Feng Min para que pudiera llevarlas a imprenta antes de las diez de la mañana.
Tras colgar el teléfono, me preparé café, dejé correr el agua de la ducha para que se fuera calentando y encendí mi portátil. Leí los emails y la versión digital de uno de los periódicos que tenía en la bandeja de favoritos. Terminé el café y me metí en la ducha. Vaya… no había habido suerte, el agua seguía fría.

Crucé las canchas de baloncesto en dirección al edificio de los despachos.
—¡Profesora Elvira, profesora Elvira, profesora Elvira!
Me di la vuelta y a lo lejos vi a una de mis alumnas de tercer curso saludándome con la mano. Corría con pasitos diminutos, avanzaba más hacia arriba que hacia delante. Era divertido verla.
—¡Vaya! Pero, ¿quién te persigue? —le grité.
No entendió mi chiste, aun así me regaló una amplia sonrisa que me supo a gloria a esas horas de la mañana.
Empecé a subir las escaleras del edificio de los despachos. Los del departamento de español estaban en la sexta planta, no había ascensor. Olía a humedad. Los techos estaban desconchados y el suelo de azulejos bastante sucio. Llegué al pasillo del sexto piso. Allí tropecé con dos alumnas del primer curso, me saludaron muertas de vergüenza y escondiendo una risita nerviosa entre las manos. Les devolví la risa, me divertía ver a jovencitas de dieciocho años tan tímidas e infantiles. Abrí la puerta del despacho 67, lo compartíamos los cuatro profesores más jóvenes del departamento.
—¡Ooooh! Elvira Laoshi, nin hao ma?
Me preguntó Feng Min en un tono exageradamente respetuoso e irónico. Estaba sentada en su mesa, junto a la ventana, con el portátil encendido escuchando RTVE Directo mientras corregía: ¿unas composiciones, exámenes, ejercicios…?
—Podría estar mejor, pero no me quejo, ¿qué haces?
—Corregir estas composiciones de segundo.
—Composiciones… —pensé en alto—. Bien, ¿alguna novedad?
—Déjame ver… —apartó la vista de las correcciones y metió la cabeza en su portátil—. Vale, a ver, la tregua de ETA parece que también incluye lo de la extorsión a los empresarios vascos. Imágenes del cien cumpleaños de Francisco Ayala, ¡qué viejo! ¿eh?, y han llevado a Rocío Jurado a Madrid desde Houston en un avión UCI —Min levantó rápida la cabeza del ordenador—. ¿Qué es un avión UCI?
Se lo intenté explicar entre risas porque su manera de darme el parte noticiero matutino era única, tenía una capacidad especial para resumirme los mejores titulares del día y siempre me hacía reír.
Encendí el ordenador y la impresora, y le conté la llamada del Profesor Liu a las siete de la mañana. Así que en un momento le entregaría los textos para que los llevara a imprenta.
Min, sin hacer mucho caso a lo que le estaba explicando, se acercó y se sentó junto a mí.
—Uy, tú tienes muy mala cara —me dijo con tono de preocupación.
—Estoy bien, es sólo que no puedo dormir, no sé… estoy teniendo un sueño que se repite cada noche dos y hasta tres veces. Y es… una pesadilla que me agota porque paso tanto, tanto miedo que me tiene en tensión toda la noche, no consigo descansar.
—Pues… pues... cuéntamelo —dijo con sus dos manitas en la cara.
—Bueno, es siempre lo mismo, ¿no? Sueño que estoy en mi habitación, es de noche, la habitación está casi a oscuras y yo estoy intentando dormir en la cama, pero tengo los ojos abiertos y empiezo a ver a… personas, ¿no?, a gente en mi habitación. Pero no han llegado de repente, es como si estuvieran allí desde hace tiempo.
—Y, ¿qué hacen…? —me preguntó Min absolutamente enganchada a mi historia.
—Nada… me miran.
—Oh… ¿Todos? Y, y, y, y... ¿son chinos?
—Sí, sí, me miran todos y todos son chinos, todas son mujeres menos el que se sienta en la cama junto a mí.
Min dio un respingo en la silla y se llevó las manos a la boca. Me asustó.
—Feng Min, por favor, me estás metiendo más miedo tú que mi sueño —dije con la mano en el pecho y recobrando el aliento.
—Ay… perdona… bueno, y, ¿qué más?
—No hay mucho más, sólo que las personas son las mismas cada noche, no se trata de gente diferente cada vez, siempre son las mismas, las mismas caras, con la misma ropa, con sus ojos puestos en los míos, en silencio, esperando a que me duerma, no sé…
—Ya… bueno, y, tú… ¿qué haces…?
—¿Yo? ¡Nada! Min, no puedo hacer nada, porque en el propio sueño puedo sentir pánico, veo la imagen y siento un pánico horroroso, real, completamente real, miedo de verdad, ver a estas siete personas en mi habitación me paraliza, me aterra… Y Min, ¿sabes por qué…?
Min se acercó mucho a mí y con un gesto me pidió la respuesta.
—Porque… porque… al verlos yo sé que están todos muertos…
La impresora empezó a escupir los textos, Min y yo metimos un escandaloso grito que intentamos ahogar, rápidamente, con nuestras propias manos al darnos cuenta que se trataba de la máquina.
—Ay… Min… —dije todavía con el susto en el alma—, te aseguro que son tan reales, y el miedo es tan físico, tan agotador, que desde hace una semana es un suplicio irme a la cama y dormirme sabiendo que lo voy a volver a soñar.
Min me miró con seriedad, después se levantó y volvió a su mesa sin decir una palabra. La seguí con la vista. Estaba sorprendida de que de repente el tema le hubiera dejado de interesar por completo, así, sin más. Pero eran muchas las veces que no comprendía sus reacciones, así que no quise preguntarle nada y, olvidando la conversación, empecé a recopilar los textos de la impresora. Me levanté con el capítulo 44 en las manos.
—Elvira… —dijo, finalmente, Min desde su mesa. Me paré en seco al oírla—, Elvira… —repitió mi nombre clavando sus ojos en los míos—, pero… pero, ¿cómo estás tan segura de que es un sueño…?

Las sesenta y seis hojas del capítulo 44 se escurrieron de mis manos temblorosas y fueron cayendo al suelo, rompiendo el escalofriante silencio que acababa de inundar el despacho entero.

26 dic 2008

Mi querida China

No sé el tiempo que pasó, ni si había podido dormir algo o no, cuando de repente oí los cascabelitos de la puerta de la entrada. Me los había regalado Li Ni, para protegerme de los malos espíritus. Si los oía a media noche sonar significaba que los muertos habían entrado en casa y lo único que podía hacer, para protegerme, era no abrir los ojos. Bien, eran las tres de la tarde, y se me había olvidado preguntar a Li Ni si los muertos hacían visitas durante la siesta. Me quedé inmóvil pensando en si levantarme o no, por si acaso lo pensaba con los ojos cerrados, no fuéramos a tener un disgusto. Al oír un martillazo en la cocina decidí salir a ver, porque o era un muerto muy enfadado o un vivo que estaba destrozando mi cocina. En el hall comprobé que la puerta de casa estaba abierta de par en par. Sin dar un paso más, alargué el cuello hasta poder ver el interior de la cocina. Sí, había un hombre de cuclillas frente a los fuegos de gas.
Ni hao… —dije tímidamente intentando llamar su atención.
Quizá el primer año hubiera salido corriendo pero ya llevaba tres viviendo en China, y estaba más que acostumbrada a que los chinos entraran en mi apartamento sin pedir permiso y, sin mediar palabra, se pusieran a arreglar o cambiar algo de la casa.
Ey! Ni hao, ni hao!! Wo lái xiu ye hua qi.
Hao —dije entrando en la cocina buscando el calorcito del radiador.
El señor en cuestión era parte del personal de mantenimiento del edificio. El equipo lo formaban tres, la verdad es que eran muy, muy parecidos pero éste era el más joven y delgadito. Los tres llevaban pantalones de pinza negros, chaqueta y mocasines, y portaban un destornillador. Sí, nada más que un destornillador, así, en la mano, como el pica hielos de Sharon Stone pero en destornillador. No sé cómo se las arreglaban pero con él hacían todo el trabajo, fuera lo que fuese: chin chun chin y… ¡lámpara arreglada!, ¡tubería fijada!, ¡Internet conectado!, ¡baldosa pegada!, ¡ventanas tapiadas! Sí, esto último no es una exageración, cierto como la vida misma. Un día bajé a recepción quejándome del frío que entraba por los balcones. Tenía dos, uno en la habitación y otro en el salón. Prometieron hacer algo al respecto. Dicho y hecho. Al día siguiente llegó uno de los tres chinos con su traje, sus mocasines y su destornillador en la mano y me pidió que saliera por unas horas porque igual me molestaba el ruido. Uy, qué amable y considerado. Así que despreocupada me fui a tomar un largo café a una de esas cafeterías japonesas tan lujosas. Al volver me encontré con una masa de ladrillos tapando ambas puertas de los balcones. Fui a recepción encolerizada, pero ellos me tranquilizaron asegurándome que aquella obra de arte estaba sin terminar, todavía faltaba pintar pero antes debía secarse. Vaya, ¿gracias?
Sentí como el joven de mantenimiento se desviaba de su trabajo para mirarme atónito las piernas. Nuevamente digo que si fuera mi primer año en China pensaría que aquel hombre era un auténtico pervertido pero al ser el tercero podía asegurar que el pobre estaba perplejo ante tantos pelos. Y es que las chinas eran esos angelitos sin vello que tanto envidiábamos las occidentales.
—Pelos —le dije mientras yo misma me los miraba—. Antes me depilaba por lo menos una vez al mes, pero… desde que estoy en China sólo cuando viene mi novio.
El hombre me miraba sonriente sin entender una sola palabra pero parecía agradecido de que quisiera mantener conversación. Mientras me oía volvió a meter mano en el conducto de gas ayudado de su destornillador.
—Pues sí, es francés, mi novio, digo, es francés, faguórén, ¿eh? —y se lo volví a repetir más alto y despacio—, fran-cés, fa guó rén, ¿sí?
Hao, hao —me contestó sonriéndome divertido.
—Pues ya ve qué situación ¿no? Yo aquí Zhongguó y él allá, en Lyón. No es fácil, no. Pero lo que siempre digo, ¡oye!, ¡que puede ser mucho peor!
—¿Elvira...?
—Uy, loca, ¿cómo has entrado?
Frente a la puerta de la cocina estaba Feng Min mirándome alucinada. Feng Min también era profesora de español en la Universidad de Dalian, pero nunca pude tratarla como a una colega sino como a una hermana.
—La puerta estaba abierta, ¿qué haces con este señor? —me dijo.
—¡Ah! Es el de mantenimiento, ha venido a arreglar el gas, estábamos hablando.
—¡¿Hablando?! ¡¿En español?! —alargó la mano para invitarme a salir de la cocina y cambió su preocupante tono por uno muy cariñoso—. Ay, pobrecita, creo que pasas demasiado tiempo sola, ¿verdad?
Cogida de la mano me llevó hasta el salón y como a una niña pequeña me sentó en el sillón, me miraba preocupada.
—Feng Min, no estoy loca.
Ella ladeó la cabeza con duda.
—No, loca no, pero tan sola… ¿verdad? —me dijo cogiéndome las dos manos entre las suyas.
—Pues sí, y más si mi única amiga deja de hablarme durante una semana.
Por pequeños desacuerdos metodológicos en la enseñanza, habíamos dejado de hablarnos durante siete largos días.
—¡Oh!, ¿yo?, ¡¿yooo?! —empezó el teatro: se llevo las manos al pecho y abrió sus dos ojitos como platos, mientras gesticulaba con la boca sin terminar de decidirse por pronunciar ninguna palabra. Era como estar viendo a un personaje de la ópera de Pekín—. ¡Tú eres la que no me habla! —terminó por decir.
La miré con expresión tranquila y sonriendo. Cuando interpretaba al personaje de ofendida sabía que se sentía culpable y de algún modo quería solucionar aquello sin caer en cursis frases de perdón. Así que tomé un atajo.
—Bien, pues yo ya te hablo.
—Ah… y yo… ­—me dijo un tanto sorprendida.
—Vale.
Hao.
—¿Y?
—¿Y qué?
—Has venido a mi casa para…
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Sí, sí, sí, sí! —Feng Min parecía excitadísima de repente, cambió de registro por completo y empezó a comportarse tan risueña como siempre—. Es que... ¡No sabes, no sabes, no sabes, no sabes! ¿no?
—Pues no… ni la menor idea.
—Te lo voy a decir ¿vale? —se retiró su larga melena negra hacia atrás y me miró llena de ilusión—. ¡Li Ni se casa!
Las dos de un golpe nos pusimos de pie, y empezamos a gritar dando saltitos como tontas cogidas de las manos por todo el salón. Después nos entró la risa y nos agachamos de cuclillas sujetándonos sendas barrigas para no estallar.
El hombre de mantenimiento entró en la sala y mirándonos, como si fuéramos dos setas crecidas en la moqueta, dijo algo.
—¿Qué ha dicho? —pregunté cogiendo un poquito de aire.
Feng Min me hizo un gesto de despreocupación con la mano y empezó a reírse.
—Bah… nada, que duermas con las ventanas abiertas porque todavía se escapa un poquito de gas.
Me desplomé panza arriba en el suelo completamente muerta de risa. China, mi querida China.